Matar a Pablo Escobar (8 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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«Que el Congreso estudie la conducta del señor ministro en lo que respecta a este otro hombre que le ofreció un millón de pesos —dijo Ortega—. Porque lo que menos querría yo sería dañar la brillante ca-11 era del ministro de Justicia. Sólo quiero pedirle que nos explique qué tipo de ética nos va a exigir a nosotros. Que el país sepa que su ética, señor ministro, no puede ser muy diferente de la de Jairo Ortega y de los demás aquí presentes.»

El discurso de Ortega fue recibido con los aplausos y los vítores de Carlos Lehder y su canalla desde la tribuna de los periodistas, y cuando ese exabrupto fue reprochado por otros periodistas y editores, Lehder se limitó a lanzarles una mirada acida y desafiante. En su escaño, una plan-1.1 más abajo, Pablo observaba tranquilamente mientras se escarbaba los dientes con sus dedos gordos y romos. Se balanceaba en su silla giratoria tapizada de piel, escuchaba y observaba sin decir palabra, dejando entrever de vez en cuando una tímida sonrisa levemente afligida.

Una vez que Ortega hubo terminado, Lara Bonilla se puso de pie para responderle. No, no recordaba a Porras, pero sabía que era perfectamente posible que aquel hombre hubiera contribuido a una de sus campañas. Era una acusación indignante y malintencionada. Ortega había señalado una mancha mínima en la solapa de un hombre honesto. «Mi vida es un libro abierto», dijo Lara Bonilla y ofreció renunciar a su cargo en el momento en que cualquier sospecha, cualquiera, pusiera en tela de juicio su honestidad. Y agregó que no podía decirse lo mismo de «algunos ministros complacientes, afectados por el chantaje y la extorsión a la que se está sometiendo a la clase política de Colombia». «La ética es una cosa, pero hay grados. Una cosa es un cheque que se utiliza para poner en duda la honradez de un hombre [...]. Otra muy distinta cuando un político financia una campaña exclusivamente con esos fondos», puntualizó Lara Bonilla con un deje de sarcasmo. Estaba claro que no temía que su integridad se comparase con la de hombres como Ortega o Escobar. «Hay |entre nosotros) un congresista que nació en una región muy pobre, un hombre de origen muy, pero muy humilde, que después de astutas transacciones con bicicletas y otras cosas, se convierte de pronto en el dueño de una incalculable fortuna, nueve aviones, tres hangares en el aeropuerto de Medellín, y hasta crea el movimiento Muerte a los Secuestradores, mientras que por otro lado funda organizaciones de caridad con las que intenta comprar las voluntades de los necesitados y los desposeídos. Hay además investigaciones que se están realizando en Estados Unidos —en las que lamentablemente no puedo ahondar en este momento—, que tienen como principal sospechoso al suplente del señor Ortega y a su conducta criminal.»

A Pablo no le faltaban defensores. Los argumentos de Ortega habían agradado a muchos en la Cámara de Representantes, pues Ortega se había dirigido a una hermandad de pecadores. Si hasta Lara Bonilla había aceptado dinero del narcotráfico, ¿quién de ellos lograría sobrevivir a una investigación en toda regla? Otro representante de Medellín, y también candidato en la misma lista que financiara el cártel, se puso de pie y contestó al ataque esgrimiendo que aquellos insultos carecían de fundamento y eran claramente políticos.

«Nunca hubo ningún tipo de sospecha sobre el origen de la fortuna de! representante Escobar hasta que éste se unió a nuestro movimiento —dijo el congresista—. Como político, carezco de la pericia para investigar el origen de cualquier tipo de bienes |...|. El representante Escobar no necesita confiar en nadie para defender su conducta personal, la cual, hasta donde yo sé, no ha sido objeto de ningún proceso legal ni de ningún gobierno.»

Pablo no hizo comentarios al dejar el vestíbulo tal y como había llegado, contenido en una falange de guardaespaldas. Fuera del recinto fue asediado por periodistas, y por esquivar a uno de ellos con una grabadora, Pablo se topó con dos congresistas que conversaban en el pasillo. Uno de ellos, Poncho Rentería, sorprendido y asustado, intentó romper el hielo presentando a Pablo:

Profesor —le dijo a su colega—, usted que ha vivido la historia de este siglo, le presento a uno de los pesos pesados de Envigado, Pablo Escobar.

El colega de Rentería miró a Escobar de arriba abajo y puesto que Escobar es un nombre bastante conocido en Colombia le preguntó como en broma:

—¿Ah sí? ¿Y a cuál familia Escobar pertenece usted?

Pablo logró esbozar una sonrisa educada pero no contestó. Los dos congresistas de Medellín se alejaron por el pasillo y Pablo se fue con ellos.

Estaba furioso. Al día siguiente, Lara Bonilla recibió una notificación de un bufete de abogados: disponía de veinticuatro horas para presentar pruebas que respaldaran sus acusaciones; de lo contrario se lomarían contra él medidas legales.

Lara Bonilla sabía de sobra que nadie en Colombia, ni en el resto del mundo, dudaba de que Pablo Escobar fuera un criminal. La respuesta de Ortega confirmaba que el ministro de Justicia tenía entre manos una contienda mucho más delicada de lo que había calculado, pero Bonilla no se amilanó y recogió el guante. Comprendió de inmediato que estaba en juego el alma de su país. Denunció la corrupción y la violencia resultantes del narcotráfico y clamó por una «guerra frontal, limpia y abierta, sin temor y sin vueltas atrás, con todos los riesgos que implique». Y definió el cheque de Porras como «una cortina de humo».

«Los que me acusan no me perdonan la claridad con la que he denunciado públicamente a Pablo Escobar, quien a través de astutas transacciones ha amasado una enorme fortuna —afirmó. Y con respecto a esa enorme fortuna derivada del narcotráfico, observó—: Se nata de un poder económico concentrado en unas pocas manos y mentes criminales, y lo que no consigan por medio del chantaje lo harán asesinando.»

Pero los amigos de Lara Bonilla también eran personas poderosas. Pocos días después de la confrontación, el periódico
El Espectador
desenterró de sus archivos noticias del arresto de Pablo y de su primo Gus-i.ivo por tráfico de drogas en 1976. Toda la fachada de respetabilidad de Pablo se hizo añicos. Tan perjudicial había sido el artículo que los esbirros de Pablo intentaron infructuosa y patéticamente recorrer Medellín para hacerse con todos los ejemplares. Aquel lamentable esfuerzo solamente dio como resultado aumentar el interés por el artículo y provocó la reapertura de una investigación acerca de la muerte de los dos policías que lo habían arrestado y que se expidiera una nueva orden de detención. Semanas después el juez que diera la orden fue asesinado en su coche. Luego, la cadena norteamericana ABC emitió un documental en el que se acusaba a Pablo Escobar de ser el principal traficante de cocaína de Colombia y de poseer una fortuna de más de dos mil millones de dólares. Pablo lo negó todo en una entrevista televisiva en directo y aseguró que su fortuna provenía de la «construcción»; sin embargo, no dejó de abogar por el comercio de la cocaína y de elogiar el provecho que había significado para Colombia, que había reducido el desempleo y provisto capital para un vasto crecimiento e inversión. En el contexto de las terribles revelaciones de los medios, las negaciones de Pablo y sus elogios al narcotráfico quedaron ridículas e interesadas. Su caída en desgracia fue angustiosa e inmediata.

En los meses que siguieron, Pablo fue objeto de las denuncias públicas de Galán hasta ser expulsado del Nuevo Partido Liberal. La Cámara entretanto estaba tomando medidas para retirarle su inmunidad parlamentaria, la embajada de Estados Unidos revocó su visa diplomática y el cardenal Alfonso López Trujillo quitó el apoyo de la Iglesia a los proyectos caritativos de Pablo. Lara Bonilla firmó la orden de arresto y extradición de Carlos Lehder y éste se dio a la fuga. Era la primera vez que el Gobierno tomaba medidas para cumplir con el tratado de extradición de 1979.

«Cuanto más sé, más comprendo el daño que hacen los narcos a este país», dijo Lara Bonilla.

Y como si fuera poco, el Gobierno confiscó ochenta y cinco de los animales exóticos de la Hacienda Napóles, aduciendo que habían sido importados ilegalmente.

Pablo no se quedó callado: anunció que si el Gobierno no dejaba sin efecto el tratado de extradición, él y Carlos Lehder cerrarían mil quinientos negocios dejando sin empleo a más de veinte mil personas. Organizó un mitin en Medellín y acusó a Lara Bonilla de hipócrita y de ser un títere de Estados Unidos. De todos modos, contra las revelaciones acerca de su pasado delictivo y las nuevas órdenes de detención, ya no había nada que hacer. La carrera política de Pablo había acabado. Ya nunca lograría sacarse de encima la etiqueta de narcotraficante. Furioso, abandonó la arena política en enero de 1984, haciendo público un comunicado petulante en el que volcaba su opinión afirmando que él tenía un contacto más estrecho con las masas de Colombia que sus adversarios políticos. «La actitud de ¡os políticos está muy alejada de las opiniones del hombre común y de sus aspiraciones», dijo.

Pablo se quejó amargamente de su repentino cambio de fortuna. El comportamiento de Lara Bonilla no lograba entrarle en la cabeza, porque Pablo jamás actuaba por principio. Para él las personas del mundo se dividían en dos clases, las que viven en un sueño y creen en lo que está bien y lo que está mal, y aquellos que viven con los ojos abiertos y han aceptado que el único móvil del ser humano es el poder y las pre-1 rogativas que de él se derivan: la recompensa y el castigo; la plata o el plomo. Evidentemente, Lara Bonilla no era un idiota; si resultaba inmune a la codicia y al miedo, si rechazaba el dinero y estaba dispuesto .1 arriesgar la vida, sólo podía haber una razón para ello: que el ministro de Justicia estuviera respaldado y pagado o por el cártel de Cali, o por los norteamericanos, o por ambos. A Escobar no le cabía ninguna duela, así que en sus mensajes públicos comenzó a referirse a Lara Bonilla como «el representante de Estados Unidos en el Gobierno de Betancur». Para Pablo, lo que estaba en juego no era el bien o el mal: lo que estaba en juego era el poder, ni más ni menos, y él pensaba que aquélla era una refriega de la que podría salir airoso.

Lara Bonilla fue asesinado tres meses más tarde mientras viajaba en su Mercedes Benz con chófer en la zona norte de Bogotá. Un ex convicto montado en una motocicleta le disparó con una pistola-ametralladora, y siete balas dieron en el blanco. Lara Bonilla ya se había planteado la seguridad de su familia y por ende había hecho gestiones para que ellos pudieran residir durante un tiempo en Estados Unidos, concretamente en el estado de Texas, y bajo un nombre falso. Sin embargo, él hacía caso omiso a las medidas que le garantizaban su propia seguridad. Se había comprometido a luchar contra los narcos, aunque la muerte era una de las consecuencias posibles de aquella decisión. El chaleco antibalas que el embajador norteamericano Lewis Tambs le había facilitado fue encontrado en el asiento trasero del coche, junto al cadáver; quizá no hubiera servido de nada.

4

Pablo había estado en lo cierto con respecto a una de sus presunciones: Estados Unidos era uno de los motores más importantes que había de-irás de la presión a la que se vio sometido tanto él como los demás narcotraficantes multimillonarios. En respuesta al creciente consumo de cocaína en su país, el presidente Ronald Reagan había creado en enero de 1982 un equipo formado por miembros de su gabinete, para que se coordinaran las actuaciones en contra del tráfico de estupefacientes a Estados Unidos. El hombre encargado de tal tarea fue el vicepresidente George Bush. Pero no sería hasta que Bush ocupara la Casa Blanca en 1988, cuando la guerra contra las drogas cambió formalmente sus objetivos al evitar que los envíos cruzaran las fronteras y al perseguir directamente a los capos de la droga. Pero mucho antes, el vicepresidente Bush ya había encaminado sus esfuerzos en esa dirección. Tras la muerte de Lara Bonilla, el Gobierno colombiano reconoció que los cárteles que dominaban el tráfico de cocaína significaban una verdadera amenaza, y sus funcionarios se mostraron cada vez más dispuestos a aceptar la ayuda norteamericana. Con el tiempo los capos no sólo se encontraron en la mira de las fuerzas policiales sino también del Ejército; una ‘ diferencia muy notable, como lo evidenciaría más tarde la cacería de Pablo Escobar. Casi nadie que conociera mínimamente el tráfico de drogas afirmaría que todo ese entramado se podía reducir y mucho menos detener arrestando a un puñado de narcos. Sin embargo, resultaba mucho más sencillo captar la atención del Congreso señalando con el dedo a un conciliábulo de multimillonarios (que infectaban con su producto la salud de la juventud norteamericana) que al amorfo e impersonal fenómeno de la droga. Reunir el apoyo necesario para ir a la guerra, o tan siquiera para financiarla, requiere de enemigos visibles y los pintorescos narcos colombianos cumplían con el perfil a la perfección.

Durante aquel período, las opiniones del norteamericano medio y del público en general cambiaron de forma espectacular. En junio de 1986, Len Bias, jugador estrella del equipo de baloncesto de la Universidad de Maryland y el primer candidato para la NBA, sufrió un colapso y murió en una fiesta en el
campus
de la universidad después de haber esnifado cocaína. La década de coqueteo con el polvo blanco por parte de los jóvenes norteamericanos acomodados ya había comenzado a agriarse, pero la muerte de Bias marcó el punto final. De la noche a la mañana, la cocaína, la inofensiva droga recreativa que todos consumían en las fiestas, pasó a ser «la droga asesina». De pronto las historias de fiestas salvajes y de excesos en Hollywood comenzaron a mostrar su lado más oscuro; se convirtieron en crónicas de sobredosis y de adicción. Finalmente, la cocaína perdió todo su
glamour
cuando inundó las calles en forma de
crack,
una especie de roca fumable, mucho más barata, convertida en epidemia caníbal, que aumentaba la criminalidad en los barrios y destrozaba vidas. Los traficantes como Pablo dejaron de verse como símbolos de su tiempo, para ser meros criminales; ni siquiera proveedores de la sustancia más deseada del mundo, sino creadores de una plaga moderna. No es que la gente hubiese dejado de consumir cocaína, pero ésta perdió su encanto y esnifar abiertamente dejó de estar bien visto. Los azorados traficantes, jóvenes
yuppies
que unos años antes habían sido el alma de la fiesta y que se veían a sí mismos más como intermediarios elegantes que como criminales, estaban siendo llevados a juicio, esposados e imputados por leyes severas promulgadas originalmente para combatir el crimen organizado, por lo que se enfrentaban a condenas de por vida. A los hombres detrás de los cárteles en Colombia ya no se los consideraba gánsteres, sino enemigos del Estado.

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