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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (12 page)

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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En Colombia siempre es difícil saber si alguien quiere matar a alguien, pero llegado 1988 Pablo no tenía duda de que alguien deseaba quitarlo de en medio. Sus enemigos tenían razones y medios para hacerlo: primero fue la bomba detonada en enero frente a su edificio de apartamentos; luego, en junio del año siguiente, un equipo de mercenarios ingleses fue a buscarle a la Hacienda Nápoles. Los ex comandos de las SAS
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debieron abortar la misión puesto que uno de sus helicópteros chocó contra un risco. Ambos intentos de asesinarle fueron atribuidos al cártel de Cali, pero nadie lo sabía con seguridad. En 1989 el andamiaje de la alguna vez temible organización de Pablo se había vuelto endeble, y nada de lo que él hiciera parecía tener éxito. Había hecho volar por los aires o sobornado a cuanto funcionario pudo, pero estaba claro que nadie en Bogotá iba a acceder a un trato con él, un trato que pusiera en peligro los vínculos fundamentales de Colombia con el Gobierno de Estados Unidos. Pablo había intentado contratar a una empresa dirigida por Henry Kissinger, especialista en ejercer relaciones públicas a favor de Pablo, con la intención de influenciar al Gobierno de Reagan; e incluso había contratado a un abogado compañero de Jeb Bush, el hijo menor del presidente electo, con la lejana esperanza de persuadir al joven Bush para que intercediera con su padre. Ambos esfuerzos quedaron en agua de borrajas.

El futuro que se le presentaba no era halagüeño. El candidato del Partido Liberal, Luis Galán, era un hombre de una popularidad inmensa y claras posibilidades de ser elegido presidente en 1990. Galán era un reformador carismático de cuarenta y seis años que había asumido el papel de valiente y abierto crítico del cártel. Había jurado librar a Colombia de los traficantes y no ocultaba su profundo deseo de despacharlos a Estados Unidos para que fueran juzgados y condenados. Sus más que probables posibilidades de ser elegido, amenazaban con echar por tierra todo el progreso que hasta entonces Pablo había logrado por medio del amedrentamiento y la corrupción del sistema judicial. Galán era entonces el niño mimado de la sociedad colombiana, y no pocos lo comparaban con el héroe nacional asesinado, Gaitán. La muerte de Galán desataría una ira de mil demonios.

El rencor que Pablo le guardaba a Galán era viejo y profundo. El popular político había secundado las acusaciones públicas de Lara Bonilla en 1984 y lo había expulsado del movimiento de «los nuevos liberales»; Galán representaba la caída de Pablo del Olimpo. Pablo y Rodríguez Gacha, otro poderoso narco antioqueño, se reunieron con algunos de los sicarios de ambos en una granja propiedad de Gacha en 1989. Allí los dos hombres debatieron los pros y los contras de ordenar la muerte del candidato Galán. Ambos llegaron a la conclusión de que la tormenta que desatarían podía destruirlos, pero Pablo señalo que si Galán llegara al palacio presidencial podría destruirlos también. Se decidió matar a Galán.

El 18 de agosto, un sicario, armado con una pistola ametralladora I ¡/i, asesinó a tiros a Galán cuando éste daba un discurso electoral ante mis seguidores en Soacha, una pequeña ciudad al suroeste de Bogotá. 110 meses más tarde, en un intento de matar al candidato que sucede-11.1 .1 Luis Galán, César Gaviria, los sicarios del cártel colocan una bomba en una avión de línea de la empresa Avianca y lo hacen estallar ni pleno vuelo. Murieron ciento diez personas, dos de ellas ciudadanas norteamericanas. Tal acto de audacia y de crueldad tendría implicaciones mucho mayores de lo que Pablo hubiera podido imaginar.

Aquellas dos atrocidades demostrarían ser errores fatales y le crea-11.m a Pablo enemigos mucho más poderosos que los que hasta entonces había conocido. Derribar un avión comercial era un ataque a la civilización y al mundo, e hizo de Pablo una amenaza para los ciudadanos norteamericanos, lo cual significaba —como veremos luego— que podía ser culpado además de cientos de muertes. El asesinato de Galán había convertido a Pablo en el hombre más buscado de Colombia, pero derribar el avión de Avianca hizo de él el hombre más buscado del planeta.

A finales del verano de 1989, Pablo Escobar tenía cuarenta años, era uno de los hombres más ricos del mundo, y quizás el criminal más tristemente célebre. Ya no era únicamente el blanco de las fuerzas policiales, se había convertido también en un objetivo militar. Para los hombres de la sociedad secreta que lucha en contra del terrorismo, el inescrupuloso «porreta» de Medellín se tornó un peligro inminente.

LA PRIMERA GUERRA

1989-1991

1

Con el tiempo, y aunque nunca se hubieran tratado, nadie llegó a conocer mejor a Pablo Escobar que el coronel Hugo Martínez, de la PNC. Aquel hombre alto y taciturno, apodado
el Flaco,
conocía a Pablo mejor que su familia más cercana y que sus secuaces, porque había cosas que el capo decía y hacía en presencia de sus hombres de confianza que no habría dicho o hecho ante sus seres queridos; y, a la vez, había otro lado de su personalidad que su familia veía y que él no compartía con nadie más. El coronel, sin embargo, lo veía todo o, mejor dicho, lo oía. Lo conocía íntimamente: reconocía su voz, sus hábitos, cuándo dormía, cómo y cuándo se trasladaba, su comida predilecta, su música favorita, por qué lo enfurecía cualquier tipo de crítica, escrita o por radio, y cómo se deleitaba al descubrir una caricatura de sí mismo, aunque fuera grosera. El coronel sabía qué tipo de calzado prefería (zapatillas de tenis blancas, marca Nike); en qué tipo de sábanas le gustaba dormir; la edad de sus compañeras sexuales (de catorce o quince, por lo general); su gusto en arte; su caligrafía; el sobrenombre de su mujer (Tata), y hasta el tipo de inodoro por el que solía tener debilidad, ya que se instalaban baños nuevos en todos sus escondites, y en todos la taza era siempre la misma. El coronel sentía que comprendía a Pablo, que podía ver el mundo a través de sus ojos de capo y entender por qué se sentía injustamente perseguido y acechado (en los últimos tiempos, casi siempre por el propio coronel, precisamente). Martínez comprendía tanto el sufrimiento que a Pablo le causaba el acecho que, en ocasiones, hasta llegaba a simpatizar con su presa. En todo hay algo de verdad, incluso en la visión que del mundo pueda tener un monstruo, y era un monstruo lo que el coronel creía estar persiguiendo. Pero nunca llegó a odiarlo, aunque sí a temerlo.

El 18 de agosto de 1989, el mismo día en que los sicarios
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de Pablo asesinaron al candidato favorito a la presidencia, Luis Galán, otro grupo de sus asesinos a sueldo mató al coronel de la PNC, Waldemar Franklin, jefe de la policía de Antioquia. Ambos hombres habían sido amigos, habían ascendido juntos desde que salieron de la academia. Cuando Franklin fue destinado a Antioquia, Martínez y los otros altos mandos de la PNC sabían de cierto que el cártel de Medellín se las iba a ver negras: a Franklin no se lo podía comprar ni intimidar. Él había dirigido la redada que obligó a huir en paños menores a Pablo aquella primavera, una de las operaciones más eficaces. Además, los hombres de Franklin habían llevado a cabo otra incursión en un laboratorio del cártel y confiscado cuatro toneladas métricas de cocaína. Por si eso fuera poco, Franklin selló su destino cuando sus hombres detuvieron a la esposa de Pablo, María Victoria, y a sus hijos, Juan Pablo y Manuela, en un control policial. La familia del capo fue arrestada y llevada a la jefatura de Medellín, donde permaneció retenida durante horas, hasta que Uribe, el abogado de Pablo, negoció su libertad. Pablo se quejaría más tarde de que a María Victoria no se le había permitido darle el biberón a Manuela. Pablo siempre negó haber dado la orden de matar a Galán, pero a Uribe le confesó que la ejecución del coronel Franklin la había ordenado por aquel biberón.

La muerte de Galán tuvo el efecto que se había pronosticado: el presidente Barco lanzó una guerra total contra el cártel, suspendió el derecho al
habeas corpus,
lo cual significaba que se podía arrestar y detener a cualquier ciudadano sin que éste hubiera sido acusado de crimen alguno y, una vez más, se autorizó a las fuerzas de seguridad y al Ejército a confiscar las lujosas fincas de los capos del cártel. La propiedad a nombre de testaferros fue declarada un crimen, lo que dificultaba que Pablo y los demás capos pudiesen ocultar sus múltiples bienes. Pero el paso más importante que el presidente Barco dio fue el de aceptar aún más ayuda norteamericana en la lucha contra los narcos, una lucha cada vez más extendida y descomunal.

Los narcos veían cómo el Gobierno de Estados Unidos iba estrechando el cerco a su alrededor. Todos los jefes del cártel habían sido acusados por el Departamento de Justicia norteamericano: la mayoría de ellos, al igual que Pablo, incluso más de una vez. Y sabían que la DEA operaba en el país desde hacía años. Durante años habían mantenido a raya a la policía y a los militares, con lo que apostaban por hacerse fuertes en su propio territorio. Sin embargo, durante la campaña por la presidencia el candidato republicano Bush había dicho que apoyaría acciones militares contra los narcotraficantes en sus propios países. Y todo el mundo sabía a qué «país» se refería. Colombia era el productor de casi el 80% de la cocaína que llegaba a Estados Unidos. En abril de 1986, el presidente Reagan había firmado un decreto o directriz que definía el tráfico de drogas a Estados Unidos como una «amenaza a la seguridad nacional», salvedad que le abrió las puertas a la participación del Ejército norteamericano en la guerra contra el narcotráfico. Como vicepresidente, Bush había dirigido un equipo de trabajo formado por miembros del gabinete para estudiar el tráfico de cocaína a su país, pero al llegar a la presidencia directamente declaró la guerra al narco. Semanas después del asesinato de Galán, Bush firmó un Decreto de Seguridad Nacional, la Directriz 18, que exigía al Gobierno destinar doscientos cincuenta millones de dólares tanto para financiar operaciones de unidades militares y de fuerzas de seguridad, como para facilitar la asistencia de los servicios de inteligencia en la lucha contra los cárteles andinos durante un período de cinco años. Una semana más tarde autorizó un desembolso de otros sesenta y cinco millones de dólares en forma de ayuda militar de emergencia para Colombia, y autorizó el envío de un número reducido de fuerzas de élite para entrenar a la policía y al Ejército colombianos en tácticas de choque, o sea, asaltos fulminantes a los objetivos. Una semana más tarde el presidente Bush hizo pública su iniciativa Andina para una «mayor reducción en el suministro de cocaína». Bush declaró a los periodistas: «Señores, las reglas de juego han cambiado. Cuando nos lo pidan, tendremos a nuestra disposición los recursos necesarios de nuestras Fuerzas Armadas». Bush siempre había sostenido que la intervención militar norteamericana debería ser aprobada por el país anfitrión, pero hasta aquel pretexto había comenzado a erosionarse. En junio de1989, el nuevo «zar» de la DEA, William J. Bennett había hecho de todo, salvo defender el envío de escuadrones de la muerte norteamericanos para acabar con los célebres narcos colombianos. «Deberíamos deshacernos de los narcos, de la misma manera que lo hicieron nuestras fuerzas con la armada iraní», dijo. Todas aquellas noticias llegadas de Washington, y que eran leídas cuidadosamente durante el desayuno por los propios narcos en Colombia, revelaban que importantes políticos norteamericanos estaban considerando seriamente aquellas propuestas, y que el Departamento de Justicia (Ministerio de Justicia) de ese país estaba redactando un documento que aprobaría definitivamente la intervención norteamericana unilateral en contra de narcos y de terroristas en el extranjero, con o sin la aprobación de los gobiernos locales.

Es más, en agosto de aquel año la unidad antiterrorista de élite del Ejército norteamericano, la Fuerza Delta,
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se había aprestado para tomar por la fuerza una casa en la vecina Panamá, donde se sospechaba que Pablo podía estar alojado. El plan de los efectivos de la Fuerza Delta consistía en apresarlo para entregarlo luego a agentes de la DEA, que llegarían al lugar una vez que Pablo hubiese sido capturado. El asalto fue cancelado cuando se averiguó que los informes no eran fiables: Pablo aún no había salido de Colombia. No obstante, la misión fallida demostraba cuánto habían cambiado las reglas de juego desde que Bush ocupaba la Casa Blanca. Podría decirse que durante los siguientes cinco años Estados Unidos financiaría una guerra secreta en toda regía dentro del territorio colombiano. El gasto inicial en 1989 era de menos de trescientos millones de dólares sin embargo, los norteamericanos aumentaría el presupuesto para su guerra internacional contra el narcotráfico hasta llegar a superar los setecientos millones en 1991. Y dicha cifra ni siquiera incluía lo gastado en el despliegue de unidades especiales de espionaje a Colombia. El Gobierno norteamericano pudo haber contemplado actuar unilateralmente de ser necesario, pero Bush fue firme en tanto que prefería la cooperación colombiana. El presidente Barco se había resistido a dar el visto bueno, pero el asesinato de Galán lo cambió todo.

En los cuatro meses que siguieron a la muerte de Galán, el Gobierno de Barco extraditó a más de veinte supuestos traficantes para que hieran juzgados en Estados Unidos. Y con la nueva bonanza de dinero norteamericano, Barco pudo crear unidades de policía especiales, una de las cuales tenía su centro de operaciones en Medellín y cuya tarea principal era dar caza a José Gonzalo Rodríguez G., a los hermanos Ochoa y a Pablo Escobar. La unidad llevaba por nombre Bloque de Búsqueda, y el oficial designado para comandarla fue el coronel Martínez. Era un puesto que Martínez no había buscado ni tan siquiera deseado. De hecho, nadie lo quería, pues irradiaba tanto peligro que la jefatura de la PNC había decidido rotar el mando cada treinta días, como si se tratara de una patata caliente.

Cuando se anunció que Martínez asumiría el mando rotativo por vez primera vez, hubo, como era de esperar, una gran pompa y animados elogios oficiales. Con su sardónico sentido del humor, el coronel tomó aquel honor por lo que en realidad suponía, y aceptó la tarea con gravedad. Era obvio que no había sido elegido: había mejores comandantes, hombres con experiencia en operaciones militares que ya habían destacado por haber luchado contra narcos o contra la guerrilla; había mejores investigadores, hombres con hojas de servicio impresionantes en lo tocante a la persecución de fugitivos... Pero eran hombres que, debido a sus exitosas carreras, tenían la influencia suficiente como para poder eludir tal puesto. El coronel, por su parte, era silencioso, un ratón de biblioteca con una forma de ser distante y poco apropiada para liderar a la tropa. Alto y de piel clara, cuyo aspecto parecía más europeo que colombiano, tenía cuarenta y ocho años: edad en la que un hombre sabe que deberá luchar por sus sueños, ahora o nunca. Provenía de Mosquera, un bello pueblecito de la montaña a un par de horas de Bogotá, hacia el este; un lugar que parecía extraído de alguna leyenda intemporal colombiana. Las flores caían sobre Mosquera en cascada por una pendiente pronunciada hasta un mercado, y cubrían el parque situado en medio del pueblo, donde los habitantes se congregaban y paseaban por las tardes los fines de semana y los días de fiesta. El coronel era el hijo de un comerciante local que regentaba una cafetería y trabajaba en una tienda. Había entrado en la policía al salir del instituto. Uno de sus compañeros, José Serrano, había ingresado en la academia de policía un año antes. Ver a su amigo regresar a casa luciendo su uniforme de cadete entusiasmó a Martínez y lo convenció para alistarse. Cuando hubo completado su formación en la academia de Bogotá, fue destinado a varios destinos, incluyendo la pequeña ciudad de Pereda, adonde llegó como comisario y más tarde obtuvo su ascenso a comisario inspector. Por las noches Martínez estudiaba derecho y, una vez acabada la carrera, el Departamento de Policía lo envió a España a realizar un curso en criminología. Se casó. Tuvo tres hijos y una hija. En los años siguientes, durante la mayor parte de los ochenta, Martínez, por entonces con el grado de mayor, ocupó varios puestos de responsabilidad en la jefatura de policía de Bogotá. Con las inacabables luchas contra las FARC y otras guerrillas de izquierda, no faltaban puestos de combate. Pero Martínez siempre prefirió la rama de intendencia y los estudios académicos a la carrera del oficial curtido en la lucha. Su rostro era largo y surcado por arrugas; su nariz, recta y prominente; y sus labios, finos, lo que le otorgaba a su boca un aspecto cruel o, cuando sonreía de lado, un deje de comicidad ingeniosa, pero seca. Su nuevo puesto le exigiría ambas cualidades y más coraje del que creía poseer. A la muerte de Franklin había que sumar la del juez que había expedido la orden para las últimas redadas, así como la del periodista de
El Espectador
que había elogiado ambas actuaciones. La sensación reinante era que Pablo podía llegar a quien quisiera, donde quisiera y cuando quisiera. Para explicitar su amenaza, Pablo respondió a la noticia de la creación del Bloque de Búsqueda con un comunicado público en el que aseguraba que tal cuerpo no duraría ni quince días. En el país más peligroso del mundo, hostigar a Pablo Escobar era sin duda el trabajo más arriesgado de todos.

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