Matar a Pablo Escobar (43 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Pero antes tenía que poner a salvo a María Victoria y a los niños. ¿Por qué era un crimen cuando Pablo secuestraba y mataba a sus enemigos, y justicia cuando era la policía quien secuestraba y mataba a sus familiares y amigos? Su familia estaba en peligro, y eso era responsabilidad de él. Cualquier daño que sufrieran los suyos le causaría un dolor terrible, pero también sería la peor de las afrentas, porque si Pablo Escobar ni siquiera podía proteger a su familia, sus amigos y enemigos sabrían que estaba acabado. Hacía un año y medio que no los veía.

Juan Pablo había asumido las responsabilidades de la crisis, y cada día el capo dependía más de su hijo para proteger a María Victoria y a Manuela. Tenía que sacarlos de Colombia no sólo para protegerlos, sino para sentir que tenía las manos libres.

Con su familia en un lugar seguro, él podría devolverles a sus enemigos todo el dolor que quisiera. Una campaña de dinamita y asesinatos que pondrían al Gobierno de rodillas y echaría a correr como ratas a los advenedizos de Cali. Ya lo había hecho antes, y sabía perfectamente bien cómo arrancar sangre a la élite de Bogotá; cómo forzarlos a una guerra tan cruel, cuyo horror los haría desistir. Lo había llevado a cabo hace tres años, cuando le suplicaron que dejara de asesinar y le ofrecieron lo que él quisiera con tal de detenerle. Así volvería a ser quien era.

Hugo rastreó la primer llamada que Pablo hiciera al Hotel Tequendama el lunes y el resultado no dio en el blanco. Sin embargo, el martes los puestos de escucha de Centra Spike y del Bloque de Búsqueda cuyas antenas vigilaban desde las colinas que rodeaban Medellín fijaron el origen de la señal en el barrio de Los Olivos. El coronel sabía que faltaba poco. Lo primero que hizo fue pedir autorización para acordonar las quince manzanas, más o menos todo el barrio, y luego registrar las casas puerta por puerta. Pero se le negó el permiso, fundamentalmente porque Santos, de la Fuerza Delta, y otros de la embajada opinaron que no funcionaría: Pablo era un experto en esfumarse pese a cercos como aquél. Rodear el barrio sólo le advertiría de la presencia de policías y militares, así que el coronel infiltró discretamente, poco a poco, a cientos de hombres en el barrio de Los Olivos.

Hugo se ocultó con otros treinta y cinco policías y sus vehículos en un aparcamiento cuyos altos muros imposibilitaban la vista desde la calle. Escuadrones similares se hallaban recluidos en otros apartamentos del barrio. Esperaron toda la noche del martes hasta el miércoles. Tuvieron que mandar a pedir la comida y había un solo retrete para todos los hombres. Hugo, se pasó prácticamente todas aquellas horas metido en su coche, esperando que Pablo volviera a llamar. Comió y durmió en el coche. El miércoles, 1 de diciembre, Pablo volvió a llamar y habló durante bastante tiempo con su hijo, su mujer y su niña; todos ellos le desearon un feliz cumpleaños. Acababa de cumplir cuarenta y cuatro años y lo celebró con marihuana, una tarta y un poco de vino.

Hugo salió a toda prisa del aparcamiento en busca de la señal y descubrió que el origen era un punto en medio de la calle, cerca de una rotonda de tráfico. La conversación acababa de terminar, pero no había nadie allí. Hugo estaba seguro de que su aparato no había fallado. Seguramente Pablo había estado hablando desde un coche en movimiento. Hugo regresó al aparcamiento descorazonado y sus hombres se desilusionaron una vez más. Permaneció allí hasta las ocho de la mañana del jueves, cuando su padre dio la orden de regresar al cuartel general, darse un baño y descansar. Hugo llegó a su apartamento en Medellín, se duchó, se echó en la cama y cayó dormido.

Aquel jueves 2 de diciembre de 1993, Pablo se despertó, como solía, un poco antes del mediodía. Comió un plato de espagueti y echó su grueso cuerpo de nuevo en la cama; pero esta vez con el teléfono inalámbrico. Siempre había sido un hombre pesado, pero en su vida de prófugo había aumentado unos diez kilos, y todos en la zona abdominal. Lo cierto es que
fugitivo
no describe la vida de Pablo con precisión. La mayor parte del día la pasaba tirado en la cama, comiendo, durmiendo y hablando por radioteléfono. Contrataba a prostitutas, la mayoría adolescentes, para matar el tiempo. No se podía comparar con las espléndidas orgías que montara en el pasado, pero su dinero y su notoriedad todavía le permitían ciertos lujos. Ya no encontraba vaqueros de su talla, y los que podía abotonarse alrededor del perímetro creciente de su tripa tenían de más unos quince centímetros de pierna. Los largos vaqueros celestes que se había puesto aquel día habían sido vueltos dos veces. Llevaba chanclas y un polo azul suelto.

Pablo era propenso a los desórdenes gástricos y quizás aquel día estuviera sufriendo los excesos de la velada de cumpleaños. Las otras dos personas que solían estar con él, su mensajero Jaime Rúa y su tía y cocinera, Luz Mila, habían salido después de prepararle el desayuno. A la una, Pablo intentó varias veces llamar a su familia haciéndose pasar por un periodista de radio, pero el operador de la centralita del Tequendama, siguiendo las advertencias del coronel Martínez, le contestó que había recibido órdenes de no pasar llamadas de periodistas. Le dijeron que no colgase y, después, que volviera a llamar. En el tercer intento Pablo «consiguió» hablar brevemente con Manuela, María Victoria y finalmente su hijo.

María Victoria habló entre sollozos. Se sentía deprimida y pesimista.

—Qué resaca, mi amor —dijo Pablo categóricamente, pero ella no dejaba de llorar—.Sí, todo esto es insoportable, ¿qué piensas hacer?

—No lo sé.

—¿Qué dice tu madre?

—Era como si se hubiera desmayado —dijo María Victoria explicando la reacción de su madre al verlos partir el viernes hacia Alemania—. No me ha llamado. Le dije adiós y después...

—¿Todavía no has hablado con ella?

—No, está tan nerviosa —explicó María Victoria; todos los asesinatos del año anterior casi la habían matado de pena.

A Hugo lo despertó una llamada del coronel:

—¡Pablo está hablando! —exclamó. Y el alférez, algo cansado de la rutina, se vistió y salió hacia el aparcamiento donde los otros hombres también se estaban reuniendo.

—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó Pablo cariñosamente a su mujer.

—No lo sé, esperar a ver qué pasa. A saber adónde nos llevan, creo que va a pasar algo.

—¡No!

—¿No? —preguntó María secamente.

—¡Eh, no me hables así! Dios santo...

—¿Y tú qué?

—Aaah... —exclamó Pablo pensativo.

—¿Y tú?

—¿A qué te refieres?

—¿Qué vas a hacer tú?

—Nada... ¿Qué necesitas? —preguntó para evitar hablar de él mismo.

—Nada —contestó su mujer.

—¿Qué quieres?

—¿Me lo preguntas en serio? —dijo ella con pena.

—Bueno, si necesitas algo llámame, ¿vale?

—Vale.

—No te olvides de llamarme. No te puedo decir mucho más. ¿Qué más puedo decirte? He hecho lo que debía, ¿no?

—Pero ¿cómo estás tú? ¡Ay, Dios, no tengo ni idea de cómo estás!

—Hay que seguir. Piénsalo bien —respondió Pablo, como sugiriendo que estaba a punto de rendirse—. Falta muy poco, ¿no es cierto?

—Sí —suspiró su mujer sin entusiasmo alguno.

—Piensa en tu hijo también, y en todo lo demás, y no decidas nada demasiado rápido. ¿Vale?

—Sí.

—Llama a tu madre otra vez y pregúntale si quiere que te vayas con ella o qué.

—Vale.

—No te olvides de que puedes llamarme al «busca».

—Vale —dijo María Victoria.

—Vale —dijo Pablo.

—Adiós.

—Hasta luego.

El que habló después fue Juan Pablo. Un periodista le había entregado una lista de preguntas que su padre debía contestar. Cuando Pablo se encontraba en un aprieto solía utilizar a los medios para hacer llegar sus mensajes y hacer saber sus condiciones. Otras veces, cuando estaba disgustado con esos mismos medios, directamente mandaba a matar a directores y a periodistas por igual. Juan Pablo quería que su padre lo aconsejara acerca de cómo contestar al cuestionario.

—Mira que esto tiene mucha importancia en Bogotá —aclaró Pablo.

—Sí, sí.

Pablo sugirió que quizá pudiesen vender los derechos del reportaje a publicaciones extranjeras, lo que les daría la oportunidad de hacer conocer las dificultades a las que se enfrentaban y quizás así encontrar un país que los acogiera. De momento, Pablo solamente quería oír las preguntas, luego llamaría para ayudar a su hijo a contestarlas.

—Esto también es publicidad —explicó Pablo—, explicarles las razones y otros asuntos. ¿Entiendes? Tienen que estar bien contestadas y bien organizadas.

—Sí, sí —dijo el hijo y leyó la primera pregunta—: «Cualquier país que los acoja exige como condición la rendición inmediata de su padre. ¿Estaría dispuesto su padre a entregarse si usted y su familia reciben asilo en algún lugar?»

—Sigue.

—La próxima es: «¿Estaría su padre dispuesto a entregarse antes de que les concedieran a usted y su familia el asilo en el extranjero?».

—Sigue.

—Hablé con el periodista y me dijo que si había preguntas que no quisiera contestar que no me preocupara, y que si quería agregar alguna que lo hiciera.

Vale, la siguiente.

—«¿Por qué cree que varios países le han denegado la entrada a su familia?» ¿Sí?

—Sí.

—«¿A qué embajadas ha acudido en busca de ayuda para dejar Colombia?»

—Vale.

—«¿No piensa usted en la situación de su padre, un hombre al que se le acusa de innumerables crímenes, asesinatos de figuras políticas, un hombre de quien se dice que es el mayor narcotraficante del mundo...?»—Juan Pablo dejó de leer.

—Sigue.

Pero son muchas, unas cuarenta.

Pablo dijo que llamaría a lo largo del día:

—Quizá me pueda comunicar por fax.

—No —dijo Juan Pablo aparentemente juzgando el uso del fax demasiado peligroso.

—No, ¿eh? Vale, vale. Buena suerte —concluyó Pablo y cortó.

Hugo y sus hombres no habían llegado a reunirse a tiempo para localizar la señal, pero los puestos de rastreo fijos de Centra Spike y el Bloque de Búsqueda habían triangulado sus lecturas y calculado que provenían de Los Olivos, el mismo barrio del que la señal había salido antes. La unidad de Hugo volvió a su escondrijo y esperó que Pablo hiciese la llamada que había prometido. Si Pablo iba a contestar a cuarenta preguntas iba a estar al teléfono un buen rato.

—Cuántas son —preguntó Pablo temiendo que la llamada fuera a ser demasiado larga. Había llamado a las tres en punto.

—Un montón —dijo Juan Pablo—. Unas cuarenta más o menos.

Juan Pablo le fue pasando las preguntas del periodista. La primera trataba de qué condiciones harían falta para que su padre se entregara.

—Dile que tu padre no se puede entregar a menos que garanticen su seguridad.

—Vale.

—Y lo apoyamos plenamente...

—Vale.

—... por encima de cualquier otra consideración.

—Sí.

—Mi padre no se va a entregar antes de que nos hayamos afincado en otro país, ni mientras la policía en Antioquia...

—La policía y el DAS serían mejores —interrumpió Juan Pablo—, porque el DAS también está buscándote.

—No, sólo la policía.

—Ah, vale.

—... ni mientras la policía en Antioquia...

—Sí.

—Vale, cambiémoslo por «las fuerzas de seguridad en Antioquia...».

—Sí.

—... sigan secuestrando...

—Sí.

—... torturando...

—Sí.

—... y masacrando en Medellín.

—Bien, ya está.

—Vale, la siguiente.

Inmediatamente después de que su amigo el operador de la centralita del hotel le hubiese avisado, Hugo ya había salido del aparcamiento en pos de la señal. Pablo acababa de llamar. Habían reconocido la voz enseguida y seguía haciéndose pasar por un periodista. Según las instrucciones, lo hicieron esperar y luego lo comunicaron.

Todos los hombres del aparcamiento siguieron a Hugo y el resto del Bloque de Búsqueda salían de dondequiera que se estuvieran ocultando. Hugo se sentía a la vez entusiasmado y nervioso: los que le seguían eran efectivos de su padre, policías experimentados y veteranos. Desde que encontrara a Zapata, el Bloque de Búsqueda lo despreciaba un poco menos, pero Hugo sabía que si fallaba de nuevo con todos aquellos hombres a su mando nunca más lo tomarían en serio.

El pitido de sus audífonos y las ondulaciones de la pantalla llevaron a Hugo a un edificio de oficinas a pocas calles del aparcamiento. Hugo no dudaba de que Pablo estaba hablando desde allí con su hijo. Indicó dónde y cómo un rayo la fuerza de choque irrumpió destrozando la puerta principal y desplegándose velozmente por todo el edificio.

Pablo seguía hablando como si nada, tranquilamente. Hugo no daba crédito: ¿cómo pudo fallar su detector? Evidentemente no se encontraba en el edificio que los policías acababan de ocupar. Sintió pánico. Respiró hondo un par de veces para recobrar la calma y reconoció que mientras Pablo siguiera hablando se lo podía encontrar. Sentado en el asiento del acompañante de la furgoneta Mercedes Benz, Hugo cerró los ojos por un instante y volvió a escrutar la pantalla con sumo cuidado, fue en esa segunda mirada cuando vio el levísimo pico en la línea verde y horizontal de la pantalla. La línea ocupaba la pantalla entera, lo que significaba que el origen de la señal era inmediato, pero la ínfima ondulación indicaba algo más. Por experiencia Hugo sabía que esa variación indicaba una señal rebotada, pero era tan imperceptible que se la había pasado por alto. Cuando una señal rebotaba sobre la superficie del agua, la línea verde culebreaba, pero allí no había culebreo alguno.

—¡Aquí no es! ¡Aquí no es! —gritó Hugo por la radio—. ¡Vámonos!

A su izquierda Hugo reparó en una zanja de desagüe paralela a la calle en la que se encontraban: el agua corría lentamente a lo largo de un profundo canalón de cemento. Para cruzar al otro lado, de donde provenía la señal, el chófer tendría que subir un par de manzanas, girar a la izquierda y luego cruzar un puente. Tras pasar al otro lado del canalón, Hugo vio que sólo un coche lo había seguido. Una de dos, o no lo habían oído o lo estaban ignorando.

Mientras tanto, Pablo seguía conversando con su hijo.

Juan Pablo repitió la pregunta de por qué tantos países le habían denegado la entrada a él y a su familia.

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