Matar a Pablo Escobar (41 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Una de las desventajas de aquel cambio de rumbo era que el coronel no podía ofrecer a Hugo la protección necesaria. El Bloque de Búsqueda no perseguía a Zapata y, de hecho, a nadie en la PNC le impor-i.iba mucho pescarlo justamente entonces. Hugo y los dos hombres que completaban su pequeña unidad se pasaban el día recorriendo las calles en su furgoneta Mercedes Benz, mucho más expuestos de lo que hubieran querido estarlo. Se desplazaban y aparcaban en barrios marginales considerados de alto riesgo, zonas en las que Pablo aún seguía siendo una figura de culto y donde los policías caían como moscas. Cierto día, Hugo y sus hombres se quedaron quietos demasiado tiempo, escuchando una de tantas llamadas de Zapata. Al rato, un niño en patines se acercó a la furgoneta y le entregó un trozo de papel. Decía: Sabemos lo que están haciendo. Están buscando a Pablo. Así que váyanse, o los mataremos».

Después de aquello, Hugo fue mucho más precavido, pero no pasaba un día en el que no jugueteara con su detector portátil, buscando la señal de Zapata y afinando el sintonizador y las antenas de su instrumento. Poco a poco llegó a discernir las variaciones más leves que aparecían en la pantalla, podía adivinar cuando una señal había rebotado contra un muro, los patrones que indicaban si la interferencia era causada por cables de electricidad o por una corriente de agua cercana. También podía «leer» por qué la señal llegaba con menos potencia, si la fuente se hallaba alejada o si su potencia era poca. Todo aquello ya lo había estudiado en el pasado, pero a medida que practicaba con las señales de Zapata, Hugo sintió que los meses de aprendizaje daban fruto de pronto. Tenía la certeza de que ningún técnico de los conocidos podía interpretar las señales del monitor con tanta precisión como él; lo que le permitió recobrar la confianza.

Zapata le facilitó la tarea. El traficante era un hombre muy supersticioso y día tras día hablaba durante horas con una bruja, en cuyas habilidades depositaba toda su confianza. Con los demás, sus conversaciones no pasaban de ser breves y aquella brevedad era fruto del secretismo con el que protegía sus transacciones. Zapata siempre supo que lo que hacía peligrar su vida era el contenido de sus llamadas y no otra cosa. Así que cuando hablaba con su bruja, se olvidaba cuánto podía delatar sin darse cuenta. Seguía conectado durante tanto tiempo que Hugo perfeccionaba su técnica de «detección». Finalmente, el coronel organizó un operativo para arrestar a Zapata, desplegó efectivos por todo el barrio y esperó a que el traficante llamara nuevamente a la bruja. Y Zapata lo hizo, pero curiosamente, desde un sitio distinto. La bruja le advirtió que tuviera mucho cuidado porque sospechaba que iba a suceder algo muy malo (algo que asustó hasta a Hugo). Por precaución se suspendió el operativo y, una vez más, Hugo tuvo que soportar en silencio el desprecio de los hombres que su padre lideraba.

—Fue sólo mala suerte —le dijo el coronel a su hijo—. Lo importante es que lo hayas encontrado. Cuando vuelva a llamar lo cogeremos y probaremos que tu detector sirve.

No había pasado ni una semana cuando Hugo volvió a localizar la señal. Una unidad de asalto irrumpió en la casa y mató a Zapata.

Hugo no podía contener su alegría por haberlo logrado. Su unidad y el detector que utilizaba habían creado mucha expectación, pero aquélla era la primera vez que localizaban un objetivo con él. Hugo volvió a pasearse con la cabeza bien alta en el cuartel de la Academia de Policía Carlos Holguín. La fecha: 26 de noviembre de 1993.

5

Aquella misma noche, la embajada de Estados Unidos averiguó que la esposa y los hijos de Pablo planeaban abandonar Colombia una vez más. Cada vez más desesperados, los Escobar intentarían volar a Londres o a Francfort. Habían permanecido bajo la protección de los agentes de la fiscalía encabezada por De Greiff las veinticuatro horas del día, desde que procuraran enviar a Juan Pablo y a Manuela a Miami en marzo de aquel mismo año. A partir de entonces, Los Pepes habían matado a parientes más o menos cercanos e incendiado la mayoría de las propiedades de la familia. El grupo paramilitar parecía estar deleitándose con los asesinatos selectivos de primos, cuñados, amigos e incluso de familiares residentes en Altos del Campestre, como para demostrar que podrían dañar a María Victoria, a Juan Pablo o a Manuela cuando les diese la gana. El ataque con el lanzagranadas en el mes de octubre y el golpe con una granada de mano que explotó en el portal de Altos del Campestre a comienzos de noviembre, eran más bien advertencias que verdaderos atentados contra sus vidas. También allí les estaban cerrando el cerco. Oficialmente, el Gobierno colombiano estaba dándole protección a la familia Escobar. Sin embargo, lo que también estaba logrando, y muy eficientemente, era impedir que escaparan. Mientras Pablo siguiese preocupado por la seguridad de sus seres queridos, continuaría llamando por radio.

La presión que sobre Pablo pesaba se había vuelto más insoportable aún a fines de octubre, cuando De Greiff amenazó con quitarles la protección de la fiscalía. El fiscal general, hábil fumador de pipa, jugaba a un juego muy delicado. Por un lado intentaba orquestar la rendición de Pablo antes de que los hombres de Martínez le echaran el guante; por otro lado también podía apostar fuerte frente a un jugador experto como Pablo, que en medio de la fuga había raptado a dos adolescentes pertenecientes a ricas familias bogotanas, y exigido cinco millones de dólares como rescate. De Greiff avisó a Juan Pablo de que si su padre no se entregaba antes del 26 de noviembre, tendría que retirarle la protección de la fiscalía. A partir de entonces, María Victoria, Juan Pablo y Manuela «tendrían derecho a la misma protección que cualquier otro ciudadano colombiano», afirmó el fiscal. Y todo el mundo sabía lo vulnerable que era el ciudadano colombiano corriente.

María Victoria quedó aterrorizada y en una carta fechada el 16 expresó a De Greiff que deseaba verlo en persona en Altos del Campestre. Le suplicó que alargara el plazo de la entrega de Pablo. Le escribió que su familia se sentía «angustiada» y «preocupada», aclarándole además que ella y sus hijos no eran responsables de que su marido se negara a entregarse y que no se los podía castigar por su actitud. Le recordó que ni ella ni sus hijos eran criminales y que ellos intentaban por todos los medios convencer a Pablo para que se entregara.

El mismo día De Greiff recibió una nota de Juan Pablo que comenzaba así: «Preocupación, desesperación y angustia: eso es lo que sentimos en estos momentos de tanta confusión...». Juan Pablo insistía al fiscal general para que investigara los secuestros y los asesinatos de varios allegados a su familia, a quienes él consideraba víctimas del Bloque de Búsqueda y de Los Pepes. En la carta continuaba diciendo que el 5 de noviembre un amigo de la infancia, Juan Herrera —que también vivía en Altos del Campestre—, había sido raptado y que probablemente estuviera muerto, aunque aún no se hubiera encontrado el cadáver. El 8 de noviembre, el administrador del citado edificio, y un buen amigo de la familia, había sido raptado y asesinado, y el día i o, proseguía la carta, hombres encapuchados secuestraron a su maestro particular, a quien también se creía muerto. El día 15, continuaba Juan Pablo indignado, la policía intentó raptar a uno de nuestros chóferes. Diez hombres armados se le acercaron por sorpresa, pero el chófer respondió a tiro limpio y logró escapar. Juan Pablo instó a De Greiff a aclarar aquellos crímenes con la misma vehemencia que el Estado demostraba en la persecución de su padre, Pablo Escobar.

Juan Pablo se había tornado gradualmente más autoritario. Había asumido el papel de protector, portavoz y heredero del capo. Se sospechaba que, junto con el narco, había estado personalmente involucrado en un atentado dinamitero que había matado a altos mandos del Bloque de Búsqueda en diciembre del año anterior. Por otra parte, en las negociaciones con la fiscalía, Juan Pablo no perdía oportunidad de defender el honor de su padre. En noviembre de 1993 (cuando mantenía varias charlas diarias con el progenitor por radio), Juan Pablo intentaba dar forma a un acuerdo secreto con el fiscal general para lograr una rendición. Tal era el secreto que rodeaba al pacto que De Greiff no compartió la información ni con el presidente Gaviria ni con la embajada de Estados Unidos. En el acuerdo, el fiscal general accedía a varias de las condiciones de Pablo. A saber:
a)
transferir a su hermano Roberto de la celda de aislamiento a un pabellón de la cárcel de Itagüí donde varios otros miembros del cártel se hallaban presos;
b)
ingresar a Pablo allí mismo inmediatamente después de su rendición;
c)
permitirle veintiuna visitas familiares al año. El acuerdo se frustró por desavenencias en la salida de la familia Escobar de Colombia. Pablo insistía en que no se entregaría hasta que María Victoria y sus hijos estuviesen en un sitio seguro. De Greiff, en cambio, prometía ayudar a la familia Escobar solamente después de que Pablo se entregara.

Rumores de aquellas negociaciones llegaron a oídos de la embajada de Estados Unidos a principios de noviembre y fueron recibidas con gran inquietud. En un memorando fechado el 7 de noviembre, el agente Murphy de la DEA escribía:

Es obvio que si lo antedicho es cierto, y la BCO [Bogotá Country Office/embajada de Estados Unidos] no tiene dudas acerca de su veracidad, entonces el GDC [Gobierno de Colombia] y en particular la fiscalía no ha sido leal a la BCO ni al resto del personal norteamericano. Si Escobar llegase a acceder a la fecha de partida de su familia —la única condición que resta por resolver—, la entrega de Escobar a las autoridades colombianas podría ser inminente.

Dicha entrega era justamente lo que los norteamericanos, la PNC y los demás enemigos de Pablo deseaban evitar. Mientras su esposa e hijos hacían las veces de carnada y Los Pepes acechaban, aguardando el momento preciso, Pablo se encontraba aislado y desesperado. Si lograba que su familia saliera sana y salva de Colombia, nadie podía prever lo que sucedería. Libre del temor por el bienestar de los suyos, quizá Pablo se esfumase de la faz de la tierra y desapareciese de las pantallas de Centra Spike. El Gobierno colombiano temía una nueva racha de bombas en Bogotá y una fase aún más sangrienta de guerra total.

Pablo y De Greiff lograron por fin un acuerdo. El fiscal general decidió creer la solemne promesa de Juan Pablo, que aseguró que su padre se entregaría antes de la fecha límite del 26 de noviembre en la fiscalía o en Altos del Campestre. De Greiff comenzó a trazar los preparativos para sacar a la familia de Escobar del país.

Pero cuando el embajador Busby se enteró del viaje inminente, puso manos a la obra. El ministro de Defensa, Rafael Pardo, le aseguró que el Gobierno se oponía a que la familia de Pablo dejase Colombia, pero la pura verdad era que no había razones legales para evitarlo. Así que el Gobierno se concentró en lograr que les dieran con las puertas en las narices cualquiera que fuera el destino escogido. María Victoria había comprado billetes para Londres y Francfort. Y puesto que si decidían viajar a Inglaterra el vuelo haría escala en Madrid, el ministro Pardo contactó con los embajadores de los tres países, solicitando formalmente que se les denegase la entrada y, a ser posible, se los repatriara.

El fiscal general estaba desafiando abiertamente la autoridad del presidente. Había dejado sentada su negativa a que los Escobar fueran tratados como rehenes y, dado que oficial y legalmente él representaba a un «poder independiente», estaba dispuesto a ayudar a la familia a salir de Colombia y así consumar su trato con Escobar. Cuando se corrió la voz de que la familia pensaba afincarse en Canadá, Pardo se comunicó con el embajador de aquel país para pedirle que se les prohibiese la entrada. El Gobierno colombiano se hallaba dividido y el embajador Busby dio apoyo incondicional a Gaviria, tratando él mismo con los gobiernos en cuestión y consiguiendo las promesas oficiales de no admisión.

Al mismo tiempo que se libraba la batalla diplomática, De Greiff informó a la embajada norteamericana de que Pablo estaba en Haití. Por otra parte, según fuentes extraoficiales se supo que Pablo había logrado salir de Colombia. La embajada rastreó al informante de De Greiff y averiguó que se hallaba en Miami, estado de Florida; acto seguido envió al agente Peña de la DEA a corroborarlo. A la luz de los acontecimientos que tuvieron lugar en los días posteriores, aquel soplo parecía haber sido una estratagema, un esfuerzo más para distraer a las autoridades y crear la confusión suficiente para que la familia Escobar pudiera salir discretamente de Colombia. Pero si el plan de Pablo era mantener un perfil bajo para que la treta haitiana surtiera su efecto, los acontecimientos conspiraron para hacerle aparecer por todo lo alto una vez más en las ondas de radio de Medellín.

6

Kenny Magee, agente especial de la DEA, mantenía una relación amistosa con el jefe de seguridad de American Airlines en el aeropuerto internacional de El Dorado, Bogotá. El ex agente de policía de la pequeña ciudad de Jackson, Michigan, había llegado a la capital colombiana cuatro años antes, y en su juventud había tenido problemas con la asignatura de castellano. Magee recordó la conversación con su profesora:

—Jamás tendré que hablar ese idioma.

—Nunca se sabe —replicó ella.

Aquel sábado, 27 de noviembre, Magee se personó en el aeropuerto acompañado de dos coroneles de la PNC vestidos de paisano y de los agentes Murphy y Peña de la DEA. Magee había comprado plazas en ambos vuelos de la tarde, los mismos que habían escogido los familiares de Pablo. Los vuelos partirían con diez minutos de diferencia, pero nadie sabía cuál era el que la familia iba a tomar, así que Magee y sus acompañantes se metieron las tarjetas de embarque en los bolsillos y se sentaron a esperar que los parientes del capo aparecieran.

No fue difícil descubrirlos, pues los rumores de sus planes no habían llegado solamente a la PNC y a la embajada norteamericana. Cuando el avión que los transportó desde Medellín a Bogotá aterrizó pasado el mediodía, los Escobar se toparon con unas tres docenas de periodistas que los esperaban dentro de la terminal. La pequeña aeronave, un vuelo comercial regular, permaneció en la pista, alejada, hasta que todos los pasajeros excepto la familia Escobar descendieron del aparato. Miembros del destacamento de guardaespaldas de la fiscalía llevaron las maletas al autobús de Avianca que los esperaba con el motor en marcha. Detrás de ellos, una veintena de guardaespaldas armados como para librar una guerra escoltaban a la familia, que incluía a la oronda novia de Juan Pablo, una muchacha mexicana de veintiún años. Los cuatro viajeros se taparon la cabeza con chaquetas para evitar ser fotografiados, subieron al autobús y fueron conducidos a una entrada alejada del aeropuerto donde sin ser molestados podrían pasar las seis horas de espera que restaban hasta la partida del vuelo.

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