Matar a Pablo Escobar (38 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Pero uno de los primeros problemas a los que se enfrentó la nueva unidad al salir a las calles de Medellín, fue descifrar el engañoso lenguaje del que se servía Juan Pablo y su padre para engañar a sus perseguidores. Utilizaban palabras clave y frases para cambiar de frecuencia, lo que hacían rápida y constantemente. Al principio evitaban que las distintas unidades de vigilancia pudiesen tan siquiera obtener una idea general de dónde se encontraba Pablo, porque cada vez que padre e hijo cambiaban de frecuencia la señal se perdía temporalmente. Los vehículos detectores recorrían las calles de manera irregular y aleatoria, acelerando durante un par de calles en dirección a una señal, y después aparcando en cualquier parte cuando la perdían. Tras los primeros días vieron con claridad que con tantos muros, cables suspendidos entre acera y acera, rascacielos, y otras obstrucciones, el centro de Medellín era uno de los peores ambientes en los que utilizar la técnica de localización. Podían captar una señal seguros de que provenía de cierta dirección, luego perderla y, cuando la volvían a captar, la misma señal los guiaba en una dirección completamente distinta.

En las primeras semanas, el Bloque de Búsqueda, entusiasmado, siguió de cerca los intentos de Hugo y de las furgonetas a su mando. En una o dos ocasiones lanzaron asaltos, entrando por la fuerza a los hogares de aterrados medellinenses que nada tenían que ver con Pablo Escobar. Pero muy pronto, el entusiasmo por la nueva herramienta se marchitó. Las flamantes furgonetas y el equipo electrónico de la CÍA se convirtieron en otra desilusión más. El coronel ordenó que siguieran adelante, pero todos suponían que la única razón para que las unidades móviles siguieran allí era que el hijo del coronel formaba parte de ellas. Para Hugo era humillante, porque sabía que eso era verdad. Pero no de la forma que sus hombres lo imaginaban.

Sin lugar a dudas, por la rápida serie de fracasos estruendosos y el pésimo resultado el coronel las hubiera retirado de inmediato. Pero Hugo tenía la intuición de su padre. Juntos se quedaban hasta bien entrada la noche mientras Hugo hilvanaba su discurso evangelizador, vendiéndole a su padre las sorprendentes virtudes del detector, cuan inteligente era su concepción y lo cerca que estaban de sacarle provecho. Y si los resultados no eran los esperados Hugo explicaba a su padre por qué exactamente había fallado el aparato; con su cabeza rapada de soldado inclinada sobre una hoja de papel, mientras dibujaba diagramas con flechas y llenaba los márgenes con cálculos. «No se trata de algo sencillo y directo», le explicaba Hugo a su padre. Éste escuchaba y escuchaba, después hacía alguna pregunta, hasta que fue convertido.

El resto del Bloque de Búsqueda pudo haber considerado que el uso de aquella tecnología era un capricho inútil, pero el coronel había visto la luz. Se había vuelto un creyente, y creía a Hugo, en parte porque era su hijo y, en parte porque necesitaba creer en algo. Tenía que haber una salida a aquel laberinto interminable. La búsqueda se había reducido a dos hombres y a sus hijos. Juan Pablo era el punto débil de su padre; quizá Hugo fuera la fuerza del coronel.

2

En julio de 1993, Eduardo Mendoza —el idealista viceministro de Justicia que Pablo tomó de rehén la noche de su fuga— vivía una nueva vida en Estados Unidos. Había pasado por cuatro meses de dolorosas y humillantes investigaciones televisadas ante el Senado colombiano. Fue sermoneado, insultado y tomado a risa, mientras intentaba explicar el cúmulo de circunstancias que lo hicieron quedar como el único culpable. Lo perdió todo. Cuando el Senado hubo acabado con él y se retiró a preparar su informe, Mendoza abandonó el país. Dejó el estéreo a su hermano y los libros de derecho a un amigo, el letrado que durante aquellos largos meses había estado a su lado intentando defenderle. Después, voló a Nueva York.

Endeudado, caído en desgracia y con un futuro oscuro delante de sí, pasó allí tres semanas buscando trabajo en firmas que representaban a empresas colombianas, con la esperanza de que su experiencia de nativo fuera considerada de utilidad. Pero no había demanda laboral de ex viceministros de Justicia manchados por la deshonra, así que nadie lo contrataría. Sus estudios no le servirían de nada. En el invierno de 1993 consiguió un empleo en un almacén de Miami, una empresa que fabricaba piezas para aeroplanos. Cierto día de verano, mientras conducía un coche abollado y escuchaba una emisora de noticias latina, se enteró de que lo habían citado oficialmente para una indagatoria en Bogotá.

Mendoza había ayudado a redactar los estatutos criminales de su país, así que sabía muy bien lo que una indagatoria implicaba. Era el equivalente a presentarse ante la Corte Suprema, sólo que en Colombia el interrogatorio lo llevaba a cabo un juez fiscal. Más aún que en el sistema norteamericano, tal citación marcaba el preludio de una acusación y el posterior encarcelamiento. Sus amigos le rogaron a Mendoza que no volviera. Había comenzado una nueva vida, y durante aquellos meses solitarios en Nueva York había conocido a Adriana Echavarría —una joven de padre colombiano y madre norteamericana— y se había enamorado. Adriana había crecido en Estados Unidos con su madre, y aunque había mantenido el contacto con la familia de Bogotá, la opinión que tenía de Colombia era como la de la mayoría de los norteamericanos: un sitio corrupto, violento y peligroso. Después de haber sobrevivido a una experiencia así, ¿qué clase de demente volvería, sabiendo que iba a ser interpelado e inmediatamente después, encerrado?

Pero Mendoza sabía que debía regresar, porque era inocente de todo lo que lo acusaban. Y la única esperanza de recuperar la vida que le habían arrebatado era probarlo. El Senado aún no había dado a conocer su informe. La investigación que realizó la Procuraduría Financiera acerca de los contratos firmados durante la construcción de la prisión no había revelado nada ilegal en la gestión de Mendoza. Irónicamente, el único fallo que había cometido había sido hacer retirar de La Catedral el lujoso mobiliario y los enseres en los meses previos a la fuga. Técnicamente, tal y como Pablo lo había decidido, los televisores de pantalla gigante, los equipos de audio, las camas de agua y otros lujos habían sido solicitado legalmente. La acción de Mendoza fue censurada y los artículos confiscados pasaron a manos de la familia de Pablo. La Procuraduría había encontrado negligentes a Mendoza y a otros tantos funcionarios del Ministerio de Justicia y del Ejército, pero no cómplices en la cadena de sucesos que dieron como resultado la fuga. Se recomendaba que le destituyeran del cargo, pero él ya había renunciado de
motu proprio.

La indagatoria pertenecía a las más serias de las investigaciones llevadas a cabo por la fiscalía. Era la única que conllevaba la doble amenaza de los cargos criminales y el encarcelamiento. Si Mendoza se quedaba en Estados Unidos, sabía que el Gobierno colombiano haría lo posible para arrestarlo en Miami y desde allí extraditarlo, y eso sólo lo haría parecer aún más culpable. Sólo había dos opciones: podía dejar atrás su pasado para siempre y vivir como un fugitivo en Estados Unidos, o podía regresar y enfrentarse a los jueces.

Adriana y sus amigos opinaban que la primera parecía la mejor. Intentaron hacerle entrar en razón: Colombia era un país de locos, un hombre decente no podía sobrevivir allí. ¿Qué imperativo moral justificaba responder a las acusaciones de un país tan corrupto y descarriado? Pero Mendoza no podía darles la razón ni tampoco podía renunciar tan fácilmente a su país y a su pasado. El día que regresó a Bogotá, casi un año después de su encuentro con Pablo en La Catedral, Adriana lo llevó hasta el aeropuerto de Miami y durante un rato permanecieron abrazados dentro del coche. Mendoza estaba convencido de que estaba arruinando su futuro: la perdería a ella, su reputación..., lo perdería todo. Iba a acabar en la cárcel, pero sentía que no tenía alternativa.

Durante la primera jornada de la indagatoria llevó consigo un pequeño tubo de pasta y un cepillo de dientes. Los jueces lo acribillaron a preguntas desde las ocho de la mañana hasta la medianoche. Lo acusaron de haber sido el cerebro de la fuga, de haber construido una prisión, ficticia para Pablo, de encubrir la existencia del supuesto túnel, de tramar y facilitar la fuga, ¿por qué, si no, había volado a La Catedral aquella noche? ¿Para qué hacía falta un viceministro para trasladar a un prisionero? Le preguntaron a Mendoza cuánto había recibido y dónde lo había escondido. Él se defendió como pudo: «Si hubiese estado orquestando la fuga, ¿para qué iba a ir a ayudarle a escapar? ¿Por qué no haberle dejado salir en cualquier otro momento, cuando él quisiera?», les replicó Mendoza. Al acabar la sesión, para sorpresa del ex viceministro, el presidente del tribunal le dijo simplemente: «Bien, señor Mendoza, lo veremos mañana por la mañana, a las ocho».

Mendoza había estado tan seguro de que acabaría entre rejas que ni se había preocupado de buscarse un lugar dónde pasar la noche, por lo que acabó durmiendo en el sofá de la casa de su abogado. Su único consuelo fue que Adriana viajó a Colombia para acompañarle en aquel difícil momento. Pese al miedo que le inspiraba el país y pese a que había estado en contra de que Eduardo volviese, Adriana había desafiado a su madre y cogido un vuelo a Bogotá. Ella se quedó en casa de su tía, se lo hizo saber y esperó a que él la llamara. Posteriormente al agotador interrogatorio del primer día, fue a encontrarse con ella brevemente. El coraje, el amor y la lealtad que demostró aquella muchacha lo dejaron estupefacto. Que ella estuviera allí representaban tanto lo bueno como lo malo de la vida. Mendoza decidió que si lograba salir airoso de todo aquello, le pediría matrimonio. Sin embargo, la perspectiva de desposar a aquella mujer inteligente, bella y leal era tan dulce que tornaba la posibilidad de su encarcelamiento en un destino aún más amargo. ¿Por qué le despojaban también de aquel futuro?

El interrogatorio se reanudó la mañana siguiente, y después de una larga jornada, se le solicitó que regresara una tercera vez. Mendoza visitó a Adriana, le contó las novedades del día y se fue a dormir al sofá de su amigo. Aquel tercer día, Mendoza notó un cambio de actitud en el tono de voz de sus jueces: ya no era un tono acusador. Las preguntas que le hacían ahora parecían querer obtener una mayor comprensión de los eventos e información. Mendoza les contó todo lo que recordaba acerca de su gestión de un año en el Ministerio de Justicia, y acerca de la noche de la fuga. Lo enviaron de nuevo a su casa y le pidieron que regresara una cuarta vez. Al final de cuarto día, el presidente del tribunal le dijo: «Bien, señor, le sugerimos que se suba a un avión, que se vaya y que se olvide de todo esto».

Para Eduardo Mendoza, aquél fue el día más feliz de su vida.

3

Mientras Mendoza pasaba por tal dura prueba en el verano de 1993, la mayor parte de los operadores de Centra Spike dejaron Colombia durante dos meses. La unidad debía unirse a la búsqueda del caudillo Mohamed Farrah Aidid.

La aventura somalí duró hasta el 3 de octubre, cuando la misión de las fuerzas operativas norteamericanas se encaminó hacia un feroz tiroteo de quince horas en las calles de Mogadishu; cuyo saldo fueron dieciocho norteamericanos muertos y un sinnúmero de heridos. La batalla tomó a la Casa Blanca por sorpresa y en las semanas siguientes, el Gobierno de Clinton comenzó a mirar con más recelo las operaciones encubiertas realizadas por su país en el resto del mundo.

En medio de aquel ambiente caldeado, la periodista Alma Guillermoprieto escribió un profético artículo para la revista
The New Yorker
publicado el 25 de octubre y llamado «Exit,
el Patrón»
(El Patrón deja la escena). En dicho artículo, se detallaba la caída en desgracia de Pablo Escobar. El texto periodístico exponía una sorprendente visión sobre los acontecimientos recientes en Colombia y era mucho más lúcido e intuitivo que todo lo que hasta entonces se hubiera publicado en Estados Unidos: a años luz, desde luego, de las versiones traducidas y abreviadas de la prensa colombiana que la embajada hacía llegar al Departamento de Estado. Guillermoprieto señaló a los Moneada, a los Galeano y a Fidel Castaño como los personajes oculto tras Los Pepes, sin olvidar la campaña de terror ilícita que librara contra Pablo Escobar el coronel Martínez y el Bloque de Búsqueda de Medellín. La periodista describe a su fuente como «un miembro recientemente alejado de Los Pepes», un hombre al que llama Cándido. En el citado artículo el entrevistado explica: «En la época en que Los Pepes comenzaron sus actividades, Medellín se encontraba tan entrecruzada por patrullas del Bloque de Búsqueda y controles del Ejército que a cualquier grupo formado por ex compinches de Escobar —la mayoría de los cuales están requeridos por las autoridades, naturalmente— le habría sido imposible operar contra él sin atraer la atención. La solución más lógica era pedir a voluntarios de la policía y del Ejército que “hicieran horas extra” contra el enemigo común |...|. Cándido, que mostraba un entusiasmo casi infantil por Los Pepes, como si aún formara parte de ellos, me explicó que tanto el Bloque de Búsqueda como la policía local se sentían frustrados por las restricciones legales y logísticas en su lucha contra Escobar, y que muchos de esos hombres estaban ansiosos de unirse a una fuerza verdaderamente eficaz como Los Pepes, que contaba con objetivos claros y precisos y que con ejecuciones sumarias podía demostrar su eficacia».

El artículo de Guillermoprieto no lograba, sin embargo, establecer un vínculo entre las sangrientas hazañas de Los Pepes y las unidades y servicios secretos que asistían al Bloque de Búsqueda. Pero el eslabón le pareció evidente al general de división del Pentágono, Jack Sheehan, que bajo el nombre clave de J-3, era el director de todas las operaciones norteamericanas en activo en el extranjero, incluidas las «operaciones especiales». Sheehan tenía sobradas sospechas de que la Fuerza Delta y Centra Spike se estaban extralimitando en el cumplimiento de sus ordenes de despliegue; ordenes que los confinaban a su base (la «base adelantada de operaciones» sita en la Academia de Policía Carlos Holguín) y restringía sus actuaciones a entrenar al personal colombiano, recabar información y analizarla. Sea como fuere, el general de división Sheehan no era un admirador de las operaciones especiales ni de los encargados de llevarlas a cabo. Y opinaba, además, que los generales del Comando Conjunto de Operaciones Especiales Downing y Garrison, junto con el embajador Busby, actuaban de un modo muy agresivo. Sheehan los llamaba «aprovechados», tipos que en su ansia por triunfar más de una vez tendían a abusar de la situación e ir más allá de los parámetros muy bien definidos de sus misiones. A Sheehan, que ya había oído rumores sobre los vínculos activos de la Fuerza Delta y los operativos del Bloque de Búsqueda, le preocupaba una posible relación directa o indirecta entre Los Pepes y Estados Unidos.

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