Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Cinco minutos antes de la salida del avión de Lufthansa que los sacaría de aquel infierno, la familia surgió de la estancia y, rodeada de guardaespaldas, cruzó la terminal. Todos llevaban la cabeza cubierta menos Juan Pablo, que amenazó a grito limpio a la banda de reporteros que los asediaban. Justo detrás, Magee y los policías colombianos los siguieron y tomaron sus asientos en
business class.
Era la primera vez que Magee veía de cerca a la familia: María Victoria era una mujer baja y rellenita que llevaba gafas y vestía de manera conservadora y elegante, y la diminuta Manuela, de ocho años, era una monada que no se despegaba de su madre. Juan Pablo y su novia, algo mayor que él, no permanecieron junto a la madre, sino que se sentaron por su cuenta. Magee llevaba puestos vaqueros, una camisa de manga larga y al hombro colgado un bolso cuyo interior alojaba una cámara de fotos oculta. Con ella comenzó a tomar fotografías de los Escobar a escondidas, mientras un periodista ambicioso se sentaba junto a Juan Pablo e intentaba entrevistarlo sin mucho éxito.
El avión hizo una breve escala en Caracas. El despliegue de seguridad era tan impresionante que Magee lo juzgó más digno de un primer mandatario. El vuelo a Francfort duró la noche del sábado y la mañana del domingo: nueve horas durante las que los Escobar casi siempre durmieron. Juan Pablo se hundió en su asiento y echó la cabeza hacia atrás, durmiendo y mirando el techo alternativamente, mientras su novia dormía con la cabeza sobre su hombro. En los otros dos asientos, Manuela descansaba acurrucada contra su madre. Cuando María Victoria hablaba con ella lo hacía en susurros.
Lo que la familia no sabía era que una hora antes de la partida de su vuelo, un portavoz del Ministerio del Interior alemán había dado a conocer un comunicado en el que anunciaba que la familia Escobar tenía prohibida la entrada a la República Federal. La reacción no se hizo esperar. Poco después, Pablo, visiblemente enfadado, llamaba al Palacio Presidencial, echando a perder la cortina de humo de su fuga a Haití.
—Soy Pablo Escobar, quiero hablar con el presidente —le dijo a la operadora.
—Vale, espere, por favor, tengo que localizarlo —dijo la mujer, pero inmediatamente pasó la llamada a la PNC. Allí, un agente que actuaba como operador del palacio cogió la llamada y dijo—: No podemos encontrarlo, por favor llame en otro momento.
El agente creyó que no era más que una broma y colgó sin pensárselo dos veces. El teléfono volvió a sonar.
—Soy Pablo Escobar. Es necesario que hable con el presidente. Mi familia está volando a Alemania en este mismo momento. Necesito hablar con el presidente ahora mismo.
—Recibimos muchas llamadas de chiflados —dijo el agente—. Tenemos que verificar de algún modo que usted es quien dice ser. Nos llevará unos minutos dar con el presidente, así que por favor llame de nuevo en un par de minutos.
El policía informó a sus superiores de quién estaba llamando al palacio. El presidente Gaviria fue notificado, pero dijo que no hablaría con Escobar por teléfono. Y cuando Pablo llamó por tercera vez, aquellos que le perseguían desde hace meses rastrearon la llamada con sus equipos electrónicos.
—Lo siento, señor Escobar —dijo el agente—. No hemos podido encontrar al presidente.
Pablo se puso como loco. Insultó al agente y amenazó con hacer detonar un autobús lleno de explosivos frente al palacio y dinamitar edificios por todo Bogotá. Dijo que volaría por los aires la embajada germana y que comenzaría a cazar alemanes como represalia si se le negaba la entrada a su familia. Minutos más tarde profirió las mismas amenazas a la embajada de la República Federal Alemana y a las oficinas de Lufthansa en Bogotá.
Nadie había logrado localizar el origen de la llamada, pero no cabía duda de que Pablo aún se encontraba en Medellín,
El avión aterrizó en Francfort el domingo por la tarde y tuvo que rodar por la pista hasta un lugar desierto, lejos de los ansiosos periodistas que pululaban por toda la terminal. El presidente Gaviria ya había hablado telefónicamente con funcionarios de los gobiernos de España y de Alemania para que a los Escobar se les denegara la entrada en aquellos países. Les explicó que si la familia de Escobar lograba salir definitivamente de Colombia y asegurarse la residencia, aquello podía desatar una nueva y terrible ola de atentados con bombas por parte de Pablo. Una petición tal de parte de un jefe de Estado no era algo que una nación extranjera pasara fácilmente por alto. Además, poco tenían que ganar aquellas naciones si le facilitaban la entrada a la familia de un criminal tan notorio. Funcionarios del Ministerio del Interior alemán se acercaron hasta el avión en su propio automóvil para dar curso a los pasaportes (incluso los de Magee y sus pares colombianos). Luego todos fueron llevados a un despacho de la terminal internacional. María Victoria, que llevaba consigo ochenta mil dólares y una cantidad considerable de oro y de joyas, pidió hablar con un abogado, y se puso en contacto con uno. Sin perder tiempo solicitaron asilo político, y pasaron otra larga noche a la espera del fallo del juez.
En la terminal principal, Magee fue abordado por dos colegas de la DEA afincada en Alemania. Los tres norteamericanos decidieron quedarse juntos y ver qué ocurriría. El lunes por la mañana temprano, la petición de asilo fue rechazada. Un grupo numeroso y bien armado de policías alemanes escoltó a la familia hasta un avión con destino a Bogotá, que había debido demorar su partida durante dos horas. La policía también obligó a tres hombres que tildaron de «matones» a que se subieran al avión: eran los guardaespaldas personales de la familia. Magee subió de un salto a un coche y se alejó de la terminal en dirección al avión acompañado de cuatro agentes de la policía de inmigración alemana, que vigilarían a los Escobar hasta asegurarse de que regresaran a Colombia. El agente de la DEA se sentó cerca de la familia, unas dos filas más adelante y al lado opuesto del pasillo. Luego, durante el largo trayecto de regreso, se unió a los policías alemanes en la sección de fumadores de la nave. Allí se enteró de que éstos le habían retirado los pasaportes a la familia, y estuvieron de acuerdo con que Magee fotografiara los documentos. Magee extendió los pasaportes encima de la estrecha pila de unos de los lavabos y tomó una foto de cada. Al abrir la puerta para salir, mientras se metía los pasaportes en los bolsillos, se topó con Juan Pablo que aguardaba de pie en el pasillo. Magee se sobresaltó, pero resultó que el joven, como cualquier otro pasajero, solamente deseaba usar el servicio.
Tanto él como los demás miembros de la familia estaban exhaustos; habían pasado el fin de semana subiendo y bajando de aviones y no habían logrado nada. Así pues, el vuelo de Lufthansa aterrizó en territorio colombiano y la familia de Pablo fue puesta en manos de las autoridades colombianas una vez más. Magee revisó los asientos que la familia había ocupado y encontró varios sobres grandes en los que se habían escrito cifras importantes, dos tarjetas de crédito y una nota que habían dejado atrás y que decía en inglés: «Tenemos un amigo en Francfort. Dice que nos espera para ayudarnos [...]. Decidle que se ponga en contacto con Gustavo de Greiff». Magee dedujo que se trataba de una nota que los Escobar esperaban entregar a alguien en el aeropuerto alemán, pero ni siquiera habían podido llegar a la terminal.
La familia pasó a disposición de las autoridades. En ese momento el ministro de Defensa dio una orden terminante a De Greiff para que se les quitara toda protección. La familia de Pablo fue escoltada por la PNC hasta el Hotel Tequendama, de Bogotá, un complejo moderno que además consta de tiendas y una torre de apartamentos. Harta, exhausta y amedrentada, María Victoria le suplicó al Gobierno que no la enviara de nuevo a Medellín, que la enviaran a cualquier país del mundo, pero que no la retuvieran en Colombia. Afirmó que estaba harta de los problemas de su marido y que sólo quería vivir en paz con sus hijos.
Poco después de que el contingente llegara al hotel, sonó el teléfono de la habitación. Era Pablo que le quería dar un mensaje conciso a su hijo:
—Quédate allí. Presiona a las autoridades para que os dejen marchar al exterior. Llama a organizaciones de derechos humanos, a las Naciones Unidas, a quien sea...
Y como si quisieran apretarle aún más las clavijas al fugitivo, Los Pepes esperaron justamente hasta la llegada de la familia de Pablo para hacer público otro comunicado. En él afirmaban que durante bastante tiempo habían respetado los deseos del Gobierno y que ahora reanudarían los atentados y asesinatos contra Pablo Escobar.
El capo respondió con evidente amargura. El 30 de noviembre escribió una carta a mano dirigida a aquellos que según sus sospechas formaban el grupo paramilitar. Entre los destinatarios se encontraban el coronel Martínez y «los efectivos de la DIJIN en Antioquia» (el Bloque de Búsqueda), Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, supuestos jefes del cártel de Cali, y Fidel y Carlos Castaño. En dicha carta Pablo acusaba al Gobierno de hipócrita y de cebarse en su familia. Luego se quejó de que no se respetaba ninguno de sus derechos: «He sufrido diez mil redadas y vosotros ninguna. Se me han confiscado todos mis bienes, los vuestros no han sido tocados. Vuestras cabezas nunca tendrán precio, porque el Gobierno nunca aplicará una justicia anónima y salvaje a policías terroristas y criminales». Selló la carta con la impresión de su pulgar y la envió a los pocos testaferros que aún le quedaban para que la hicieran pública.
A aquellas alturas del conflicto, las lamentaciones de Pablo sonaban a gloria a sus perseguidores. Finalmente tenían a la familia de Pablo donde querían: lejos de la protección del fiscal general De Greiff. Y a los ojos de Pablo, eso significaba estar a merced de Los Pepes. Todos sabían que la situación de su familia acabaría por desquiciar a Pablo. La policía del hotel informó que oyeron a Manuela cantando un villancico mientras caminaba por el hotel vacío (cuando los huéspedes se enteraron de la presencia de la familia Escobar hubo un éxodo masivo). Manuela había cambiado el estribillo original por uno propio que acababa con «Los Pepes quieren matar a mi padre, a mi familia y a mí».
Posteriormente al exitoso rastreo y operación contra Zapata, el coronel le concedió a Hugo unos días para visitar a su mujer y a sus hijos en Bogotá. Pero después de pernoctar la noche del sábado en su hogar, comenzó la saga de la familia Escobar y su intento de quedarse en Alemania. María Victoria y los niños se encontraban hospedados en el Hotel Tequendama, y el coronel sabía que Pablo los llamaría. El coronel ordenó que Hugo y sus hombres regresaran de inmediato al cuartel general. Fueron decepciones para Hugo haber pasado únicamente el sábado con su familia y quedarse sin vacaciones, pero también le entusiasmó la noticia. Su éxito reciente le había vuelto a dar confianza, y no había duda de que Pablo volvería a aparecer en sus monitores en los próximos días.
El coronel Martínez tomó las medidas necesarias para no dejar escapar aquella oportunidad. Por ello, y por desconfiar de sus colegas en Bogotá, colocó a alguien de su plena confianza en la centralita del complejo del hotel. El agente había sido compañero de su hijo en la sección de inteligencia, y había vivido durante un tiempo en Tequendama. Todas las llamadas del hotel pasaban necesariamente por centralita, así que se concibió una manera de avisar a Hugo cuando se sospechara la llamada de Pablo. El método consistía en demorar al pasar la llamada a la habitación de María Victoria o acaso desviarla a una habitación equivocada o lo que fuera necesario para poder avisar a Hugo. De aquel modo, los operadores aéreos y los de tierra podrían comenzar a rastrear antes incluso de que comenzara la charla.
Pablo se lo puso fácil: en los cuatro días siguientes llamaría al hotel seis veces. Y aunque las primeras conversaciones fueron muy cortas —Pablo quería saber cómo resistía la familia la presión y recordarle a Juan Pablo que siguiera intentando sacar a la familia de Colombia—, Centra Spike logró localizar el origen de la señal en un barrio de clase media de Medellín llamado Los Olivos; un barrio de casas de dos plantas y algunos edificios de oficinas ubicado cerca del estadio de fútbol local. Por su parte, Pablo hacía todo lo posible para dificultar la tarea de sus enemigos. Él sabía que todas sus llamadas estaban siendo rastreadas por lo que hablaba desde el asiento trasero de un taxi en movimiento. Utilizaba un radioteléfono de alta potencia que emitía a través de un potente transmisor que sus hombres trasladaban de un lado a otro constantemente.
En la tercera semana de noviembre, más de un mes después de la afortunada huida de Aguas Frías, el capo había fijado su residencia en una casa en la calle 79, precisamente en el número 45D-94; una vivienda de ladrillos, de dos plantas, sencilla y con una palmera achaparrada enfrente. Era una de sus muchas propiedades en la ciudad: Pablo siempre había llevado recortes de la página de ofertas inmobiliarias en su agenda, y constantemente compraba y vendía escondites, y antes de ocuparlos los hacía amueblar y reformar (instalaba un baño nuevo). De aquel modo se sentía «en casa» aunque de hecho no tuviera una. A Pablo no le molestaba saber que cada vez que hablaba lo escuchaban el Gobierno colombiano y los gringos, con sus aviones espías y sus recursos de alta tecnología. No le molestaba, hacía años que vivía con ello. Así que lo utilizaba a su favor sembrando desinformación para mantener a aquellos tontos corriendo de un lado a otro, en cualquier dirección menos en la correcta. El juego no consistía en que no escucharan sus llamadas —eso era imposible—, sino evitar ser localizado. El taxi que utilizaba como cabina telefónica portátil, era conducido por su único guardaespaldas y compañero, Álvaro de Jesús, alias
Limón.
El taxi amarillo solía estar siempre aparcado en la calle frente a la casa.
Por las conversaciones telefónicas y las cartas que había escrito en los últimos meses, era evidente lo encolerizado que se encontraba debido a las circunstancias y los poderes que constreñían sus movimientos. Pero también había algo de orgullo en todo aquello. El mismo hombre que había posado disfrazado de Pancho Villa y de Al Capone era el hombre más buscado del mundo y lo había sido durante los últimos dieciséis meses (y más de tres años si se tiene en cuenta la primera guerra). A pesar de la carnicería que había originado y de los muchos millones que se habían gastado para dar con él, aún estaba vivo y aún andaba suelto. Muchos querían verlo muerto: los gringos, sus rivales del cártel de Cali, y los lacayos de éstos, el Bloque de Búsqueda y Los Pepes. Según huía por Medellín de guarida en guarida, lo único que lo consolaba era la gente sencilla de su ciudad natal que aún creía en él. Todavía lo llamaban el Doctor o el Patrón. Aún recordaban los proyectos de viviendas y los campos de fútbol que había construido, las donaciones a la Iglesia y la caridad. Era la misma gente que sentía muy poco aprecio por el Gobierno y sus fuerzas de seguridad, para Pablo un peligro cada día más cercano. Y aunque su organización había sido diezmada y tantos amigos habían muerto o estaban encarcelados, Pablo todavía creía que podía enderezar aquel entuerto, y que entonces, ajustaría las cuentas pendientes. Juan Pablo le había dicho con desprecio al fiscal general unos meses atrás que su padre ya se estaba encargando de aquellos que andaban tras él, y que el destino diría quién encontraría a quién antes. Los enemigos de Pablo Escobar, pues, lamentarían el día en que lo traicionaron, y él podría volver con su familia. Vivir la vida que tan implacable y despiadadamente había ansiado: ser un señor, el acaudalado y respetado don Pablo, el paladín de los pobres, defensor de la fe y terror de las calles.