Matar a Pablo Escobar (24 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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—¿Quizá se trate de la residencia del embajador? —sugirió Mendoza.

—Lo comprobaré —respondió su amigo, que unos minutos- más tarde lo volvió a llamar—: No, Eduardo, en la residencia del embajador tampoco sucede nada; ¡es tu edificio el que están atacando!

Por lo visto, la policía estaba realizando una redada en el edificio de apartamentos del propio Mendoza, a pocas calles de allí. Meses después, cuando se hubieron hecho las averiguaciones, éstas desvelaron que la nueva unidad de élite había sido contratada por un rico traficante de esmeraldas y drogas para asesinar a un rival y hacerla pasar por una operación del Gobierno. El tiro les salió por la culata porque la víctima del asalto trepó por un agujero del techo y escapó; todos los demás que allí se hallaban habían muerto. Debido al escándalo consiguiente, la unidad había sido disuelta y sus líderes despedidos. No obstante, la unidad había vuelto a ser puesta en servicio recientemente, y aquella misión, la de La Catedral, era la primera ocasión para que actuara por orden directa del presidente. Mendoza temblaba por estar en el lado opuesto al de aquellas fieras. Sabía que, a diferencia de la tímida brigada del Ejército, aquellos hombres atacarían sin piedad.

—¿Puedo salir a ver? —le preguntó a sus captores.

Lo dejaron salir a la galería. La luz había comenzado a aclarar sobre la niebla, pero aún no se podía ver más que un par de metros más allá. Junto a él, pero al otro lado de la puerta, reparó en una mesa cubierta de ametralladoras y municiones. Aunque hacía un frío polar, se quitó el poncho con la esperanza de que las fuerzas especiales advirtieran que llevaba puesto un traje y no le dispararan. Mientras aguardaba en la galería temblando de frío se oyeron los primeros disparos de los atacantes. E inmediatamente después, explosiones y gritos. Sus raptores lo metieron adentro de un tirón y le rogaron que los ayudara:

—¡Doctor, por favor, ayúdenos! ¡Nos van a matar!

—¡Llevo toda la noche intentando hacerles entender! —les gritó Mendoza—. ¡Ahora es demasiado tarde!

Gateó hasta el baño e intentó hacerse un ovillo y protegerse detrás de la taza, el artefacto de baño más sólido, pero desistió ya que las esquirlas de porcelana eran tan peligrosas como el vidrio, así que regresó arrastrándose hasta el salón, donde Navas y uno de los carceleros se agazapaban. Mendoza estaba aterrorizado. El estruendo de los disparos y las explosiones era aún más fuerte. Presa de una especie de trance, se puso de pie e intentó dejar la habitación andando con la intención de que los atacantes lo vieran y que pudiesen hablar, pero otro de los carceleros le gritó que se tirara al suelo si no quería que lo matasen.

Entonces intentó tumbar el colchón de Pablo para protegerse detrás de él, pero era demasiado pesado, incluso con la ayuda de uno de los pistoleros no pudieron hacerlo ceder. Así pues, exhausto y entumecido de frío y miedo, se entregó a su destino. Se extendió boca abajo en el suelo y allí se quedó. Echó un último vistazo a los pistoleros a su alrededor y pensó: «Así es como voy a morir».

Pero no murió. Una granada
flash-bang
[18]
detonó casi dentro de la habitación y cuando se echó hacia atrás instintivamente, sintió el cañón de un arma presionándole en la frente. El invasor, un sargento negro de las fuerzas especiales, no le disparó. El fornido colombiano empujó al viceministro contra la pared y se le sentó encima. Allí permaneció Mendoza durante todo el tiroteo y las explosiones. Cuando los atacantes se hubieron asegurado de que los pistoleros se habían rendido sin oponer resistencia, el sargento se giró hacia él. Lo que vio Mendoza fue una cara amable con profundas arrugas alrededor de los ojos.

—Vamos a intentar salir de aquí —le dijo—. Quiero que me mire las botas. No piense en nada, solamente concéntrese en mis botas.

El soldado comenzó a arrastrarse y Mendoza lo siguió. Así salieron a la galería y bordearon un muro bajo de ladrillos, pasando pegados a

una serie de puertas.

—¡Cuando le diga que corra, usted corra! —fue la orden del sargento.

Acto seguido, Mendoza se puso de pie de un salto y salió disparado tan rápido como pudo

colina arriba, enfilando hacia la puerta principal, agitando los brazos, cegado por el humo, confundido por las explosiones y los disparos. Detrás de él iba el sargento, gritándole: «¡Corra, corra, corra!», lo que Mendoza nunca había hecho tan rápido; y tan imprudentemente y con tanta vehemencia que dio de lleno contra un muro a toda velocidad y se rompió dos costillas. Pero siguió adelante, con un pánico tan desaforado que no sintió dolor alguno y sería después cuando descubriría los huesos que se había roto. Surgió corriendo como loco por la puerta principal y prosiguió colina arriba, adonde se encontraban el general Pardo y sus hombres, en el mismo sitio en el que los había dejado horas antes.

—General, ¿han matado a Escobar? —logró expresar entre jadeos.

Pero Pardo no abrió la boca. Le devolvió a Mendoza una expresión vacía, no exenta de gracia, y se encogió de hombros. Mendoza cayó de inmediato en la cuenta de lo que había sucedido.

¡Dios santo! —chilló exasperado Mendoza—. ¿Se escapó? ¿Y cómo se escapó?

5

Fueron dos llamadas las que despertaron al embajador de Estados Unidos en Colombia, Morris D. Busby, muy temprano aquel miércoles, 22 de julio de 1992, en una casa situada en Chevy Chase, estado de Maryland, donde él y su mujer pasaban unos días con unos amigos. La primera noticia fue recibida con agrado: el presidente de Colombia, César Gaviria había decidido finalmente encerrar a Pablo en una nueva prisión, condición en la que Busby había insistido durante algún tiempo; según lo informado, el traslado se estaba realizando. De inmediato, Busby recibió la segunda: Pablo Escobar había logrado escapar atravesando un cerco de unos cuatrocientos hombres. El embajador había pasado demasiado tiempo en Colombia como para que aquello lo sorprendiera. No obstante canceló lo que le quedaba de sus vacaciones y cogió un vuelo de regreso a Bogotá a media mañana.

Aquel vergonzoso giro en los acontecimientos sería quizá la oportunidad que tanto había estado esperando. Desde que fuera asignado al puesto de embajador el año anterior —escogido a dedo, principalmente por lo peligroso que se había tornado el puesto—, Busby había ansiado las circunstancias ideales para darle un castigo ejemplar a Escobar, pero la ocasión se frustró por el trato del capo con el Gobierno. Allí, encaramado en una espectacular cima andina, se encontraba el narcotraficante más conocido del mundo dirigiendo su imperio, rodeado y a la vez custodiado por el Ejército colombiano. Las estimaciones del momento indicaban que desde Colombia salían entre setenta y ochenta toneladas de cocaína al mes hacia Estados Unidos, y Pablo controlaba la mayor parte.

Ese mismo día por la tarde, Busby se encontró con el presidente Gaviria, que caminaba nervioso de un lado a otro por su despacho. Había permanecido despierto toda la noche recibiendo un ridículo informe tras otro. El episodio no hacía más que ilustrar su impotencia política. Le había llevado dos años, cientos de vidas y cientos de millones de dólares hostigar sin tregua al sangriento y multimillonario narco hasta forzarlo a rendirse. Y en una sola noche todo aquello quedó en la nada.

Aguardando a que Gaviria dejara de lamentarse se encontraban Joe Toft, el pétreo jefe de la DEA en Colombia y Bill Wagner, el «secretario político» que en realidad era el jefe de la delegación de la CÍA en Bogotá.

Gaviria estaba harto. Harto de vivir durante años con la amenaza latente que significaba Pablo Escobar. A lo largo de toda su campaña se había convencido de que moriría a manos de sus sicarios. En una sola ocasión lo había visto en persona, en 1983, el día que Pablo había acudido al Congreso a ocupar su escaño de suplente. Cuando ocupó el máximo cargo del país, de eso hacía ya dos años, lo que más añoraba aquel economista bajo y de suaves modales era que Pablo Escobar desapareciese, al menos durante un tiempo. Colombia se encontraba en medio de la reescritura de su Constitución, una tarea de enorme importancia histórica que podría establecer una especie de armazón estable por primera vez desde los tiempos de La Violencia. En la actualidad, los rebeldes ocultos en las montañas se desbandaban, y el Gobierno había acabado, al menos temporalmente, con la violencia promovida por los narcos gracias al trato con Escobar. Entre los principales cambios, la nueva constitución aseguraría una mayor representación democrática y trataría la vieja y espinosa falta de reforma agraria, cuyo olvido, por cierto, era el origen mismo de la guerra civil. La nueva constitución reforzaría el poder del Estado y garantizaría un legado histórico impresionante para Gaviria. Naturalmente lo único que el presidente no necesitaba era que el maldito forajido anduviese por allí, suelto, haciendo estallar camiones y coches bomba, y dando rienda suelta a sus sicarios para sembrar el terror, la corrupción y, en definitiva, dividir aún más al país. La huida de Pablo de su propia «cárcel de máxima seguridad» era un paso atrás y un escándalo internacional mayúsculo. La lectura: «Colombia es una “narcocracia”».

Pero había algo que el presidente sí sabía, y era que aquélla sería la última vez que Pablo Escobar lo humillara. A partir de entonces se acababan los tratos y las prisiones a medida. Pablo sería arrinconado y muerto. Terrible era sin duda tener que perseguir a un hombre como si se tratara de un animal, pero no quedaba ninguna otra opción. Pablo actuaba como un criminal incontenible, de él se podía esperar cualquier cosa, y lo más horrendo era que Pablo lo haría realidad.

El presidente, un hombre de belleza casi clásica con su fuerte barbilla y su cabello negro, no dejaba de ir y venir y de maldecir renegando contra todo y contra todos. ¿Quién había tenido que enfrentarse a un criminal de ese calibre? ¿Qué pueblo había tenido su alma en manos de un hombre terrible como aquél? ¿Qué líder de un país de veintisiete millones de personas había sentido alguna vez que por perseguir a un criminal se jugaba su propia vida? Un criminal con el poder de salir andando de una prisión de máxima seguridad entre los cuatrocientos hombres de una brigada... ¡Toda una brigada!

El embajador Busby estaba habituado al carácter exaltado del presidente. Si bien Gaviria adolecía de falta de carisma Busby admiraba su coraje, pero era obvio que la voz chillona, el humor cambiante y la introspección del presidente no impresionaban sobremanera al embajador. A Busby, el presidente y los otros miembros de su Gobierno le parecían personas bien educadas, idealistas e irredimiblemente inocentes; tipos sofisticados, de clase media alta, que confían en que todo el mundo posee cierta decencia y buenas intenciones. Al vérselas con un matón callejero, curtido y violento como Pablo Escobar (que demostraba las buenas intenciones de un escorpión), Gaviria y los suyos llevaban las de perder. Para alguien como Pablo, la naturaleza confiada de Gaviria no era más que una invitación a pecar. Los narcos hacían lo que querían con aquellos «niños bien» de la capital.

Sin embargo, Busby aún confiaba en Gaviria. Sus modales eran refinados, pero también lo impulsaba una violenta ambición. Para llegar a la presidencia había puesto en juego su propia vida, afrontando un peligro real e intenso día tras día. Hacerlo requería una fortaleza disciplinada, y era aquello lo que le daba esperanzas al embajador. Si un hombre como Gaviria se viera lo suficientemente frustrado y enfadado, podría convertirse en un ser frío y calculador.

«¡Toda una brigada! —repetía Gaviria, incrédulo—. Y el general permite que dos representantes del Gobierno entren allí para hablar con Escobar. ¿Para qué? ¿Para notificarle que lo iban a apresar? ¿Cómo esperaban que acabara? ¡Qué estupidez! ¡Pero qué estupidez!»

La Catedral seguía sumida en el caos: un carcelero había muerto en el asalto, se trataba de un sargento empleado por el servicio penitenciario; otros dos funcionarios de prisiones salieron heridos; y cinco de los hombres de Pablo habían sido capturados. El Ejército sostenía que Pablo debía de seguir dentro de la prisión, oculto en algún escondrijo, por lo que las fuerzas del general se encargaron de destrozar las instalaciones. Con la idea fija de dar con un «túnel», los soldados hacían detonar minas en el campo de fútbol. Mendoza, el desventurado viceministro y rehén de la noche anterior, se encontraba de nuevo en Bogotá, contándole a quien quisiera escucharle lo ocurrido con la venia del mismísimo Gaviria. «No debe haber ningún tipo de ocultación en este asunto —le había dicho el presidente—. No pierdas el tiempo redactando una declaración. Ve y dile a todo el mundo exactamente lo que pasó.»

Mendoza todavía no había caído en la cuenta de lo mal parado que había quedado él en todo aquello, así que hizo lo que se le mandó. Tras informar de lo ocurrido a los generales y a los norteamericanos se puso a disposición de periodistas y ante micrófonos y cámaras contó lo sucedido para que se enterase toda Colombia.

Entonces Bill Wagner, el jefe de la delegación de la CÍA en Bogotá, invitó a su casa al impresionado viceministro, y allí Mendoza relató con pelos y señales todo el episodio mientras aún conservaba fresca la memoria. Con la barba crecida, desarreglado y muerto de sueño después de dos días en vela, todavía le sobraba sentido del humor. Le dijo al agente de la CÍA la sorpresa que sintió al darse cuenta de cuánto pudo ocultar tras una humilde taza de váter. También recapituló sobre los distintos incidentes y recordó que cuando el asalto de las fuerzas especiales estaba a punto de comenzar, había oído el golpeteo regular de un pico en el cuarto contiguo. Aquello sustentaba la teoría de que Pablo había huido a través de un túnel.

Bogotá se convirtió en un frenesí de culpas echadas. El ministro de Defensa Rafael Pardo argüía que pese al abismal trabajo del Ejército, si Pablo había escapado por un túnel la responsabilidad pesaba sobre el Ministerio de Justicia, que controlaba el Servicio Penitenciario. Mientras tanto, el jefe directo de Mendoza, el ministro de Justicia culpaba al Ejército por no haber actuado hasta después de que Pablo se hubiera escapado, amén de haber hecho la vista gorda ante un peligroso y mundialmente famoso narcotraficante que salía de allí caminando con toda tranquilidad. Por su parte, los periodistas se preguntaban si la desaparición de Escobar se debía a la incompetencia, a la corrupción, o a ambas, y querían conocer además hasta dónde llegaba la corruptela. Habría investigaciones, imputados, rodarían cabezas y alguien iría a parar a la cárcel. Todos temían que la narco violencia volviese a apoderarse del país.

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