Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Aunque Mendoza se sintiera frustrado por tales obstáculos, siguió adelante impertérrito. Colombia era un país con historia, aunque en algunos aspectos demostraba ser muy joven; una de las democracias más antiguas del continente americano, pero una tierra de instituciones inestables. Colombia simbolizaba al país que aún debía sufrir reformas; una joven nación en la que el idealismo y la diligencia de un hombre joven todavía podía —al menos eso pensaba Mendoza— cambiar las cosas.
Era el verano de 1992, y la construcción ya estaba en marcha. Lentamente, los muros comenzaron a crecer tanto como la consternación de Pablo. Expulsada de las inmediaciones de La Catedral, la PNC colocó puestos de escucha fuera del perímetro de los veinte kilómetros establecidos. Pablo se había vuelto cuidadoso en sus comunicaciones, utilizando sus palomas para los mensajes más importantes. No obstante, con los demás reclusos hablaba tranquilamente. La PNC rápidamente llegó a la conclusión de que La Catedral era, según opinaba el mayor que la dirigía, «un gran foco de comercio». La policía siguió muy de cerca el flujo constante de contrabando al interior de la prisión (el alcohol, las drogas y las prostitutas), pero nadie hizo nada para poner fin: sólo se dedicaban a observar, grabar, filmar y archivar los resultados correspondientes. Meses y meses después seguía ocurriendo lo mismo. Las unidades policiales a cargo de la vigilancia sentían asco por la debilidad que demostraba el Gobierno. Aparentemente Gavina y los suyos temían enfrentarse a Escobar, así que se parapetaron detrás de una preocupación excesiva por las libertades personales; lo que proporcionó a Pablo y a sus secuaces espacio más que suficiente para maniobrar.
A lo largo de todo el primer año del cautiverio, la embajada de Estados Unidos, la prensa y los muchos funcionarios del Gobierno —Mendoza inclusive— habían urgido a Gaviria a que acabase con la farsa. Todo el mundo sabía que La Catedral no era una prisión ni mucho menos; lo que es más, era un estado soberano dentro de otro estado no tan soberano. El acuerdo que resultó de la rendición de Pablo simbolizaba más bien una capitulación a la violencia, un pacto con el diablo, puro y duro. Así y todo, la mayoría de la Colombia oficial se contentaba con el
status quo.
Pablo era una serpiente peligrosa que había sido conducida a un hoyo. La actitud del Gobierno podía resumirse en la siguiente frase: «Pablo Escobar solía gobernar Colombia, ahora únicamente gobierna Envigado..., así que déjenlo en paz».
Los únicos que no podían dejar de pensar en el tráfico de drogas eran los gringos. El nuevo embajador norteamericano, Morris D. Busby, continuó su cruzada en contra de Pablo y de los otros exportadores de cocaína, pero no había nada nuevo en ello. A los norteamericanos los cegaban sus anteojeras. Trabajaban concienzudamente en la zona norte de Bogotá, detrás de los altos muros de su embajada-fortaleza, un bloque gris^ modernista, de cuatro plantas que se asemejaba más a un bunker. Se movían de sus casas protegidas a sus lugares de trabajo en coches blindados, perfectamente aislados del remolino general de la vida colombiana. Los dos pueblos se hallaban separados por la envidia, el desprecio, y un rencor de cien años. Y los gringos empeoraban la situación aún más al sospechar que todos los colombianos se sumaban a la corrupción. Y cada mes que Pablo pasaba tranquilamente en su colina reafirmaban esa creencia. Incluso el alegre e idealista Mendoza era tratado con una desconfianza apenas disimulada cuando acudía a la embajada a pedir información con la que formular nuevos cargos en contra del capo, como si en verdad no fuera más que el abogado defensor de Pablo en vez de un fiscal resuelto y dispuesto a enjuiciarlo.
Dentro de la embajada muy pocos sabían lo difícil que era llevar a cabo cualquier reforma en el exterior. Incluso si Gaviria hubiese querido actuar contra Pablo, no habría sido nada sencillo. En Estados Unidos, quizás el presidente daba una orden y esa orden se cumplía, pero en Colombia todo conllevaba una pelea. En teoría, el presidente ejercía su poder por encima de todos sus ministros, pero la cruda realidad —que no sólo Gaviria, sino todos los presidentes que lo precedieron debieron aceptar— era que su autoridad era incorregiblemente difusa. El Ejército, la policía, la policía secreta y el Ministerio de Justicia, todos eran feudos independientes. Cada uno de ellos conformado por feudos de menor tamaño, todos batallando y urdiendo intrigas entre sí. En el caso de Pablo, la causa común que los unía era la falta de disposición para involucrarse. La PNC, por su parte, ansiaba ver todo el asunto desprestigiado. El poder judicial no quería enfrentarse a quien había mandado ejecutar a policías, jueces y carceleros que se le hubieran cruzado en el camino. Y la actitud del Ejército era aún peor: a Mendoza lo habían echado de las oficinas de generales que se negaban a ejercer de cancerberos.
Otro feudo deseoso de abochornar al presidente era la Fiscalía, puesto al que se accedía por medio de una votación independiente. A la cabeza se encontraba un ex profesor de derecho y fumador de pipa llamado Gustavo de Greiff. El fiscal general tuvo la oportunidad de avergonzar al presidente a comienzos de 1992, cuando sacó a la luz las fotografías del boato escandaloso del que gozaba Escobar en La Catedral: las camas de agua, los
jacuzzis,
los carísimos equipos de música, las televisiones de pantalla gigante y otros lujos.
Mendoza descubrió que todo el mobiliario de Pablo era legal y que su entrada había sido aprobada y sellada por triplicado por su propio y eficiente Servicio Penitenciario. Los burócratas se habían protegido bien: los reglamentos permitían a cada recluso una cama pero los reglamentos no indicaban de qué tipo, y lo mismo sucedía con las bañeras. ¿Quién pondría en tela de juicio que un
jacuzzi
no es una bañera? Según las normas, un prisionero tenía derecho a un aparato de televisión si demostraba buen comportamiento, ¿pero en dónde se especificaba que la televisión no pudiese ostentar una pantalla del tamaño de un muro, antena parabólica, reproductor de vídeo y altavoces estéreo? El sistema carcelario había creado un mundo paralelo para Pablo, y él lo aprovechó para transformarlo en una especie de centro turístico
mientras que, según la documentación de la burocracia, se hallaba recluido en una prisión de máxima seguridad.
Gaviria estaba furioso.
—Quiero que se les quiten todas esas cosas de inmediato —le ordenó a Mendoza—. Ordene al Ejército que entren y que limpien todo el lugar. Escobar tiene que saber que vamos en serio.
Aquélla fue una de las ocasiones en que Mendoza había acudido a pedir la ayuda de Rafael Pardo, ministro de Defensa. Mendoza le mostró las fotos y le comunicó la orden que le diera el presidente.
—De ninguna manera —dijo Pardo—. No puedo hacerlo porque no tengo los hombres suficientes.
—¡Pero si tiene ciento veinte mil hombres bajo su mando! —exclamó Mendoza.
Pardo y sus generales le respondieron con testaruda indiferencia. Por otra parte, la PNC no podía participar ya que ésa fue una de las condiciones exigidas por Escobar en la rendición. Mendoza se dirigió, entonces, al DAS. Estos le contestaron que no estaban autorizados a intervenir en las prisiones a menos que estallara un motín, lo cual, dadas las confortables condiciones en las que vivían Pablo y sus hombres, era bastante improbable.
Finalmente, y casi rozando la desesperación, Mendoza alquiló un camión y designó a un abogado de su equipo para que con un grupo de hombres cargara todos los televisores, los reproductores de vídeo y cadenas de música y se los llevara.
—Eduardo, tú eres mi amigo —imploró el abogado—, ¿cuándo te he hecho yo tanto mal? ¿Por qué me encargas esto?
Mendoza se figuró que al llegar a las puertas de La Catedral, el camión sería enviado de vuelta por los hombres de Pablo, y que quizá aquel rechazo le facilitase nuevas razones para poder exigir la participación del Ejército o del DAS. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario: las puertas de la prisión se abrieron de par en par y Pablo en persona les hizo señas, mostrando por dónde maniobrar.
—Por supuesto —respondió el capo con sus característicos buenos modales—. No sabía que estas cosas le molestaran. Por favor, lléveselo todo.
Los hombres de Pablo ayudaron, incluso, a cargar al camión. Se tomaron fotos de los cuartos vaciados, que Mendoza luego mostraría con orgullo al presidente (si bien todos los aparatos requisados fueron devueltos discretamente a sus dueños aquella misma noche).
Pero según pasaban los días, las escuchas de las comunicaciones del cártel comenzaron a revelar problemas dentro del feliz reino que Pablo había montado en torno a sí mismo. Los muros y vallas que lo protegían también lo mantenían alejado de la gestión y el día a día de los asuntos del cártel; asuntos que había delegado en un puñado de poderosos tenientes, de lo que comenzó a sospechar.
Pablo había encomendado el cuidado de una gran parte de su imperio a los Galeano y los Moneada, viejas familias criminales de Medellín. Ambas familias se habían enriquecido fabulosamente, y mucho más todavía después de la rendición de Pablo. Y pese al pago del «impuesto de guerra» exigido por Pablo, que ascendía a unos doscientos mil dólares al mes. Las sospechas de lealtad ante la creciente prosperidad de las familias hicieron que Pablo aumentara su impuesto revolucionario a un millón de dólares al mes. Y más adelante, autorizó a algunos de sus hombres para que robaran veinte millones de dólares de las casas secretas en las que aquellas familias acumulaban su dinero en metálico. Cuando los jefes de las dos familias, Fernando Galeano y Gerardo Moneada visitaron La Catedral en el verano de 1992 para quejarse, Pablo les soltó una perorata acerca de la importancia que él, Pablo Escobar, tenía para la industria, de cómo había establecido las primeras rutas comerciales «para que no sólo yo pudiera beneficiarme», y de cómo él, por sí solo, había hecho derogar el tratado de extradición entre Estados Unidos y Colombia. Acto seguido hizo que Galeano y Moneada fueran asesinados. Pocos días más tarde, los sicarios de Pablo siguieron las pistas de los hermanos de ambas víctimas, Mario Galeano y William Moneada, y también los liquidaron.
Los clanes familiares de aquellos cuatro hombres se aprestaron para la guerra. Algunos de sus miembros más incondicionales acudieron a la policía acusando a las autoridades de complicidad en los crímenes. Ambos narcos habían desaparecido después de visitar La Catedral, por lo que el Gobierno de Colombia lógicamente era cómplice de las desapariciones y los evidentes asesinatos. Así fue como el exasperado presidente Gaviria se vio obligado a tomar cartas en el asunto.
Mendoza se encontraba en su despacho del Ministerio de Justicia en Bogotá, el miércoles 21 de julio de 1992, cuando el jefe del Estado Mayor de Gobierno del presidente Gaviria lo llamó para que se personara en el Palacio Presidencial. El viceministro se encontraba redactando el código de procedimiento penal, y de todos modos tenía que acudir a una reunión con su equipo al Palacio Presidencial después de comer. Mendoza trabajaba en una nueva sección de la Constitución, que reinstalaría los juicios con jurado; juicios que en Colombia habían dejado de celebrarse años antes cuando los narcos y sus asesinatos habían hecho muy peligrosa la tarea de servir como miembro de un jurado.
—Perfecto —dijo Mendoza con su habitual entusiasmo—, mataré dos pájaros de un tiro.
Cuando llegó al palacio aquella tarde, pasó primero por la reunión del equipo de redacción del nuevo código y les comunicó que debía hacerle una visita al presidente:
—Regreso enseguida —les prometió.
Pero no pudo. Algo importante estaba ocurriendo en la planta de arriba. En el vestíbulo del despacho de Gaviria, mientras los teléfonos sonaban sin cesar, se habían dado cita generales con sus uniformes almidonados y ministros con sus trajes hechos a medida, miembros de la plana mayor, camareros de chaqueta blanca sirviendo café y té en bandejas de plata. Mendoza, acompañado por su nuevo jefe, el ministro de Justicia Andrés González, quien a su vez había sido designado para el cargo recientemente, fue llevado a una habitación. Allí se encontró con el pulcro ministro de Defensa Rafael Pardo, y uno de los generales de éste.
—Eduardo, en este mismo instante, estamos atacando La Catedral —le comunicó Pardo—. Se lo acaba de perder. La estamos atacando y vamos a traernos a Escobar a Bogotá.
Pardo sabía que aquella nueva sería bien recibida por Mendoza, que en vano le había insistido para que lo ayudara a resolver el «asunto de Escobar». Pardo había hecho hincapié en que el Ejército no debía involucrarse, por lo que su declaración era poco menos que una capitulación. Mendoza intentó ocultar su satisfacción. Pero entonces Pardo lo sorprendió:
—Queremos que vaya allí —le dijo a Mendoza.
—Para «legalizar» —agregó González.
—¿Para legalizar qué? —dijo Mendoza incrédulo.
—Ya sabe, para formalizar el traslado —culminó Pardo.
Era lo típico: poco sucedía en Colombia sin la presencia de un letrado. En una nación de una incertidumbre tan arrolladora, un país cuyo Gobierno podía ser derrocado con poco más que un empujón, todo el mundo estaba obsesionado por cubrirse las espaldas. De la misma manera que uno viajaba con guardaespaldas y levantaba muros en derredor de su casa, nadie hacía un movimiento en falso sin desenterrar algún término legal. Mendoza intuyó que le estaban entregando la pala. Al enviar al viceministro de Justicia al lugar de los hechos, los funcionarios de Bogotá quedarían libres de culpa, si ocurriese algo incorrecto o ilegal.
De cualquier modo, Mendoza se sentía inquieto. Se percibía que algo atrevido se había puesto en marcha. Por fin el Ejército estaba plantándole cara a Escobar, el monstruo, el azote para la sociedad colombiana. Pero aquel día se había hecho una demostración de poder real, del legítimo poder del pueblo, y por una vez la acción iba de la mano de la precaución. Era una sensación vertiginosa, y por un momento todos parecían dichosos de estar tomando parte en ello. Mendoza era un joven lo suficientemente perspicaz como para saber que estaba siendo utilizado, sin embargo lo superaba el ansia de aceptar uno de los papeles principales.
Gaviria no se anduvo con remilgos. Ya había recibido los informes de las ejecuciones llevadas a cabo por Pablo desde su cautiverio. Los cuerpos de dos de los cuatro desaparecidos, Mario Galeano y William Moneada, habían sido hallados. Por ahora, el hallazgo de los cadáveres aún se mantenía en secreto —ni siquiera Mendoza lo supo entonces—, si bien el presidente era consciente de que esa información acabaría filtrándose. Sus detractores en la prensa utilizarían las muertes para confirmar todos los rumores acerca de Escobar y proclamar que el presidente estaba bajo el poder del capo encarcelado. El descrédito del Gobierno a los ojos del resto del mundo y de Estados Unidos crecería aún más, y sin su ayuda, Colombia no sería capaz de combatir las guerrillas. Gaviria había sido el blanco de suficientes agravios, y ahora habría más indagaciones e investigaciones.