265
A riesgo de descontentar a oídos inocentes yo afirmo esto: de la esencia del alma aristocrática forma parte el egoísmo, quiero decir, aquella creencia inamovible de que a un ser como «nosotros lo somos» tienen que estarle sometidos por naturaleza otros seres y tienen que sacrificarse a él. El alma aristocrática acepta este hecho de su egoísmo sin ningún signo de interrogación y sin sentimiento alguno de dureza, coacción, arbitrariedad, antes bien como algo que seguramente está fundado en la ley primordial de las cosas: - si buscase un nombre para designarlo diría: «es la justicia misma». En determinadas circunstancias, que al comienzo la hacen vacilar, ese alma se confiesa que hay quienes tienen idénticos derechos que ella; tan pronto como ha aclarado esta cuestión de rango, se mueve entre esos iguales, dotados de derechos idénticos, con la misma seguridad en el pudor y en el respeto delicado que tiene en el trato consigo misma, - de acuerdo con un innato mecanismo celeste que todos los astros conocen. Esa sutileza y autolimitación en el trato con sus iguales es una parte más de su egoísmo - todo astro es un egoísta de ese género-: se honra
a sí misma
en ellos y en los derechos que ella les concede, no duda de que el intercambio de honores y derechos,
esencia
de todo trato, forma parte asimismo del estado natural de las cosas. El alma aristocrática da del mismo mo-do que toma, partiendo del apasionado y excitable instinto de corresponder a todo que reside en el fondo de ella.
Inter pares
[entre iguales] el concepto de «gracia» no tiene sentido ni buen olor; acaso haya una manera sublime de dejar descender sobre sí los regalos desde arriba, por así decirlo, y de beberlos ávidamente cual si fueran gotas: mas el alma aristocrática carece de habilidad para ese arte y ese gesto. Su egoísmo se lo impide: en general mira a disgusto hacia «arriba», - mira, o bien
ante sí
, de manera horizontal y lenta, o bien hacia abajo: -
ella se sabe en la altura. –
266
«Sólo es posible estimar verdaderamente a quien no se
busca
a sí mismo.» - Goethe al consejero Schlosser.
267
Hay entre los chinos un proverbio que las madres enseñan ya a sus hijos:
siao-sin
«¡haz
pequeño
tu corazón!» Ésta es la auténtica tendencia fundamental en las civilizaciones tardías: yo no dudo de que lo primero que un griego antiguo reconocería también en nosotros los europeos de hoy sería el autoempequeñecimiento - con sólo esto «repugnaríamos ya a su gusto». –
268
¿Qué es, en última instancia, la vulgaridad? - Las palabras son signos-sonidos de conceptos; pero los conceptos son signos-imágenes, más o menos determinados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones. Para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia co
mún
con el otro. Por ello los hombres de
un mismo
pueblo se entienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua; o, más bien, cuando los hombres han vivido juntos durante mucho tiempo en condiciones similares (de clima, de suelo, de peligro, de necesidades, de trabajo),
surge
de ahí algo que «se entiende», un pueblo. En todas las almas ocurre que un mismo número de vivencias que se repiten a menudo obtiene la primacía sobre las que se dan más raramente: acerca de ellas la gente se entiende con rapidez, de un modo cada vez más rápido - la historia de la lengua es la historia de un proceso de abreviación -; sobre la base de ese rápi-do entendimiento la gente se vincula de un modo estrecho, cada vez más estrecho. Cuanto mayor es el peligro, tanto mayor es la necesidad de ponerse de acuerdo con rapidez y facilidad sobre lo que hace falta; el no malentenderse en el peligro es algo de que los hombres no pueden prescindir en modo alguno para el trato mutuo. También en toda amistad o relación amorosa se hace esa misma prueba: nada de ello tiene duración desde el momento en que se averigua que uno de los dos, usando las mismas palabras, siente, piensa, barrunta, desea, teme de modo distinto que el otro. (El miedo al «eterno malentendido»: ése es el
genius
be-névolo que, con tanta frecuencia, a personas de sexo distinto las aparta de uniones demasiado precipitadas, aconsejadas por los sentidos y el corazón - ¡y
no
un schopenhaueriano
«genius
de la especie» cualquiera -!) Cuáles son los grupos de sensaciones que se despiertan más rápidamente dentro de un alma, que toman la palabra, que dan órdenes: eso es lo que decide sobre la jerarquía entera de sus valores, eso es lo que en última instancia determina su tabla de bienes. Las valoraciones de un hombre delatan algo de la
estructura
de su alma y nos dicen en qué ve ésta sus condiciones de vida, sus auténticas necesidades. Suponiendo que desde siempre las necesidades hayan aproximado entre sí únicamente a hombres que podían aludir con signos similares a necesidades similares, a vivencias similares, resulta de aquí, en conjunto, que una
comunicabilidad
fácil de las necesidades, es decir, en su último fondo, el experimentar vivencias sólo ordinarias y vulgares tiene que haber sido la más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora. Los hombres más similares, más habituales, han tenido y tienen siempre ventaja; los más selectos, más sutiles, más raros, más difíciles de comprender, ésos fácilmente permanecen solos en su aislamiento, sucumben a los accidentes y se propagan raras veces. Es preciso apelar a ingentes fuerzas contrarias para poder oponerse a este natural, demasiado natural,
progressus ín simile
[progreso hacia lo semejante], al avance del hombre hacia lo semejante, habitual, ordinario, gregario - ¡hacia lo vulgar! -
269
Cuanto más se vuelve un psicólogo - un psicólogo y adivinador de almas nato, inevitable - hacia los casos y los hombres más selectos, tanto más aumenta su peligro de asfixiarse de compasión: más que ningún otro hombre
necesita
él dureza y jovialidad. La corrupción, la ruina de los hombres superiores, de las almas de constitución más extraña, representan en erecto la regla es terrible tener siempre ante los ojos semejante regla. La multiforme tortura del psicólogo que ha descubierto esa ruina, que ha descubierto primero una vez, y luego
casi
siempre, toda esa «incurabilidad interna» del hombre superior, ese eterno «demasiado tarde » en todos los sentidos , a lo largo de la historia entera, - puede llegar quizá a convertirse un día en causa de que se vuelva con amargura contra su propia suerte y haga un ensayo de autodestrucción, - de que se «corrompa» a sí mismo. Casi en todos los psicólogos percibiremos una propensión y un placer delatores a tratar con hombres ordinarios y bien ordenados: en esto se delata que ellos precisan siempre de una curación, que necesitan una especie de huida y olvido, lejos de aquello que sus penetraciones e incisiones, que su «oficio», han hecho pesar sobre su conciencia. El miedo a su memoria es peculiar de ellos. Ante el juicio de otros enmudecen fácilmente: con rostro inmóvil escuchan cómo la gente honra, admira, ama, glorifica, allí donde ellos han
visto
, - o incluso encubren su mutismo asintiendo de modo expreso a una opinión superficial cualquiera. Acaso la paradoja de su situación llegue tan terriblemente lejos que la muchedumbre, los cultos, los entusiastas aprendan por su parte el gran respeto justo allí donde ellos han aprendido la gran compasión al lado del gran desprecio, - el respeto a los «grandes hombres» y animales prodigiosos por causa de los cuales se bendice y se honra a la patria, a la tierra, a la dignidad de la humanidad, a sí mismo, y que son propuestos a la juventud como modelo para su educación... Y quién sabe si hasta ahora no ha venido ocurriendo en todos los grandes casos cabalmente lo mismo: que la muchedumbre adoraba a un dios, - ¡y que el «dios» no era más que un pobre animal para el sacrificio! El éxito ha sido siempre el máximo mentiroso, - y la «obra» misma es un éxito; el gran estadista, el conquistador, el descubridor están envuel-tos en el disfraz de sus creaciones hasta el punto de resultar irreconocibles; la «obra», la del artista, la del filósofo, ella es la inventora de quien la ha creado, de quien la habría creado; los «grandes hombres», tal como se los venera, son poemas pequeños y malos compuestos con posterioridad; en el mundo de los valores histó
ricos domina
la moneda falsa. Por
ejemplo
, esos grandes poetas, esos Byron, Musset, Poe, Leopar-di, Kleist, Gogol, - tal como están ahora ahí, tal como acaso tienen que estar: hombres de instantes, hombres entusiasmados, sensuales, pueriles, hombres inconsiderados y súbitos en la desconfianza y en la confianza; en cuyas almas se disimula de ordinario una grieta; que a menudo se vengan con sus obras de un ensuciamiento interno; que a menudo buscan con sus vuelos olvidarse de una memoria demasiado fiel, que a menudo se extravían en el fango y casi se enamoran de él, hasta volverse iguales a fuegos fatuos que vagan en torno a los pantanos y
simulan
ser estrellas - el pueblo los llama entonces idealistas, - que a menudo luchan con una náusea prolongada, con un fantasma de incredulidad que siempre retorna, el cual los hace fríos y los fuerza a desvivirse por la gloria y a devorar la «fe en sí mismos» tomándola de las manos de aduladores ebrios: - ¡qué
tortura
son estos grandes artistas y, en general, los hombres superiores para quien los ha descifrado una vez! Resulta muy comprensible que sea justamente de parte de la mujer - la cual es clarividente en el mundo del sufrimiento y, por desgracia, también está ansiosa de ayudar y salvar, más allá de sus fuerzas - de quien experimenten
ellos
con mucha facilidad aquellos estallidos de
compasión ilimitada y abnegadísima que la muchedumbre, ante todo la muchedumbre que venera, no entiende y sobre las cuales acumula interpretaciones llenas de curiosidad y autosatisfacción. Esa compasión se engaña ordinariamente con respecto a su fuerza; la mujer quisiera creer que el amor todo lo puede, - es su auténtica fe.
¡Ay, quien conoce el corazón adivina cuán pobre, estúpido, desamparado, presuntuoso, desacertado, más fácilmente destructor que salvador es incluso el amor mejor y más hondo! - Es posible que bajo la fábula y el disfraz sagrados de la vida de Jesús se esconda uno de los casos más dolorosos de martirio del saber acerca del amor: el martirio del corazón más inocente y más lleno de deseos, que nunca había tenido bastante con ningún amor de hombre, que exigía amor, ser-amado y nada más, con dureza, con insensatez, con explosiones terribles contra quienes le rehusaban su amor; la historia de un pobre insaciado e insaciable en el amor, que tuvo que inventar el infierno para enviar a él a quienes no querían amarlo, - y que al fin, habiendo alcanzado saber acerca del amor humano, tuvo que inventar un dios que es totalmente amor, totalmente capacidad-de-amar, - ¡que se compadece del amor humano por ser éste tan pobre, tan ignorante! Quien así siente, quien tiene tal
saber
acerca del amor, -
busca
la muerte. - ¿Mas por qué entregarse a estas cosas dolorosas? Suponiendo que no haya que hacerlo. -
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La soberbia y la náusea espirituales de todo hombre que haya sufrido profundamente - la jerarquía casi viene determinada por el grado de profundidad a que pueden llegar los hombres en su sufrimiento -, su estremecedora certeza, que lo impregna y colorea completamente, de
saber más
, merced a su sufrimiento, que lo que pueden saber los más inteligentes y sabios, de ser conocido y haber estado alguna vez «domiciliado» en muchos mundos lejanos y terribles, de los que «¡vosotros nada sabéis!»..., esa soberbia espiritual y callada del que sufre, ese orgullo del elegido del sufrimiento, del «iniciado», del casi sacrificado, encuentra necesarias todas las formas de disfraz para protegerse del contacto de manos importunas y compasivas y, en general, de todo aquello que no es su igual en el dolor. El sufrimiento profundo vuelve aristócratas a los hombres; separa. Una de las formas más sutiles de disfraz es el epicureísmo, así como una cierta valentía del gusto, exhibida. a partir de ese momento, la cual toma el sufrimiento a la ligera y se pone en guardia contra todo lo triste y profundo. Hay «hombres joviales» que se sirven de la jovialidad porque, merced a ella, son malentendidos: -
quieren
ser malentendidos. Hay «hombres científicos» que se sirven de la ciencia porque ésta proporciona una apariencia jovial y porque el cientificismo lleva a inferir que el hombre es superficial: -
quieren
inducir a una falsa inferencia. Hay espíritus libres e insolentes que quisieran ocultar y negar que son corazones rotos, orgullosos, incurables: y a veces la necedad misma es la máscara usada para encubrir un saber desventurado demasiado cierto. - De lo cual se deduce que a una humanidad más sutil le es inherente el tener respeto «por la máscara» y el no cultivar la psicología y la curiosidad en lugares falsos.
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Lo que más profundamente separa a dos seres humanos son un sentido y un grado distintos de limpieza. De nada sirven toda honradez y toda recíproca utilidad, de nada sirve toda buena voluntad del uno para con el otro: en última instancia se está siempre en lo mismo - «¡no pueden olerse!» El supremo instinto de limpieza sitúa a quien lo tiene en el aislamiento más prodigioso y peligroso, como si fuese un santo: pues la santidad es cabalmente eso - la espiritualización suprema del mencionado instinto. Una cierta consciencia de una indescriptible plenitud en la felicidad del baño, un cierto ardor y una cierta sed que empujan constantemente al alma a salir de la noche y entrar en la mañana, a salir de lo turbio, de la «tribulación», y entrar en lo claro, lo resplandeciente, lo profundo, lo sutil -: esa inclinación, en la misma medida en que
distingue
-
es una inclinación aristocrática -, también separa. - La compasión propia del santo es la compasión por la
suciedad
de lo humano, demasiado humano. Y hay grados y alturas en los que la compasión misma es sentida por él como contaminación, como suciedad...
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Signos de aristocracia: no pensar nunca en rebajar nuestros deberes a deberes de todo el mundo; no querer ceder, no querer compartir la responsabilidad propia; contar entre los
deberes
propios los privilegios propios y el ejercicio de esos privilegios.