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¡Nosotros los inmoralistas! —
Ese mundo que nos concierne
a nosotros
, en el cual
nosotros
hemos de sentir miedo y sentir amor, ese mundo casi invisible e inaudible del mandato sutil, de la obediencia sutil, un mundo del «casi» en todos los sentidos de la palabra, ganchudo, capcioso, agudo, delicado: ¡sí, ese mundo está bien defendido contra los espectadores obtusos y contra la curiosidad confianzuda! Nosotros nos hallamos encarcelados en una rigurosa red y camisa de deberes, y no
podemos
salir de ella —, ¡en eso precisamente somos, también nosotros, «hombres del deber»! A veces, es verdad, bailamos en nuestras «cadenas» y entre nuestras «espadas»; y con más frecuencia, no es menos verdad, rechinamos los dientes bajo ellas y estamos impacientes a causa de la secreta dureza de nuestro destino. Pero hagamos lo que hagamos: los cretinos y la apariencia visible dicen contra nosotros «ésos son hombres
sin
deber» —¡nosotros tenemos siempre contra nosotros a los cretinos y a la apariencia visible!
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La honestidad, suponiendo que ella sea nuestra virtud, de la cual no podemos desprendernos nosotros los espíritus libres —bien, nosotros queremos laborar en ella con toda malicia y con todo amor y no cansarnos de «perfeccionarnos» en
nuestra
virtud, que es la única que nos ha quedado: ¡que alguna vez su brillo se extienda, cual una dorada, azul, sarcástica luz de atardecer, sobre esta cultura envejecida y sobre su obtusa y sombría seriedad! Y si, a pesar de todo, algún día nuestra honestidad se cansase y suspirase y estirase los miembros y nos considerase demasiado duros y quisiera ser tratada mejor, de un modo más ligero, más delicado, cual un vicio agradable: ¡permanezcamos
duros
, nosotros los últimos estoicos!, y enviemos en su ayuda todas las diabluras que aún nos quedan —nuestra náusea frente a lo burdo e impreciso, nuestro
niti—mur in vetitum
[nos lanzamos a lo prohibido], nuestro valor de aventureros, nuestra curiosidad aleccionada y exigente, nuestra más sutil, más enmascarada, más espiritual voluntad de poder y de superación del mundo, la cual merodea y yerra ansiosa en torno a todos los reinos del futuro, —¡acudamos en ayuda de nuestro «dios» con todos nuestros «diablos»! Es probable que a causa de esto no nos reconozcan y nos confundan con otros: ¡qué importa! Dirán: «Sùhonestidad' —¡es su diablura, y nada más!» ¡Qué importa! ¡Aun cuando tuviesen razón! ¿No han sido todos los dioses hasta ahora diablos rebautizados y declarados santos? ¿Y qué sabemos nosotros, en última instancia, de nosotros? ¿Y cómo quiere
llamarse
el espíritu que nos guía? (es una cuestión de nombres). ¿Y cuántos espíritus albergamos nosotros? Nuestra honestidad, nosotros los espíritus libres, —¡cuidemos de que no se convierta en nuestra vanidad, en nuestro adorno y vestido de gala, en nuestra limitación, en nuestra estupidez! Toda virtud se inclina a la estupidez, toda estupidez, a la virtud; «estúpido hasta la santidad», dícese en Rusia, —¡tengamos cuidado de no acabar nosotros volviéndonos, por honestidad, santos y aburridos! ¿No es la vida cien veces demasiado corta —para aburrirse en ella? En la vida eterna tendríamos que creer para...
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Perdóneseme el descubrimiento de que toda la filosofía moral ha sido hasta ahora aburrida y ha constituido un somnífero —y de que, a mi ver, ninguna otra cosa ha perjudicado más a «la virtud» que ese
aburrimiento
de sus abogados; con lo cual no quisiera yo haber dejado de reconocer la utilidad general de éstos. Importa mucho que sean los menos posibles los hombres que reflexionen sobre moral, —¡importa
muy
mucho, por tanto, que la moral no llegue un día a hacerse interesante! ¡Pero no se tenga cuidado! Las cosas continúan estando también hoy como han estado siempre: no veo a nadie en Europa que tenga (o que
dé)
una idea de que la reflexión sobre la moral podría ser cultivada de un modo peligroso, capcioso, seductor, —¡de que en ello podría haber una
«fatalidad»!
Contémplese, por ejemplo, a los incansables, inevitables utilitaristas ingleses, de qué modo tan burdo y venerable caminan y marchan tras las huellas de Bentham (una comparación homérica lo dice con más claridad), de igual modo que éste caminó ya tras las huellas del venerable Helvetius (¡no, un hombre peligroso no lo fue ese Helvetius!). Ni un pensamiento nuevo, ni un giro y un pliegue más sutiles dados a un pensamiento antiguo, ni siquiera una verdadera historia de lo pensado con anterioridad: una literatura
imposible
en conjunto, suponiendo que no se sea experto en sazonarla con un poco de malicia. También en estos moralistas, en efecto (a los que hay que leer con todas las reservas mentales, en el caso de que
haya que
leerlos —), se ha introducido furtivamente aquel viejo vicio inglés que se llama
cant
[guardar las apariencias] y que es
tartufería moral
, oculta esta vez bajo la nueva forma del cientificismo; tampoco falta un rechazo secreto de los remordimientos de conciencia, que padecerá obviamente una raza de antiguos puritanos, no obstante ocuparse de modo científico de la moral. (¿No es un moralista lo contrario de un puritano? ¿A saber, en cuanto es un pensador que considera la moral como algo problemático, cuestionable, en suma, como problema? ¿Moralizar no sería —inmoral?) En última instancia todos ellos quieren que se dé la razón a la moralidad
inglesa:
en la medida en que justamente de ese modo es como mejor se sirve a la humanidad, o al «provecho general», o a la «felicidad de los más», ¡no!, a la felicidad de
Inglaterra;
querrían demostrarse a sí mismos con todas sus fuerzas que el aspirar a la felicidad
inglesa
, quiero decir al
comfort
[comodidad] y a la
fashion
[elegancia] (y, en supremo lugar, a un puesto en el Parlamento), es a la vez también el justo sendero de la virtud, incluso que toda la virtud que ha habido hasta ahora en el mundo ha consistido cabalmente en tal aspiración. Ninguno de esos animales de rebaño, torpes, inquietos en su conciencia (que pretenden defender la causa del egoísmo como causa del bienestar general —), quiere saber ni oler nada de que el «bienestar general» no es un ideal, ni una meta, ni un concepto aprehensible de algún modo, sino únicamente un vomitivo, —de que lo que es justo para uno no
puede
ser de ningún modo justo para otro, de que exigir
una misma
moral para todos equivale a lesionar cabalmente a los hombres superiores, en suma, de que existe un
orden jerárquico
entre un hombre y otro hombre y, en consecuencia, también entre una moral y otra moral. Constituyen una especie de hombres modesta, funda—mentalmente mediocre, esos ingleses utilitaristas, y, como queda dicho: de su utilidad, por el hecho de ser aburridos, nunca podrá ser suficientemente elevada la idea que tengamos. Incluso se los debería
alentar
, como se ha intentado hacerlo en parte con los versos siguientes:
¡Salud a vosotros, bravos carreteros,
Siempre «cuanto más largo, tanto mejor»,
Tiesos siempre de cabeza y rodilla,
Carentes de entusiasmo, carentes de bromas,
Indestructiblemente mediocres,
Sans genie et sans esprit!
[¡sin genio y sin espíritu!].
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En esas épocas tardías que tienen derecho a estar orgullosas de su humanitarismo subsisten, sin embargo, tanto miedo, tanta
superstición
del miedo al «animal salvaje y cruel», cuyo sometimiento constituye cabalmente el orgullo de esas épocas más humanas, que incluso las verdades palpables permanecen inexpresadas durante siglos, como si hubiera un acuerdo sobre ello, debido a que aparentan ayudar a que aquel animal salvaje, muerto por fin, vuelva ala vida. Quizá yo corra algún riesgo por dejarme escapar esa verdad: que otros la capturen de nuevo y le den a beber la necesaria cantidad de «leche del modo piadoso de pensar» para que quede quieta y olvidada en su antiguo rincón. —Tenemos que cambiar de ideas acerca de la crueldad y abrir los ojos; tenemos que aprender por fin a ser impacientes, para que no continúen paseándose por ahí, con aire de virtud y de impertinencia, errores inmodestos y gordos, tales como los que, por ejemplo, han sido alimentados con respecto a la tragedia por filósofos viejos y nuevos. Casi todo lo que no sotros denominamos «cultura superior» se basa en la espiritualización y profundización de la
crueldad —
ésa es mi tesis; aquel «animal salvaje» no ha sido muerto en absoluto, vive, prospera, únicamente —se ha divinizado. Lo que constituye la dolorosa voluptuosidad de la tragedia es crueldad; lo que produce un efecto agradable en la llamada compasión trágica y, en el fondo, incluso en todo lo sublime, hasta llegar a los más altos y delicados estremecimientos de la metafísica, eso recibe su dulzura únicamente del ingrediente de crueldad que lleva mezclado. Lo que disfrutaba el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las hogueras o en las corridas de toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia, el trabajador del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas,, la wagneriana que «aguanta», con la voluntad en vilo,
Tristán e Isolda, —
lo que todos ésos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes aromáticos de la gran Circe llamada «Crueldad». En esto, desde luego, tenemos que ahuyentar de aquí a la psicología cretina de otro tiempo, que lo único que sabía enseñar acerca de la crueldad era que ésta surge ante el espectáculo del sufrimiento
ajeno:
también en el sufrimiento propio, en el hacerse—sufrir—a—sí—mismo se da un goce amplio, amplísimo, —y en todos los lugares en que el hombre se deja persuadir a la autonegación en el sentido
re
ligioso, o a la automutilación, como ocurre entre los fenicios y ascetas 124, o, en general, a la desensualización, desencarnación, contrición, al espasmo puritano de penitencia, a la vivisección de la conciencia y al pascaliano
sacrifcio dell'intelletto
[sacrificio del entendimiento], allí es secretamente atraído y empujado hacia adelante por su crueldad, por aquellos peligrosos estremecimientos de la crueldad vuelta
contra nosotros mismos.
Finalmente, considérese que incluso el hombre de conocimiento, al coaccionar a su espíritu a conocer,
en contra
de la inclinación del espíritu y también, con bastante frecuencia, en contra de los deseos del corazón, —es decir, al coaccionarle a decir no allí donde él querría decir sí, amar, adorar —, actúa como artista y glorificador de la crueldad; el tomar las cosas de un modo profundo y radical constituye ya una violación, un querer—hacer—daño a la voluntad fundamental del espíritu, la cual quiere ir incesantemente hacia la apariencia y hacia las superficies, —en todo querer—conocer hay ya una gota de crueldad.
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Quizá no se entienda sin más lo que acabo de decir acerca de una «voluntad fundamental del espíritu»: permítaseme una aclaración. —Ese algo imperioso a lo que el pueblo llama «el espíritu» quiere ser señor y sentirse señor dentro de sí mismo y a su alrededor: tiene voluntad de ir de la pluralidad a la simplicidad, una voluntad opresora, domeñadora, ávida de dominio y realmente dominadora. Sus necesidades y capacidades son en esto las mismas que los fisiólogos atribuyen a todo lo que vive, crece y se multiplica. La fuerza del espíritu para apropiarse de cosas ajenas se revela en una tendencia enérgica a asemejar lo nuevo a lo antiguo, a simplificar lo complejo, a pasar por alto o eliminar lo totalmente contradictorio: de igual manera, el espíritu subraya, destaca de modo arbitrario y más fuerte, rectifica, falseándolos, determinados rasgos y líneas de lo extraño, de todo fragmento de «mundo externo». Su propósito se orienta a incorporar a sí nuevas «experiencias», a ordenar cosas nuevas bajo órdenes antiguos, —es decir, al crecimiento, o dicho de modo aún más preciso, al
sentimiento
de la fuerza multiplicada. Al servicio de esa misma voluntad hállase también un instinto aparentemente contrario del espíritu, una súbita resolución de ignorar, de aislar—se voluntariamente, un cerrar sus venta nas, un decir interiormente no a esta o a aquella cosa, un no dejar que nada se nos acerque, una especie de estado de defensa contra muchas cosas de las que cabe tener un saber, un contentarse con la oscuridad, con el horizonte que nos aísla, un decir sí a la ignorancia y un darla por buena: todo lo cual es necesario, de acuerdo con el grado de nuestra propia fuerza de asimilación, de nuestra «fuerza digestiva», para hablar en imágenes —y en realidad a lo que más se asemeja «el espíritu» es a un estómago'`. Asimismo forma parte de lo dicho la ocasional voluntad del espíritu de dejarse engañar, acaso porque barrunte pícaramente que las cosas
no
son de este y el otro modo, que únicamente nosotros las consideramos de ese y el otro modo, un placer en toda inseguridad y equivocidad, un exultante autodisfrute de la estrechez y clandestinidad voluntarias de un rincón, de lo demasiado cerca, de la fachada, de lo agrandado, empequeñecido, desplazado, embellecido, un autodisfrute de la arbitrariedad de todas esas exte—riorizaciones de poder. Forman, en fin, parte de lo dicho aquella prontitud del espíritu, que no deja de dar que pensar, para engañar a otros espíritus y disfrazarse ante ellos, aquella presión y empuje permanentes de un espíritu creador, configurador, transmutador: el espíritu goza aquí de su pluralidad de máscaras y de su astucia, goza también del sentimiento de su seguridad en ello, —¡son cabalmente sus artes proteicas, en efecto, las que mejor lo defienden y esconden! —
En contra de esa
voluntad de apariencia, de simplificación, de máscara, de manto, en suma, de superficie —pues toda superficie es un manto —actúa aquella sublime tendencia del hombre de conocimiento a tomar y
querer
tomar las cosas de un modo profundo, complejo, radical: especie de crueldad de la conciencia y el gusto intelectuales que todo pensador valiente reconocerá en sí mismo, suponiendo que, como es debido, haya endurecido y afilado durante suficiente tiempo sus ojos para verse a sí mismo y esté habituado a la disciplina rigurosa, también a las palabras rigurosas. Ese pensador dirá: «hay algo cruel en la inclinación de mi espíritu»: —¡que los virtuosos y amables intenten disuadirlo de ella! De hecho, más agradable de oír sería el que de nosotros —de nosotros los espíritus libres,
muy
libres —se dijese, se murmurase, se alabase que poseemos, por ejemplo, en lugar de crueldad, una «desenfrenada honestidad»: —¿y acaso será
eso
lo que diga en realidad nuestra —fama póstuma? Entretanto —pues hay tiempo hasta entonces —a lo que menos nos inclinaríamos nosotros sin duda es a adornarnos con tales brillos y guirnaldas morales de palabras: todo nuestro trabajo realizado hasta ahora nos quita las ganas cabalmente de ese gusto y de su alegre exuberancia. Palabras hermosas, resplandecientes, tintineantes, solemnes son: honestidad, amor a la verdad, amor a la sabiduría, inmolación por el conocimiento, heroísmo del hombre veraz, —hay en ellas algo que hace hincharse a nuestro orgullo. Pero nosotros los eremitas y marmotas, nosotros hace ya mucho tiempo que nos hemos persuadido, en el secreto de una conciencia de eremita, de que también ese digno adorno de palabras forma parte de los viejos y mentidos adornos, cachivaches y pur—purinas de la inconsciente vanidad humana, y de que también bajo ese color y esa capa de pintura halaga—dores tenemos que reconocer de nuevo el terrible texto bási
co homo natura
[el hombre naturaleza]. Retraducir, en efecto, el hombre a la naturaleza; adueñarse de las numerosas, vanidosas e ilusas interpretaciones y significaciones secundarias que han sido garabateadas y pintadas hasta ahora sobre aquel eterno texto básico
homo natura;
hacer que en lo sucesivo el hombre se enfrente al hombre de igual manera que hoy, endurecido en la disciplina de la ciencia, se enfrenta ya a la
otra
naturaleza con impertérritos ojos de Edipo y con tapados oídos de Ulises, sordo a las atrayentes melodías de todos los viejos cazapájaros metafísicos que durante demasiado tiempo le han estado soplando con su flauta: «¡Tú eres más! ¡Tú eres superior! ¡Tú eres de otra procedencia!» —quizá sea ésta una tarea rara y loca, pero es una
tarea —
¡quién lo negaría! ¿Por qué hemos elegido nosotros esa tarea loca? O hecha la pregunta de otro modo: «¿Por qué, en absoluto, el conocimiento?» —Todo el mundo nos preguntará por esto. Y nosotros, apremiados de ese modo, nosotros, que ya cien veces nos hemos preguntado a nosotros mismos precisamente eso, no hemos encontrado ni encontramos respuesta mejor que...