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Los «viejos y buenos tiempos» han acabado, con Mozart entonaron su última canción: - ¡qué felices somos
nosotros
por el hecho de que su rococó nos continúe hablando, por el hecho de que a su «buena sociedad», a su delicado entusiasmo y a su gusto infantil por lo chinesco y florido, a su cortesía del corazón, a su anhelo de cosas graciosas, enamoradas, bailarinas, bienaventuradas hasta el llanto, a su fe en el sur les continúe siendo lícito apelar a un cierto
residuo
existente en nosotros! ¡Ay, alguna vez esto habrá pasado! - ¡mas quién dudaría de que antes habrá desaparecido la capacidad de entender y saborear á Beethoven! - el cual no fue, en efecto, más que el acorde final de una transición estilística y de una ruptura de estilo,
y no
, como Mozart, el acorde final de un gran gusto europeo que había durado siglos. Beethoven es el acontecimiento intermedio entre un alma vieja y reblandecida, que constantemente se resquebraja, y un alma futura y superjoven que
está llegando
constantemente; sobre su música se extiende esa crepuscular luz propia del eterno perder y del eterno y errabundo abrigar esperanzas, - la misma luz en que Europa estaba bañada cuando, con Rousseau, había soñado, cuando bailó alrededor del árbol de la libertad de la Revolución y, por fin, casi adoró a Napoleón. Mas con qué rapidez se desvanece ahora precisamente
ese
sentimiento, qué dificil resulta hoy
saber
algo de ese sentimiento, - ¡qué extraña suena a nuestros oídos la lengua de aquellos Rousseau, Schiller, Shelley, Byron, en los cuales,
juntos
, encontró su camino hacia la palabra el mismo destino de Europa que en Beethoven había sabido cantar! - La música alemana que vino después forma parte del romanticismo, es decir, de un movimiento que, en un cálculo histórico, es todavía más corto, todavía más fugaz, todavía más superficial que aquel gran entreacto, que aquella transición de Europa que se extiende desde Rousseau hasta Napoleón y hasta la aparición de la democracia en el horizonte. Weber: ¡qué son para
nosotros
hoy Der
Freischütz
[El cazador furtivo] y
Oberón!
¡O Hans Heiling y El vampiro
, de Marschner! ¡E incluso el
Tannháuser
, de Wagner! Es ésta una música que ha ido dejando de sonar, si bien todavía no está olvidada. Toda esta música del romanticismo, además, no era suficientemente aristocrática, no era suficientemente música como para lograr imponerse también en otros lugares distintos, además de en el teatro y ante la multitud; era de antemano música de segundo rango, que entre músicos verdaderos es tenida poco en cuenta. Cosa distinta ocurrió con Félix Mende1ssohn, ese maestro alciónico que, por tener un alma más ligera, más pura, más afortunada, fue rápidamente honrado y asimismo rápidamente olvidado: como el bello
intermedio
de la música alemana. En lo que se refiere a Robert Schumann, que tomaba todo en serio y a quien desde el principio se lo tomó también en serio - es el último que ha fundado una escuela: ¿no se considera hoy entre nosotros como una felicidad, como un respiro de alivio, como una liberación el hecho de que precisamente ese romanticismo schumanniano esté superado? Schumann, refugiado en la «Suiza sajona»- de su alma, hecho a medias a la manera de Werther y a medias a la manera de Jean Paul, ¡ciertamente, no a la de Beethoven!, ¡ciertamente, no a la de Byron! - su música sobre el
Manfredo
es un desacierto y un malentendido que llegan hasta la injusticia -, Schumann, con su gusto, que en el fondo era un gusto
pequeño
(es decir, una tendencia peligrosa, doblemente peligrosa entre alemanes, hacia el tranquilo lirismo y la borrachera del sentimiento), un hombre que constantemente se hace a un lado, que se encoge y se retrae tímidamente, un noble alfeñique que se regodeaba en una felicidad y un dolor meramente anónimos, una especie de muchacha y de poli
me tangere
[no me toques] desde el comienzo: este Schumann no fue ya en música más que un acontecimiento
alemán
, y no un acontecimiento europeo, como lo fue Beethoven, como lo había sido, en medida aún más amplia, Mozart, - con él la música alemana corrió su máximo peligro de perder
la voz para expresar el alma de Europa
y de rebajarse a ser mera patriotería. –
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- ¡Qué tortura son los libros escritos en alemán para el hombre que dispone de un
tercer
oído! ¡Con qué repugnancia se detiene ese hombre junto a ese pantano, que lentamente va dándose la vuelta, de acordes carentes de armonía, de ritmos sin baile, que entre alemanes se llama un «libro»! ¡Y nada digamos del alemán que
lee
libros! ¡De qué manera tan perezosa, tan a regañadientes, tan mala lee! Qué pocos alemanes saben y se exigen a sí mismos saber que en toda buena frase se esconde
arte, -
¡arte que quiere ser adivinado en la medida en que la frase quiere ser entendida! Un malentendido acerca de su
tempo
[ritmo], por ejemplo: ¡y la frase misma es malentendida! No permitirse tener dudas acerca de cuáles son las sílabas decisivas para el ritmo, sentir como algo querido y como un atractivo la ruptura de la simetría demasiado rigurosa, prestar oídos finos y pacientes a todo
staccato
[despegado], a todo
rubato
[ritmo libre], adivinar el sentido que hay en la sucesión de las vocales y diptongos y el modo tan delicado y vario como pueden adoptar un color y cambiar de color en su sucesión: ¿quién, entre los alemanes lectores de libros, está bien dispuesto a reconocer tales deberes y exigencias y a prestar atención a tanto arte e intención encerrados en el lenguaje? La gente no tiene, en última instancia, precisamente «oídos para esto»: por lo cual no se oyen las antítesis más enérgicas del estilo y se
derrocha
inútilmente, como ante sordos, la maestría artística más sutil. - Éstos fueron mis pensamientos cuando noté de qué modo tan torpe y obtuso confundía la gente a dos maestros en el arte de la prosa, uno al que las palabras le gotean lentas y frías, como desde el techo de una húmeda caverna - él cuenta con su sonido y su eco sofocados - y otro que maneja su lengua como una espada flexible y que desde el brazo hasta los dedos del pie siente la peligrosa felicidad de la hoja vibrante, extraordinariamente afilada, que quiere morder, silbar, cortar. -
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Que el estilo alemán tiene que ver muy poco con la armonía y con los oídos muéstralo el hecho de que justo nuestros buenos músicos escriben mal. El alemán no lee en voz alta, no lee para los oídos, sino simplemente con los ojos: al leer ha encerrado sus oídos en el cajón. El hombre antiguo, cuando leía - esto ocurría bastante raramente - lo que hacía era recitarse algo a sí mismo, y desde luego en voz alta; la gente se admi-raba cuando alguien leía en voz baja, preguntándose a escondidas por las razones de ello. En voz alta: esto quiere decir, con todas las hinchazones, inflexiones, cambios de tono y variaciones de
tempo
[ritmo] en que se complacía el mundo
público
de la Antigüedad. Entonces las leyes del estilo escrito eran aún las mismas que las del estilo hablado; y las leyes de éste dependían, en parte, del asombroso desarrollo, de las refinadas necesidades de los oídos y de la laringe y, en parte, de la fuerza, duración y potencia de los pulmones antiguos. Tal como lo entendían los antiguos, un período es en primer término un todo fisiológico, en la medida en que está contenido en
una sola
respiración. Períodos tales como los que aparecen en Demóstenes, en Cicerón, que se hinchan dos veces y otras dos veces se deshinchan, y todo ello dentro de
una sola
respiración: ésos son goces para hombres
antiguos, los
cuales sabían, por su propia instrucción escolar, apreciar la virtud que hay en ello, lo raro y difícil que es declamar tal período: -
¡nosotros
no tenemos propiamente ningún derecho al
gran
período, nosotros los modernos, nosotros los hombres de aliento corto en todos los sentidos! Aquellos antiguos, en efecto, eran todos ellos diletantes de la oratoria, y en consecuencia expertos, y en consecuencia críticos, - de este modo empujaban a sus oradores a llegar hasta el extremo; de igual manera que en el siglo pasado, cuando todos los italianos e italianas eran expertos en cantar, el virtuosismo del canto (y con esto también el arte de la melodía) llegó entre ellos a la cumbre. Pero en Alemania (hasta la época más reciente, en que una especie de elocuencia de tribunos agita sus jóvenes alas con bastante timidez y torpeza) no ha habido propiamente más que
un único
género de oratoria pública y más o
menos
conforme a las reglas del arte: la que se hacía desde el púlpito. Sólo el predicador sabía en Alemania cuál es el peso de una sílaba, cuál el de una palabra, hasta qué punto una frase golpea, salta, se precipita, corre, fluye, él era el único que en los oídos tenía conciencia, con bastante frecuencia una conciencia malvada: pues no faltan motivos para pensar que precisamente el alemán alcanza habilidad en la oratoria raras veces, casi siempre demasiado tarde. La obra maestra de la prosa alemana es por ello, obviamente, la obra maestra de su máximo predicador: la
Biblia
ha sido hasta ahora el mejor libro alemán. Comparado con la Biblia de Lutero, casi todo lo demás es sólo «literatura» - cosa ésta que no es en Alemania donde ha crecido, y que por ello tampoco ha arraigado ni arraiga en los corazones alemanes: como lo ha hecho la Biblia.
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Hay dos especies de genio: uno que ante todo fecunda y quiere fecundar a otros, y otro al que le gusta dejarse fecundar y dar a luz lso. Y, de igual modo, hay entre los pueblos geniales unos a los que les ha corres-pondido el problema femenino del embarazo y la secreta tarea de plasmar, de madurar, de consumar - los griegos, por ejemplo, fueron un pueblo de esa especie, asimismo los franceses -; y otros que tienen que fecundar y que se convierten en la causa de nuevos órdenes de vida, - como los judíos, los romanos, ¿y, hecha la pregunta con toda modestia, los alemanes? - pueblos atormentados y embelesados por fiebres des-conocidas, pueblos irresistiblemente arrastrados fuera de sí mismos, enamorados y ávidos de razas extrañas (de razas que se «dejen fecundar» -) y, en esto, ansiosos de dominio, como todo lo que se sabe lleno de fuerzas fecundantes, y, en consecuencia, «por la gracia de Dios». Estas dos especies de genio búscanse co-mo el varón y la mujer; pero también se malentienden uno al otro, - como el varón y la mujer.
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Cada pueblo tiene su tartufería propia, y la denomina sus virtudes. - Lo mejor que uno es, eso él no lo conoce, - no puede conocerlo.
250
¿Qué debe Europa a los judíos? - Muchas cosas, buenas y malas, y ante todo una que es a la vez de las mejores y de las peores: el gran estilo en la moral, la terribilidad y la majestad de exigencias infinitas, de significados infinitos, todo el romanticismo y sublimidad de las problemáticas morales - y, en consecuencia, justo la parte más atractiva, más capciosa y más selecta de aquellos juegos de colores y de aquellas seducciones que nos incitan a vivir, en cuyo resplandor final brilla - tal vez está dejando de brillar - hoy el cielo de nuestra cultura europea, su cielo de atardecer. Nosotros los artistas entre los espectadores y filósofos sentimos por ello frente a los judíos - gratitud.
251
Es preciso resignarse a que sobre el espíritu de un pueblo que padece, que
quiere
padecer de la fiebre nerviosa nacional y de la ambición política - pasen múltiples nubes y perturbaciones o, dicho brevemente, pequeños ataques de estupidizamiento: por ejemplo, entre los alemanes de hoy, unas veces la estupidez anti-francesa, otras la antijudía, otras la antipolaca, otras la cristianoromántica, otras la wagneriana, otras la teutónica, otras la prusiana (contémplese a esos pobres historiadores, a esos Sybel y Treitzschke y sus cabezas reciamente vendadas -), y como quieran llamarse todas esas pequeñas obnubilaciones del espíritu y la conciencia alemanes. Perdóneseme el que tampoco yo, durante una breve y osada estancia en terrenos muy infectados, haya permanecido completamente inmune a la enfermedad, y el que a mí, como a todo el mundo, hayan empezado ya a ocurrírseme pensamientos sobre cosas que en nada me atañen: primera señal de la infección política. Por ejemplo, sobre los judíos: óigaseme. - Todavía no me he encontrado con ningún alemán que haya sentido simpatía por los judíos; y por muy incondicional que sea la repulsa del auténtico an-tisemitismo por parte de todos los hombres previsores y políticos, tampoco esa previsión y esa política se dirigen, sin embargo, contra el género mismo del sentimiento, sino sólo contra su peligrosa inmoderación, en especial contra la expresión insulsa y deshonrosa de ese inmoderado sentimiento, - sobre esto no es líci-to engañarse. Que Alemania tiene judíos en abundancia
suficiente
, que el estómago alemán, la sangre alemana tienen dificultad (y seguirán teniendo dificultad durante largo tiempo) aun sólo para digerir y asimilar ese
quantum
[cantidad] de «judío» - de igual manera que lo han digerido y asimilado el italiano, el francés, el inglés, merced a una digestión más robusta -: eso es lo que dice y expresa claramente un instinto general al cual hay que prestar oídos, de acuerdo con el cual hay que actuar. «¡No dejar entrar nuevos judíos! ¡Y, ante todo, cerrar las puertas por el Este (también por el Imperio del Este)!», eso es lo que ordena el instinto de un pueblo cuya naturaleza es todavía débil e indeterminada, de modo que con facilidad se la podría hacer desaparecer, con facilidad podría ser borrada por una raza más fuerte. Pero los judíos son, sin ninguna duda, la raza más fuerte, más tenaz y más pura que vive ahora en Europa; son diestros en triunfar aun en las peores condiciones (mejor incluso que en condiciones favorables), merced a ciertas virtudes que hoy a la gente le gusta tildar de vicios, - gracias sobre todo a una fe decidida, la cual no necesita avergonzarse frente a las «ideas modernas»; los judíos se modifican siempre,
cuando
se modifican, de la misma manera que el Imperio ruso hace sus conquistas, - como un Imperio que tiene tiempo y que no es de ayer -: es decir, de acuerdo con la máxima «¡lo más lentamente posible!» Un pensador que tenga sobre su conciencia el futuro de Europa contará, en todos los proyectos que trace en su interior sobre ese futuro, con los judíos y asimismo con los rusos, considerándolos como los factores por lo pronto más seguros y más probables en el gran juego y en la gran lucha de las fuerzas. Lo que hoy en Europa se denomina «nación», y que en realidad es más una
res facta
[cosa hecha] que
nata
[cosa nacida] (incluso se asemeja a veces, hasta confundirse con ella, a una
res ficta et picta
[cosa fingida y pintada] -), es en todo caso algo que está en devenir, una cosa joven, fácil de desplazar, no es todavía una raza y mucho menos es algo
aere peren
nius 163 [más perenne que el bronce], como lo es la raza judía: ¡esas naciones deberían, pues, evitar con mucho cuidado toda con-currencia y toda hostilidad nacidas de un calentamiento de la cabeza! Que los judíos, si quisieran - o si se los coaccionase a ello, como parecen querer los antisemitas -,
podrían
tener ya ahora la preponderancia e incluso, hablando de modo completamente literal, el dominio de Europa, eso es una cosa segura; y también lo es que no trabajan ni hacen planes en ese sentido. Antes bien, por el momento lo que quieren y desean, incluso con cierta insistencia, es ser absorbidos y succionados en Europa, por Europa, anhelan estar fijos por fin en algún sitio, ser permitidos, respetados, y dar una meta a la vida nómada, al «judío eterno» -; y se debería tener muy en cuenta y complacer esa tendencia y ese impulso (los cuales acaso manifiesten una atenuación de los instintos judíos): para lo cual tal vez fuera útil y oportuno desterrar a todos los voceado-res antisemitas del país. Se debería acoger a los judíos con toda cautela, haciendo una selección; más o menos, como actúa la nobleza inglesa. Resulta manifiesto que quienes podrían entrar en relaciones con ellos sin el menor escrúpulo son los tipos más fuertes y más firmemente troquelados ya de la nueva germanidad, por ejemplo el oficial noble de la Marca: tendría múltiple interés ver si no se podría hacer un injerto, un cruce entre el arte heredado de mandar y obedecer - en ambas cosas resulta hoy clásico el mencionado país y el genio del dinero y de la paciencia (y sobre todo, algo de espíritu y de espiritualidad, que tanto faltan en el mencionado lugar -). Sin embargo, lo que aquí procede es interrumpir mi jovial alemanería y mi solemne discurso: pues estoy llegando ya a lo que para mí es
serio
, al «problema europeo» tal como yo lo entiendo, a la selección de un nueva casta que gobierne a Europa. –