Más allá del bien y del mal (24 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Más allá del bien y del mal
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Entre las cosas que tal vez le resulten más difíciles de comprender a un hombre aristocrático está la vanidad: se sentirá tentado a negarla incluso allí donde otra especie de hombre cree asirla con ambas manos. El problema para el hombre aristocrático consiste en representarse unos seres que buscan despertar acerca de sí mismos una buena opinión que ellos mismos no tienen de sí - y, por lo tanto, tampoco «merecen» -, y que posteriormente
creen
, sin embargo, en esa buena opinión. Esto le parece al hombre aristocrático, por un lado, algo tan falto de gusto y de respeto para consigo mismo, y, por otro, algo tan barrocamente irracional que le gustaría concebir la vanidad como una excepción, y en la mayoría de los casos en que se habla de ella, la pone en duda. Dirá, por ejemplo: «Yo puedo equivocarme sobre mi valor y, por otro lado, exigir, sin embargo, que mi valor sea reconocido también por otros exactamente tal como yo lo establezco, - pero eso no es vanidad (sino presunción o, en los casos más frecuentes, eso que se llamàhumildad' o también `modestia')». O también: «Yo puedo alegrarme, por muchas razones, de la buena opinión de los demás sobre mí, acaso porque los honro y amo y me alegro de cada una de sus alegrías, acaso también porque su buena opinión confirma y refuerza en mí la fe en mi propia buena opinión, acaso porque la buena opinión de los otros, incluso en los casos en que yo no la comparta, me es útil o promete serlo, - pero nada de esto es vanidad». De manera forzada, especialmente con ayuda de la ciencia histórica, es como el hombre aristocráti-co tiene que formarse la idea de que, desde tiempos inmemoriales, en todas las capas populares dependientes de alguna manera el hombre vulgar
era
sólo aquello que valía: - no estando habituado de ningún modo a establecer valores por sí mismo, el hombre vulgar ni siquiera a sí mismo se atribuía un valor distinto del que sus señores le atribuían (el auténtico
derecho señorial
es el de crear valores). Sin duda habrá que considerar como consecuencia de un atavismo enorme el hecho de que, todavía ahora, el hombre ordinario continúe
aguardando
siempre una opinión acerca de sí, y luego se someta instintivamente a ella: pero no tan sólo, en modo alguno, a una «buena» opinión, sino también a una opinión mala e injusta (piénsese, por ejemplo, en la mayor parte de las autoapreciaciones y autodepreciaciones que las mujeres crédulas aprenden de sus confesores, y que en general el cristiano crédulo aprende de su Iglesia). De hecho ahora, merced a la lenta aparición en el horizonte del orden democrático de las cosas (y de su causa, la mezcla de sangre entre señores y esclavos), el impulso originariamente aristocrático y raro a atribuirse un valor a sí mismo desde sí mismo y a «pensar bien» de sí se verá alentado y se extenderá cada vez más: pero ese impulso tiene en todo momento contra sí una tendencia más antigua, más amplia, arraigada más básicamente, - y en el fenómeno de la «vanidad» esa tendencia más antigua predomina sobre la más reciente. El vanidoso se alegra de
toda
buena opinión que oye acerca de sí mismo (totalmente al margen de todos los puntos de vista de la utilidad de esa opinión, y prescindiendo asimismo de que sea verdadera o falsa), de igual modo que sufre por toda opinión mala: pues se somete a ambas, se
siente
sometido a ellas, merced a aquel antiquísi-mo instinto de sumisión que en él se abre paso. - «El esclavo» que hay en la sangre del vanidoso, residuo de la picardía del esclavo - ¡y cuánto «esclavo» perdura aún ahora, por ejemplo, en la mujer! -, ése es el que intenta
llevarnos engañosamente
a tener buenas opiniones sobre él; es asimismo el esclavo el que luego se prosterna enseguida ante esas opiniones, como si no las hubiera producido. - Y, dicho una vez más: la vanidad es un atavismo.

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Una
especie
surge, un tipo se fija y se hace fuerte en una larga lucha con condiciones
desfavorables
esencialmente idénticas. A la inversa, sabemos por las experiencias de los ganaderos que las especies a las que se les asigna una alimentación sobreabundante y, en general, un exceso de protección y de cuidado propen-den en seguida, de manera muy intensa, a la variación del tipo y son abundantes en prodigios y monstruosidades (también en vicios monstruosos). Considérese ahora una comunidad aristocrática, una antigua polis griega o Venecia por ejemplo, como una institución, ya voluntaria, ya involuntaria, destinada a la
selección:
hay allí hombres que conviven juntos y que dependen de sí mismos, los cuales quieren imponer su especie, la mayor parte de las veces porque
tienen que
imponerla o de lo contrario corren un peligro horroroso de ser exterminados. Faltan aquí aquellos cuidados, aquella sobreabundancia, aquella protección bajo los cuales se encuentra favorecida la variación; la especie tiene necesidad de sí misma como especie, como algo que, justamente en virtud de su dureza, de su uniformidad, de su simplicidad de forma, puede en absoluto imponerse y hacerse duradera, en la continua lucha con los vecinos o con los oprimidos ya rebelados o que amenazan con rebelarse. La experiencia más variada le enseña a esa especie cuáles son las propiedades a las que ante todo debe ella el seguir existiendo, el continuar triunfando, pese a todos los dioses y hombres: a esas propiedades llámalas virtudes, sólo ésas son las virtudes que ella cultiva. Hace esto con dureza, incluso quiere la dureza; toda moral aristocrática es intolerante, lo es en la educación de la juventud, en la legislación sobre las mujeres, en las costumbres matrimoniales, en la relación entre viejos y jóvenes, en las leyes penales (las cuales sólo tienen en cuenta a los que degeneran): - coloca la intolerancia misma entre las virtudes, bajo el nombre de «justicia». Un tipo dotado de unos rasgos escasos, pero muy fuertes, una especie de hombres rigurosos, belicosos, inteligentemente callados, cerrados y reservados (y, en cuanto tales, dotados de un sentimiento sutilísimo para percibir los encantos y
nuances
[matices] de la sociedad), queda así fijada por encima del cambio de las generaciones; la continua lucha con condiciones
desfavorables
siempre idénticas, como hemos dicho, es la causa de que un tipo se fije y se endurezca. Pero finalmente surge alguna vez una situación afortunada, la inmensa tensión se relaja; acaso no haya ya enemigos entre los vecinos, y los medios para vivir, incluso para gozar de la vida, se den con sobreabundancia. De un golpe desgárranse el lazo y la coacción de la antigua disciplina: ya no se la siente como necesaria, como condicionante de la existencia - si quisiera seguir subsistiendo, sólo podría hacerlo como una forma de lujo, co-mo un gusto arcaizante. La variación, bien como desviación de la especie (hacia algo superior, más fino, más raro), bien como degeneración y monstruosidad, sale inmediatamente a escena con su plenitud y su magnificencia máximas, el individuo se atreve a ser único y a separarse del resto. En estos virajes de la historia muéstranse juntos y a menudo enmarañados y entremezclados un magnífico, multiforme, selvático crecer y tender hacia lo alto, una especie de tempo [ritmo] tropical en la emulación del crecimiento, y, por otro lado, un inmenso perecer y arruinarse, merced a los egoísmos que se oponen salvajemente entre sí y que, por así decirlo, estallan, egoísmos que luchan unos con otros «por el sol y la luz» y no saben ya extraer de la moral vigente hasta ese momento ni límite ni freno ni consideración alguna. Fue esta misma moral la que acumuló de manera ingente la fuerza que ahora ha tensado el arco tan amenazadoramente: - ahora esa moral ha vivido demasiado, se ha «anticuado». Se ha alcanzado el punto peligroso e inquietante en que una vida más grande, más compleja, más amplia, vive por
encima
de la antigua moral; ahora el «individuo» está forzado a darse su propia legislación, sus propias artes y astucias de auto-conservación, auto-elevación, auto-redención. Todos los fines son nuevos, todos los medios son nuevos, no hay ya ninguna fórmula co-mún, el malentendido y el menosprecio aparecen aliados entre sí, la decadencia, la corrupción y los más altos deseos aparecen horriblemente anudados, el genio de la raza desborda de todos los cuernos de la abundancia de lo bueno y lo perverso, surge una funesta simultaneidad de primavera y otoño, llena de nuevos atractivos y velos que son propios de la corrupción reciente, aún no agotada, aún no fatigada. De nuevo está allí el peligro, padre de la moral, el gran peligro, esta vez trasladado al individuo, al prójimo y amigo, a la calle, al propio hijo, al propio corazón, a todo lo más intimo y secreto del deseo y de la voluntad: ¿qué habrán de predicar ahora los filósofos de la moral que por este tiempo aparecen en el horizonte? Descubren, estos agudos observadores y mozos de esquina, que ahora se camina rápidamente hacia el final, que todo lo que los rodea se corrompe a sí mismo y corrompe a otros, que nada se mantiene en pie hasta pasado maña-na, excepto una sola especie de hombres, los incurablemente
mediocres.
Sólo los mediocres tienen perspectivas de continuar, de propagarse, - ellos son los hombres del futuro, los únicos que sobreviven; «¡sed como ellos!, ¡haceos mediocres!», dice a partir de ese momento la única moral que todavía tiene sentido, que todavía encuentra oídos. - ¡Pero es difícil de predicar esa moral de la mediocridad! - ¡no le es lícito, en efecto, confesar nunca lo que es y lo que quiere! Tiene que hablar de moderación y de dignidad y de deber y de amor al prójimo, - ¡tendrá necesidad de ocultar la ironía! -

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Hay un
instinto
para percibir el rango que es ya, más que cualquier otra cosa, indicio de un rango elevado; hay un placer enlas
nuances
[matices] del respeto que permite adivinar una procedencia y unos hábitos aristocráticos. La sutileza, bondad y altura de un alma son puestas peligrosamente a prueba cuando a su lado pasa algo que es de primer rango, pero que todavía no está protegido, por los espantos de la autoridad, contra asaltos y torpezas importunos: algo que recorre su camino como una viviente piedra de toque, sin haber sido aún catalogado ni descubierto, algo lleno de tentaciones, acaso velado y disfrazado voluntariamente. El hombre de cuya tarea y ejercitación forma parte el escrutar almas utilizará de múltiples formas cabalmente ese arte, para establecer cuál es el valor último de un alma, cuál es la jerarquía innata e irrever-sible a que pertenece: la pondrá a prueba en su
instinto de respeto. Différence engendre haine
[la diferencia engendra odio]: la vulgaridad de más de una naturaleza arroja de repente una salpicadura, cual si fuese agua sucia, cuando a su lado pasan un recipiente sagrado cualquiera, una preciosidad cualquiera sacada de arma-rios cerrados, un libro cualquiera que lleva las señales del gran destino; y, por otra parte, existen un enmu-decimiento involuntario, una vacilación de la mirada, una inmovilización de todos los gestos, en los cuales se expresa que un alma
siente
la cercanía de lo más digno de veneración. La manera como en conjunto se ha mantenido hasta ahora en Europa el respeto a la
Biblia
es tal vez el mejor elemento de disciplina y de refinamiento de las costumbres que Europa debe al cristianismo: tales libros profundos y sumamente significativos necesitan para su protección una tiranía de autoridad venida de fuera a fin de conquistar esos milenios de
duración
que se precisan para agotarlos y descifrarlos. Mucho se ha conseguido cuando a la gran masa (a los superficiales, a los intestinos veloces de toda especie) se le ha infundido por fin el sentimiento de que a ella no le es lícito tocar todo; de que hay vivencias sagradas ante las cuales tiene que quitarse los zapatos y mantener alejada sus sucias manos, - esto constituye casi su suprema elevación en humanidad. A la inversa, en los denominados hombres cultos, en los creyentes de las «ideas modernas», acaso ninguna otra cosa produzca tanta náusea como su falta de pudor, su cómoda insolencia de ojos y de manos, con la que tocan, lamen; palpan todo; y es posible que hoy en el pueblo, en el pueblo bajo, ante todo entre los campesinos 1s', continúe habiendo más
relativa
aristocracia del gusto y más tacto del respeto que
entre
el semimundo'g$ del espíritu, que lee periódicos, entre los cultos.

264

No es posible borrar del alma de un hombre aquello que sus antepasados hicieron de manera más gustosa y más constante: bien fueran, por ejemplo, asiduos ahorradores y, por así decirlo, simples piezas de una escribanía o de una caja de caudales, modestos y burgueses en sus apetitos, modestos también en sus virtudes; o bien viviesen habituados a dar órdenes desde la mañana hasta la tarde, propensos a las distracciones toscas y, junto a eso, propensos tal vez a unos deberes y unas responsabilidades aún más toscos; o bien, finalmente, hayan sacrificado en algún momento viejos privilegios de nacimiento y de posesión a fin de vivir íntegramente para su fe - su «Dios» --, como hombres de conciencia implacable y delicada, la cual se rubo-riza de toda mediación. No es posible en modo alguno que un hombre no tenga en su cuerpo las propiedades y predilecciones de sus padres y antepasados: y ello, digan lo que digan las apariencias. Éste es el problema de la raza. Suponiendo que sepamos algo de los padres, está permitido sacar una conclusión acerca del hijo: cierta incontinencia repugnante, cierta envidia mezquina, un torpe darse a sí mismo la razón - y estas tres cosas juntas han constituido en todas las épocas el auténtico tipo plebeyo - tieren que pasar al hijo con la misma seguridad con que pasa la sangre corrompida; y con ayuda de la mejor educación y de la mejor cultura lo único que se conseguirá cabalmente es disimular esa herencia..- ¡Y qué oíra cosa quíeren hoy la educación y la cultura: zn nuestra época tan popular, quiero decir tan plebeya, «educación» y «cultura» 
tienen que
ser esencialmente el arte de disimular - de disimular la procedencia, la plebe heredada en el cuerpo y en el alma. Un educador que hoy predicase ante todo veracidad y que exhortase constantemente a sus discípulos de este modo: «¡Sed verdaderos!, ¡sed naturales!, mostraos tal cual sois!» - incluso semejante asno virtuoso y cándido aprendería en poco tiempo a recurrir a aquella
furca
[horcón] de Horacio, para
naturam expellere
[expulsar la naturaleza]: ¿con qué resultado? La «plebe»
usque recurret
[vuelve siempre]. -

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