Emitió un largo soplido ronco. También a mí la historia me revolvía el estómago, me levantaba del suelo, me trastornaba.
Nos serví otro vaso de agua. Lo bebió a grandes sorbos ruidosos.
—Así pues —retomé con una voz comparable a un susurro—, Vincent crece con una madre que tiene crisis de delirio y atrae a hombres a su casa. ¿Cómo es su juventud en la Trompette Blanche?
Conservó el vaso en el hueco de las palmas.
—Un muro de asco creció contra esos dos seres… Las mujeres odian a la madre, sus hijos odian a Vincent… Nadie los conoce realmente, de hecho… Él es muy solitario, habla poco, permanece siempre encerrado, al lado de… esa loca. Creo que incluso se…, se ocupaba de ella, cuando no podía hacerlo… A menudo se le veía traer leños del bosque… o ir a buscar la leche y el pan al pueblo de al lado…
—A Veyron, ¿es así?
—Sí, Veyron… Los cuatro o cinco años que vivió aquí, padeció agresiones verbales, humillaciones, apodos. «El ojo de Satán, Juan de Arco». En la escuela primaria de Veyron, o en el autobús que lo llevaba al instituto, a Grenoble, era, tanto para los hijos como para los padres, unas veces el hijo de la loca, otras veces el hijo de… la furcia… Cruzó esa carretera todas las tardes en llanto, antes de subir hasta su colina, bajo los insultos. ¿Qué quiere que le diga? No…, no fui diferente de los demás… Los odié, yo también… —Miró la foto de su marido, con los ojos llenos de lágrimas—, por lo que me habían robado…
Odette se levantó y se quedó petrificada delante del ventanal, con las pupilas clavadas en ese verde esmeralda.
—Estamos en mil novecientos ochenta —proseguí uniéndome a ella—. Vincent tiene entonces quince años. ¿Cómo acabó todo?
Cruzó los brazos, trastornada por el frío intenso de los recuerdos.
—Mal, muy mal… Habíamos… prometido no volver a hablar nunca más… a nadie… Había que olvidar… Todo ese mal…
—Uno nunca olvida… Todo se queda oculto ahí, en nuestro interior, hagamos lo que hagamos…
Se encontró con mi mirada en el reflejo del cristal.
—Un… un atardecer de verano, la loca bajó llorando, sollozando que su hijo había desaparecido, que…, que se había marchado de compras a Veyron y no había regresado. ¡Tendría que haberla visto llamar a nuestras puertas! Nadie le abrió, incluso… le… le…
—¿Se rieron en sus narices?
—Se podría decir así, sí… El aire era muy caliente, incluso quemaba, lo recuerdo… Sin lugar a dudas, uno de los veranos más sofocantes, hasta este año… Luego… se marchó a errar por las colinas y después… se metió en el bosque, cuando la noche caía y la tormenta bramaba con mucha fuerza a lo lejos… Los hombres quisieron impedirle que fuese ahí y partir ellos mismos en busca del chaval, pero…, las mujeres cerraron filas. ¡Ni hablar de acudir en su ayuda, sobre todo ellos no! En ese momento, nadie piensa en Vincent, la cólera, la rabia, el hartazgo son demasiado fuertes…
—¿Y?
—Regresó a la mañana siguiente…, los miembros ensangrentados, las palmas abiertas… La tormenta había sido de una violencia inusitada, el bosque es peligroso, muy empinado y lleno de sílex cortantes, raíces… Su hijo no estaba con ella… Esta vez, la inquietud creció… Sin avisar, la loca se abalanzó sobre Renée, la madre de los hermanos Ménard… Le arrancó cabellos, le laceró el rostro con las uñas, gritando que sus chavales siempre habían odiado a su pequeño y que querían hacerle daño… Los hombres se precipitan, alguien llama a la policía…
El drama crecía, se podía palpar, con sólo observar esas colinas, el ambiente mórbido de la época. Habitantes aislados, asustados, llenos de odio, unidos en masa contra una pobre mujer y su hijo.
—… Uno de los Ménard acabó por confesar, bajo la presión de la policía… Entonces lo contó… Con su hermano, habían querido asustar a Vincent arrastrándolo a un lugar que descubrieron, tras la cascada de la Goutte d'Or, ahí lejos, tras el bosque… El chaval habría resbalado al fondo de una galería, y entonces huyeron, presos del pánico… A Vincent lo subieron de la caverna una noche y un día después de su desaparición…
Ahora lloraba, con lágrimas silenciosas.
—Los hombres que fueron a… ver esa caverna profunda explicaron que estaba invadida… de insectos… Centenares de arañas, cucarachas, un montón de bichejos horribles…, peor que en una pesadilla… Parece ser que se debe… a la humedad y la luz, no lo sé muy bien… Imagínese por un instante el terror del chaval… Un chaval de quince años…
—Me lo imagino perfectamente, créame, me lo imagino perfectamente… ¿Entonces Vincent se reúne con su madre?
—Cuando regresó a su casa…, descubre a dos médicos…, un hombre y una mujer, que…, que le explican que su madre no está bien…, que…, que la van a meter en un lugar seguro, para curarla…
—¿En el hospital psiquiátrico?
—Sí…
—Los Tisserand…
—¿Cómo dice?
—Esos doctores se apellidaban Tisserand…
No levantó la cabeza, apretando en esa última línea recta.
—Un policía tenía a Vincent con él, pero…, en un momento de descuido, el chico se escapó y consiguió meterse en la habitación…, donde la madre estaba atada a la cama, mientras los médicos se disponían a llevársela… Abjuraba, gritaba que eran enviados de Satán, que perjudicaban su misión y que había que eliminarlos… Vincent se puso a gritar a su vez, le arrancaron de su madre, a la que se asía con firmeza… Luego… Se produjo el drama… Cuan…, cuando la liberaron… para… hacerla salir…, se apoderó… del cuchillo oculto bajo el colchón…, ese mismo cuchillo que utilizaba para mutilarse… Se infligió tres golpes en pleno pecho… —Había imitado el gesto—. Uno de los dos doctores, la mujer creo recordar…, informó entonces a Vincent de que… su madre iba a morir… Se desvanecería al instante, parece ser… Lo evacuaron en ambulancia… —Se giró bruscamente—. Lo que ocurrió luego, no lo sabemos… No quisimos saberlo… Todo había terminado…
Sus labios se cerraron como un viejo libro que nunca se volverá a abrir. Su mirada se perdió hacia el techo. ¿Acaso buscaba la respuesta en alguna plegaria?
Enderecé los hombros, lentamente, sacudido hasta los últimos huesos. Ante mí, se esbozaba el retrato de un chaval humillado, con una infancia herida en una sucesión de imágenes violentas y roces incesantes.
Entendía el silencio de sus tíos, esa puerta cerrada sobre su pasado ensangrentado, esas ganas de ofrecerle un segundo nacimiento. ¿Cuál había sido el último pensamiento de Vincent antes de caer en coma? ¿El de dos médicos, los Tisserand, despojándole de su madre para la eternidad? ¿O la de esos rostros malos, hombres sin escrúpulos, mujeres y niños, que lo habían acorralado en las trincheras de la maldad?
En el exterior, la última ambulancia tomaba la carretera.
Fue el turno de Odette, que ya sólo avanzaba cabizbaja como si, en alguna parte, llevase el peso muerto de sus arrepentimientos.
Las cenizas negras de las nubes se comían el sol, el paisaje se tornaba gris, la hierba se estremecía con un viento creciente. La tormenta llegaba, directa hacia nosotros. Con su armada de relámpagos y su frescura hiriente…
Un coche se detuvo, justo a mi lado.
—¡Síganos! —ordenó Lallain—. Vamos al hospital militar a proseguir los interrogatorios, y luego a las oficinas. ¡Me lo explicará todo ahí!
—¿Qué hay de los primeros resultados sobre paludismo?
—Veintinueve personas infectadas, sobre las cincuenta analizadas. Más tres fuera de la lista, pero de vacaciones en casa de los enfermos… Tres nietos…
—¡Joder, no puede ser! Me…, me ha hablado de cincuenta… Pero había cincuenta y dos nombres.
—Esos dos ya no viven aquí sino en Grenoble. Un equipo se ha desplazado ahí, no conseguimos dar con ellos…
Fruncí el ceño.
—¿De quiénes se trata?
—Los hermanos Damien y Fabien Ménard…
Me costó tragar. Los dos hombres martirizando al cuerpo juvenil acurrucado en los carboncillos. Sus manos corvas, sus dientes puntiagudas… Ellos… Los hermanos Ménard…
Me incliné por la ventana.
—Les…, les alcanzaré… Tengo una cosita más que comprobar…
—¡Espabílese entonces! —gruñó Lallain—. ¿Me equivoco o hace todo lo posible para ponerme trabas?
Había permanecido ahí, solo, apoyado sobre mi coche, la cabeza entre las manos temblorosas. La Trompette Blanche ya no respiraba, privada de sus almas, ahogada por la enfermedad. Todo había ocurrido tan deprisa… El asesino compensaba su juventud robada, como Zeus con Tántalo, había condenado a esa gente a un suplicio eterno; la prisión de su cuerpo. La fiebre se iría y volvería, haciendo mella en ellos, indemne a las nociones de tiempo y espacio. Peor que una ejecución. Una bomba en el hueco de sus entrañas. Recordarían, siempre, cada vez… Recordarían a una mujer a la que deberían haber curado, un niño al que deberían haber ayudado.
Las primeras gotas estallaron como grandes besos húmedos. Blandí las palmas al cielo, el agua se cayó sobre ellas sin recato, mientras las colinas se estremecían, los suelos liberando de repente los buenos olores de tierra fresca. Entonces me marché, las casas de paredes blancas y tejados rojos se desvanecieron lentamente, en esa bruma de agua, como si nada de todo eso hubiese existido. Sólo un sueño…
Conduje hasta Veyron, ese pueblo desde donde se desplegaba el inmenso bosque de pinos de pendiente agresiva, erigida de árbol en árbol hasta los flancos de las cimas. En pocas horas, buscarían a Vincent por toda Francia, recorrerían cada adoquín, interrogarían a allegados, vecinos, amigos. Buscarían, pero no lo encontrarían. Porque tenía una última misión por cumplir. Aquí, en esas tierras fracturadas.
Los hermanos Ménard.
Me metí en un bar, con la chaqueta por encima de la cabeza para protegerme de tanto como escupía el cielo, y pregunté el modo de llegar a la Goutte d'Or. La dueña, un poco sorprendida, me acompañó a la terraza y señaló una montaña en forma de diente de tiburón.
—No hay un sendero balizado que lleve a la cascada. Es un lugar salvaje y peligroso, al borde de un abismo de unos diez metros de profundidad… Le desaconsejaría ir hoy… Aún no estamos en el corazón de la tormenta y, créame, ¡va a ser muy violenta!
—Me arriesgaré…
—¿No será usted parisino?
Se tragó muy rápidamente la sonrisa.
—Bueno, si no tiene miedo de los relámpagos, ni de caer en el desfiladero, ¡allá usted! Hay un aparcamiento, un poco más arriba. Aparque ahí y entre en el bosque desde allí. Conserve siempre la Dent du Diable en el punto de mira. Dos kilómetros después, debería llegar al borde del cañón. Bordéelo por la derecha. Entonces encontrará la cascada… Pero, una vez más…
Ya me alejaba, bajo esas cortinas de lluvia, dándole las gracias con un movimiento rápido de barbilla.
Entre una ida y vuelta del limpiaparabrisas, di con la zona de estacionamiento, un simple espacio roturado apartado de cualquier forma de civilización. Comprobé el estado del Glock. Cargado, seguro del percutor en su sitio. La Maglite, en la guantera. El móvil, que envolví en la bolsa de un bocadillo. Estaba preparado. El único problema, esa lluvia torrencial, tan deseada… Y que se alzaba ante mí con un estruendo de ventana rota.
Al instante, la camisa y los pantalones se empaparon de agua, los zapatos de barro. Por delante, raíces peligrosas, sílex acerados, agujas crujientes. Y una brusca negrura de hollín. La tormenta. Fogosa y diabólica.
En el punto de mira, la Dent du Diable… Arrollada en la punta por el diluvio… Recortada por los troncos siniestros… Pero siempre ahí, poderosa, erguida.
Me imaginaba… Me imaginaba a Vincent, arrastrado por los hermanos, bajo la cólera del cielo, en esos mismos furores líquidos, insultado, quizá maltratado. Veía las sombras crecer, alrededor, como tantos demonios, mientras el bosque se cerraba, oscuro, igual que una gran mano asesina. Avancé sobre sus pasos de niño y me estremecí por igual. Su pasado me explotaba ante los ojos. Sus gritos, sus miedos, su calvario. Ahora les tocaba a los otros padecer. Se lo iba a devolver con intereses. A través de la brutalidad de sus asesinatos.
Lo odiaba por eso.
¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo tenía que seguir andando? El suelo se empinaba, sin cesar. Me agarré a las ramas, me subí a los tocones, me arañé hasta sangrar, esa sangre que me chorreaba hasta los pies. Los torrentes llenos de fango crecían, la lluvia restallaba sobre mi cuerpo, fumando como una caldera vieja, y tuve, en varias ocasiones, que hacer una pausa, secarme los dedos entumecidos y volver a llamar ese aliento que ya no acudía.
Ese final, tenía la impresión de haberlo vivido ya. No era una impresión. La realidad. Hacía tantos años. Esos lugares convertidos en algo irreal por los elementos desencadenados. Esa búsqueda del Mal absoluto. El sufrimiento de los seres, más allá del entendimiento. ¿Acaso todo iba a terminar en el mismo baño de terror?
Los malos presentimientos de Del Piero. Quizá para este momento…
Debería haber avisado a un equipo. Helicópteros, escopetas, muerte. ¿Llamar a Leclerc, quizá? ¿Saber quién era Vincent? No… No… Lo quería, frente a mí, en la pureza de mi ignorancia. Lo quería tal y como lo concebía. Auténtico. Atractivo y violento. Sencillo y abominable. Un ser más allá de las fronteras entre el bien y el mal.
El último enfrentamiento. Un único vencedor… Lo mataría… Lo mataría con mis propias manos por lo que había hecho.
Una pendiente más abrupta, escalada con arrancada, en un desgarro de desfiladero. Luego el aliento de un barranco. Poco profundo. Quince metros, como mucho. En el fondo, el gran borbotón de un torrente. «Por la derecha», había dicho la mujer. Un rayo destrozó un árbol en la otra orilla. El paisaje ardió, antes de volver a sumirse en esa negrura de cataclismo. El trueno estuvo a punto de estremecer la tierra.
Me agarraba a todo lo que podía, con un dolor insoportable en las articulaciones y los muslos ardientes. El paso era realmente estrecho, de lo más resbaladizo. El abismo acechaba. El aguacero aprisionaba el paisaje. Troncos grises, paredes grises, montañas grises. La uniformidad de una necrópolis.
Ahí, aún más a la derecha, la roca se extirpaba del suelo en un coloso de granito. Un flanco de montaña, tosco y ofensivo. Tocado de su cascada, abrumadora de potencia. Me acerqué al diluvio de agua con las manos sobre las rodillas, jadeando. «Una cavidad, detrás de la cascada», había dicho la anciana. ¿Dónde? ¿Y cómo alcanzarla? Los torrentes descendían de una pared vertical, a flor de vacío, antes de estallar al fondo del cañón en un lago. No, imposible. No sin cuerdas. Niños…