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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Luto de miel (13 page)

BOOK: Luto de miel
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El peor era el otro. Un loquero. Una perrería de Leclerc, que quería asegurarse del equilibrio de mi salud mental. No había durado más de un cuarto de hora, me parecía. Un cuarto de hora durante el cual no había abierto la boca. A los gilipollas se les responde con silencio…

Salí de ahí un pelín irritado, por no decir francamente colérico.

Sibersky no me dio tiempo a regresar a mi despacho, se coló frente a mí para bloquearme el paso.

—Me pidió que investigase sobre los insectos. No existen tiendas que los vendan, hablando con propiedad. Los únicos establecimientos en este ámbito son las tiendas de terrariofilia. Reptiles, anfibios, saurios, invertebrados, como la migala…

—Eso ya lo sabía. ¿Qué más?

—A unos cincuenta kilómetros de aquí está el CARAT, el Centro de Aclimatación y de Reproducción de Animales Tropicales. Una granja de cría especializada en la reproducción de reptiles, insectos y arácnidos, que luego se venden a particulares, laboratorios o facultades de ciencia. Vigilado de cerca por los servicios de salud, con controles muy estrictos. Cámaras, recuento diario de especímenes, fecundaciones limitadas. Yo creo que el fallo no viene de ahí.

Encendí un cigarrillo entre mis dedos temblorosos. La primera calada me recubrió la garganta de un terciopelo deseado. Maldita droga.

—¿Y sobre los mercadillos de insectos?

—No hay gran cosa. Se organizan todas las semanas, un poco por todo París. Las mercancías que se venden son legales e inofensivas, se llevan a cabo comprobaciones con frecuencia. También existe un gran volumen de intercambios por Internet. He husmeado en los foros públicos que tratan el tema. A priori, nada irregular. Te cedo mi mantis religiosa, me das tu mariposa. Sánchez y Madison están hurgando a mayor profundidad, nunca se sabe. —Sibersky sacó de una carpeta un montoncito de multas—. He guardado lo mejor para el final. La tenencia ilegal de animales…

—¡Suéltalo!

—Boas, pitones, lagartos, hay centenares y miles, pero sólo he recogido los casos más interesantes en la región, los más cercanos a… nuestros objetivos.

Me tendió la hoja superior.

—Éste se sale del lote.

—Ahora empiezas a gustarme.

—Me he puesto en contacto con el oficial de la policía de los animales, encargado del caso en esa época. Se remonta al año pasado. Una mujer, hospitalizada tras violentos accesos de fiebre, alucinaciones, náuseas graves. Los médicos observan, en su pantorrilla, dos agujeros minúsculos…

Sibersky se inclinó sobre mi mesa, apoyándose sobre el papel.

—Los exámenes toxicológicos fueron formales, a la señora mayor la había picado en su apartamento una… viuda negra europea, una de las arañas más peligrosas de Europa, ¡que no existe en nuestras regiones! De inmediato, la abuela piensa en su vecino de rellano. Ya lo ha visto entrar con cajitas atiborradas de saltamontes. Cuando los polis se plantan en su casa, sólo encuentran viveros poblados, en efecto, por saltamontes, documentos sobre insectos, pero nada más. Sin embargo, al registrar las basuras, en el sótano, descubren dos ratones muertos, afectados por venenos muy violentos. ¡Tras los análisis, se concluyó que se trataba de atraxina y robustina, proteínas características del veneno de la
Atrax robustus
, un arácnido australiano mortal para el ser humano!

—Muy, pero que muy interesante. Y acabó en…

—En nada. El tipo, Amadore, lo negó de plano. Biólogo, pretendió haber traído la pareja de conejillos de indias de su laboratorio. «Experimento sobre las neurotoxinas», decía. La investigación no prosperó mucho más, por falta de pruebas. No encontraron ni la viuda negra europea ni la
Atrax robustus
, y la legislación acerca de receptación ilícita de animales está tan sólo en fase de balbuceo… No se veía por qué se le podía realmente incriminar. Me hundí en el sillón, con expresión de complacencia.

—¡Buen trabajo! La red de detenciones ilegales de animales… No se me había ocurrido…

—Tan sólo he hecho mi trabajo.

—¿Sabes más de ese tal… Vincent Amadore?

—Biólogo en el laboratorio de zoología de artrópodos del Museo de Historia Natural de París. Vientiocho años, físico endeble. Desde que ocurrió ese cirio, se mudó y ahora vive al norte de París, en una aldea cuyo nombre es… Rickebourg. Vive en un antiguo… palomar…

—¿Un palomar?

—Sí, extraño, pero no sé más… Pero, bueno, está en su casa. He llamado y simulado un error de marcación…

Cerré durante un instante los ojos.

—Según tu documento, el incidente se produjo en octubre de 2003. Haz unas llamadas al museo. ¿Hay colegas de Amadore que hayan tenido noticias de un viaje a Australia? Pero creo que conozco la respuesta. Desde mi punto de vista, una persona o una red organizada pasa bichos peligrosos en nuestro entorno…

Chasqueé los dedos, mientras él ya desaparecía por el pasillo.

—¡Espera! Déjame todas las demás multas, les echaré un vistazo.

—Por cierto, el tío del IGS… ¿Qué tal ha ido?

Le dediqué una sonrisa discreta.

—Sin problemas…

Una vez cerrada la puerta, bajé las persianas, puse en marcha el ventilador y engullí tres vasos de agua. Un loquero… Atreverse un loquero a darme una azotaina… A Leclerc no le faltaba audacia…

Tuve apenas el tiempo de cerrar los párpados, que Del Piero se plantó sin llamar, el rostro deformado por un desamparo de alienada.

—¡Comisario! ¡Venga enseguida!

—¡Qué! ¿Qué pasa ahora? ¿Otro interrogatorio chapucero?

Plantó el puño sobre la mesa.

—¡Que venga!

Giró en el pasillo y me empujó delante de ella. La puerta de su despacho, que era contiguo al mío, estaba cerrada.

—Han…, han entrado por la ventana, ¡hay una decena detrás de esa puerta! ¡Entre y mire a qué juega ese maldito desgraciado!

—¿De qué está hablando?

—¡Empuje esa puerta, por Dios!

Abrí con prudencia y me saltaron a la cara, hirientes en su blancura de mármol.

Las calaveras. Me rozaron antes de abatirse sobre la cabellera de Del Piero, que daba manotazos en todos los sentidos.

Entonces las grandes esfinges negras se pusieron a gritar…

Capítulo 15

Leclerc rechinaba los dientes, sus pies fustigaban el suelo de furia. Apretaba entre los dedos nerviosos un mensaje, fijado al tórax de uno de los lepidópteros.

—«Diluvio de mariposas, a la espera de que llegue pronto lo peor…». Ese listillo juega con nuestros nervios, quiere ridiculizarnos. ¡Eche un vistazo por la ventana!

Fuera, una bonita multitud. Flashes de todo tipo y curiosos estupefactos.

—¡Un periodista de
Liberation
ha recibido una llamada anónima, explicó, que le pedía que se presentase delante de nuestras oficinas a las cuatro de la tarde en punto, para ver «unas mariposas tomar por asalto las oficinas de la Criminalística»! ¡Menuda locura! ¡Este teléfono no para de sonar!

—Nuestro hombre es un tío original. Pero si hubiese querido hablar de los anófeles y el paludismo a la prensa, no se habría privado de ello. Tan sólo quiere demostrarnos que tiene las cosas bajo control. Es un jugador.

—¡Un jugador, sí! ¡Un puto jugador!

Del Piero volvió a aparecer de repente. Tenía la tez pálida.

—¿Y? —soltó Leclerc.

—El entomólogo ha pasado una lámpara de luz ultravioleta sobre la carrocería de mi coche. Ha encontrado minúsculos restos de feromona. He debido de impregnarme simplemente al tocar la puerta. Courbevoix me ha hecho una demostración. ¡Esas asquerosidades voladoras se precipitaban sobre todo lo que tocaba, incluso tras lavarme las manos!

Leclerc se hundió en el sillón.

—Vale, vale, vale… Bueno… ¿Me está diciendo que ese desgraciado ha podido soltar en cualquier lugar sus mariposas y que la habrían encontrado simplemente con… el olfato?

—Así es. Esa misma hormona que las atrajo al confesionario o en el local de submarinismo.

Levanté la vista hacia Del Piero.

—¿Cómo se habrá acercado a su vehículo?

—¡De cualquier manera! En las calles de París, en un semáforo, delante de mi casa o incluso aquí. La feromona no se recoge, hablando con propiedad. Pero deje por ejemplo un trozo de cartón varios días con hembras esfinges y se impregnará de la hormona. Luego basta frotar ese cartón contra un objeto cualquiera para atraer a los machos. ¿Entiende lo que quiero decir? No es como si el asesino rompiese un cristal. Es un gesto totalmente vulgar…

El comisario de división ya no podía estarse quieto.

Se inclinó otra vez por la ventana y luego, al girarse, espetó:

—La iglesia de Issy, la cantera de tiza, la casa de los Tisserand, el laboratorio parasitario… Caminos bien marcados, adonde sabía que iríamos. Quizás actuó en esos momentos. Un poco de esa porquería sobre uno de nuestros coches y ¡ya está! ¡Ya está!

Del Piero levantó las cejas mientras centraba la vista en el mensaje, al tiempo que Leclerc abordaba ya otro tema.

—¡Bueno! ¿Y los historiales médicos de los pacientes de los Tisserand? ¿Esa clínica de la peligrosidad donde trabajaban? ¿Qué resultados ha dado?

—Tres retenciones de momento, tres coartadas comprobadas. No se ha escatimado ninguna pista. Más de una decena de inspectores curran sobre el tema, noche y día. La descripción sucinta suministrada por el comisario Sharko, en un metro ochenta y cinco, corpulencia ancha, voz muy grave, sin duda acelerará el proceso. Si el asesino se esconde en esas páginas, lo atraparemos.

El comisario de división asintió.

—Estupendo. Mirad de ampliar al máximo las investigaciones. Personal hospitalario, familia del personal, primos, primas e incluso el chucho del vecino, ¿me habéis entendido?

—Le hemos entendido —respondió Del Piero.

El diablo Leclerc se metió tres chicles en la boca.

—Hay que tomarse muy en serio esa historia de la plaga —añadió—. Los servicios de enfermedades tropicales de cada hospital universitario de la región tienen como directiva señalar a las autoridades sanitarias el menor caso sospechoso de fiebre o malestar. Se ha puesto en funcionamiento un equipo especial.

Nos dirigió una mirada tensa, primero a ella, luego a mí. Le contesté con la misma vehemencia.

—Hay que pillarlo pronto, muy pronto. Estoy andando sobre ascuas, tengo que rendir cuentas. Utilizad todos los medios necesarios… ¡A trabajar! Shark, quédate un momento en mi despacho… —Esperó a que se cerrara la puerta. Unas profundas arrugas le marcaban la frente—. ¿A qué has jugado con el loquero?

—¿Y usted?

—¡Escúchame bien! ¡Estoy en la cuerda floja! Me vigilan, igual que te vigilan. Nos vigilamos los unos a los otros, es así. Tu familia, la malaria, ese Tisserand que la palmó entre tus brazos, puede ser excesivo. Quiero asegurarme de que aún eres apto para dirigir una investigación.

—Es Del Piero quien dirige la investigación, no yo. ¿O es que ya lo ha olvidado? Y en cuanto a mi salud mental, está bien. Gracias por preocuparse.

—Hablemos de tu salud mental. El inspector de la IGS me ha dado un primer balance de tu entrevista. No ha notado ninguna señal de pánico, ni de engaño. Te has espabilado bien, pero… ha entrevisto algo en tus ojos. Algunas ausencias, de vez en cuando, durante las que, en su opinión, parecías… estar en otro lugar, como desconectado. ¿Te has dado cuenta?

Levanté los hombros.

—Puede ser… Estoy… un poco cansado.

Designó mi antebrazo izquierdo.

—¿Alguna preocupación en particular?

—Ninguna —repliqué deslizando los dedos sobre la herida—. Una simple lata… Así que es por eso que…

Leclerc hizo crujir la nuca.

—Los dedos te tiemblan un poco, ¿te habías dado cuenta?

—Lo sé… La cloroquinina…

—A mí no me tiemblan… Todos estamos afectados, no tenemos vidas fáciles, hace un calor de muerte y ese tratamiento antipalúdico no nos ayuda en nada. Pero… algunos… reconstituyentes sólo pueden empeorar las cosas.

Levanté una ceja.

—¿Qué está insinuando?

Sus pupilas dieron unas vueltas por el suelo antes de clavarse en las mías.

—Nada. Pero para seguir en este trabajo, debemos estar al ciento diez por ciento. Si te sientes… demasiado cansado, vete a descansar.

—Estaré bien…

—En cuanto al loquero, te volverá a aplicar el tercer grado, cualquier día de éstos. No dejo el caso y espero que la próxima vez colabores más…

Salí dando un portazo, con los puños apretados. Ausencias… A los cretinos de la IGS no les faltaban artimañas para sembrar la confusión.

Al regresar a mi despacho, me puse en contacto con Sibersky, que me anunció, según las palabras del director del museo, que Vincent Amadore jamás había hablado de un viaje a Australia.

Hoy sábado no trabaja. Desde el fondo de su… palomar, debía de esperarse cualquier cosa, menos la visita de un poli hecho una furia.

Capítulo 16

El aullido del girofaro y su azul vivo me habían permitido sobrevolar París y salir de la ciudad por el norte en dirección a Rickebourg. Con las primeras sacudidas del campo, unos latidos agudos en la cabeza me obligaron a detenerme en el arcén, donde me rocié la nuca con agua templada. Me prometí a mí mismo dejar, costase lo que costase, esas malditas píldoras. No habían salvado a mi mujer. No me salvarían…

El poblacho vivía al ritmo lento de las segadoras, en ese oro glorioso del trigo recién cortado y de la germinación de las tierras pardas. La capital, a lo lejos, prisionera de sus montones aplastados de viviendas, se asfixiaba bajo los fluidos grises de su propia respiración.

El palomar de Amadore bordeaba una carretera secundaria apenas registrada por los mapas. El caserón de piedras se enrollaba en una torre alta, coronada por un tejado de cuatro aguas y perforada de innumerables ventanucos con los postigos cerrados. El fantasma de un molino sin aspas desplegaba una lengua de gravas por las que introduje el vehículo. A mi izquierda agonizaba un viejo coche, resplandeciente de polvo bajo los rayos victoriosos del sol.

Mis golpes repetidos sobre la pesada puerta de entrada no obtuvieron respuesta. La bestia retirada había decidido no abrir. Giré el pomo, por si las moscas. Uno siempre puede soñar.

Ni hablar de dar media vuelta, Amadore tendría todo el tiempo de deshacerse de sus encantadores bichos. Golpeé los batientes de la parte delantera y solté a viva voz un: «¡Policía! ¡Abra, por favor!», antes de pegar la oreja contra el metal. Un lejano crujido de suelo traicionó una presencia…

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