—Hijo de… puta…
—¡Bien! Veo que estás recuperando tus capacidades intelectuales. ¿Te ha quedado claro?
Escupió al suelo. Le había quedado muy claro…
Volví a abotonarle la camisa, recuperé en un pañuelo la araña muerta y me acerqué a Sibersky, que se paseaba arriba y abajo. Valdez temblaba bajo sus carnes, el rostro de color pimentón.
—¡Comisario! Qué… —empezó el teniente.
—¡Al coche! ¡Ya no disponemos de mucho tiempo! Te lo contaré todo por el camino, pero… llama a Del Piero, que investigue a Valdez. Ponte de inmediato en contacto con Sánchez y dile que se presente en las oficinas urgentemente. Vamos a necesitarle a él y a nadie más…
Los tres días de investigación transcurridos habían diezmado buena parte de nuestras capacidades de resistencia. Bajo la luz tamizada de su despacho, Del Piero carburaba con nicotina y cafeína. Los post-it se acumulaban en las paredes, la pizarra, el marco del ordenador; las carpetas se apilaban tanto como las horas de sueño que había que recuperar. Las presiones padecidas por la jerarquía, el paludismo y nuestras pequeñas preocupaciones personales no eran de ninguna ayuda.
El inspector Sánchez estaba a mi lado, encorvado, el rostro cansado y las manos juntas sobre las rodillas. Le ofrecí un cigarrillo, que rechazó. Quise llevarme un pitillo a los labios, pero me eché atrás. Encender la llama de un mechero sería la mejor manera de atraer la atención sobre mis dedos… y de hacer evidente que seguían temblando.
—La parada fantasma de Haxo se extiende en varios kilómetros —explicó Del Piero marcando una línea sobre un plano de archivo de la RATP—. La compañía del metropolitano tenía pensado, a principios de los años mil novecientos, explotar con mejor criterio las líneas tres y siete, especialmente con la extensión de los metros Pré-Saint-Gervais de la línea siete hasta la Puerta de las Lilas. Entonces se construye una parada, de vía y andén únicos. Haxo… No se construyó nunca ninguna boca exterior, ningún viajero cogió esa línea. La utilizaban, hace aún unos años, como garaje de metros, y luego se tapiaron de forma definitiva los accesos.
Señaló una cruz roja.
—La línea olvidada pasa cerca de Haxo y el cementerio de Belleville. Según el mapa, la parte superior del túnel se sitúa, de media, a cuatrocientos metros bajo tierra. Dicho de otro modo, a partir de un lugar ya profundo, como un sótano o una tumba, si se cava un poco debe alcanzarse fácilmente la bóveda.
Hubo un chasquido seco que me sobresaltó.
—¿Me está escuchando, Sharko? —preguntó subiendo el tono.
Asentí.
—Bueno… Además de los sótanos, parece ser que se puede penetrar por los conductos de ventilación, que conectan Haxo con las líneas tres y siete. Los cerraron del lado de Haxo, pero los podrían haber destruido perfectamente… Si existen esos pasadizos, son muy peligrosos, porque dan a túneles de vía única por los que circulan metros.
Giré el plano y observé la zona subrayada.
—Valdez dice no conocer el punto de entrada, cada vez le vendan los ojos. Según él, hay que andar tres o cuatro minutos, subir, bajar escaleras, incluso salir al exterior, quizás a través del cementerio. Sin duda, la razón de esos… mercados ilegales durante la luna nueva. Oscuridad absoluta, no hay riesgo de que los descubran… —La comisaria se echó una mecha pelirroja hacia el lado. Su moño, perfecto durante el día, parecía ahora una nebulosa que hubiera estallado—. Disponemos de muy pocos elementos y recursos para peinar el perímetro —observó bajo los pliegues inquietos de su frente—. Esas tiendas, esas casas contiguas a la línea, son fuentes potenciales de acceso ilícito. Si baja ahí, nadie le apoyará. Es una operación extremadamente arriesgada que… me preocupa.
—Soy consciente de ello, pero…, pero tenemos un medio inesperado de contactar a esos vendedores de insectos asesinos. Hay que arriesgarse, es la noche de luna nueva.
Polo Sánchez soltó, avergonzado:
—Perdonadme… Pero ¿qué pinto yo aquí?
Me giré hacia él:
—Eres mi llave del santuario.
El joven inspector me miró sin entender nada. Le tendí el teléfono móvil de Valdez.
—Según las informaciones de las que dispone la comisaria sobre Valdez, pasó cinco años en la prisión de Fresnes por tráfico de estupefacientes, en el noventa y cinco. Voy a hacerme pasar por uno de sus compañeros de chirona delante de Opium. Me espabilaré para camelarlo, pero seguro que desconfía. Y seguro que llamará a este móvil, para que el mexicano confir… —Una gota de sudor me escoció de repente la retina. Me despegué de la silla—. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¡Estoy más que harto de este puto calor!
Del Piero me miró fijamente, los labios apretados, sin decir palabra. Me quedé de pie y seguí con las explicaciones.
—Per… donadme. Eres…, eres de origen hispano. Más o menos tienes el mismo acento que ese mierda de Valdez. Te harás pasar por él.
Blandí un documento de identidad falso, que conservaba desde mis años en la unidad de lucha contra las bandas.
—Me llamo Tony Shark. Recuerda bien ese nombre…
Sánchez separó los brazos.
—¡Pero no sé nada de ese puto mexicano!
—¡Pues espabílate, joder! ¡Te queda una hora antes de que me plante ahí! ¡Ve a la sala de interrogatorios, habla con él, capta sus entonaciones de voz! ¡Actúa! ¡Tampoco es tan complicado!
La mirada que intercambió con Del Piero no me gustó nada. Dijo, al salir:
—Haré lo que pueda…
En cuanto hubo salido de la sala, la poli se masajeó las sienes.
—Lamento decirle esto, pero está hecho una pena, Franck. Tiene los nervios a flor de piel, le… tiemblan las manos. No creo que esta noche esté en estado de…
Inspiré profundamente.
—¿Usted también va a dárselas de psicóloga? Al contrario, mi… estado será una ventaja. Seré más creíble, más lejos de mi personaje de comisario.
Golpeteaba con un boli.
—Siempre tiene una respuesta para todo, ¿no? ¿Cuánto tiempo resistirá?
—Más que usted.
Hizo caso omiso del comentario.
—Ese Opium seguramente ha estado en contacto con nuestro asesino. Deberíamos interpelarlo a bocajarro, en grupo.
—¿Sin saber de qué va? Corremos el riesgo de montar un pollo increíble. Antes déjeme husmear.
Agitó la boca de izquierda a derecha.
—¿Qué sabemos de Opium?
—Senegalés, cabeza rapada, cachas, con un aro en la nariz. Valdez no ha querido decir nada más.
Afinó sus ojos de felino.
—Ya ha dicho mucho. Ese tipo tiene pinta de ser cualquier cosa menos un trozo de pan y, sin embargo, he visto la manera en que le miraba fijamente. Como… si le temiera a usted. Chasqueé las mandíbulas, como un tiburón.
—El efecto Sharko, seguramente…
Se obligó a sonreír y desplegó un mapa del este parisino.
—¡Bueno! Apostaremos dos hombres en la esquina de la avenida Gambetta y dos más en la calle Haxo. También voy a desplazar ahí una brigada de intervención, por si surge algún problema. Pero…, ¡sobre todo, nada de exceso de celo! Baja, localiza a los vendedores turbios, y vuelve a subir. Los interceptaremos cuando salgan, con tranquilidad, con la esperanza de que nos lleven hasta el asesino. Es… el guión más optimista…
Asentí con la cabeza. Me calibró enseguida, el puño bajo la barbilla, y añadió:
—¿Y si el asesino se encuentra ahí abajo? ¿Y si, de una manera u otra, le descubren? ¿Y si las cosas se ponen feas? ¡Ni siquiera tendrá un arma! Franck, ¡es muy peligroso!
—Esto es lo que me gusta de este oficio. Además, ¿tenemos otra alternativa?
Apretó la mandíbula.
—Me voy a poner en contacto con la Brigada de Represión del Bandidaje. Mientras tanto, coja a sus hombres y vaya tirando. Pero… Sea extremadamente prudente… Estaré en contacto por radio con los equipos del exterior.
Le dediqué una risita nerviosa.
—Debería ir a acostarse un par de horas. Mañana puede ser un día muy duro.
—¿Y dejar mi investigación? ¿Está loco o qué?
Se hundió en su sillón, el rostro tragado por la sombra.
—No sé si debería decirle esto, pero… Tengo una mala intuición… Una muy mala intuición…
En la frontera de los distritos diecinueve y veinte, en el extremo de una red de tiendas, el Ubus se apretujaba entre la alta empalizada oeste del cementerio de Belleville y la vitrina minúscula de una tienda africana.
Letrero suelto, hormigón mugriento, tejas destrozadas. Para encontrar el lugar acogedor había que tener mucha, pero realmente mucha imaginación.
El portero, que ni siquiera era negro, me puso la manaza abierta en el pecho.
—No se entra. Está lleno.
—No parece que haya mucha gente.
—¿Y tú qué sabes? Te digo que está lleno.
Tozudo, además. Hurgué en el bolsillo, saqué un pañuelo manchado y le tiré la
Latrodectus mactans
chafada en medio de la camiseta. Dio un salto hacia atrás, con los ojos desorbitados.
—He venido a ver a Opium. Mi viuda negra se ha jubilado sin avisar y necesito una sustituía.
Había que abrir la puerta para que por fin se alargasen los espacios y surgiesen los colores. Ocres moderados, rojos furtivos, tonos de ébano, que se arremolinaban sobre las paredes como figuritas enigmáticas. De las profundidades surgían los redobles de
djembé
y los impulsos de los sonidos
ragga
, mientras al fondo, entre cortinas sombrías, una pantalla gigante hacía desfilar un concierto de Mory Kanté. Una vana ilusión, todo eso, ya que por el bar sólo deambulaban dos o tres siluetas, aletargadas con aguardiente agrícola. Un sábado noche con el ambiente de Día de Todos los Santos.
Me dirigí hacia la barra, detrás de la que se dormía un mestizo con rastas tan impresionantes como las ventanas de su nariz. Llevaba lentillas amarillas rodeadas de marrón, como los ojos de un lagarto.
—¿Te has perdido? —preguntó con una sonrisa de dientes manchados.
—Me gusta Mory Kanté —repliqué señalando la película—. Es uno de los más pequeños de una familia de treinta y ocho hijos, todos nacidos con un destino de artista. El suyo era viajar a través de la música.
—¿Y el tuyo es venir a tocarme los huevos?
Tras el corto, el tío directo. Moví la barbilla en dirección a los estantes coloreados.
—Sírveme el peor de tus venenos.
El Lagarto hizo rodar una botella entre sus manos.
—Ron blanco de Jamaica, cincuenta y cinco grados. ¿Te parece bien?
—Quiero hablar de Opium.
—No conozco a ningún Opium —replicó fulminándome con su aliento matamoscas.
—Si es así, ¿cómo sabes que hablo de una persona?
Me acerqué a sus cráteres nasales.
—No estoy aquí para perder el tiempo, ojos de lagarto, sino para el
business
. Me envía Valdez. Dile a Opium que me gustaría probar el «beso de la araña»… Y si me permites darte un consejo, evita tocarme los huevos. Esta noche no estoy de humor.
Me escudriñó con sus ojos de escamas, agitó las trenzas con un corto movimiento de cabeza y espetó:
—Un poco sinvergüenza, para ser nuevo. Me gusta…
Se alejó con el móvil y regresó casi enseguida.
—Baja. Cuando llegues al final de la escalera, gira a la izquierda… Di «Papayú» al tío de delante de la puerta.
—¿Patrocinados por Carlos?
[5]
Extendió su bonita lengua bífida y se centró otra vez en sus asuntos de barman cochambroso. A medida que bajaba los escalones, los redobles de tam-tam aumentaban, una humedad de sabana se extendía bajo los techos abovedados.
Al final de la escalera se extendía una gran sala poco iluminada, habitada por figuras ebrias. Era un lugar de bailes lentos, respiraciones huecas, frentes relucientes. La música embriagaba, mareaba y empujaba esos cuerpos de ébano y marfil a agotarse siempre un poco más. Localicé la puerta en un refuerzo y anuncié a su Cancerbero la palabra mágica. «Papayú». Chirrido de goznes…
En el corazón de la sombra se sumía un estrechamiento de piedras viejas, acariciado por neones enfermos. Más lejos, voces, extranjeras, salpicadas de entonaciones bruscas. Al fondo de una cavidad minúscula, cálida de sudor y alcohol, cuatro negros jugaban al póquer, con billetes de verdad.
Uno de ellos me fulminó con la mirada, haciendo una bonita mueca de víbora. Al final del pasillo, dos gorilas me registraron según las normas antes de escoltarme hasta las puertas de la guarida de Opium. Una caseta en tinieblas, protegida por un hábil juego de iluminaciones que sólo dejaba entrever las manos, dos manos de gigante apoyadas sobre los brazos de un sillón de terciopelo granate.
Un cigarro esparcía sus volutas en una larga serpiente de seda.
—Así que te envía Valdez…
Su voz, muy grave, estaba impresa de esa misma languidez que habitaba el lugar. Entrecerré ligeramente los ojos, cegado por un proyector.
—Le hice unos cuantos servicios, en Fresnes —repliqué con una mano a modo de visera—. Ahora, necesito pasta. Tengo algunos aficionados dispuestos a pagar un alto precio por arañas un poco… especiales…
El barrote de la silla desapareció de repente en la sombra y luego ardió en un rojo de brasa.
—Valdez nunca me ha hablado de ti.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—¿Y te llamas?
—Tony Shark…
—Shark, Shark, Shark… El tiburón… ¿Así que lo conociste en Fresnes? ¿Qué coño hacías ahí?
—Transporte de heroína, desde Inglaterra. Me trincaron con un kilo.
Un largo silencio. Me chorreaban ríos frente a los ojos, la nuca, por todo el cuerpo.
—¿Para quién trabajabas?
—Ni idea, yo era un simple camionero… Me propusieron guita a cambio de esconder la mercancía en mi camión, entre los cerdos. Así que dije vale, adelante…
La mano izquierda hizo correr las falanges por el brazo del sillón.
—Sudas mucho… ¿Tienes algo que ocultar?
Me quité el zapato y el calcetín izquierdo y señalé con un dedo tembloroso las venas destrozadas del pie. Vestigios de Rangers demasiado apretados.
—Trombosis venosas… Intento desengancharme.
—Heroinómano…
Chasqueó los dedos. Le trajeron una bandeja de plata, cruzada de crestas blancas. Cocaína…
—Mmm… Valdez tiene el sentido del secreto… Me extraña que te hablara de nuestro
business
… Me decepciona mucho.