Luto de miel (7 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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No le caía bien, no me caía bien. Cuando nuestras miradas se habían cruzado, la primera vez, percibí la violencia de un flechazo…, en el sentido bélico del término.

—¡No me quedaba otra que sumergirme! ¡El tipo contenía la respiración, podía faltarle el aire en cualquier momento! ¡Tan sólo quise evitar que se ahogase!

Leclerc removió el aire con un gesto amplio.

—¡Lo evitaste superbién, que se ahogara! ¡Pero ésa no es la cuestión! Del Piero tiene razón, deberías haber avisado a los equipos. ¿Quién respetará nada, si nosotros mismos no nos atenemos a las reglas?

—Todo se encadenó demasiado rápido… Ese mensaje era una verdadera trampa, avanzaba a tientas, sin certidumbre… Esto no es lo que quería. Nunca… Su hija… Tenemos que buscar a su hija… La tiene… Y sólo Dios sabe lo que…

Leclerc ya se alejaba, dejando bajo sus pasos una estela de pequeñas nubes blanquecinas.

***

Era casi mediodía y sólo me apetecía una cosa, evadirme, huir lejos de esos lúgubres tormentos. En la central, los asaltos de preguntas de los inspectores me habían vaciado de cualquier forma de energía. Uno cree hacer el bien, pero, en definitiva, prolonga ese brazo asesino que, por todos los medios, intenta extender sus iras.

Hoy acababa de matar a un inocente cuyos ojos desorbitados contra el cristal de su máscara se añadirían al catálogo de mis recuerdos más sombríos.

Muertos… Todavía más muertos…

Leclerc me había despedido hasta nueva orden, a la espera de pruebas formales sobre la veracidad de mis declaraciones. Se acabó, pues, acceder al expediente de lo que ya llamaban el caso Tisserand. Una investigación que, por su carácter particularmente elaborado, había abrasado los parqués de la central, relegándome al papel de vulgar espectador. Un espectador decepcionado, que regresaba a su apartamento para verlo todo negro.

Llegado al rellano, pensé de repente en la niña, encerrada fuera desde la víspera.

Bajé el torbellino de escaleras. No contestaban ni en el 7, ni en casa de Willy. Definitivamente, todo se me escapaba.

Interferencias en el televisor. Apoyaba el dedo sobre el interruptor, cuando:

—¡No! ¡Déjalo encendido!

Me sobresalté. Sentada como los indios, rodeada de trenes jadeantes, la niña no levantaba la vista de la nieve gris del televisor.

A su lado,
Fantomette contra el gigante
esperaba una mano curiosa. Mis rodillas golpearon el suelo al verla.

—¿¡Pero!?

Señalé la puerta.

—… ¿Cómo has entrado? ¡Había cerrado con llave!

Me contestó sin desviar la mirada de los parásitos.

—Nunca salí. Cuando te marchaste a ver a tu vecino, me escondí debajo de la cama. ¡Ji, ji, ji!

—Pero de qué…

—¡Sshh! ¡Cállate!

¡Alucinaba! Franck Sharko, los cuarenta ultramaduros, empequeñecido por las reflexiones de una chiquilla de diez años. Apagué la tele, sorteé los raíles para arrodillarme delante de ella. Bajo la cabeza, los ojos húmedos.

—¿Qué te ocurre?

Una lágrima le rodó por la mejilla.

—Te has ido mucho tiempo… No tienes que dejarme sola, ¡he tenido tanto miedo!

¿Cómo reaccionar en momentos así? Quise acariciarle el pelo, estrecharla entre mis brazos, reconfortarla con palabras torpes.

Pero… no podía… Demasiado dolor, aún, a flor de piel. Éloïse. ¡Oh! Éloïse… Mi niña… Estuve a punto de entrar en su juego de lágrimas. El corazón se me oprimió de tristeza, tuve que resarcirme inspirando profundamente.

Hacerme el duro.

—¿Y tu mamá? ¡Debe de estar preocupada!

—¿Mi mamá? Ve a un señor —contestó en tono de reproche—. Un señor raro, que no es bueno. ¡A menudo es después del trabajo, cuando pasa tiempo en su casa!

—¿Qué? ¿Pero quién se hace cargo de ti? No me digas que…

—¡Ya soy mayor! ¡Sé espabilarme! ¡Mamá me lo dice siempre!

He perdido a mi familia en condiciones espantosas, daría mil veces la vida por, ni que fuera un instante, saber si son felices ahí arriba. Y, al lado de ese sufrimiento mudo, hay madres que abandonan a sus hijos y padres que los maltratan.

—Tienes mala cara —me reveló también—. Deberías meterte en la cama.

Me dio un extraño ataque de risa. A esa chiquilla no le faltaba audacia.

—Tengo que dar con el medio de ponerme en contacto con tu mamá. ¡No sé yo, decirle que estás bien, que te has quedado encerrada fuera! ¡En fin, avisarla! ¡Créeme, una madre presa del pánico es peor que un maremoto!

Se metió un dedo en la nariz.

—Oye, ¿puedes volver a poner la tele?

Obedecí, cediendo a su voluntad con la indolencia de un padrazo.

—¡No, vuelve a la otra cadena!

—¿La que tiene nieve en la pantalla?

—¡Sí! ¡Nos has estorbado en plena conversación!

Además, con una imaginación desbordante. Rasqué una cerilla.

—¡No se fuma delante de los niños! —sermoneó moviendo el dedo—. Tengo los pulmones delicados. ¿Sabes?, ya lo he calculado. ¡Un paquete al día es como si fumases un cigarrillo de un kilómetro en un año!

Los ojos le brillaban con el destello raro de las piedras brutas. Se parecía a esas hijas de miserables, magníficas, criadas en la precariedad y surgidas de la mezcla de sangres.

Me agaché hasta percibir su tierna respiración, esa respiración común a todos los nenes. Me bastaba cerrar los ojos…

Éloïse…

Me repuse de repente.

—¿Y con quién estabas hablando?

Descubrió una partitura de esmalte a la que le faltaban notas.

—¡Qué tonto eres! Es ella la que me ha pedido que ponga en marcha los trenes. Hubiese preferido los de vapor, el Distler 1940 y el Buco magenta, pero no sabíamos cómo ponerlos en marcha. Entonces nos hemos conformado con las locomotoras eléctricas. ¿Por qué nunca tenía derecho a tocarlas? ¡Los juguetes son para los niños, no para grandes bobos como tú!

La garganta se me contraía con cada palabra que pronunciaba esa chiquilla. Mis sonrisa se volvió inquietud.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cómo?

—¡Los nombres de los trenes! ¡Ayer lo ignorabas todo!

—¡Pero para de gritar! ¡Es Éloïse quien me lo ha contado! Le gustaba mucho cuanto jugabas con ella, Éloïse… Las piernas se me doblaron bajo el peso de la sorpresa. Algunos nombres comportan raras alegrías; otros, como Suzanne o Éloïse, destruyen, conmueven, hacen correr sangre por el corazón.

Una explicación… Encontrar una explicación. A pesar de mi gran esfuerzo de memoria, ese rostro joven permaneció mudo.

—¿Cómo conoces a mi hija? Yo… ¡Yo ya no vivía aquí los últimos años!

Mi móvil vibró. Leclerc… Caballero de lo inoportuno, como siempre.

—¡Un momento! —espeté señalándola con el dedo—. ¡No te muevas de aquí esta vez! ¡Tú y yo tenemos que aclarar ciertas cosas!

Antes de contestar a la llamada, sus ojos se llenaron de ira.

—¡Vas a dejarnos solas otra vez! ¡Vas a ponerla de mal humor y se marchará!

Sin escucharla ya, me aislé en la cocina, lejos de la respiración de las locomotoras y de la respiración ruidosa de los pequeños saltos de agua. Al otro extremo de la línea, el perro Leclerc ladraba.

—¡Tienes que venir lo más deprisa posible! ¡Para un reconocimiento médico! Es… Espera…

Tras el auricular, peleas de voces, timbres de teléfono, portazos… En el bullicio, me dio una dirección, la del Laboratorio de Biología Parasitaria de París.

—¡Esto es un follón! —gritó—. Hemos caído todos en la trampa como principiantes. ¡Joder! ¡Ven! ¡A las tres de la tarde en el laboratorio! ¿Qué? ¡Qué!

Cortes más claros. ¿A cuántas personas hablaba al mismo tiempo?

—… ¡Puede que ese chalado nos haya metido una porquería en la sangre! ¡El «mal aire», joder! ¡Estaba escrito claramente en el mensaje! «El mal…».

No entendía nada de nada. Un reactor de Concorde zumbaba entre nuestros oídos.

—¡Diga! ¡Diga!

El follón más absoluto.

—¡Diga! ¡Diga!… ¡Maldita sea!

Colgué y volví a marcar su número. Buzón de voz. Al móvil le faltó poco para salir volando por la ventana.

No había captado gran cosa, pero había percibido en su voz el terror de los condenados a muerte.

Un laboratorio parasitario… Se me hizo un nudo en la garganta.

Dirección el salón, la mente en efervescencia. La chiquilla… ¿Dónde se había vuelto a meter, ésa? Sobre los raíles, los trenes eléctricos zumbaban a perder las bielas. Corté la corriente de la red, apagué la maldita tele y me agaché bajo la cama. Nadie.

—Ya está bien, pillina. ¡Venga, sal de tu escondite! ¡Tengo que marcharme!

Preso de la furia, moví los armarios, revolví el trastero y los armarios empotrados. Con su silueta de ratón, podía meterse en cualquier lado, ¡incluso entre las paredes! No lograba encontrarla. ¡A hacer puñetas! Me refresqué la cara y, en el momento en que me cambiaba de ropa, mi mirada se centró en una picada de mosquito, en medio del antebrazo izquierdo. Sin avisar, las palabras del forense me restallaron en la cabeza: «el crimen no se perpetró en el exterior…, sino en el interior del cuerpo». Entonces recordé, en casa de los Tisserand. El batido de las alas en el silencio glacial. Ese centenar de insectos…

De todo corazón, esperaba equivocarme…

Capítulo 9

A las tres en punto, Leclerc nos reunió en una sala de consulta del laboratorio parasitario. Del Piero, Sibersky, tres técnicos de la policía científica, dos inspectores y yo mismo.

Una bruma de inquietud corría por las miradas, porque a un grosor de pared, tipos de blanco echaban el ojo en microscopios electrónicos o inyectaban malos besos químicos a ratones. Allí, en pleno corazón de la capital, se estudiaban los ciclos epidemiológicos de las enfermedades parasitarias de transmisión vectorial. Se investigaba para entender, por ejemplo, por qué determinados animales infectados, los vectores, escapaban de las enfermedades mortales para los seres humanos.

En esos territorios de baldosas blancas, puertas blindadas y rostros enmascarados, olía a esterilizado, a demasiado limpio. Apestaba al peligro invisible.

El comisario de división carraspeó para aclararse la voz. La frente le sudaba a gotas gordas.

—Voy a retomar las explicaciones desde el principio, porque no disponéis todos del mismo nivel de información. Los análisis de sangre de Viviane Tisserand, la víctima del confesionario, así como las últimas conclusiones de la autopsia, han desvelado que había fallecido de una de las formas más violentas de la malaria, lo que llaman la malaria maligna o cerebral. El parásito se escondió en su hígado durante diez días, en fase de incubación, antes de liquidarla en menos de quince días. Como dijo Van de Veld, se trataba de una verdadera bomba de relojería.

Una ola de espanto recorrió la sala. Cada uno, de forma inconsciente, se rascó un brazo, una pierna, la nuca. Vi a Sibersky descomponerse.

Leclerc continuó.

—La malaria, «el mal aire», se propaga mediante unos mosquitos particulares, los anófeles. Es esa especie que nuestros ayudantes de laboratorio han encontrado en Chaume-en-Brie, en la casa de los Tisserand. Esos insectos inoculan la enfermedad al tomar su almuerzo de sangre.

El comisario de división estaba acostumbrado a los golpes duros, pero, esta vez, sus labios delataban un desamparo total. Del Piero se mordía los dedos; otros, y yo formaba parte de ellos, el puño entero. Los mosquitos no habían respetado a ninguno de nosotros.

Preguntas, tonterías.

—¿Qué nos va a ocurrir?

—¡Necesitamos medicamentos, antibióticos!

—¡No puede ser! ¿Vamos a tener que permanecer en cuarentena?

Leclerc atemperó la asamblea con la mano.

—Va a venir un especialista para detallarnos con precisión los medios de responder de la mejor manera a los riesgos que corremos.

—¡La malaria! ¡La malaria! ¿Pero cómo es posible? —dijo Del Piero, presa del pánico—. ¡Eso no existe en Francia! ¿De dónde salen esas porquerías? ¡Joder!

—Todo eso está por aclarar. Los servicios de salud pública, la OMS e investigadores de todo tipo están en el ajo. Nos mantendrán al corriente de los avatares.

—¡¿Los avatares?! ¡Que yo sepa, uno puede reventar! ¡Y si no revienta, se padecen fiebres hasta el final de la vida! No ando muy equivocado, ¿verdad, comisario…? ¿No me equivoco?

El comisario de división no contestó, se sentó solo en un banco, frente a nosotros, las manos entre las rodillas.

—¿Se teme que se propague? —pregunté rascándome la oreja.

—Por lo que me han dicho —replicó Leclerc—, esos insectos son endófagos, se quedan en el interior de la primera casa que infestan, lo que debería limitar los riesgos de infección a la zona de Chaume-en-Brie… En cualquier caso, ¡secreto absoluto en un primer momento! Nadie debe estar al corriente. Ni siquiera vuestra familia. Ordenes del Ministerio.

—¡Es una locura! —exclamó Sibersky—. ¿Cómo quiere que oculte eso a mi mujer?

—Ya te espabilarás. Una fuga y, de forma inmediata, nace el pánico. Saturación de los servicios de urgencias, seguida de la psicosis, relevada por una mediatización inevitable.

Apareció un tipo de expresión grave. Bata demasiado larga sobre piernas demasiado cortas.

—Buenos días a todos, soy el profesor Diamond, experto en parasitología.

Unas gafas pequeñas redondas, de montura de escama de serpiente, se balanceaban inestables sobre su nariz aguileña.

—Discúlpenos si no le aplaudimos —espetó un inspector virulento—, pero vaya directo al grano, ¡la espera me está matando! En pocas palabras, ¿vamos a morir?

—Haremos todo lo que está en nuestras manos para evitarlo. Curado a tiempo, el paludismo no es mortal.

—¡Sea preciso, doctor! ¿Qué va a ocurrir? ¿Va a darnos antibióticos?

—¡Los antibióticos no son la respuesta a todos los tipos de enfermedad y de ninguna manera al paludismo!

Se sentó sobre una mesa, la espalda bien recta.

—Sabed, en primer lugar, que un anófeles infectado no transmite necesariamente el parásito. Todo depende de un montón de factores complejos, entre los cuales, principalmente, la edad de los mosquitos.

»El cuarenta por ciento de las hembras que hemos analizado son portadoras del
Plasmodium falciparum
, el peor de los cuatro parásitos que inoculan el paludismo; el más extendido, también. Ironía de la suerte, el
Plasmodium falciparum
tiene la forma de un anillo de compromiso, lo que le permite, por su minúscula talla, meterse en los vasos sanguíneos más finos, y por lo tanto alcanzar los órganos cerebrales. Saben cuál es el desenlace.

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