—¡Mierda, no puede ser!
La comisaría levantó los hombros.
—Estos bosques están rodeados de aglomeraciones. Draveil, Etiolles, Epinay, Montgeron, y no sé cuántas más. Tiene razón, el asesino debe de vivir en la zona, lo que representa un indicio que no hay que desdeñar. No hay que desdeñarlo, pero, por ahora, difícilmente lo podremos explotar. Es como buscar una aguja en un pajar.
Di un puñetazo en la corteza, observé esos troncos que susurraban entre ellos. Me imaginaba al Hombre del Sombrero Blanco frente al monstruo invisible ahí, en ese lugar alfombrado de hojas. Sus miradas viciadas, el intercambio de bichejos asesinos. El bosque… Imperio de los insectos… Hormigas, arañas, mariposas… Una vez más y siempre ahí. ¿Podría tratarse de una simple coincidencia? De repente mis labios se pusieron a temblar.
—Tengo… ¡Mierda, deberíamos haberlo pensado antes! ¡Llam… llamad al entomólogo!
Del Piero, que se alejaba al amparo de su linterna boli, me examinó dos veces.
—¿Cómo dice?
—¡Houcine Courbevoix! ¡Llámele! ¡Quizás he dado con el modo de remontar a la fuente! ¡De alcanzar al asesino!
—¿Y se puede saber cómo va a hacerlo? —refunfuñó, tomo de costumbre, Sánchez.
—¿Os apetece una cacería de mariposas a las cinco de la madrugada?
***
El teniente Sibersky lanzaba ramitas, repanchingado sobre un tronco muerto, el inspector Sánchez sobaba a grandes ronquidos, mientras Del Piero contemplaba las hojas temblorosas en el levante, con ojos diminutos. En cuanto a mí, luchaba contra el cansancio, fumando cerca de una charca sobrevolada por un vapor siniestro. Encima, arriba en el cielo, las frondosidades saludaban la llegada del día.
El entomólogo llegó por fin, el reloj GPS en una mano, una gran bolsa de deporte en la otra. Con las bermudas azules y el polo naranja, parecía una atracción de feria.
Acudí hacia él.
—¿Cuántos tienes?
—Trece —replicó observando a Sánchez, que se tragaba un último gruñido—. Los demás murieron.
—¿Ha traído los cruasanes? —tuvo el ánimo de bromear Sibersky.
Desgraciadamente para él, su pulla no le hizo gracia a nadie. Nos reunimos alrededor de la bolsa abierta.
En sus pequeñas cajas transparentes, los lepidópteros crepitaban de impaciencia.
—Parecen nerviosos —observó Del Piero, frotándose los párpados.
—Quizás huelen la feromona. Si el asesino cría hembras en un radio de diez kilómetros, estos machos nos conducirán directamente a buen puerto. ¡Ha tenido una idea realmente genial, comisario!
—Y sin embargo, no está en su mejor forma… —confió la pelirroja.
Houcine Courbevoix cogió una caja y explicó:
—Sin embargo, hay un problema, y no es un problema menor. Las esfinges de la calavera pueden volar hasta a cuarenta kilómetros por hora. ¿Cómo vamos a seguirles la pista?
—¿No tiene un emisor o algo así? —gritó Sánchez, con el pelo lleno de ramitas.
—No para animales tan pequeños.
Me coloqué en el centro del club de los cinco.
—Tengo otra idea, pero tened por seguro que será la última…
Señalé la bolsa de deporte:
—Soltamos una primera mariposa; uno de nosotros la sigue lo más lejos posible, hasta el límite del campo visual. Entonces los otros se reúnen con él; repetimos la operación con otra esfinge y otro corredor. Sé que estamos todos hechos polvo, pero quizá valga la pena intentarlo…
Mi propuesta fue acogida como se recibe a un tío con traje blanco en un entierro. Las cejas se levantaban, las manos discurrían por las barbillas crujientes.
Finalmente, Del Piero anunció:
—¡Me parece una idea estupenda!
—No está del todo mal, finalmente —admitió Sánchez—. Si después de esto puedo volver a casa y acostarme…
Sacudí la cabeza.
—Vale. Vamos a turnarnos. Prioridad a la juventud y… ojo con los tobillos…
Sibersky se colocó en posición.
—¿Preparado? —preguntó el entomólogo tendiéndole el reloj GPS.
El teniente asintió. De entrada, la mariposa tomó altura antes de salir pitando. El poli se lanzó tras ella, acortando lo más posible entre arbustos y raíces peligrosas. Lo vi caer una vez, levantarse enseguida, el rostro fijo hacia arriba. Courbevoix recogió la bolsa, cerró la cremallera y anunció:
—Buena señal. La esfinge raras veces vuela de día…
Al cabo de un minuto, a través de los móviles, Sibersky nos indicó sus coordenadas. La comisaria las introdujo en el GPS, que reenvió en el campo una distancia de trescientos metros. ¿No era genial…?
El teniente apareció, arrodillado entre los lazos de verde. Le brotaba sangre del antebrazo derecho.
—Jodidas zarzas —gruñó apretando los dientes.
—Herido de gravedad —bromeó Sánchez sin sonreír—. ¿Puedo pasar turno?
Sibersky, haciendo caso omiso del comentario, señaló con el dedo lucia el norte:
—Ha seguido por ahí, puedes ir adelantándote.
Mientras se alejaba, Del Piero desplegó el mapa y levantó una ceja.
—Nos dirigimos al Sena, al extremo norte de Draveil. Y… sólo quedan tres kilómetros de bosque antes del río…
—¿Y después del río?
—Más bosque…
—Jodido Vietnam —susurré con una voz que me hubiese gustado que sonase menos derrotista—. Venga, Houcine, suelta el bicho.
En pleno cielo, la mariposa estalló como un abanico de luto.
—Dios santo… Parece que funciona… —admitió Del Piero, siguiéndome los pasos—. Vuela hacia el norte. De lleno al Sena…
Y consumamos buena esfinge de la calavera. Había en esa situación algo cómico y trágico, una sombría tristeza de ver a cuatro elementos de la policía judicial, extenuados, sacar el hígado por la boca persiguiendo pobres bichejos ebrios de sexo. Cada vez más los bosques se encabritaban, creando valles severos, charcas infranqueables, repechos dolorosos…
Pronto nos quedamos sin gasolina. Me hervían las piernas, el rostro de Sibersky se descomponía de cansancio, Sánchez tenía estertores acongojantes. Del Piero también cascaba, aunque intentaba seguir el ritmo recta y con la cabeza alta. Pero el silbido en la garganta no engañaba a nadie: los estragos del tabaco…
—Quedan dos —alertó Houcine—. Nos acercamos al fin.
—Hay que… ahorrarlas… —Jadeé, las manos sobre las rodillas, cuando venía de realizar una hazaña mediocre—. ¿A cuánto… está… el río?
Del Piero volvió a desplegar el mapa, las mangas de la sudadera subidas hasta los codos. Sudaba a gotas gordas.
—Doscientos metros más antes de dar con una albufera muy grande, que desemboca en el Sena por un canal corto No hay ningún puente indicado… ¿Cómo vamos a cruzar?
—¡Nadaremos! —vociferó Sánchez—. ¡Ya puestos! Sólo tenéis que…
—¡Cállate! —replicaron cuatro voces exasperadas.
El ardor de la acción nos incitó a perseverar. Nuestros cuerpos, a pesar de estar quemados por el cansancio, encontraban recursos inesperados. De repente aumentó la claridad, el gran azul del cielo ahuyentó el verde sombrío del follaje. La tierra se hundió para dejar paso, más abajo, a un gigantesco claro de agua. Más allá del gris negruzco de la bruma, entre unos árboles, se despertaban masas fantasmagóricas, entremezcladas, que crujían en un balanceo inquietante. El entomólogo soltó la bolsa, boquiabierto.
—Madre mía… Parece…
—Un cementerio… Un cementerio de chalanas…
Rodeada por una rejilla alta y alambres de púas, la extensión líquida sostenía decenas de carcasas fracturadas. Naves opacas, veteadas de óxido, golpeadas por la violencia del abandono. Un paisaje apocalíptico, de destrucción mórbida, un lugar maldito sobre el que la muerte parecía cernirse. La niebla se desplazaba a ras del agua, en un silencio dramático que únicamente los gemidos de chapa herida venían a perturbar.
—Ya he visto esto, en Quesnoy-sur-Deûle, en el norte —susurró Sibersky—. Esperan ahí, a veces durante años, antes de que vengan a recortarlas…
Del Piero se puso de cuclillas, con las pupilas dilatadas.
—¿Piensa… que se esconde ahí dentro?
Cogí una caja de esfinge.
—Lo sabremos a ciencia cierta…
El insecto voló a pleno campo e hizo algunas piruetas por encima del recinto de hierro antes de dirigirse hacia el montón de agonías. La niebla se lo tragó al instante. Entrecerré los ojos.
—Está ahí… En uno de esos barcos enfermos…
—Joder… —susurró Sánchez en un tono de repente menos jocoso.
—Acerquémonos muy despacito…
Bajamos con prudencia la escarpadura de rocas, codo con codo, como en las grandes aventuras de adolescentes; bordeamos la cerca, en la que estaba claramente indicado
PELIGRO, ZONA NO AUTORIZADA.
Alrededor sólo surgía esa violencia verde, mientras que en el horizonte brumoso, al final del canal, el río roncaba.
—Parece que la verja corre hasta el Sena —dijo con una mueca Sibersky—. Y hay alambres de púas por todas partes. No podremos alcanzar el cementerio sin barca…
Lancé una mirada furtiva a ese círculo irreal.
—Subamos la charca en sentido inverso… Tiene que existir una brecha en algún lugar…
Media vuelta. La masa de agua desenrollaba sus curvas irregulares, reforzada con pasajes delicados y senderos rebeldes. Cada vez más, el vapor fino soplaba sus espectros efímeros.
—¡Aquí!
Un agujero de la altura de un hombre había devorado la malla de hierro. Entonces, con la espalda encorvada, pudimos alcanzar la orilla. A algunas brazadas, cubierta con un velo de tinieblas grises,
La Derivante
apuntaba su largo pico de acero hacia
Viento del sur
, del que sólo quedaba de la cabina un montón de madera quemada. En la sombra de esa flora lúgubre, bien disimulada, se bamboleaba una barca raquítica.
—La cosa se precisa… —susurré tirando de un amarre que puso la embarcación al alcance de las manos.
Los rostros se tornaron más serios, al hilo del creciente olor a descomposición.
—Si esta barca le pertenece, entonces no está aquí… —observó Del Piero.
—No es seguro… Hay que permanecer alerta…
Cogí la última esfinge y me situé en la proa. La embarcación se bamboleó con fuerza.
—Los cuatro aquí dentro… Del Piero me tendió el brazo.
—Le acompaño…
Venecia, en la versión bajo presupuesto… Un laberinto para difuntos. Las bestias de hierro gruñían mordidas hasta sangrar por la propia sustancia que las sostenía. La bruma rodaba entre los Titanes como una mano curiosa. Del Piero se acurrucó en la parte trasera, con los ojos al acecho escudriñando esos caminos enlutados.
—Existe un río, en el infierno, que los difuntos deben cruzar —le susurré mientras remaba—. No creo que sea sólo mitología…
—Si cree que va a asustarme con eso, va aviado…
—Pues le tiembla un poco la voz…
—Y usted habla sólo para tranquilizarse… Cállese…
La noche cayó una segunda vez; tanto cubría la niebla con sus espesas telas grises. Las carcasas se ennegrecían, el aire arrastraba un olor de madera tibia, mientras el agua se tornaba verde, contaminada con centenares de desechos.
—Deberíamos soltar la última mariposa —sugirió mi compañera.
—No hace falta… —repliqué señalando la proa de una chalana—. La Cortesana nos espera…
La Cortesana
, negra azabache, desplegaba su peso de acero enfermo. Un viejo mercante de treinta y ocho metros, equipado con una bodega capaz de tragarse a una manada de elefantes, con un aplomo que daba vértigo. Lo rodeamos sin decir una palabra, apretujados entre esos cascos amenazadores, inmovilizados por sus anclas gigantescas.
En ese silencio de ultratumba, se percibían, sin embargo, roces de alas, golpes minúsculos pero ensañados. Ahí arriba, las esfinges de la calavera se golpeaban contra el metal, como tantas crepitaciones inoportunas. No faltaba ninguna a la llamada. Doce esfinges de la calavera…
—Intentan penetrar… Hemos llegado… El corazón de la maquinaria asesina…
Del Piero se mordió los labios, mientras desenfundaba su Glock. Subí los cuatro peldaños de una escala, que me condujo hasta la cubierta trasera.
Las ventanas de la timonería habían estallado, nidos de óxido devoraban los pretiles, unos cabos enrollados se pudrían de moho. Parecía que la nave derivaba entre dos mundos, en ese campo de vestigios, abandonada por su tripulación.
Del Piero subió a bordo, se coló a lo largo de un enrollador en ruinas antes de meterse en la cabina. Maderas impregnadas de humedad, timón quebradizo, chapa arrugada. Bajo sus pies, una trampilla cerrada.
Con el arma en la mano, señaló un candado y susurró:
—Demasiado nuevo para ser de origen…
Me hizo la seña de echarme hacia atrás, apuntó con el cañón hacia el asa y, con el rostro protegido y los ojos cerrados, disparó.
Un clamor de pájaros restalló a lo lejos. El corazón me dio un vuelco en el pecho cuando sonó mi móvil.
—Me va a dar un maldito ataque al corazón si seguimos así… —rabié al descolgar.
Mientras tranquilizaba mis dedos, le dije a Sibersky, por teléfono, que todo iba bien…
Los peldaños, que se hundían al estilo faro bretón, aullaban bajo nuestros pasos. La chalana nos saludaba a su manera.
Nuestras sombras se alargaron en finos cuchillos cuando nuestras linternas —bueno, la mía, pues Del Piero sólo tenía su linterna boli— rasgaron la oscuridad. En el pozo sombrío, dos puertas metálicas. Sala de máquinas a la derecha, bodega a la izquierda. Arma en ristre, desaparecí en la bodega, mientras mi colega se disponía a abrir la otra puerta.
Una bombilla roja derramaba su luz en una minúscula cámara, hermética, saturada por el ronquido de un grupo electrógeno de encendido electrónico. Cinco cables eléctricos sacaban su energía antes de desaparecer bajo el suelo. Frente a mí, una puerta corredera. Extendía la mano hacia ella, cuando sonó un bip en la parte trasera. El zumbido se detuvo, la oscuridad invadió el confinamiento. A mi espalda, un crujido. Un soplo. Una luz deslumbrante en los ojos. Levanté las manos.
—¿Comisario? —dijo Del Piero.
—Si dejara de deslumbrarme…
Su boli apuntó a las sombras.
—En la sala de máquinas… Había una especie de… detector. Creo que… he puesto en marcha algo…
Me incliné por encima del grupo electrógeno e intenté volver a encenderlo, sin éxito. Bloqueado por un código.
—Ha cortado el suministro eléctrico…