Volví a sumirme en el texto grabado en lo alto de la nave y aislé el último punto oscuro. «Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá y, bajo el diluvio, volverás aquí, porque todo está en la luz». Rodeé los labios con la lengua. Era sutil, muy sutil. Efectivamente, todo estaba en la luz. La que había permitido encontrar, bajo
El Diluvio
, las cincuenta y dos identidades.
¿Pero por qué «volverás aquí», a la iglesia? ¿Para encontrar una pista oculta? El entomólogo había sido escrupuloso, habían peinado el confesionario con rayos UVA. No había ninguna prosa con tinta invisible, salvo las manchas de feromona sobre Viviane Tisserand. Leclerc la había acertado, en la chalana: si no había texto en las escenas de los crímenes, ¿para qué las mariposas? ¿Dónde había que buscar, en tal caso? En la claridad de las vidrieras, tras el tímpano…, o si no…
«El Apocalipsis es un texto de códigos secretos, de mensajes ocultos. Todo está en profundidad, tras las palabras», había dicho Paul Legendre. Todo está tras las palabras…
El corazón me empezó a latir a toda prisa. Veinte segundos después, mis pies locos se lanzaron corriendo por las escaleras. Necesitaba una escalera, una escalera muy grande y una linterna de luz ultravioleta.
Porque todo estaba inscrito en la cima de la columna fisurada, en la Casa de Dios, desde el principio…
«Volverás aquí, porque todo está en la luz…».
***
Y a doce metros de altura, bajo los arcos potentes de la iglesia de Issy, apareció un nombre bajo la luz ultravioleta. Un nombre desconocido, que tachaba la advertencia inicial con una gran diagonal blanca. Vivian Maleborne.
Leclerc no había regresado a su casa en todo el domingo. Cuando me planté en la central, tecleaba en el ordenador portátil, rodeado de vasos vacíos y de chicles hechos una bola. Su corbata pendía de un colgador, en ese despacho con el suelo de color roble oscuro, que crujía como en un viejo desván.
—Tres Vivían Maleborne en toda Francia —explicó removiendo montones de hojas—. Un chaval de doce años, en la región de La Creuse… Un tipo de cincuenta y cinco años en el sur… y otro que vive… ¡en el distrito dos!
Me incliné por encima de la mesa, un poco anhelante.
—Vamos acercándonos. ¿Y?
—Ya no es muy joven, que digamos. Setenta y cinco años… Era médico, psicoanalista e hipnotizador…
—Eso es… El asesino quiere llevarnos hacia atrás. Hacia el pasado… Su pasado…
El comisario de división se hundió en su profundo sillón, con una nueva goma de mascar envuelta entre los dedos.
—¡Este caso empieza a tocarme las narices! No hacemos más que recibir, desde el principio. ¡No somos capaces de establecer un jodido retrato robot! ¿Sabes la última? Ninguna persona del Ubus ha podido identificar a nuestro fantasma. A priori, el tipo se personaba con una máscara africana sobre el careto. ¿Te imaginas qué locura? ¡Una máscara africana!
—Oculta su rostro… ¿Pero por qué?
—Tan sólo ese Opium debe de saber qué pinta tiene, pero por ahora… Pff, ¡desaparecido, el pedazo de negro!
Apretó los puños sobre los brazos del sillón.
—Los de arriba no aprecian mucho esta investigación, un poco demasiado «mapa del tesoro». Le quieren a él y no los cadáveres que va sembrando por el camino.
Hice un gesto de cólera, levantando los brazos por encima de la cabeza.
—¡Qué fácil es decir eso! ¡Ya hemos privado a los chicos de vacaciones, los obligamos a venir los fines de semana! ¡Apenas si les dejamos dormir!
—Lo sé, lo sé… Soy el primer afectado… Domingo, las ocho de la tarde, pleno mes de julio y estoy aquí, encerrado entre estas cuatro paredes removiendo la muerte, pero… empieza a urgir que lo atrapemos…
—Siempre ha sido una urgencia para mí.
—Vas a ir a ver a ese hipnotizador, enseguida. Aprovechemos la ventaja que hemos tomado en su «juego» para contraatacar. ¡Si ese desgraciado utiliza al viejo para hablarnos, pues que así sea! ¡Escuchemos lo que tenga que decirnos! Espero aquí… Mantenme al corriente…
Me llamó una última vez, cuando iba a cruzar la puerta de su despacho.
—¡Shark! ¿Te encuentras bien? Pareces un poco… paliducho.
—De tanto codearse con los fiambres, uno acaba por adoptar su color.
***
Vivían Maleborne vivía a dos pasos del Louvre, en un gran edificio hausmaniano cuya entrada estaba protegida por un portero en uniforme rojo. Bajo el impulso de mi placa, el autómata me acompañó por los largos pasillos de techo muy alto y con cortinas de terciopelo magníficas.
El doctor me recibió en silla de ruedas, empujada por un esbirro tan sonriente como una estatua de la isla de Pascua. El viejo iba vestido con un terno blanco, con el cuello de la camisa tan prieto que su delgado cuello desbordaba en pliegues de piel poco agraciados. Llevaba una pajarita negra, en perfecta armonía con su corona de cabello de una tonalidad gris muy oscuro.
—Es un comisario de policía —anunció el empujador de carretilla en un tono sin matices—. El comisario Sharko.
El médico me miraba con intensidad, sin parpadear. Sus ojos estaban cubiertos de un fino tul trasparente, pero se adivinaba, más allá del velo, el azul misterioso de las piedras preciosas.
—¿En qué puedo ayudarle, comisario?
Su voz iba retrasada con respecto a su edad, extrañamente fluida y tranquila.
—Me gustaría hablar a solas con usted, si le parece bien.
Con un lento movimiento de la mano, despidió al mayordomo, que desapareció en una de las habitaciones cuyo gigantismo sólo era igual a la inmensa impresión de vacío que insuflaban. Pocos muebles, aún menos figurillas, ningún cuadro, tan sólo la luz cansada de un día macilento, agonizando sobre el mármol del suelo. Maleborne se dirigió marcha atrás hacia el salón, al otro extremo del recibidor, sin ni siquiera girarse.
—Siéntese, comisario —dijo designando con un gesto aproximativo unas butacas orejeras beige.
Un bar, esculpido en una pared. Decenas de marcas de grandes whiskies y tantos coñacs. El anciano apreciaba las cosas buenas. Al sentarme dejé los carboncillos sobre una mesa de ébano. Maleborne no reaccionó.
—¿De qué vamos a hablar, comisario?
—De un hombre…, un hombre que ha debido de ser paciente suyo. Le he traído algunos de sus dibujos…
Un último rayo de sol jugó sobre sus dientes impecables.
—¿Ha visto un solo libro aquí, el menor cuadro? Mis ojos han sido toda mi vida, pero hoy casi me han abandonado. Una catarata imposible de operar, tengo el fondo del ojo malo, parece ser. El colmo para un hipnotizador, ¿no le parece? ¡El fondo del ojo malo!
Su risa terminó en un susurro cansado. Empezábamos mal.
—A mí sólo me gustaría…
Me volvió a interrumpir.
—Pacientes, he tratado a centenares, por no decir miles. Mis últimas terapias deben de remontarse a cinco años y mi memoria… ¡Ay! Mi memoria… Se desvanece tan rápido como mi vista… Mi vida ya no es más que una gran planicie siberiana…
Su mirada de cuarzo no me soltaba, inmóvil en el eterno invierno de sus pupilas blancas. ¿Qué distinguía? ¿Tan sólo formas? ¿Un aura? ¿Masas sin matices? Me incliné hacia él, las manos entre los muslos.
—El individuo del que le hablo es muy versado en religión. Se sirve de soportes como el Apocalipsis o el Diluvio para componer los mensajes que nos dirige… Pi… piensa firmemente que el fin de los tiempos llegará con los insectos, los utiliza como vectores para extender su furia… El término de… «plaga» es recurrente. Las ilustraciones que hemos encontrado son muy oscuras… Cielos de tormenta, cavidades, esqueletos y siempre insectos… En varias ocasiones, se ve una mujer… joven… atada sobre una cama… Cabello largo rubio, piel de marfil, cruces sombrías sobre el cuerpo, quizá mutilaciones… Y un tatuaje en el pubis, un tatuaje, en forma de nudo… En cada…
Los labios gastados de Maleborne se abrieron ligeramente, mientras el reflejo de acero de sus iris asilvestraba sus facciones.
—… En cada ocasión, una presencia la observa —proseguí articulando con claridad—. Una presencia infantil entrevista en…
—… un espejo. El rostro está… muy difuminado, apenas… lo distingue. La cama es de madera… no, de metal, sí, de metal, creo, el techo es muy bajo… Se desprende como… una poderosa impresión… de aplastamiento, de encerramiento… ¿Me equivoco, comisario?
Maleborne había hablado muy lentamente, con vacilación, como si las palabras surgiesen de un pozo muy profundo.
—Es… totalmente… exacto —repliqué sin ocultar la turbación que se apoderaba de mí.
Los surcos de su frente aún se hicieron más profundos, sus largos dedos huesudos se arrimaban con firmeza a las ruedas de la silla.
—¿Qué ha hecho para que la policía se presente en mi casa?
—Ha ejecutado a una familia entera. El marido, la mujer, la hija. Y… su nombre estaba oculto en uno de los textos a nuestra atención.
Una exhalación ardiente le silbó en la garganta, mientras pegaba las manos a sus pómulos de anoréxico.
Saqué un dictáfono.
—¿Me da permiso para que grabe nuestra conversación? Y, se lo ruego, no me hable de secreto profesional. Su antiguo paciente ha cometido actos… abominables.
Mientras las sombras crecían alrededor, Maleborne acabó por asentir. Puse en marcha el aparato a sus primeras palabras.
—Todo esto me parece… tan lejano… ¿Cómo… ha podido hacer algo así?
—Usted dirá.
Se quedó un instante sin reaccionar, la cabeza un poco inclinada.
—Vincent… vino a verme cuando ya llevaba… cuatro años largos sin ejercer…
Tenía la impresión de encontrarme al borde de un abismo, con las increíbles ganas de saltar para acercarme más deprisa al final fatídico. Todas las claves se ocultaban en este cerebro hecho añicos…
—¿A qué época se remonta eso?
—Hace cinco años, a finales del 2000… Su caso me interesaba, un caso… increíble… Realmente increíble… Recuerdo a un ser fracturado, muy angustiado…, incapaz de recordar sus primeros dieciséis… No, quince años de existencia… Sí, eso es… Sus primeros quince años…
La partida no estaba ganada. El viejo farfullaba, vacilaba, buscaba las palabras.
—Un hombre… víctima de una pesadilla recurrente desde su adolescencia… Veía… esa mujer de la que ha hablado… atada a una cama de hierro… Un armario con un agujero, al fondo… El tatuaje de un nudo, sobre su sexo… Esas cruces sobre su cuerpo…
Una gravedad pesada le oscurecía ahora la voz. Detrás de él, a través de una ventana oval, troncos sañudos se estiraban como un ejército negro. Un jardín privado, quizá.
—Y había esos alaridos… Eso era lo que menos soportaba, Vincent… Los alaridos incesantes en su cabeza que… noche tras noche lo dejaban abatido.
Tendió una uña manicurada hacia un botellero.
—¿Podría servirnos un poco de vino, señor Sharko? El burdeos del 85, por favor.
Me sentía helado. Las voces, en su cabeza… Las pesadillas, los alaridos. Suzanne, Éloïse. Un ser fracturado, decía. Roto del interio…
—¿Comisario? —dijo inclinando su delgada cabeza de pájaro—. De repente…, le noto distante…
—Perdóneme…, tan sólo… estaba pensando… en algo… —Le tendí su vaso, bebí un sorbo de ese brebaje que debía de costar un dineral y susurré con un timbre que me hubiese gustado menos vacilante—: Continúe, doctor, le escucho…
Olió su gran caldo, y luego se humedeció con un gesto fino los labios antes de proseguir:
—¿Ha visto ya la mente influir sobre el físico, el subconsciente luchar hasta el punto de herir y torturar el cuerpo? Vincent pertenecía a esos «estigmatizados», esos seres tocados por una potencia psíquica fenomenal…
—¿Qué entiende por eso?
—Cada vez que llevaba el análisis demasiado lejos, que descorría el cerrojo de puertas, Vincent se ponía a sangrar por la nariz… de forma muy intensa… Es… la única imagen física que conservo de él… Esos ríos rojos sobre su rostro borroso…
—¿Su rostro borroso? ¿Quiere decir que… no puede describirlo?
El viejo se llevó las manos nudosas a los párpados arrugados.
—Desgraciadamente, no, mi vista ya estaba afectada… Tan sólo conservo de él una impresión general, una visión confusa… Tan lejana…
—¡No puede ser! ¿Qué impresión?
—Ya… no lo recuerdo… La misma impresión que tengo de usted, esta noche, sin distinguirle realmente… Alto… Pelo oscuro… Castaño, quizá negro… Y una voz… muy grave… —Se llevó las manos a la frente—. Nada más… Nada más, lo siento…
Apreté las mandíbulas. El asesino se había sentado un día allí, quizás en esa misma butaca. ¿Había probado él también ese vino?
—¿Y su nombre? ¡Dígame cómo se llama!
—Siempre me dijo que se llamaba Vincent…, incluso durante nuestras sesiones. Sabe, la hipnosis no es más que un estado de semiconsciencia durante el cual el paciente abre determinadas barreras y cierra otras… Dígale a un hipnotizado que se desnude si no tiene ganas, no lo hará nunca… Vincent se había fijado determinadas reglas antes de venir aquí… Quizá demasiadas… Algo en su mente intentaba protegerlo… Algo lo suficientemente fuerte para provocar las hemorragias…
Me levanté y me puse en cuclillas frente a su butaca. Sus ojos brillaban con un frío intenso, mientras que en el exterior el sol caía entre los troncos, abalanzando una masa de sombra creciente a nuestro alrededor. El salón se transmutó en una bodega sombría, saturada de misterios.
—Cuénteme su historia, doctor.
Maleborne frunció las canosas cejas.
—No me pida milagros, tan sólo obtendrá lo que a mi memoria le plazca restituir, es decir… retazos… Después de los setenta, el cerebro ha perdido más del diez por ciento de la masa… En cuanto a las neuronas…
—¡Las grabaciones! ¡Seguro que tiene grabaciones de las sesiones!
Sacudió la cabeza.
—Vincent vino a recuperarlas el año pasado…
—No puede ser…
Casi triste, metió los labios febriles en el vaso, y luego acabó por decir:
—Nuestro trabajo se centró en torno a sus quince años… Voy a explicarle los episodios de delante hacia atrás, si le parece bien… Así es como habíamos procedido cuando estaba aquí, a unos pocos centímetros…
—Le escucho.
Frente a mí, dos rendijas horizontales, de un blanco viperino.
—Vincent tiene… dieciséis años. Viven con… su tío y su tía, a orillas del mar… Una casa grande…, muy luminosa…, con muchísimas ventanas. Desde arriba, se ven los barcos de un lado…, las casas del pueblo del otro… Vinc…