Luto de miel (32 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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—¡Espera! ¡Te lo ruego! Tengo…, ¡tengo una última pregunta! ¡Puedes por lo menos concederme esto! ¡Una última pregunta!

—¿Por qué?

—Soy… soy «el Meritorio», he comprendido la historia de tu padre, he sentido su sufrimiento… Me debes eso… Te lo ruego…

Jugaba cruelmente con el silencio.

—Te escucho…

Me alcé un poco más, sobre las rodillas.

—El parque de la Roseraie… ¿Cómo supiste lo del mensaje sobre el fresno? Nunca se lo conté a nadie.

Tras la máscara, pareció reflexionar.

—¿De qué estás hablando?

—Me gustaría saberlo, antes de reunirme con mi familia… Por favor… ¿Por qué laceraste lo que mi mujer y yo habíamos grabado sobre el viejo árbol?

—¡Yo nunca he destruido un tronco! ¡No te había visto nunca antes! ¡Puedes creerme, no te mentiría en tu último instante! ¿Has terminado? ¿Estás listo para pudrirte en el infierno?

—Muy…, muy pronto te reuni… rás con… migo…

Se produjo un ruido, detrás de él. Sonidos de pasos…

Mis pupilas temblaron, por encima de su hombro. ¡La chiquilla, ahí, a pocos centímetros!

—¡No! ¡Vete! ¡Vete! ¡No quiero que veas esto!

Sorprendido, el criminal dudó una décima de segundo. Con la fuerza de las pantorrillas, me propulsé hacia un lado, lejos de su campo de visión restringido.

Disparó una vez, demasiado alto, con dificultades para girar su pesada cabeza de madera. Le asesté el pie contra el flanco, gruñó, disparó, una y otra vez, a ciegas… Unas estalactitas se desprendieron, como puñales acerados. Los hermanos seguían berreando, de miedo, de dolor.

Me abalancé sobre el hombre, me asió por el cuello, con todos los músculos en tensión. La pendiente nos aspiró, nuestros cuerpos rodaron, rompiendo las estalagmitas más frágiles, golpeándose contra las demás. Golpeó, con toda su rabia. Costillas, pecho, nariz. Chorros de sangre… Luego se abalanzó sobre mí con todo su peso. Sus pectorales que sobresalían, y su jadeo, siempre… ¡Me había quedado sin aire!

Me debatía con toda mi saña, pero mi espalda permanecía pegada al suelo. Movimientos vanos, era demasiado pesado, el desnivel me impedía levantarme… Estaba agonizando…

De repente, dos pies, justo delante de mis narices. Dos zapatitos rojos, uno de los cuales propulsó una estalactita rota en mi mano. Cerré los dedos sin fuerza. Un último gesto…

Blandí el pico y, berreando con todas mis fuerzas, se lo planté entre los omoplatos, hasta sentir el calor de su carne y oí el sonido ronco de su último estertor.

Se desmoronó sobre mí, con la flojedad terrible de un animal abatido.

Me enderecé, lentamente, me puse las manos sobre la garganta, escupí, lloré casi, con esas lágrimas frías, sin vida.

La niña se me echó a los brazos, pude sentir el perfume de su cabello, percibir los latidos de su corazón. Vivía. Y acababa de salvarme la vida.

—Tengo que hacer una última cosa… —susurré dejándola suavemente en el suelo.

—Adelante, Franck… Adelante…

Me arrodillé cerca del cuerpo sin vida, ese cuerpo tan joven, en la plenitud, y le di la vuelta.

La máscara africana palidecía bajo el destello blanco del proyector, sus facciones petrificadas daban miedo, recordando la terrible ira de un viejo brujo vudú.

Con sumo cuidado, le retiré la cinta de cuero de la parte trasera del cráneo. El aderezo se deslizó entonces hacia el lado, casi a cámara lenta, desvelando un rostro muy bello, de facciones puras… El rostro de un niño que podría haber sido mi hijo.

Ese hijo que no tuve nunca; esa hija que no veré crecer nunca. Esa mujer amada que sólo envejecerá en mis recuerdos… A ambas, os quiero tanto…

Y estreché a la niña contra mi pecho. La niña con el corazón a la derecha…

Capítulo 32

Veyron. Un buen chocolate caliente, en ese único bareto, bajo esa misma lluvia inclemente, en el corazón de esa tormenta cuyo furor parecía crecer de las entrañas de la Tierra. En el hueco de las montañas, el negro del cielo se tragaba el menor rayo de esperanza. Todo había acabado.

Una ambulancia había evacuado el cuerpo de Jérémy Crooke hacia el depósito de cadáveres, pero su única tumba debería de haber sido, al fin y al cabo, permanecer en esa caverna lúgubre y glacial.

Los hermanos Ménard habían resistido al veneno de las hormigas, vivirían, pero ¿a qué precio? Sus noches temblarían de pesadillas y despertares furiosos, con el terror como único sabor sobre la lengua. En cuanto a los habitantes de la Trompette Blanche… Que Dios los bendiga…

La niña estaba ahí, frente a mí, con un nuevo libro de
Fantomette
entre las manos. De vez en cuando, levantaba sus bonitos ojos negros, me sonreía con una infinita ternura antes de volver a sumirse en la lectura. Me levantaba, se levantaba, yo bebía, ella me miraba, como alimentada por cada uno de mis gestos. Se convertía en mi sombra, mi sol, mi vida.

No le hacía preguntas, todavía no, por lo menos. Tan sólo aceptaba su presencia, de momento, su presencia cálida y helada, peligrosa y terriblemente embriagadora. Me daría explicaciones. Pronto.

Tomé la ruta de Grenoble, donde pensaba coger una habitación de hotel antes de volver a subir hacia la capital. Eso era mi vida. Recorrer la lluvia.

Un perpetuo volver a empezar, jalonado de persecución y tristeza. Uno detenía a uno, diez más lo relevaban, engendrados por la vena inagotable del mal. Sí, me sentía triste, pero ahora ella estaba aquí, a mi lado. Tan sólo para mí. Me escuchaba cavilar, veía a la gente mirarme de forma extraña… Me dije que, de alguna manera, me debía de estar volviendo loco. Una locura muy dulce…

De bajada hacia la ciudad, golpeaban el parabrisas gotas gordas, los faros apenas iluminaban. Centré la mirada en la depresión.

«—Ten cuidado con ese barranco, Franck. Sé que ya nada te retiene aquí abajo, ahora. Pero no hagas tonterías, ¿de acuerdo? Te esperaremos todo el tiempo que haga falta. Éloïse también se armará de paciencia. Así debe ser, aunque sea difícil». Sacudía la cabeza, arrugaba la frente. En el asiento del acompañante, la niña se agitaba. Con la punta del pulgar, giraba las páginas de su libro a toda velocidad.

«—¡La carretera! ¡Ten cuidado con la carretera!».

Un parapeto, delante. La violencia de una curva… Los frenos chirriaron, los neumáticos consiguieron por los pelos adherirse a la carretera… El alivio del último giro.

—Por poco, ¿eh? —espeté con una voz blanca.

—¿Poco para qué?

—¡Pues para que saltáramos al vacío!

—¿Sabes?, yo no hubiese sentido gran cosa…

Una sonrisa tímida ahuyentó mi angustia.

—¿Cu…, cuándo piensas marcharte? Quiero decir…, ahí de donde provienes.

—No soy yo la que «va» a marcharse. Eres tú el que va a acompañarme.

De repente, su rostro se oscureció, los ojos se le ensombrecieron más aún, enturbiados por tinieblas. Las páginas de
Fantomette
giraban solas, a un ritmo loco, mientras el cabello se le electrizaba con el aire.

—¡Tienes que acompañarme, Franck! ¡Al otro mundo! ¡Ha llegado la hora!

La pendiente crecía, el cambio de marchas gemía.

—No… no te muevas de tu sitio, ¿de acuerdo? —ordené tendiendo un brazo en su dirección—. ¡Sobre todo, no te muevas de aquí! ¡Este mundo me está muy bien!

Se enderezó en su asiento, como una cobra.

—¡Ya no puedes escoger! ¡Demasiado tarde!

—¿Pero por qué? ¿Qué esperas de mí, maldita sea?

Se abatió sobre el volante.

—¡No! ¡Para!

El coche cambió bruscamente de dirección. Un último destello que iluminó mi existencia explotó en un gran fuego de chispas…

Capítulo 33

La lenta respiración de los órganos. El bramido cálido de la sangre, en alguna parte, en sus túneles prietos. Bum, bum… Bum, bum… El rugido del aire, en la garganta. Una pulsación de párpados… El gran destello blanco del día. Y los espacios cerrados de una habitación de hospital.

Tras mi despertar, fue Leclerc quien primero se acercó, seguido por dos hombres, uno de los cuales iba en bata y el otro en traje oscuro.

—¡Estoy contento de volverte a ver entre nosotros, Shark!

Me llevé una mano al cráneo. Un vendaje me lo comprimía.

—Qué… ¿qué ha pasado?

El médico me apretó el pecho, cuando yo intenté incorporarme un poco.

—Su vehículo chocó contra un parapeto y se empotró contra una roca, a pocos centímetros de un barranco. Se golpeó con violencia la cabeza contra la ventana del acompañante. Ha tenido una suerte increíble. Tan sólo tiene un traumatismo craneal mínimo.

Por la ventana, las cumbres nevadas resplandecían bajo el sol.

—¿Cu… cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Unas veinte horas… Se despertó en la ambulancia y, como estaba muy inquieto, le administramos un sedante. Está en el Centro Hospitalario Regional de Grenoble…

Me dejé ir un instante, abrumado por un gran cansancio. Todo me volvía a la memoria… La tormenta, la niña sobre el volante, el parapeto…

Tras haberme masajeado las sienes, me interesé por el hombre de la corbata:

—¿Y este señor?

El interesado se acercó con las manos en la espalda.

—Doctor Reeve. Soy psiquiatra…

Fruncí el ceño.

—¿Otro psicólogo? No lo entiendo.

Reeve se aclaró la voz.

—El doctor Flament, que le acompañó a La Trompette Blanche, nos informó de sus… alucinaciones. Esa… niña de zapatos rojos y bata azul. Estoy aquí para que hablemos de ello.

Un fuego de cólera me enrojeció las mejillas.

—¿Cómo? ¡Es… es una locura!

No perdió el aplomo.

—Intente conservar la calma, comisario. No he venido aquí para agredirlo, sino sólo para hablar un poco.

Quise encerrarme en el silencio, pero no pude evitar estallar.

—Pero… ¿Qué quiere que le explique? ¡Es inexplicable! ¡Sí, hay una niña que aparece cuando le apetece! ¡Se instala en mi casa, observa mi red de trenes, en el salón! ¡Lee libros que mi hija leía! ¡Dice que se comunica con ella! Pero… ¿Qué más le puedo decir? ¡Parece ser que nadie la ve, y eso es lo peor! ¡Tan sólo yo y Willy!

—Su vecino, ¿no?

—Sí. ¡Pregúnteselo! ¡Y verá que no tengo alucinaciones! ¡Por Dios! ¡Le aseguro que soy el último que creería en fantasmas!

Leclerc se acercó a la cama, con el rostro impenetrable.

—He… He hecho comprobar algunas cosas…

—Comisario… No me diga que… Usted tampoco…

Bajó la vista y la volvió a alzar enseguida.

—Nadie volvió a vivir en el apartamento de tu vecina guayanesa tras su muerte. No tienes ningún vecino llamado Willy. Estás solo en el rellano.

Esta vez me incorporé con ímpetu.

—¡No puede ser! ¡Pero! ¿Cómo pueden decir ese tipo de gilipolleces?

—No estoy diciendo gilipolleces… Ese Willy, ¿te ha invitado a entrar en su casa? ¿Puedes describirme el interior de su vivienda? ¿Y de qué trabaja? ¿Es estudiante, obrero? ¡Dime, te escucho…!

—¡Comisario! Pero…

—La…, la puerta de tu domicilio estaba entreabierta. ¿Te ocurre a menudo?

Me llevé las manos a la cabeza.

—Así que Polo pensó que sería bueno comprobar que no habían entrado a robarte y entró a echar un vistazo en tu casa… En… encontró dos cuchillos, bajo la mesa de la cocina. Uno con savia de árbol en el mango, pero el otro… con sangre seca… La herida, en tu brazo… No era una lata de conservas… Creo que te cortaste solo.

Lo miré fijamente.

—¡Pero cómo se atreve! ¿Está de guasa, no?

—Y eso no es todo… El Frank Sharko que conocía nunca le habría dado una somanta de palos a alguien, como hiciste con Patrick Chartreux. Ese Franck Sharko tenía principios.

—Yo…

—¡Hablabas a menudo a los colegas de tu red de trenes en el salón de tu casa, de todos esos personajes, de las locomotoras eléctricas, de los vapores vivos! ¡Pero no hay nada, en tu casa! ¡Tan sólo embalajes de raíles amontonados, docenas de cajas, ni siquiera abiertas!

Tendió las palmas al cielo.

—Recuerda también que te había hablado de ausencias, cuando te entrevistaste con el inspector de la IGS. Todas esas señales… Esos montones de cajas vacías de medicamentos, en tu casa. Antidepresivos, estimulantes, somníferos…

Se giró de forma brusca, con la cabeza metida en los hombros.

—Joder, Franck! Lo siento… No puedes saber hasta qué punto… Y decir que no nos habíamos dado cuenta de nada…

Me temblaban los labios. Las palabras ya no acudían a ellos. Niebla. Mareo. Escalofríos. De repente, dos dedos aparecieron, detrás de la cabeza del loquero, imitando las orejas de un conejo.

—Yo, tío. ¿Parece ser que das unos sustos de muerte?

Emití un largo suspiro.

—¡Willy! ¡Oh! ¡Willy! ¡Ayúdame a deshacer este entuerto! Me toman por… ¡No sé qué! ¡Un chalado! ¡Explícales lo de la niña! ¡Tú también la has visto! ¡Diles que no estoy loco!

Aspiró bien su cigarrillo y dispersó una gran nube de humo.

—No escuches lo que cuentan, tío. Tan sólo quieren liarte. Pero yo estoy aquí para ayudarte. Me llamas y vengo.

Me puse las manos sobre el rostro.

—¡Oh, no! Tampoco te ven… Dios mío…

Y mientras Willy hacía el payaso, mientras la niña llegaba, detrás de él, con los ojos llenos de lágrimas, como para hacerse perdonar, dos voces continuaban entrando en mi interior, lejanas, muy lejanas.

Dos voces que ya no escuchaba. La de Leclerc y el hombre trajeado…

***

—Doctor… ¿Qué le ocurre?

—Sólo un análisis a fondo nos lo dirá… Prefiero no ir demasiado deprisa.

—Por favor…

—De acuerdo… A primera vista, lo que usted mismo y el doctor Flament me han contado hace suponer una esquizofrenia paranoica, caracterizada por una riqueza de producciones delirantes y alucinatorias.

—¿Uno de nuestros mejores polis, esquizofrénico? ¡Pero eso es impensable! ¡Acaba de llevar a cabo una de las investigaciones más agotadoras de su carrera! ¡Nadie lo hubiera conseguido tan bien!

—Existen varias formas de esquizofrenia, más o menos violentas. Algunos enfermos, especialmente los esquizoides paranoicos, pueden continuar perfectamente su actividad socioprofesional y están lejos de ser enfermos mentales. Esa patología no afecta en nada a la inteligencia. A veces se instaura tan lentamente que la familia, e incluso el sujeto afectado, pueden tardar tiempo en darse cuenta de que algo no acaba de funcionar como debiera. A esta forma de degradación lenta se la denomina «esquizofrenia insidiosa».

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