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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (44 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Hace dos días —contestó Ragnar—, maté a Kjartan el Cruel. Dunholm es ahora mío. Me parece que igual tendría que mataros también a vos, señor Ivarr, para que no me la intentéis arrebatar.

Ivarr se mostró sorprendido, y tenía buenos motivos. Miró a Guthred, después a mí, como buscando confirmación de la muerte de Kjartan, pero nuestros rostros no revelaban nada. Ivarr se encogió de hombros.

—La disputa que teníais con Kjartan era asunto vuestro, no mío. A mí me gustaría teneros de amigo. Nuestros padres lo eran, ¿o no?

—Sí lo eran —contestó Ragnar.

—Pues deberíamos renovar esa amistad —dijo Ivarr.

—¿Por qué tendría que renovar la amistad con un ladrón? —pregunté.

Ivarr se me quedó mirando, sus ojos de serpiente eran ilegibles.

—Ayer observé a una cabra vomitar —repuso—, y lo que vomitó me recordó a ti.

—Yo vi una cabra cagar ayer —repliqué—, y lo que cayó me recordó a ti.

Ivarr hizo un gesto despectivo, pero decidió no seguir intercambiando insultos. Su hijo, sin embargo, desenvainó su espada, e Ivarr levantó una mano para indicar al joven que la hora de la matanza aún no había llegado.

—Márchate —le dijo a Guthred—, márchate lejos y olvidaré que te conozco.

—El cagarro de cabra me recordó a ti —le dije—, pero su olor me recordó al de tu madre. Era un olor rancio, pero ¿qué se puede esperar de una puta que pare un ladrón?

Uno de los guerreros contuvo al hijo de Ivarr. El propio Ivarr se me quedó mirando en silencio un rato.

—Puedo prolongar tu muerte tres puestas de sol —dijo al final.

—Pero si devuelves lo robado, ladrón —le dije—, y aceptas el juicio del buen rey Guthred sobre tu crimen, puede que muestre misericordia.

Ivarr parecía más divertido que ofendido.

—¿Qué he robado? —preguntó.

—Montas mi caballo —contesté—, y quiero que me lo devuelvas ya.

Le dio una palmada al cuello a
Witnere.

—Cuando estés muerto —me dijo—, haré que te curtan y te conviertan en una silla, para que pueda pasar el resto de mi vida tirándome pedos encima de ti —miró a Guthred—. Márchate —le dijo—, márchate lejos. Deja a tu hermana de rehén. Te daremos unos momentos para que recuperes el juicio, y si no, te mataremos —le dio la vuelta al caballo.

—Cobarde —le grité. No me hizo caso, guió a
Witnere
por entre sus hombres para conducirlos hasta el muro de escudos—. Todos los Lothbrok son unos cobardes —dije—. Huyen. ¿Qué has hecho, Ivarr? Te meas en los pantalones por miedo a mi espada. ¡Saliste huyendo de los escoceses y ahora huyes de mí!

Creo que fue la mención de los escoceses lo que lo consiguió. Aquella gran derrota aún estaba tierna en la memoria de Ivarr, mi desprecio echó sal en la herida y, de repente, el temperamento Lothbrok, que hasta el momento había logrado contener, lo dominó. Hizo daño a
Witnere con
el tirón salvaje que pegó al bocado, pero
Witnere se
dio la vuelta obedientemente al tiempo que Ivarr desenvainaba. Espoleó en mi dirección, pero yo lo evité cruzándome en diagonal, colocándome en el amplio espacio frente a su ejército. Ahí era donde quería ver morir a Ivarr, delante de todos sus hombres, y ahí le di la vuelta al caballo. Ivarr me había seguido, pero frenó a
Witnere,
que piafaba sobre el suelo blando con la pata derecha.

Creo que Ivarr deseaba no haber perdido el control, pero ya era demasiado tarde. Era evidente para todos los hombres en ambos muros de escudos que había desenvainado y me había perseguido hasta el prado abierto, y no podía marcharse sin más y rehuir el desafío. Ahora tenía que matarme, y no estaba seguro de ser capaz. Era bueno, pero había sufrido lesiones, le dolían las articulaciones, y conocía mi reputación.

Su ventaja era
Witnere. Yo
conocía aquel caballo, y sabía que peleaba tan bien como muchos guerreros.
Witnere
destrozaría mi montura si tenía la oportunidad, y a mí también, así que mi primer objetivo era desmontar a Ivarr. Ivarr me observaba, creo que había decidido dejarme atacar, pues no lanzó a
Witnere
a la carga, pero en lugar de atacar, giré mi caballo hacia el muro de escudos de Ivarr.

—¡Ivarr es un ladrón! —le grité a su ejército.
Hálito-de-serpiente colgaba,
de mi costado—. ¡Es un ladronzuelo corriente —berreé—, que salió huyendo de los escoceses! ¡Corría como un cachorro apaleado! ¡Lloraba como un niño cuando nos lo encontramos! —Estallé en carcajadas y seguí mirando al muro de escudos de Ivarr—. Lloraba porque estaba herido —seguí—, y en Escocia le llaman Ivarr el Débil —por el rabillo del ojo vi que mi treta había funcionado y que Ivarr lanzaba a
Witnere
contra mí—. ¡Es un ladrón —grité—, y un cobarde! —Y mientras gritaba el último insulto, indiqué al caballo que girara con un toque de la rodilla y levanté el escudo. A
Witnere
sólo se le veían ojos y dientes blancos, enormes cascos que levantaban terrones húmedos, y cuando se acercó grité su nombre—.
¡Witnere! ¡Witnere!
—sabía que probablemente no era el nombre que Ivarr le había dado al caballo, pero quizá
Witnere
lo recordara, o me recordara a mí, pues movió las orejas, levantó la cabeza y frenó el paso cuando embestí directamente contra él.

Usé el escudo como arma. Me limité a empujar fuerte a Ivarr y, al mismo tiempo, me apoyé en mi estribo derecho; Ivarr intentaba darle la vuelta a
Witnere,
pero el enorme semental estaba confundido y desequilibrado. Mi escudo se estampó contra el de Ivarr y me tiré encima de él, usando mi peso para forzarlo a caer. Existía el riesgo de que me cayera yo y él quedara montado, pero no me atrevía a soltar escudo o espada para sujetar al caballo. Sólo podía esperar que mi peso lo tumbara.


¡Witnere!

volví a gritar, y el caballo medio se giró hacia mí, y ese pequeño movimiento, aunado a mi peso, fue suficiente para tirar a Ivarr de la silla. Él cayó por la derecha y yo entre los dos caballos. Me hice daño, y mi propio caballo me metió una coz sin querer que me empujó tras las patas traseras de
Witnere.
Me puse en pie a toda prisa, le di un cintarazo en la grupa a
Witnere
para que se marchara e inmediatamente me agaché debajo de mi escudo cuando Ivarr atacó. Se había recuperado más rápidamente que yo, y su espada se estrelló contra mi escudo, y debía de esperar que retrocediera tras aquel ataque, pero lo frené en seco. El brazo izquierdo, herido por la lanza en Dunholm me latía bajo la fuerza de su espada, pero yo era más alto, más pesado y más fuerte que Ivarr y empujé el escudo con fuerza para obligarlo a retroceder.

Sabía que iba a perder. Tenía edad suficiente para ser mi padre, y las viejas heridas lo lentificaban, pero seguía siendo un Lothbrok, que aprenden a luchar desde el momento en que los paren. Llegaba gruñendo, con la espada apuntando alto y luego golpeando bajo, y yo no dejé de moverme, paraba, recibía los golpes en el escudo, y ni siquiera me molestaba en contraatacar. Lo que hacía era burlarme de él. Le dije que era un viejo patético.

—Maté a tu tío —le hostigaba—, y no era mucho mejor que tú. Y cuando estés muerto, viejo, voy a destripar a esa rata que llamas hijo. Voy a echar su cadáver a los cuervos. ¿Eso es lo mejor que sabes hacer?

Intentó obligarme a dar la vuelta, pero con demasiada fuerza; resbaló en la hierba húmeda, perdió pie y se tuvo que apoyar en la rodilla. Estaba listo para el golpe de gracia, desequilibrado y con la mano de la espada en la hierba, pero yo me aparté y le dejé que se levantara, y todos los daneses lo vieron, como también vieron que tiraba mi escudo.

—Voy a darle una oportunidad —les dije—. Es un ladronzuelo miserable, ¡pero voy a darle una oportunidad!

—Hijo de puta sajón —gruñó Ivarr, y volvió a embestir. Así le gustaba pelear. Ataque, ataque, ataque, e intentaba usar su escudo para hacerme recular, pero yo me aparté y le metí un cintarazo en la parte de atrás del casco. El golpe lo hizo tropezar una segunda vez, y volví a apartarme. Quería humillarlo.

Ese segundo tropezón lo volvió cauteloso, así que empezó a rodearme con cuidado.

—Me convertiste en esclavo —le dije—, y ni siquiera eso fuiste capaz de hacerlo bien. ¿Quieres darme tu espada?

—Cagarro de cabra —contestó. Llegó rápido, apuntando a mi garganta; en el último momento bajó la espada para ensartarme la pierna izquierda, pero me hice a un lado y volví a golpearle con la parte plana de
Hálito-de-serpiente,
esta vez en la grupa, para apartarlo.

—Dame tu espada —le dije—, y te dejaré vivir. Te meteremos en una jaula y te pasearé por Wessex. Aquí está Ivarr Ivarson, un Lothbrok, le diré a la gente. Un ladrón que huyó de los escoceses.

—Hijo de la gran puta —y volvió a lanzarse contra mí, esta vez intentando destriparme con un molinete salvaje, pero me eché hacia atrás y su enorme hoja silbó al pasar junto a mí, él emitió un gruñido al recuperar el arma en la posición inicial, ya entonces preso de la furia y la desesperación, y embestí con
Hálito-de-serpiente
hacia delante, de modo que atravesó el escudo y le golpeó en el pecho con tanta fuerza que lo hizo retroceder. Se tambaleó con mi siguiente ataque, un lance rápido que produjo resonancia en su casco, y volvió a tambalearse de nuevo, mareado por el golpe. Mi tercer ataque se estrelló contra su espada, con un impacto tal que no fue capaz de resistirlo, y coloqué la punta de
Hálito-de-serpiente
en su garganta.

—Cobarde —le dije—, ladrón.

Gritó con furia y se rehízo con un lance salvaje, pero me eché atrás y lo dejé pasar. Con un hendiente brutal, le estampé
Hálito-de-serpiente
en la muñeca derecha. Perdió el aliento, pues le había roto los huesos de la muñeca.

—Es difícil pelear sin espada —le dije, y volví a atizarle, esta vez dándole a la espada, de modo que se le escapó de la mano. En ese momento vi el terror en sus ojos. No el terror de un hombre que se enfrenta a la muerte, sino el de un guerrero que muere sin su espada en la mano—. Me convertiste en esclavo —le dije, e hinqué con fuerza
Hálito-de-serpiente
en la rodilla, y él intentó retroceder, alcanzar su espada, y le metí otro tajo a la rodilla, mucho más fuerte, rajé el cuero hasta llegar al hueso, e Ivarr cayó sobre una rodilla. Le di otro golpe en el casco con
Hálito-de-serpiente;
después me puse de pie detrás de él—. Me convirtió en esclavo —grité a sus hombres—, y me robó el caballo. Pero sigue siendo un Lothbrok —me agaché, recogí su espada por la hoja y se la tendí. El la cogió.

—Gracias —me dijo.

Luego lo maté. Le separé media cabeza de los hombros. Emitió un sonido como un borboteo, se estremeció y se desplomó sobre la hierba, pero siguió sujetando su espada. Si le hubiera dejado morir sin la espada, la mayoría de los daneses me habría considerado innecesariamente cruel. Entendían que era mi enemigo, y entendían que tenía motivos para matarlo, pero nadie creería que merecía que le negaran el salón de los muertos. Y un día, pensé, Ivarr y su tío me darían la bienvenida allí, pues en el salón de los muertos todos festejamos con nuestros enemigos y recordamos nuestras peleas y volvemos a repetirlas una y otra vez.

Entonces se oyó un grito y me di la vuelta para ver a Ivar, su hijo, galopando hacia mí. Llegaba como había venido antes su padre, todo furia y violencia sin sentido, y se agachó para partirme en dos con la espada, pero yo estaba al quite, y
Hálito-de-serpiente
era sin duda alguna la mejor espada de las dos. El golpe me retumbó en el brazo, pero la hoja de Ivar se partió. Galopó a mi lado, sosteniendo un palmo de espada, y dos de los hombres de su padre se acercaron a él y lo sacaron de allí antes de que se hiciera matar. Yo llamé a
Witnere.

Se acercó. Le di una palmada en el hocico, agarré la silla y me monté encima. Después lo hice girar hacia el muro de escudos de Ivarr, ahora sin líder, e hice un gesto a Guthred y Ragnar para que se me unieran. Nos detuvimos a veinte pasos de los abigarrados escudos daneses.

—Ivarr Ivarson se ha marchado al Valhalla —les grité—, ¡y no ha muerto vergonzosamente! ¡Soy Uhtred Ragnarson! ¡El hombre que mató a Ubba Lothbrokson y éste es mi amigo, el conde Ragnar, que mató a Kjartan el Cruel! Servimos al rey Guthred.

—¿Sois cristiano? —preguntó un hombre.

Le mostré mi amuleto del martillo. Los hombres hacían correr la voz de la muerte de Kjartan por la larga hilera de escudos, hachas y espadas.

—¡No tengo nada de cristiano! —les grité cuando se quedaron en silencio de nuevo—. ¡Pero he visto la magia cristiana! ¡Y los cristianos han obrado su magia en el rey Guthred! ¿Es que nunca habéis sido víctimas de hechiceros? ¿A ninguno se le ha muerto el ganado o se le han puesto enfermas las mujeres? Todos conocéis la hechicería, ¡y los hechiceros cristianos obran una magia muy poderosa! Tienen cadáveres y cabezas cortadas, y los usan para hacer magia, ¡y han echado sus conjuros sobre nuestro rey! Pero el hechicero cometió un error. Se volvió avaricioso, ¡y anoche robó el tesoro del rey Guthred! ¡Sin embargo, Odín ha apartado los conjuros! —Me volví sobre la silla y vi que por fin Finan llegaba desde el fuerte.

Lo había retrasado una refriega a la entrada del fuerte. Unos religiosos intentaban evitar que Finan y Sihtric se marcharan, pero una veintena de los daneses de Ragnar intervinieron, y el irlandés llegó cabalgando por los pastos. Traía al padre Hrothweard. O más bien Finan traía un buen puñado del pelo de Hrothweard, de modo que el cura no tenía más remedio que seguir al caballo del irlandés a trompicones.

—¡Éste es el hechicero cristiano, Hrothweard! —grité—. Atacó al rey Guthred con hechizos, con la magia de los cadáveres, ¡pero lo hemos descubierto y le hemos quitado el mal de ojo al rey Guthred! Y ahora os pregunto, ¿qué tendríamos que hacer con el hechicero?

Sólo había una respuesta para eso. Los daneses, que sabían de sobra que Hrothweard había sido el consejero de Guthred, lo querían muerto. Hrothweard, mientras tanto, se postraba de rodillas sobre la hierba, con las manos entrelazadas, mirando a Guthred.

—¡No, señor! —suplicó.

—¿Tú eres el ladrón? —preguntó Guthred. Parecía no creérselo.

—He encontrado la reliquia en su equipaje, señor —dijo Finan, y tendió el tarro de oro hacia Guthred—. Estaba envuelto en una de sus camisas, señor.

—¡Miente! —protestó Hrothweard.

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