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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (42 page)

BOOK: Los señores del norte
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Y de repente Thyra empezó a llorar. No eran gritos, sollozos y falta de aire, sólo un llanto suave. Reposó la cabeza sobre el hombro de Beocca, él la rodeó con sus brazos, la acunó y nos miró con resentimiento, como si nosotros, manchados de sangre, armados y fieros, fuéramos los aliados de los demonios que acababa de expulsar.

—Ahora está bien —dijo incómodo—. Ahora está bien. Por el amor de Dios, ¿queréis marcharos ya? —Esa malhumorada orden era para los perros, que, increíblemente, le obedecieron, se escabulleron y dejaron de amenazar a Ragnar—. Tiene que entrar en calor —dijo Beocca—, y tenemos que vestirla como es debido.

—Sí —contesté—. Es necesario.

—Bueno, si no piensas hacerlo —contestó Beocca indignado, porque no me había movido—, ya lo haré yo —y condujo a Thyra hacia la casa de Kjartan, donde el humo aún salía del agujero en el techo. Ragnar fue detrás de ellos, pero yo sacudí la cabeza y se detuvo. Apoyé el pie derecho sobre el vientre de Kjartan y liberé a
Rompecorazones.
Le entregué la espada a Ragnar y me abrazó, pero no había júbilo en ninguno de los dos. Habíamos hecho lo imposible, habíamos tomado Dunholm, pero Ivarr seguía vivo, e Ivarr era el mayor enemigo.

—¿Qué voy a decirle a Thyra? —me preguntó Ragnar.

—Dile la verdad —le dije, porque no sabía qué más decir, y me fui a buscar a Gisela.

* * *

Gisela y Brida lavaron a Thyra. Le lavaron el cuerpo y el pelo, le quitaron la enredadera muerta y le peinaron el pelo dorado, se lo secaron ante la gran hoguera en la casa de Kjartan, y después la vistieron con un vestido de lana y una capa de pelo de nutria. Ragnar habló con ella junto al fuego. Hablaron a solas y yo salí con el padre Beocca fuera de la casa. Había dejado de llover.

—¿Quién es Abaddón? —le pregunté.

—Yo fui responsable de tu educación —me dijo—, y me avergüenzo de mí mismo. ¿Cómo puedes no saber eso?

—Bueno, pues no lo sé —contesté—. ¿Quién es?

—El ángel oscuro del pozo sin fondo, por supuesto. Estoy seguro de que te he hablado de eso. Es el primer demonio que te atormentará si no te arrepientes y te conviertes en cristiano.

—Sois un hombre valiente, padre —le dije.

—Tonterías.

—Intenté llegar a ella —le dije—, pero me asustaron los perros. Han matado a más de treinta hombres hoy, y vos habéis pasado tan tranquilo entre ellos.

—Son sólo perros —dijo quitándole importancia—. Si Dios y san Cutberto no pueden protegerme de unos perros, ¿qué saben hacer?

Lo detuve, le puse las dos manos sobre los hombros y le di un apretón.

—Habéis sido muy valiente, padre —insistí—, y os saludo.

Beocca quedó enormemente complacido con el cumplido, pero intentó aparentar modestia.

—Yo me limité a rezar —dijo—, Dios hizo el resto —lo dejé marchar y siguió caminando; le dio una patada a una lanza con el pie malo—. No creía que los perros fueran a hacerme daño —me dijo—, porque a mí siempre me han gustado los perros. Tenía uno de niño.

—Tendríais que buscaros otro —le dije—. Un perro os haría compañía.

—Cuando era niño no podía trabajar —prosiguió como si no hubiera hablado—. Bueno, podía recoger piedras y asustar a los pájaros para que no se comieran las semillas nuevas, pero no podía trabajar como es debido. El perro era mi amigo, pero se murió. Lo mataron otros chicos —parpadeó unas cuantas veces—. Thyra es una mujer hermosa, ¿verdad? —preguntó esperanzado.

—Ahora sí —coincidí.

—Esas cicatrices en sus brazos y piernas —dijo—, pensaba que Kjartan o Sven la habían cortado. Pero no fueron ellos. Se lo ha hecho sola.

—¿Se lo ha hecho sola? —pregunté.

—Sí, se cortó con cuchillos, me lo contó. ¿Por qué haría eso?

—¿Para volverse fea? —sugerí.

—Pero no lo es —contestó Beocca confundido— Es hermosa.

—Sí —le dije—, lo es, y volví a sentirlo por Beocca. Se hacía viejo y siempre había sido cojo y feo, y siempre había querido casarse, y ninguna mujer había aparecido. Habría tenido que hacerse monje, que no se les permite el matrimonio. Pero era cura, y tenía mente de cura, pues me miró con severidad y me dijo:

—Alfredo me ha enviado para predicar la paz —dijo—, y te he visto matar a un hermano y ahora esto —hizo una mueca al ver los muertos.

—Alfredo nos ha enviado para poner a salvo a Guthred —le recordé.

—Y para asegurarnos de que san Cutberto está a salvo —insistió.

—Así lo haremos.

—No nos podemos quedar aquí, Uhtred, tenemos que volver otra vez a Cetreht —me miró con alarma en el ojo bueno—. ¡Tenemos que derrotar a Ivarr!

—Lo haremos, padre —le dije.

—¡Tiene el mayor ejército de Northumbria!

—Pero morirá solo, padre —le dije, y no estaba seguro de por qué lo había dicho. Las palabras llegaron solas, y pensé que un dios había hablado a través de mí—. Morirá solo —repetí—, lo prometo.

Pero antes había que hacer otras cosas. Estaba el tesoro de Kjartan, que había que desenterrar en la casa donde se guardaban los perros, y pusimos a los esclavos de Kjartan a trabajar, a cavar en aquel suelo que apestaba a mierda, y debajo estaban los barriles de plata y las cubas de oro, había cruces de iglesias, brazaletes y bolsas de cuero llenas de ámbar, azabache y granates, incluso rollos de preciosa seda importada que se había medio podrido en la tierra húmeda. Los guerreros derrotados de Kjartan construyeron una pira para sus muertos, aunque Ragnar insistió en que ni Kjartan ni lo que quedaba de Sven recibieran ese funeral. Lo que hicieron fue arrebatarles la ropa y la armadura y echar sus cuerpos desnudos a los cerdos que se habían librado de la matanza de otoño y vivían en la esquina noroeste del complejo.

Rollo quedó al cargo de la fortaleza. Guthred, en la emoción de la victoria, había anunciado que la fortaleza era ahora de su propiedad y que se convertiría en una fortaleza real de Northumbria, pero yo me lo llevé a un aparte y le dije que se la entregara a Ragnar.

—Ragnar será tu amigo —le dije—, y puedes confiar en que va a guardar Dunholm —yo también podía confiar en que Ragnar asaltaría las tierras de Bebbanburg y mantendría a raya a mi traicionero tío.

Así que Guthred entregó Dunholm a Ragnar, y Ragnar se lo encomendó a Rollo, a quien dejamos con sólo treinta hombres para defender las murallas, mientras nosotros nos dirigíamos al sur. Más de cincuenta hombres de Kjartan juraron lealtad a Ragnar, pero sólo después de que estableciera que ninguno había tomado parte en la quema en la que asesinaron a sus padres. Cualquier hombre que hubiera contribuido en aquel asesinato, murió. El resto cabalgaron con nosotros, primero a Cetreht y luego a enfrentarse a Ivarr.

Así que habíamos terminado la mitad del trabajo. Kjartan el Cruel y Sven el Tuerto estaban muertos, pero Ivarr seguía vivo y Alfredo de Wessex, aunque no lo había dicho nunca, también lo quería muerto.

De modo que cabalgamos al sur.

C
APÍTULO
XI

Partimos a la mañana siguiente. La lluvia se dirigía al sur, y dejaba a su paso un cielo claro rasgado por nubes apresuradas bajo las que cabalgamos desde la puerta de Dunholm. Dejamos el tesoro en manos de Rollo. Éramos todos hombres ricos, pues habíamos arrebatado la fortuna a Kjartan, y si sobrevivíamos a nuestro encuentro con Ivarr, repartiríamos aquellas riquezas. Yo había recuperado el tesoro que dejé en Fifhidan con creces, y regresaría con Alfredo como hombre rico, uno de los más ricos de su reino, y ese pensamiento me alegró el camino mientras seguíamos al estandarte del ala de águila de Ragnar hasta el vado más cercano del Wiire.

Brida cabalgaba con Ragnar, Gisela a mi lado, y Thyra no abandonaba la vera de Beocca. Nunca supe qué le dijo Ragnar en casa de Kjartan, pero se mostraba más calmada con él. La locura había desaparecido. Le cortaron las uñas, le recogieron el pelo bajo una gorrita blanca y aquella mañana saludó a su hermano con un beso. Aún parecía desgraciada, pero Beocca tenía palabras para consolarla y ella se apegó a esas palabras como si fueran agua y ella estuviera muriéndose de sed. Ambos montaban yeguas y Beocca, por una vez, olvidó su incomodidad en la silla mientras hablaba con Thyra. Veía su mano buena gesticular mientras hablaba. Detrás de él un sirviente conducía un caballo de carga que transportaba cuatro altas cruces de altar sacadas del tesoro de Kjartan. Beocca había exigido que fueran devueltas a la Iglesia, y ninguno pudimos negárselo, pues había demostrado ser tan héroe como cualquiera, y ahora se inclinaba hacia Thyra, hablaba a toda prisa, y ella escuchaba.

—Se hará cristiana en menos de una semana —me dijo Gisela.

—Antes —contesté.

—¿Y qué le va a pasar? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—La convencerá para que se meta en un convento, supongo.

—Pobre mujer.

—Por lo menos la enseñarán a obedecer —repliqué—. No convertirá a doce en trece.

Gisela me dio un puñetazo en el brazo, y se hizo más daño ella que me hizo a mí.

—Juré —me dijo, frotándose los nudillos donde se había rascado contra la malla— que en cuanto volviera a encontrarte, no te abandonaría. Nunca.

—¿Pero trece? —le pregunté—. ¿Cómo pudiste hacer eso?

—Porque sabía que los dioses estaban con nosotros —contestó sin más—. Eché las varillas de runas.

—¿Y qué dicen las runas de Ivarr? —le pregunté.

—Que morirá como una serpiente bajo una azada —repuso sombría, después se estremeció cuando un pedazo de barro, arrojado por uno de los cascos del caballo de Steapa, le dio en la cara. Se lo limpió, después frunció el ceño—. ¿Tenemos que ir a Wessex?

—Eso le juré a Alfredo.

—¿Se lo juraste?

—Le presté juramento.

—Pues entonces tenemos que ir a Wessex —comentó sin entusiasmo—. ¿Te gusta?

—No.

—¿Y Alfredo?

—Tampoco.

—¿Por qué no?

—Es demasiado pío —le dije—, y demasiado directo. Y apesta.

—Todos los sajones apestan —contestó.

—El apesta más que el resto. Es por su enfermedad. Está siempre cagándose por la pata abajo.

Puso una mueca.

—¿Y no se lava?

—Por lo menos una vez al mes —contesté—, y probablemente más a menudo. Es muy maniático con lo de lavarse, pero apesta igualmente. ¿Yo apesto?

—Como un jabalí—contestó sonriendo—. ¿Me gustará Alfredo?

—No. No te dará su aprobación porque no eres cristiana.

Eso le hizo gracia.

—¿Qué hará contigo?

—Me dará tierras —contesté con firmeza—, y esperará que luche por él.

—¿Lo que significa que pelearás contra los daneses?

—Los daneses son enemigos de Alfredo —contesté—. Sí lucharé contra los daneses.

—Pero son mi pueblo —contestó.

—Y yo le he prestado juramento a Alfredo —le dije—, así que tengo que hacer lo que desea —me incliné hacia atrás cuando el caballo empezó a bajar por una empinada pendiente—. Me encantan los daneses —le dije—, me gustan mucho más de lo que me gustan los sajones de Wessex, pero es mi destino luchar por Wessex.
Wyrd bid ful arced.

—¿Qué significa?

—Que el destino es el destino. Que nos gobierna.

Pensó sobre ello. Llevaba otra vez la malla, pero se había colgado alrededor del cuello un torques de oro que había sacado de los tesoros de Kjartan. Estaba hecho con siete hebras enrolladas en una; había visto cosas similares extraídas de las tumbas de antiguos jefes britanos. Le daba un aspecto salvaje, que le sentaba bien. Llevaba el pelo negro recogido bajo un gorro de lana, tenía una mirada ausente en su largo rostro, y pensé que podría quedarme mirándola toda la vida.

—¿Y cuánto tiempo tienes que ser el hombre de Alfredo?

—Hasta que me libere de mi juramento —le dije—, o hasta que él o yo muramos.

—Pero dices que está enfermo. ¿Cuánto puede quedarle?

—Probablemente no demasiado.

—¿Y quién será rey luego?

—No lo sé —contesté, y deseé saberlo. El hijo de Alfredo, Eduardo, era un niño llorón, demasiado joven para gobernar, y su sobrino, Etelwoldo, a quien Alfredo había usurpado el trono, era un borracho y un patán. El patán borracho tenía más derechos al trono, y de repente me encontré deseando que Alfredo viviera muchos años. Eso me sorprendió. Le había contado a Gisela la verdad, que no me gustaba Alfredo, pero reconocía que era el auténtico poder en la isla de Gran Bretaña. Nadie más tenía su visión, ni su determinación, y la muerte de Kjartan no había sido tanto obra nuestra como de Alfredo. Nos había enviado al norte, consciente de que haríamos lo que quería aunque no nos lo hubiera dicho explícitamente, y me sorprendió el pensamiento de que la vida como su vasallo no tendría por qué ser tan aburrida como yo me temía. Pero si moría pronto, pensé, eso supondría el final de Wessex. Los
thane
lucharían por su corona y los daneses olerían la debilidad y vendrían como cuervos a rapiñar el cadáver.

—Si eres el vasallo de Alfredo —preguntó Gisela con cautela, y su pregunta revelaba que había estado pensando lo mismo que yo—, ¿por qué te ha dejado venir?

—Porque quiere que tu hermano reine en Northumbria.

Pensó sobre ello.

—¿Porque Guthred es más o menos cristiano?

—Eso es importante para Alfredo —le dije.

—¿Porque Guthred es débil? —sugirió.

—¿Es débil?

—Sabes que sí —se burló—. Es muy amable, y a la gente le ha gustado siempre, pero no sabe ser implacable. Tendría que haber matado a Ivarr cuando lo vio por primera vez, y tendría que haber desterrado a Hrothweard hace mucho, pero no se atrevió. Tiene demasiado miedo a san Cutberto.

—¿Y por qué iba a querer Alfredo un rey débil en el trono de Northumbria? —pregunté insulsamente.

—Para que Northumbria sea débil cuando los sajones intenten recuperar su tierra —contestó.

—¿Eso dicen tus runas que va a ocurrir? —le pregunté.

—Dicen que tendré dos hijos y una hija, y que un hijo te partirá el corazón, el otro te hará sentir orgulloso y tu hija será madre de reyes.

Me reí de la profecía, no para burlarme, sino por lo segura que lo decía.

—¿Y significa eso que vendrás a Wessex, aunque luche contra los daneses?

—Significa que no me voy a separar de tu lado. Ese es mi juramento.

Ragnar había enviado exploradores por delante, y a medida que transcurría el día iban regresando en caballos agotados. Ivarr, habían oído, había tomado Eoferwic. No le había costado demasiado. La guarnición reducida de la ciudad la había rendido antes de morir masacrados en las calles. Ivarr se había llevado todo el botín que había encontrado, había dispuesto una nueva guarnición en las murallas y marchaba de regreso al norte. Aún no sabría de la caída de Dunholm, así que estaba claro que esperaba atrapar a Guthred que, debió de suponer, o se había entretenido en Cetreht o vagaba desconsoladamente hacia los páramos de Cumbraland. El ejército de Ivarr, habían oído los exploradores, era una horda. Algunos hombres decían que Ivarr comandaba dos mil lanzas, una cifra que Ragnar y yo no nos creímos. Aunque sí era cierto que los hombres de Ivarr superaban a los nuestros en número con mucho, y era probable que marchara hacia el norte por la misma calzada romana por la que nosotros viajábamos hacia el sur.

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