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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (19 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Gisela está enferma —me dijo Hild más tarde, aquella noche—, tiene fiebre. No tendría que haber comido carne.

A la mañana siguiente le compré unas varillas de runas a uno de los hombres de Ulf. Eran varillas negras, más largas que las blancas que habían ardido, y las pagué caras. Se las llevé a la cabaña de Gisela, pero una de las mujeres dijo que Gisela tenía una enfermedad de mujeres y que no podía verme. Le dejé las varillas. Predecían el futuro, y mejor me habría lucido el pelo, mucho mejor, si me las hubiera tirado yo mismo. Pero lo que hice fue marcharme de caza.

* * *

Era un día caluroso. Aún se amontonaban las nubes oscuras en el oeste, pero no parecían acercarse más, y el sol pegaba con fuerza, de modo que sólo la veintena de hombres que componía nuestra guardia llevaba malla. No esperábamos encontrar enemigos. Guthred nos guiaba, Ivarr y su hijo nos acompañaban, también estaba allí Ulf, así como los dos monjes, Jaenberht e Ida, que vinieron a decir oraciones por los monjes que habían sido masacrados en Gyruum. No les conté que estuve en la masacre, que había sido obra de Ragnar
el Viejo.
Tenía una buena causa. Los monjes habían matado daneses y Ragnar los había castigado, aunque hoy en día siempre cuentan que los monjes estaban rezando inocentemente y murieron como mártires impolutos. En verdad eran malvados asesinos de mujeres y niños, pero ¿qué oportunidad tiene la verdad cuando los curas cuentan la historia?

Guthred estaba contentísimo aquel día. No dejaba de hablar, se reía de sus propias gracias, e incluso intentó arrancarle una sonrisa a Ivarr. Ivarr sólo habló para aconsejar a su hijo en la cetrería. Guthred me había prestado su halcón, pero al principio cabalgábamos por terreno boscoso, donde un halcón no puede cazar, así que su cernícalo tenía ventaja y le trajo dos grajos de entre las ramas. Vitoreó a cada pieza. Hasta que llegamos a cielo abierto junto al río, mi halcón no pudo volver a levantar el vuelo y desplomarse rápido sobre un pato, pero el halcón falló y el pato salió volando hasta un grupo de alisos.

—Hoy no es tu día de suerte —me dijo Guthred.

—Puede que se nos acabe la suerte a todos pronto —comenté, y señalé hacia el oeste donde se acumulaban las nubes—. Va a haber tormenta.

—A lo mejor esta noche —dijo quitándole importancia—, no caerá hasta la noche. Le había entregado el cernícalo a su sirviente y yo le tendí el halcón a otro. El río quedaba ahora a nuestra izquierda y teníamos delante los edificios de piedra quemados del monasterio de Gyruum, construido junto a la orilla del río, donde el terreno se elevaba sobre las salinas. La marea estaba baja y las trampas para peces se extendían hasta el río, que se encontraba con el mar a poca distancia hacia el este.

—Gisela tiene fiebre —me dijo Guthred.

—Eso me han dicho.

—Eadred dice que la va tocar con el paño que cubre el rostro de san Cutberto. Dice que la curará.

—Eso espero —contesté obedientemente. Delante de nosotros Ivarr y su hijo cabalgaban con una docena de sus seguidores protegidos con cota de malla. Si ahora se daban la vuelta, pensé, podrían asesinarnos a Guthred y a mí, así que me incliné y frené al caballo para que nos alcanzaran los hombres de Ulf.

Guthred me dejó hacerlo, pero le divertía.

—No es un enemigo, Uhtred.

—Un día —le contesté—, tendréis que matarle. Ese día, señor, estaréis a salvo.

—¿Ahora no lo estoy?

—Tenéis un ejército pequeño, y no entrenado —contesté—, e Ivarr volverá a reunir hombres. Contratará daneses de espada, de escudo y de lanza para volver a ser señor de Northumbria. Ahora es débil, pero no siempre lo va a ser. Por eso desea Dunholm, porque le volvería a dar poder.

—Ya lo sé —respondió Guthred con paciencia—. Todo eso lo sé.

—Y si casáis a Gisela con el hijo de Ivarr —proseguí—, ¿cuántos hombres os va a proporcionar?

Me miró con severidad.

—¿Y cuántos hombres me vas a dar tú? —preguntó, pero no esperó mi respuesta.

Lo que hizo fue espolear al caballo y apresurarse loma arriba hasta el monasterio en ruinas que los hombres de Kjartan habían usado como su casa. Habían construido un techo de paja entre los muros de piedra, y debajo había un hogar y una docena de plataformas para dormir. Los hombres que vivían allí debían de haber regresado a Dunholm antes incluso de que cruzáramos el río de camino al norte, pues la casa hacía tiempo que estaba desierta. La hoguera estaba fría. Más allá de la colina, en el amplio valle entre el monasterio y el viejo fuerte romano en el cabo, estaban los corrales de los esclavos, que no eran más que vallas de juncos en un recinto de estacas. Estaban todos vacíos. Arriba del viejo fuerte vivía alguien que controlaba un alto faro que debían encender si llegaba un asalto por el río. Dudo mucho de que lo usaran nunca, pues no sé qué danés asaltaría las tierras de Kjartan, pero había un único barco bajo la colina del faro, anclado donde el río Tine giraba hacia el mar.

—Vamos a ver qué hace aquí —ordenó Guthred sombrío, como si le supiera mal la presencia del barco; después ordenó a sus tropas personales que derrumbaran las vallas de juncos y las quemaran con el techo de paja—. ¡Quemadlo todo! —ordenó. Observó mientras empezaba el trabajo, después me sonrió—. ¿Vamos a ver qué es ese barco?

—Es un comerciante —le dije. Era un barco danés, pues ningún otro tipo navegaba aquellas costas, pero evidentemente no se trataba de un barco de guerra, pues su casco era más corto y el bao más ancho que el de los barcos de guerra.

—Pues vamos a decirle que aquí ya no hay nadie con quien comerciar —contestó Guthred—, al menos ningún comercio de esclavos.

Ambos cabalgamos hacia el este. Nos acompañaba una docena de hombres. Ulf era uno de ellos, Ivarr y su hijo también vinieron, y detrás venía Jaenberht, no se fuera a perder algo, que no dejaba de agobiar a Uhtred con que había que empezar a reconstruir el monasterio.

—Primero tenemos que acabar la iglesia de san Cutberto —le dijo al monje.

—Pero también hay que reconstruir la casa que aquí había —insistió Jaenberht—, es un lugar sagrado. El muy santo Beda vivió aquí.

—Lo reconstruiremos —le prometió Guthred, después frenó a su caballo frente a una cruz de piedra que había sido derrumbada de su pedestal y ahora yacía semienterrada entre los hierbajos. Era una fina pieza labrada, con bestias enroscadas, plantas y santos—. Y esta cruz volverá a erguirse —dijo, y después miró a su alrededor por toda la curva del río—. Un buen lugar —concluyó.

—Desde luego —coincidí.

—Si los monjes regresan —dijo—, volverán a hacerlo próspero. Pescado, sal, cosechas, ganado. ¿Cómo consigue dinero Alfredo?

—Impuestos —le contesté.

—¿También se los impone a la iglesia?

—No le gusta —respondí—, pero lo hace cuando las cosas se ponen difíciles. Después de todo, deben pagar para protegerse.

—¿Acuña su propio dinero?

—Sí, señor.

Se rió.

—Qué complicado es ser rey. A lo mejor tendría que visitar a Alfredo. Pedirle consejo.

—Eso le gustaría —contesté.

—¿Me daría la bienvenida? —sonaba precavido.

—Desde luego.

—¿Aunque sea danés?

—Porque sois cristiano —respondí.

Pensó sobre ello, después se acercó a donde el camino se enroscaba por un pantano y cruzaba un arroyuelo en el que dos
ceorls
ponían trampas para anguilas. Se arrodillaron cuando pasamos, y Guthred les dedicó una sonrisa que ninguno de los dos vio porque tenían las cabezas gachas. Había cuatro hombres en la orilla junto al barco atracado, pero ninguno llevaba armas, y supongo que sólo se acercaban a saludar y asegurarnos que no pretendían ningún mal.

—Dime —me preguntó de repente Guthred—, ¿es Alfredo distinto por ser cristiano?

—Sí —contesté.

—¿En qué sentido?

—Está decidido a ser bueno, señor —respondí.

—Nuestra religión —dijo, olvidando por un instante que se había bautizado— no hace eso, ¿verdad?

—¿No lo hace?

—Odín y Thor quieren que seamos valientes —dijo—, y quieren que los respetemos, pero no nos hacen buenos.

—No —coincidí.

—Así que el cristianismo es distinto —insistió, después frenó al caballo cuando el camino terminó en un escalón de arena y guijarros. Los cuatro hombres esperaban a unos cientos de pasos, al otro extremo de la playa de guijarros—. Dame tu espada —me dijo Guthred de repente.

—¿Mi espada?

Sonrió con paciencia.

—Esos marineros no están armados, Uhtred, y quiero que vayas a hablar con ellos, así que dame tu espada.

Sólo iba armado con
Hálito-de-serpiente.

—Detesto ir desarmado, señor —protesté.

—Es una muestra de cortesía, Uhtred —insistió Guthred, y tendió su mano.

No me moví. Ninguna muestra de cortesía de las que yo conocía requería que un señor se quitase la espada antes de hablar con marineros corrientes. Me quedé mirando a Guthred y detrás de mí oí hojas que salían de sus vainas.

—Dame la espada —repitió Guthred—, después camina hacia los hombres. Yo te sujetaré el caballo —recuerdo haber mirado a mi alrededor y ver el pantano detrás y el escalón de guijarros enfrente y pensar que sólo tenía que hincar las espuelas y salir al galope, pero Guthred se me acercó y me cogió las riendas—. Dales la bienvenida de mi parte —dijo con voz forzada.

Aún podía haberme marchado al galope, arrancarle las riendas de la mano, pero Ivarr y su hijo me rodearon. Ambos tenían espadas y el semental de Ivarr bloqueaba el paso a
Witnere,
que atizaba mordiscos irritado. Calmé al caballo.

—¿Qué habéis hecho, señor? —le pregunté a Guthred. Por un instante, se quedó callado. De hecho, parecía incapaz de mirarme, pero luego se obligó a contestar.

—Tú me lo dijiste —contestó—, Alfredo haría lo que hiciera falta para conservar su reino. Es lo que estoy haciendo.

—¿Y qué es?

Tuvo la decencia de parecer avergonzado.

—Ælfric de Bebbanburg está enviando tropas para ayudar a capturar Dunholm —dijo. Me lo quedé mirando—. Viene —prosiguió— para prestarme juramento de lealtad.

—Yo también os lo presté —respondí con amargura.

—Y yo juré liberarte de él —contestó—, cosa que hago ahora.

—¿Así que me entregáis a mi tío? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—El precio de tu tío era tu vida, pero me he negado. Te vas a marchar, Uhtred. Eso es todo. Te irás lejos. Y a cambio de tu exilio yo conseguiré la alianza de muchos guerreros. Tenías razón. Necesito guerreros. Ælfric de Bebbanburg me los puede proporcionar.

—¿Y por qué tengo que irme al exilio desarmado? —le pregunté, tocando la empuñadura de
Hálito-de-serpiente.

—Dame la espada —dijo Guthred. Dos de los hombres de Ivarr estaban detrás de mí, ambos con las espadas desenvainadas.

—¿Por qué tengo que irme desarmado? —volví a preguntar.

Guthred miró el barco, después volvió a mirarme a mí. Se obligó a decir lo que tenía que decir.

—Irás desarmado —me dijo— porque lo que yo fui vas a serlo tú también. Ese es el precio de Dunholm.

Por un instante no pude ni respirar ni hablar, y me llevó un momento convencerme de que aquello significaba lo que yo estaba entendiendo.

—¿Me vendéis como esclavo? —pregunté.

—Al contrario —contestó—, estoy pagando para que te lleven como esclavo. Ve con Dios, Uhtred.

En aquel momento, detesté a Guthred, aunque una pequeña parte de mí reconocía que estaba siendo despiadado y que eso formaba parte del reinado. No podía darle más que dos espadas, y mi tío Ælfric le podía proporcionar trescientas espadas y lanzas, así que había tomado una decisión. Era, por supuesto, la decisión correcta, y yo había sido un imbécil por no verlo venir.

—Márchate —dijo Guthred con más dureza, y yo juré vengarme y estampé los talones en los flancos de
Witnere,
pero el caballo de Ivarr lo desequilibró inmediatamente, así que cayó de rodillas y yo resbalé por su cuello—. ¡No lo matéis! —gritó Guthred, y el hijo de Ivarr me dio un cintarazo con la espada de modo que caí del caballo, y cuando me puse en pie
Witnere
estaba a salvo en manos de Ivarr y los hombres de Ivarr estaban encima de mí con las espadas en mi cuello.

Guthred no se había movido. Se limitaba a observarme, pero detrás de él, con una sonrisa en su rostro torcido, estaba Jaenberht, y entonces comprendí.

—¿Se ha encargado ese cabrón de arreglar esto? —le pregunté a Guthred.

—El hermano Jaenberht y el hermano Ida pertenecen a la casa de tu tío —admitió Guthred.

Y entonces comprendí lo cretino que había sido. Los dos monjes habían venido a Cair Ligualid y desde entonces habían estado negociando mi destino, y yo ni me había enterado.

Me sacudí el polvo del jubón de cuero.

—¿Podéis hacerme un favor, señor? —le pedí.

—Si me es posible.

—Entregadle mi espada y mi caballo a Hild. Entregádselo todo y decidle que me lo guarde.

Se detuvo.

—No vas a volver, Uhtred —respondió con amabilidad.

—Concededme ese favor, señor —insistí.

—Lo haré —me prometió Guthred—, pero dame la espada primero.

Me desabroché
Hálito-de-serpiente.
Pensé en desenvainarla y defenderme con su buena hoja, pero habría muerto en un instante, así que besé su empuñadura y se la entregué a Guthred. Después me quité los brazaletes, las señales de un guerrero, y se los entregué.

—Dádselos a Hild —le pedí.

—Lo haré —dijo, guardando los brazaletes, después miró a los cuatro hombres que esperaban por mí—. El conde Ulf encontró a estos hombres —dijo Guthred haciendo un gesto con la cabeza a los tratantes de esclavos—, no te conocen y sólo saben que te tienen que llevar lejos —ese anonimato era una especie de suerte. Si los tratantes de esclavos hubieran sabido cuánto me deseaba Ælfric, o cuánto pagaría Kjartan por mis ojos, no habría sobrevivido ni una semana—. Ahora márchate —me ordenó Guthred.

—Habríais podido alejarme sin más —le dije con amargura.

—Tu tío tenía un precio —contestó Guthred—, éste es. Quería tu muerte, pero aceptó esto a cambio.

Miré tras él, donde las nubes negras se amontonaban en el oeste como montañas. Estaban mucho más cerca y eran mucho más oscuras, y un viento frío refrescaba el ambiente.

—Tenéis que marcharos, señor —le dije—. Se avecina tormenta.

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