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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (38 page)

BOOK: Los señores del norte
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—¿Recordáis —le pregunté— cuando mi padre os ordenó que os quedarais a mi lado durante el asalto a Eoferwic?

—¡Pues claro que lo recuerdo! —contestó indignado—. Y no te quedaste conmigo, ¿a que no? ¡No, tenías que unirte a la batalla! Fue culpa tuya que te capturaran —yo tenía diez años y estaba desesperado por ver una batalla—. Si no te hubieras escapado —prosiguió aún en el mismo tono—, ¡jamás te habrían atrapado los daneses! Ahora serías cristiano. Me culpo. Tendría que haber atado tus riendas a las mías.

—Entonces también os habrían capturado —le dije—, pero quiero que hagáis lo mismo con Guthred mañana. Quedaos con él y no permitáis que arriesgue su vida.

Beocca parecía alarmado.

—¡Es un rey! Es un hombre hecho y derecho. No puedo decirle qué tiene que hacer.

—Decidle que Alfredo quiere que viva.

—Alfredo puede que quiera que viva —repuso sobriamente—, pero cuando un hombre toca una espada, pierde los sesos. ¡Ya lo he visto antes!

—Decidle que habéis tenido un sueño y que san Cutberto quiere que no se meta en líos.

—¡No me va a creer!

—Sí os creerá —le prometí.

—Lo intentaré —después me miró con el ojo bueno—. ¿Lo puedes hacer, Uhtred?

—No lo sé —le contesté honestamente.

—Rezaré por ti.

—Gracias, padre —le dije. Yo iba a rezar a todos los dioses que conocía, y añadir uno más no podía hacer ningún daño. Al final, pensé, todo estaba decidido por el destino. Las hilanderas ya sabían lo que planeábamos y sabían cómo terminarían aquellos planes, sólo podía esperar que no estuvieran sacando la tijera para cortar los hilos de mi vida. Quizá, más que ninguna otra cosa, la locura de mi idea era lo que le daría alas para surtir efecto. Desde que regresé por primera vez, se respiraba locura en el aire de Northumbria. Una locura asesina era lo que había tenido lugar en Eoferwic, una chifladura sagrada en Cair Ligualid, y ahora aquella idea desesperada.

Había elegido a Steapa, que valía por tres o cuatro hombres. Me llevé a Sihtric porque, si entrábamos en Dunholm, conocería el terreno. Incluí a Finan porque el irlandés tenía furia en el alma y me parecía que se tornaría salvajismo en la batalla. Me llevé a
Clapa
porque era fuerte y audaz, y a Rypere porque era astuto y ágil. Los otros seis eran hombres de Ragnar, todos ellos fuertes, jóvenes y buenos con las armas; les conté qué íbamos a hacer, y me aseguré de que todos tuvieran una capa negra que los cubría de la cabeza a los pies. Les embadurné el rostro, las manos y los cascos con una mezcla de barro y ceniza.

—Nada de escudos —les dije. Era una decisión difícil, pues un escudo es un gran alivio en la batalla, pero los escudos eran pesados y, si se golpeaban contra piedras o árboles retumbarían como un tambor—. Yo iré primero —les dije—, y avanzaremos despacio. Muy despacio. Tenemos toda la noche.

Nos atamos todos juntos con riendas de cuero. Sabía lo fácil que resultaba perderse en la oscuridad, y aquella noche la oscuridad era absoluta. Si había algo de luna, estaba oculta por densas nubes desde las que llovía sin cesar, pero podíamos guiarnos con tres puntos de referencia. Primero por la pendiente misma. Mientras siguiera teniendo la pendiente a la derecha sabía que estábamos en el lado este de Dunholm. En segundo lugar, se oía el pasar del río al abrazar el peñasco, y estaban también las propias hogueras de Dunholm. Kjartan temía un asalto nocturno, así que hizo que sus hombres arrojaran troncos ardiendo desde la alta muralla en la puerta. Esos troncos iluminaban el camino; para encenderlos necesitaba una gran hoguera que ardía en el patio y el resplandor recortaba lo alto de la muralla y reverberaba con un rojo intenso en el vientre de las nubes bajas. Aquella luz cruda no iluminaba la ladera, pero estaba allí, más allá de las sombras negras, una tenue guía en nuestra oscuridad húmeda.

De mi cinto colgaban
Aguijón-de-avispa
y
Hálito-de-serpiente
y, como los demás, llevaba una lanza con la hoja envuelta en un pedazo de tela para que el metal no reflejara ninguna luz. Las lanzas nos servirían como varas en el terreno irregular, y nos permitirían tantearlo. No partimos hasta que se hizo completamente oscuro, pues no quería arriesgarme a que algún centinela agudo nos viera bajar hasta el río, pero incluso a oscuras el camino no fue muy penoso al principio, pues nuestras hogueras iluminaban la ladera. Nos alejamos de la fortaleza para que nadie en las murallas nos viera abandonar el campamento iluminado, y después bajamos hasta el río y giramos hacia el sur. Nuestra ruta iba por la base de la ladera, donde habían talado unos cuantos árboles y había que sortear los tocones. El suelo estaba lleno de zarzas. También habían dejado pequeñas ramas pudrirse e hicimos muchísimo ruido pisándolas, pero el sonido de la lluvia era mucho más fuerte y el río bullía y rugía a nuestra izquierda. Se me enganchaba la capa en las ramas cada dos por tres y el dobladillo acabó hecho jirones al liberarme. De vez en cuando, un rayo descomunal partía en dos el cielo del este, y cada vez nos quedábamos helados, y a la luz del relámpago azulado veíamos la fortaleza recortada encima de nosotros. Hasta se veían las lanzas de los centinelas, como chispas espinosas contra el cielo, y pensé que aquellos centinelas estarían helados, empapados y se sentirían fatal. El trueno llegaba un instante después y estaba siempre cerca, retumbando sobre nuestras cabezas, como si Thor golpeara su martillo de guerra contra un escudo de hierro gigante. Los dioses nos observaban. Eso lo sabía. Eso es lo que los dioses hacen en sus salones celestes. Nos observan y nos recompensan por nuestra audacia o nos castigan por nuestra insolencia, y me agarré el martillo de Thor para indicarle que quería su ayuda; Thor golpeó el cielo con sus truenos y yo lo interpreté como señal de su aprobación.

La ladera se volvía más empinada. La lluvia lavaba el terreno, que, en algunos lugares, no era más que barro líquido. Nos caíamos continuamente de camino hacia el sur. Los tocones eran menos abundantes, pero ahora había piedras incrustadas en la pendiente, y estaban mojadas, y tan resbaladizas que en algunos sitios nos vimos obligados a reptar. También estaba más oscuro, pues el peñasco sobresalía por encima de nosotros y ocultaba las almenas iluminadas por las hogueras. Así que reptamos, tropezamos y maldijimos mientras nos abríamos paso entre una negrura que acongojaba el alma. El río parecía estar muy cerca y temí resbalar en una losa de roca y caerme al agua.

Entonces mi lanza golpeó piedra y reparé en que habíamos llegado a la enorme roca que, en la oscuridad, parecía un acantilado monstruoso. Me pareció haber visto un paso junto al borde del río, y fue el camino que exploré, avanzando lentamente, siempre tanteando con la lanza, pero si había visto una ruta en el crepúsculo, ahora no era capaz de encontrarla. La roca parecía colgar sobre el agua, y no quedaba otra opción que escalar la ladera junto a la roca y después deslizarse por la cima convexa, así que empezamos a subir, palmo a palmo, agarrándonos a arbolitos y abriendo a puntapiés huecos en la tierra húmeda para poder apoyar los pies, y cada paso nos acercaba más a las murallas. Las cuerdas de cuero que nos sujetaban se enganchaban con todo tipo de ramas, y pareció que nos llevó una eternidad alcanzar el lugar en que la luz que brillaba por encima de la empalizada mostraba un camino hasta la cumbre.

La cumbre era una superficie de piedra desnuda, inclinada como un techo bajo y de unos quince pasos de ancho. El lado oeste se elevaba hacia las murallas y el este se despeñaba sobre el río, cosa que vi en el instante en que un rayo lejano se abrió paso entre las nubes del norte. El centro de la cima de la piedra, por donde tendríamos que pasar, no estaba a más de veinte pasos de la muralla de Kjartan y allí había un centinela, la punta de su lanza emitió un destello al reflejar el fuego blanco del rayo. Nos acurrucamos junto a la piedra y les ordené que nos soltáramos las cuerdas de cuero de los cintos. Las atamos todas en una sola cuerda y yo pasaría primero, dejando la cuerda detrás, y uno tras otro me seguirían.

—Uno cada vez —les dije—, y esperad hasta que tire de la cuerda. Tiraré de ella tres veces, ésa es la señal para que cruce el siguiente hombre —casi tenía que gritar para que me oyeran, con la que estaba cayendo y el viento huracanado—. Reptad bocabajo —les dije. Si caía otro rayo, un hombre tumbado cubierto por una capa embarrada tenía más posibilidades de no ser visto que un guerrero agachado—. Rypere el último —dije—, y que desate la cuerda.

Me pareció que sólo cruzar aquel pedazo de piedra descubierta nos llevó media noche. Yo pasé primero, repté a ciegas y tuve que avanzar a tientas con la lanza hasta encontrar un lugar por el que poder cruzar la roca. Después pegué un tirón y tras una interminable espera, oí a otro hombre reptar por la piedra. Era uno de los daneses de Ragnar. Los otros llegaron después, uno a uno. Los conté. Ayudamos a bajar a todos los hombres, y recé para que no hubiera rayos, pero justo cuando Steapa iba por la mitad, un tenedor blanco azulado azotó la colina y nos iluminó como gusanos atrapados en el fuego de los dioses. En aquel momento de claridad vi a Steapa temblar, y sobre nuestras cabezas aulló el viento y la lluvia pareció envilecerse.

—¡Steapa! —le grité—, ¡Venga! —pero estaba tan afectado que tuve que volver por encima de la piedra, cogerle la mano y convencerlo para que avanzara, y en aquel momento perdí la cuenta de los hombres que ya habían cruzado; así que, cuando creí que ya había llegado el último, descubrí que Rypere seguía aún en el otro lado. Cruzó rápidamente, enrollando la cuerda mientras avanzaba, y después la desunimos y volvimos a atarnos unos a otros. Estábamos todos helados y mojados, pero el destino había estado de nuestro lado hasta entonces, y no llegó ningún grito desde las murallas.

Resbalamos y casi nos caímos de la ladera, mientras buscábamos la orilla del río. En aquel lugar la colina era mucho más empinada, pero abundaban los sicómoros y los carpes, así que el trayecto era más sencillo. Nos dirigimos al sur, con las murallas a la derecha y el río ominoso y ruidoso a la izquierda. Había más rocas, ninguna del tamaño de la gigante que nos había bloqueado el paso antes, pero todas difíciles de negociar, y todas llevaron tiempo, demasiado, y entonces, mientras rodeábamos una de las rocas por arriba, a
Clapa
se le cayó la lanza, chocó contra unas piedras y acabó golpeando un árbol.

No parecía posible que el ruido se hubiera oído dentro de la muralla. Caían chuzos de punta sobre los árboles y el viento soplaba con fuerza, pero alguien en el fuerte oyó algo o sospechó algo, pues de repente tiraron un tronco ardiendo por la muralla que se estrelló contra las ramas húmedas. Lo arrojaron a unos veinte pasos al norte de donde estábamos; resultó que nos habíamos detenido mientras salvábamos otra roca y la luz de las llamas era débil. Sólo se veían sombras negras junto a las de los árboles. La lluvia pronto extinguió la titilante luz y yo susurré a mis hombres que se agacharan. Esperaba que lanzaran más fuego, y esta vez resultó ser un buen pedazo enroscado de paja empapada en aceite, que ardía con mucha más fuerza que el tronco. Volvieron a lanzarlo en lugar equivocado, pero nos iluminaba y recé a Surtur, el dios del fuego, para que extinguiera las llamas. Nos acurrucamos, tan quietos como la muerte, justo encima del río, y entonces oí lo que temía oír. Perros.

Kjartan, o quienquiera que guardase aquella parte del muro, había soltado a los perros de guerra por la pequeña puerta que conducía al pozo. Oía a los cazadores llamarlos con las voces cantarinas que ordenan a los sabuesos que peinen la maleza, oí a los perros aullar y supe que no había escapatoria de aquella empinada y resbaladiza colina. No teníamos posibilidad de regresar y bajar otra vez por la piedra antes de que los perros se nos echaran encima. Arranqué el trapo a la punta de lanza, pensando que por lo menos podría hincársela a una bestia antes de que el resto nos atrapara, nos atacara y nos despedazara, y justo entonces otra esquirla de relámpago iluminó la noche y el trueno retumbó como si fuera el fin del mundo. El ruido nos sacudió y reverberó como tambores en el valle del río.

Los perros odian el trueno, y el trueno era el regalo que Thor nos hacía. Una segunda andanada sacudió el cielo y los perros empezaron a gimotear. La lluvia se tornó viciosa, repiqueteando en la ladera como flechas, tan poderosa que ahogaba el ruido de los perros asustados.

—No saldrán a cazar —me gritó Finan al oído.

—¿No?

—No con esta lluvia.

Los cazadores volvieron a gritar, con más premura, y al aflojar un poco la lluvia, oí a los perros bajar la ladera. No corrían, avanzaban a regañadientes. Estaban aterrorizados por el trueno, confundidos por el rayo y desconcertados por la maldad de la lluvia. No tenían ganas de presa. Uno de los chuchos se nos acercó, y me pareció verle brillar los ojos, aunque no entiendo cómo tal cosa era posible en la oscuridad, cuando el perro no era más que una forma en la negrura empapada. El bicho se dio la vuelta y la lluvia siguió cayendo en tromba. Ya no se oía a los cazadores. Ninguno de los perros nos había delatado, así que los cazadores debieron de suponer que no habían encontrado presa, pero seguimos esperando, agazapados bajo la horrible lluvia, esperando y esperando, hasta que decidí que los perros habían regresado a la fortaleza y proseguimos a trompicones.

Ahora teníamos que encontrar el pozo, y eso resultó lo más difícil de todo. Primero volvimos a confeccionar la cuerda larga con las riendas de cuero y Finan sujetó un extremo mientras yo avanzaba colina arriba. Palpé entre árboles, resbalé en el barro y confundí continuamente los troncos de los árboles con la empalizada del pozo. La cuerda se enganchaba en las ramas caídas, y en dos ocasiones tuve que regresar, hacer que todos se desplazaran unos cuantos metros más al sur y empezar la búsqueda de nuevo. Ya estaba empezando a desesperar cuando tropecé y mi mano izquierda rozó un tronco cubierto de liquen. Se me clavó una astilla en la palma. Me caí sobre la madera y descubrí que era un muro, no una rama suelta, y entonces comprendí que había encontrado la empalizada que protegía el pozo. Tiré de la cuerda para que los demás treparan hasta donde yo estaba.

Volvimos a esperar. El trueno se desplazó hacia el norte y la lluvia disminuyó hasta formar una cortina constante. Nos agazapamos, temblando, esperando el primer gris del alba, y me preocupó que Kjartan, con aquella lluvia, no necesitara enviar a nadie hasta el pozo, sino que pudiera sobrevivir con la lluvia recogida en barriles. Aun así en todas partes, supongo que en todo el mundo, la gente va a por agua al alba. Es el modo de saludar el día. Necesitamos agua para cocinar, afeitarnos, lavarnos y hacer infusiones, y durante todas aquellas dolorosas horas al remo de Sverri a menudo recordé a Sihtric contarme que los pozos de Dunholm estaban fuera de las murallas, y eso significaba que Kjartan tenía que abrir la puerta cada mañana. Y si abría la puerta, nos meteríamos en la inexpugnable fortaleza. Ése era mi plan, el único que tenía, y si fracasaba moriríamos todos.

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