Los ojos del tuareg (13 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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—¡Confiemos en que este año no se invierta el signo por culpa de un fascista majadero!

—Fascista y majadero vienen a significar lo mismo, quizá con la única diferencia de que el majadero suele ser inofensivo, y este hijo de perra parece que no lo es. Ya le he pasado una nota a Fawcett para que no le deje abandonar la prueba e incluso me he permitido insinuar que no resultaría del todo descabellado permitir que volviera a encontrarse cara a cara con nuestro buen amigo Gacel.

—¿Es que te has vuelto loco? ¿Cómo puedes plantear una cosa así?

—¿Acaso no sería una solución perfecta? Los reunimos y que solucionen sus problemas como mejor les plazca… Anteayer un motorista perdió una pierna en un accidente… ¿Qué tendría de extraño que un automovilista perdiera una mano en otro…? Dentro de un año no sería más que un número más en las estadísticas: muertos, tantos; parapléjicos, tantos; miembros perdidos, tantos…

—A veces me abruma tu cinismo.

—«Cínico» es el que se atreve a decir sin pensar lo que los otros piensan pero no se atreven a decir…

—En eso tienes razón.

—Ciertos trabajos insensibilizan a quienes los practican —añadió en idéntico tono impersonal el francés—. Por desgracia he tenido que asistir a muchas autopsias, y siempre me ha horrorizado la naturalidad con que un forense puede fumar mientras manipula en el interior de un chico que horas antes cantaba y reía. —Agitó la cabeza una y otra vez con gesto de profunda fatiga al añadir—: Llevo demasiado tiempo en este oficio como para conmoverme por nada, y mi única preocupación se centra en que la representación continúe porque ésta es una compleja maquinaria que funciona por inercia, y estoy convencido de que si en alguna ocasión llega a detenerse, lo más probable es que nunca más vuelva a arrancar…

—Pues procuremos que nadie se dedique a echarle arena en el engranaje, ya que, por aquí, arena es lo que sobra…

G
acel Sayah no sintió miedo, pero sí asombro y una desagradable sensación de vacío en el estómago durante el corto tiempo —que sin embargo a él se le antojó interminable— que duró el viaje desde su campamento hasta las montañas.

Nené Dupré había volado a muy baja altura con la evidente intención de que el viento que levantaban las aspas del helicóptero removiera la arena con el fin de que no quedara rastro visible alguno de las comprometedoras huellas de la pequeña caravana, lo cual provocó que el pequeño aparato se zarandease mucho más de lo que solía ser habitual.

Cuando al fin pusieron de nuevo el pie en tierra firme y el sonriente piloto inquirió a su demudado pasajero qué le había parecido la experiencia, éste se limitó a responder con cierta acritud:

—Ruidosa.

—¿Eso es todo?

—Todo no, pero sí lo más importante… —El
inmouchar
sonrió apenas aunque su interlocutor no pudiera advertirlo—. Sin embargo, reconozco que ahí arriba se está muy fresco, y el desierto se ve de un modo diferente.

—¿Y no te ha parecido fabuloso?

—En cierto modo…

Resultó evidente que el beduino no mostraba un especial interés en continuar refiriéndose a un tema que al parecer prefería olvidar cuanto antes, por lo que muy pronto se concentraron en la agobiante tarea de descargar el aparato con el fin de apilar todo su contenido a la sombra de un saliente de rocas.

Cuando hubieron concluido, jadeando y sudando a chorros, tomaron asiento junto a las cajas, y tras compartir unos refrescos muy fríos y una lata de galletas, el tuareg hizo un significativo gesto hacia el aparato:

—Será mejor que regreses. El tiempo pasa y por mi parte nada ha cambiado. Si pretendes recuperar a tus amigos te quedan seis días.

—¿No sería mejor que te esperase para llevarte de regreso al pozo?

Su interlocutor negó con un decidido ademán de la cabeza.

Volveré con los camellos —dijo—. Pero no te preocupes; daré un rodeo para no dejar huellas.

—Sigo opinando que todo esto es una locura.

—Recuerda que fui el primero en decirlo. Y sois vosotros los locos, no yo… Gracias por el viaje y suerte.

—¡Suerte!

Cuando a los pocos minutos el rugiente aparato desapareció en la distancia y no se percibió ya ni el más leve rumor de sus motores, Gacel Sayah se puso en pie, se echó al hombro un pesado bidón de agua y su viejo fusil, e inició una rápida marcha por entre el intrincado laberinto de afiladas rocas que se adentraban en las montañas.

Una hora más tarde la maciza figura de Suleiman hizo su aparición agitando su turbante en la distancia, y al poco se abrazaron con afecto para continuar juntos hasta la angosta entrada de una cueva tan perfectamente disimulada ahora que incluso al propio Gacel le costó trabajo descubrirla pese a que conocía desde muy antiguo su emplazamiento.

—Lo habéis hecho muy bien… —admitió sonriente—. Se puede pasar a un metro y no verla, pero los camellos que están pastando en la quebrada nos delatan. Mañana me los llevaré.

La gigantesca «Cueva de las Gacelas» constituía en verdad un lugar seguro y acogedor, cuya fresca penumbra contrastaba con la violenta luz y las altísimas temperaturas de la altiplanicie exterior, por lo que tanto Laila como Aisha parecían encontrarse en la gloria tras tantos años de sol, arena y viento, pese a lo cual no ocultaban una cierta inquietud con respecto al estado de ánimo de los cautivos.

—No nos han hecho nada, y resulta inhumano e injusto que los mantengamos maniatados todo el tiempo —señaló la primera en tono de reproche—. Lo están pasando muy mal.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —quiso saber su hijo.

—No lo sé, pero tienen hambre y sed, y están destrozados porque son gente de ciudad poco acostumbrada a caminar por el desierto aunque sea de noche.

—La mayoría son jóvenes fuertes… —le hizo notar Gacel—. Si los desatáramos intentarían atacarnos, y en ese caso lo más probable es que tuviéramos que matar a más de uno.

—Ya lo había pensado… —se vio obligada a reconocer su madre.

—Déjalos que sigan como hasta ahora. Si estaban dispuestos a pasarse dos semanas apretujados en un coche, dando saltos, tragando polvo y arriesgándose a tener un accidente por pura diversión, también tienen que estar dispuestos a permanecer maniatados unos cuantos días por salvar la vida.

—En eso estoy de acuerdo… —intervino Suleiman que regresaba de repartir entre los cautivos parte del agua que había traído Gacel—. Por lo que a mí respecta, prefiero que se desollen las muñecas a verme obligado a pegarles un tiro.

Su hermano se encaminó al rincón de la cueva en que los rehenes permanecían sentados con la espalda apoyada contra la pared, se acuclilló frente a ellos, y tras observarlos uno por uno señaló intentando que su voz sonara lo más tranquilizadora posible:

—Los organizadores del rally nos han proporcionado agua, provisiones, ropas y medicinas, por lo que espero que muy pronto estarán más cómodos y mejor atendidos.

—¿Maniatados a todas horas…? —quiso saber un calvo de espesa barba que al parecer había sido elegido por sus compañeros como portavoz del grupo ya que era sin duda el de más edad—. Ni siquiera podemos atender a nuestras necesidades más elementales. ¿Le parece justo que tengamos que cagarnos en los pantalones…?

El tuareg reflexionó unos instantes, pareció comprender que al pobre hombre le asistía la razón, y acabó por hacer un leve gesto de asentimiento.

—¡Está bien! —admitió—. Cada hora dejaremos libre a uno para que descanse y pueda satisfacer sus necesidades. —Se llevó el dedo índice a la garganta con un significativo gesto amenazante al añadir—: Pero si a alguno se le ocurre la estúpida idea de intentar escapar, le cortamos el cuello. —Hizo una dramática pausa para concluir en un tono de absoluta firmeza—: Y de igual modo se lo cortaremos a su compañero de coche… ¿Eso les parece justo?

Los seis infelices se consultaron con la mirada y el calvo concluyó por expresar el sentimiento común:

—¡De acuerdo! —dijo.

—¡Bien! Confío en que con la colaboración de todos lleguemos lo más pronto posible a un acuerdo con respecto a los términos de su liberación.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Uno que sea satisfactorio tanto para ustedes como para nosotros.

—¿De cuánto estamos hablando?

El tuareg dirigió una severa mirada al impertinente jovenzuelo de acento marcadamente extranjero que había hecho la pregunta, y cuando respondió su voz sonaba extrañamente desabrida.

—No hemos hablado de dinero —dijo—. Nunca hemos hablado, ni nunca hablaremos, puesto que pese a lo que imaginen, aquí el dinero no cuenta. —Gacel Sayah lanzó un suspiro que alzó apenas el velo que le cubría el rostro al añadir—: Hasta que los miembros de su organización no entiendan eso, no llegaremos a parte alguna.

—Pero si no es dinero… ¿qué es lo que buscan?

—Justicia, ya lo he dicho. Y la justicia y el dinero son como el aceite y el agua: nunca pueden mezclarse.

—¿Se puede saber al menos en qué términos se está discutiendo nuestra liberación…? —quiso saber el barbudo que ejercía el liderazgo.

—Naturalmente —fue la calmosa respuesta—. Les dejaré en libertad en el momento en que me entreguen a quien envenenó nuestro pozo.

—¿Y qué piensa hacer con él?

—Aplicarle la ley.

—¿Cortándole el cuello…?

—¡En absoluto! Lo que han hecho no está penado con la muerte. Únicamente con la flagelación y la pérdida de una mano.

—¿Una mano…? —se horrorizó el otro—. ¿Quiere que se lo traigan para cortarle una mano?

Gacel Sayah asintió repetidamente con la cabeza antes de puntualizar:

—Aquella que empuñó un arma en un campamento tuareg que le había recibido amistosamente… Es lo que marca la ley.

—¡Que el Señor nos asista! ¿Lo sabe él?

—Si no lo sabe, pronto lo sabrá.

—¿Y tiene idea de lo que haría cualquier persona sensata al enterarse de que pretenden cortarle una mano?

—Huir lo más lejos posible, supongo.

—¡Exactamente! Y en ese caso… ¿quién va a ir a buscarle y cómo se las arreglará para traerle hasta aquí?

—¡No tengo ni la menor idea! —replicó con absoluta naturalidad el
imohag
—. No he sido yo quien inició todo esto, y por lo tanto son ustedes los que deben aportar soluciones.

—¿Y cómo pretende que lo hagamos desde aquí…?

—Lo ignoro. Y lo que está claro, es que no es mi problema.

Horas más tarde y mientras disfrutaban del frescor de la noche y la belleza de la luna que iluminaba de una forma casi fantasmagórica el inquietante paisaje circundante, Aisha inquirió de improviso:

—¿Crees que existe alguna probabilidad de que consigas lo que te propones?

Su hermano tardó en responder, pero cuando lo hizo su voz sonaba cruelmente sincera:

—Ni la más remota… —admitió.

—En ese caso… —musitó en ella un tanto perpleja—. ¿Por qué razón insistes en continuar con todo esto?

—Porque las cosas no siempre hay que hacerlas pensando en el triunfo. Eso no tiene mérito. Nuestro padre nos ofreció el mejor ejemplo de que existen circunstancias en las que un auténtico tuareg tiene que encarar las batallas aun a sabiendas de que están perdidas de antemano.

—Y eso le costó la vida. ¿Qué hubiera pasado si aquel maldito día hubiera renunciado a iniciar una guerra tan desigual, tan absurda y tan inútil?

—Que a estas horas probablemente también estaría muerto, pero de pena y de vergüenza. Y tú sabes mejor que nadie que para los de nuestra raza lo que importa no es morir, sino cómo se muere, de la misma manera que lo que importa no es vivir, sino cómo se vive.

—Nuestra forma de vida es miserable.

—Te equivocas, pequeña… —le hizo notar su hermano extendiendo la mano para acariciarle el largo cabello muy negro—. Nuestra forma de vivir puede que sea pobre, puesto que somos los seres más pobres del mundo, pero nunca miserable. Hay muchos ricos que viven miserablemente rodeados de toda clase de lujos, y muchos pobres que viven dignamente con lo justo.

—Desearía que tus palabras me sirvieran de consuelo, pero son ya demasiados años de penuria… —sentenció la muchacha—. Yo soy joven y fuerte y lo resisto, pero a veces tengo la impresión de que nuestra madre no podrá aguantar mucho tiempo.

—También a mí me preocupa —admitió el mayor de los Sayah—. Y durante estos días he llegado a la conclusión de que tal vez lo más lógico sería que regresarais al norte, donde aún nos deben quedar parientes que recuerden que fue la mujer de un héroe.

—¿Y condenarnos a vivir para siempre de la caridad? —inquirió su hermana volviéndose a mirarle—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

No obtuvo respuesta puesto que resultaba evidente que no existía.

El nómada tenía clara conciencia de que si se separaba de las mujeres, éstas no tendrían la más mínima posibilidad de abrirse camino por sí solas, y que su futuro seria acabar convirtiéndose en sirvientes, y en el caso de la muchacha tal vez concubina de algún mercader al que le tendría sin cuidado quién había sido su padre.

Si negro se presentaba el destino de los valientes guerreros tuaregs, más negro aún se presentaba el de sus mujeres, puesto que vivían unos difíciles tiempos en los que los de su estirpe habían dejado de ser considerados los temibles dueños de las arenas del desierto, para pasar a convertirse en un ejército de desarraigados sin patria ni esperanzas.

Desparramados a lo largo y ancho de una docena de países diferentes, sin cabezas visibles y enfrentados a veces entre sí por culpa de muy viejas rencillas, los
imohag
estaban condenados a desaparecer sin aspavientos, y probablemente la heroica aventura de su padre había sido el postrer coletazo de un pez al que le faltaba el agua.

—No lo entiendo… —musitó al fin como si hablara consigo mismo—. En verdad que no logro entenderlo.

—¿A qué te refieres?

A la apatía de nuestra gente. Somos un pueblo fuerte, temido e inteligente, que si se uniera podría acabar con esa pandilla de cretinos y ladrones que nos gobiernan, creando nuestro propio país según nuestras propias leyes. Sin embargo, la carencia de un auténtico líder ha propiciado que acabemos convertidos en un sinfín de grupúsculos que malviven aquí y allá aceptando las absurdas normas que quieren imponernos y sin que nadie nos tenga en cuenta.

—¿Crees que nuestro padre podría haber sido ese líder?

—Naturalmente.

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