Nené Dupré, hijo y nieto de colonos que se vieron obligados a regresar a la metrópoli cuando se perdió por completo el vasto imperio francés, continuaba llevando en la sangre el amor por el continente negro que le había inculcado su familia, y por lo tanto el mes que solía dedicar a la carrera no constituía solamente un trabajo, sino también una forma de volver a estar en contacto con un mundo al que amaba.
Pilotar un helicóptero solía ser una actividad muy gratificante, pero pilotarlo en las soledades africanas era casi tanto como sentirse un águila todopoderosa y libre.
Ganó altura, estableció la ruta exacta, comprobó que al ascender comenzaba a vislumbrarse ya una leve claridad por levante, y trazó un amplio giro para enfilar directamente hacia el lejano pozo
Ajamuk
.
Gacel Sayah le aguardaba sentado a la puerta de su vivienda, y no hizo el menor gesto hasta que se detuvo ante él para saludar.
—
¡Aselam aleikum!
Respetuosamente solicito tu hospitalidad.
Se diría que bajo el oscuro velo el severo tuareg esbozaba una leve sonrisa, puesto que replicó con cierto deje de humor:
—
¡Metulem metulem!
Veo que has aprendido la lección, pero te recuerdo que, al igual que a partir de este momento te encuentras bajo mi protección, si por cualquier razón traicionaras la hospitalidad que te he ofrecido el castigo sería terrible.
—¿Cómo de terrible?
—La decapitación.
—¡Vaya por Dios! Haré lo posible por no perder la cabeza… —Nené Dupré apuntó con el dedo índice su aparato—. He traído bidones de agua, provisiones, medicinas, una pequeña cocina de campaña, ropa de abrigo y sacos de dormir… Más que suficiente para dos semanas de cautiverio.
—¿Cumplirán el acuerdo?
El piloto, que había tomado asiento para encender un cigarrillo mientras ofrecía otro a su acompañante, que lo rechazó con un gesto de la mano, se limitó a encogerse de hombros.
—¡No lo sé! —admitió—. Sinceramente, no lo sé. Hace once años que trabajo para la organización, y aunque admiro su extraordinaria eficacia y la agilidad mental que demuestra en los momentos difíciles, hay algo en ella que no acabo de entender.
—¿Y es…?
—Su inhumanidad. A veces tengo la impresión de que para sus dirigentes hombres y máquinas son una misma cosa o al menos merecen idéntica atención. Este negocio funciona porque existen motos, coches y camiones que corren de un lado a otro cubiertos de anuncios publicitarios, y conductores que van de igual modo adornados de pies a cabeza de anuncios publicitarios. Lo esencial no es el hombre o la máquina, sino el precio que alcanza cada centímetro cuadrado de esos anuncios y cuánto tiempo va a ser visible en las pantallas de televisión de todo el mundo en horario estelar… —Observó a su acompañante de medio lado para inquirir—: ¿Entiendes de lo que te estoy hablando?
—Me esfuerzo por entenderlo, pero si quieres que te sea sincero, no lo capto muy bien.
—No me extraña, puesto que incluso a mí, que vivo inmerso en ello, me costó admitirlo. Esta empresa vive de la sublimación del impacto visual de un determinado logotipo en la retina del telespectador con el fin de que el mensaje publicitario se dirija directo al cerebro y se fije allí.
El beduino se le quedó mirando como si le estuviera hablando en chino, y al poco agitó la cabeza esforzándose en alejar un mal pensamiento, para acabar por señalar con cierta candidez:
—No me he enterado de nada, pero quiero imaginar que ese mismo efecto podrían conseguirlo con esos llamativos anuncios que además suelen tener una música muy pegadiza.
—Existen millones de llamativos anuncios con millones de músicas pegadizas, pero en cuanto aparecen en la pantalla la gente cambia de cadena. Sin embargo, no cambian de cadena cuando un coche o una moto se incendia, se hunde en la arena o rueda espectacularmente por las enormes dunas.
—¡Ya!
—¿Y sabes qué es lo que queda en la retina del espectador?
—No. No lo sé.
—Lo que queda es la marca de cigarrillos o licores impresa en los costados y el techo de ese vehículo.
—¿Y qué?
—Que ello ocurre en unos tiempos en los que la mayor parte de las legislaciones occidentales prohíben expresamente a las cadenas de televisión hacer publicidad de alcohol o tabaco.
—¿Estás intentando hacerme creer que toda esta locura tiene como fin sortear unas leyes que prohíben la publicidad de unos determinados productos?
—En buena parte, así es.
—Pero ¿por qué razón prohíben anunciar esos productos?
—Porque son nocivos para la salud.
Ahora sí que Gacel Sayah pareció absolutamente desorientado hasta el punto de que dejó a un lado el arma que siempre llevaba terciada sobre las rodillas para rascarse repetidamente el cabello bajo el turbante y mascullar en el colmo de la estupefacción:
—¿O sea que me estás diciendo que se prohíbe hacer publicidad de unos productos que son nocivos para la salud, pero no se prohíbe que se fabriquen y se vendan?
—¡Exactamente!
—¡Definitivamente los franceses estáis locos!
—Eso no ocurre solamente en Francia. Ocurre en todo el mundo.
—Pues perdona que te diga, pero me reafirmo en la idea de que vuestro mundo está bastante loco. Y además es rematadamente hipócrita.
—¿Y qué otra cosa quieres que hagamos? Durante generaciones se ha invitado a la gente a que fume y se emborrache, con lo que se han creado monstruosas empresas que dan trabajo a millones de personas. Resulta imposible cortar de golpe con todo eso…
—Pero intentar cortarlo suprimiendo la publicidad es como intentar curarle la sarna a un camello administrándole un purgante. Lo único que se consigue es un camello sarnoso que se caga patas abajo.
—No me sirve el ejemplo.
—Pues no se me ocurre otro. Y tampoco entiendo por qué te empeñas en aclararme las razones que tienen unos tipos aparentemente muy listos para hacer lo que hacen, y otros tipos aparentemente muy estúpidos para seguirles el juego. Me tienen sin cuidado. Si se quieren matar que se maten, pero lejos de aquí.
—Me dio la impresión de que sentías curiosidad.
—La curiosidad puede ser una gran virtud, pero también puede convertirse en un terrible defecto… —sentenció sin inmutarse el
imohag
—. Cuando la curiosidad te empuja más allá de los límites que estás en capacidad de asimilar, corres el riesgo de sumirte en la confusión. Y la confusión es el peor peligro que acecha a un beduino, que debe tener siempre muy claro qué es lo que debe hacer y cómo debe enfrentarse a cada situación. Si mi pueblo ha logrado sobrevivir durante siglos en «la desolada tierra que sólo sirve para cruzarla» es porque siempre ha sabido cuáles son sus límites, y cuál el entorno en que se mueve. Cada vez que ha intentado ir más allá, ha fracasado, y la mejor prueba está en mi propio padre, que pese a ser el más grande y más inteligente de los tuaregs, fue derrotado en cuanto puso los pies fuera de las dunas del desierto.
—Pero el inmovilismo a nada conduce.
—¡Díselo a esas montañas y a esas arenas! —fue la seca respuesta—. El día que ellas cambien y se conviertan en un vergel por el que corran riachuelos, tal vez habrá llegado el momento de que los
imohag
cambiemos nuestras costumbres y evolucionemos al ritmo de los tiempos. Pero mientras continúen como han sido desde hace milenios, y gentes como yo nos veamos empujados a vivir aquí, sin más agua que la de ese triste pozo, ni más alimentos que los que produzca ese mísero huerto, no creo que nadie tenga que venir a acusarme de inmovilista.
—Razón tienes.
—Me alegra que lo admitas.
—Estúpido no soy, y lo único que intento es ayudar en la medida de mis fuerzas —le hizo notar el piloto—. Sé que nadie me ha dado vela en este entierro, pero me gustaría poder interceder haciéndote comprender que tu posición es tal vez demasiado inflexible. ¿No existe modo de encontrar una solución menos traumática?
—¿Menos «qué»…? —se sorprendió su interlocutor.
—Traumática.
—¿Y eso qué diablos significa?
—Menos violenta… —replicó el otro conciliador—. Algún tipo de arreglo que no implique cortar una mano.
—Es lo que ordena la ley.
—Existen muchas formas de interpretar la ley.
—No entre los tuaregs. La ley es la ley y siempre debe ser obedecida.
—Sin embargo, la «sharía» especifica que cuando se ha cometido un crimen los familiares de la víctima pueden perdonar al culpable a cambio de una compensación económica. ¡Tal vez si tú…!
—La «sharía» es una ley árabe, no tuareg —replicó el nómada con evidente desagrado—. Y en lo que se refiere a ese punto, ni siquiera es una ley. Es una sucia componenda inventada por los ricos que intentan eludir con dinero el castigo que se merecen. Si viniera un pobre pastor de camellos y me amenazara con un arma, yo le cortaría la mano y eso sería lo justo. Pero si viniera un conductor de coches europeo, me amenazara con un arma, y yo no le cortara la mano, sino que me conformara con aceptar su dinero, el verdadero delincuente sería yo, puesto que estaría reconociendo que existen dos tipos de leyes según el poder económico del infractor. ¡No! —negó convencido—. Los tuaregs nunca hemos sido así, y confío en que jamás lleguemos a serlo. Sé que estamos condenados a extinguirnos, pero lo único que le pido a Alá es que el último de los nuestros continúe siendo tal como fue el primero.
—¡Joder con el orgullo tuareg!
—¿Y qué otra cosa nos han dejado más que ese orgullo? —quiso saber Gacel—. ¡Mira lo que tengo! Una
jaima
hecha jirones, unos cuantos camellos famélicos, dos docenas de cabras, un pozo envenenado y un fusil tan viejo que cualquier día me revienta en la cara. Si perdiera el orgullo acabaría por tirarme al pozo… —El beduino se puso cansinamente en pie y lanzó una ojeada a su alrededor—. ¡Y ya está bien de tanto hablar que a nada conduce! Te ayudaré a descargar.
—¿Aquí? —pareció escandalizarse el otro—. ¿Y cómo piensas trasladar todo ese material hasta donde se encuentran los cautivos?
—Ése es mi problema.
Y el mío, porque se trata de mis amigos… ¡Vamos! Si no tienes miedo a volar lo llevaremos hasta el punto en que los has escondido.
—¿Acaso me has tomado por idiota? —protestó el indignado
imohag
—. ¿Se te ha pasado por la cabeza la idea de que te voy a conducir al escondite para que vuelvas a rescatarlos con todo un ejército?
—¿Y acaso crees tú que el idiota soy yo? —se enfurruñó el otro—. Sé muy bien dónde se encuentra esa gente. Lo sé casi tan bien como tú mismo.
—¿Ah, sí? ¿Y quién te lo ha dicho?
—No necesito que nadie me lo diga… —fue la tranquila respuesta de Nené Dupré que se limitó a hacer un gesto con el mentón en dirección al norte—. Están allí, en alguna cueva de la quebrada que desciende por la más oriental de las montañas.
Ahora sí que Gacel Sayah se desconcertó a ojos vista, puesto que no pudo evitar volverse a mirar hacia el punto que el otro le indicaba, para inquirir al cabo de un rato:
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde ayer.
—¿Y no le has dicho nada a nadie?
—¡Naturalmente que no!
—¿Por qué?
—Porque si lo dijera y os atacaran, lo más probable es que acabarais matando a los rehenes, y lo que pretendo es que las cosas se solucionen, no provocar una masacre.
—Entiendo. Lo que no entiendo es cómo has podido averiguarlo.
—Recuerda que soy piloto de helicóptero y mi misión es estar atento a cuanto ocurra bajo mis pies. Me he pasado media vida siguiendo pistas y buscando gente perdida en el desierto, la sabana o la selva… —Señaló con el dedo hacia lo alto—. Desde allí arriba las cosas se ven con mucha claridad si sabes verlas, y yo ayer me di cuenta de que desde este pozo partían varias rodadas de coche que se dirigían al nordeste, y otras que provenían del sudoeste… Pero también se divisaban con total nitidez las huellas de una caravana de varios camellos y gente de a pie, que el viento aún no ha tenido tiempo de borrar. Esa caravana tuvo que partir de aquí hace un par de días, y las huellas terminan justamente en la falda de aquella montaña.
—¡Eres más listo de lo que pareces!
—Siempre conviene ser más listo de lo que uno parece. La gente se pasa la vida pretendiendo parecer más lista de lo que es en realidad, y eso le pierde. Yo me hago el tonto pero me fijo mucho. Lo suficiente como para descubrir un grupo de camellos en lo más profundo de la garganta, allí donde nadie podría verlos a no ser que viniera como yo, por el aire… —Abrió las manos en un cómico gesto que pretendía significar que con eso se aclaraba todo—. ¿Conclusión? Tus hermanos y los rehenes se esconden en un radio de menos de tres kilómetros en torno a esos camellos… ¿O no?
—Debería pegarte un tiro aquí mismo.
El otro se echó a reír alegremente al exclamar: —¿Y romper la sagrada ley de la hospitalidad? Jamás lo harías, puesto que de hacerlo todo este lío no tendría el menor sentido. ¡Confía en mí! —concluyó—. Soy tu amigo y el único que tiene la intención de ayudarte en estos momentos.
—¿Me traerás a ese hijo de puta?
—Sabes que eso no puedo hacerlo. ¡Ni quiero hacerlo! Admito que merece que le cortes una mano, pero me enseñaron que es muy diferente pensar las cosas que hacerlas… Y ahora, si prometes que no me vas a vomitar encima, te llevaré a esas montañas.
—No puedo prometértelo. Nunca me he subido en un aparato que vuele.
—¡No te preocupes! Es como ir en camello, pero con aire acondicionado.
—¡Odio el aire acondicionado!
—Y yo los camellos. ¡Anda, vamos!
T
urki Al Aidieri, conocido popularmente por el sobrenombre de
el Guepardo
, estaba considerado, con toda justicia, el más sabio y respetado de los
amenokal
, jefes o patriarcas del noble pueblo del
Kel-Talgimus
, ya su campamento solían acudir a pedir consejo la mayor parte de los
imohag
del territorio.
Tenía fama de prudente y mesurado, sabía escuchar los problemas ajenos, y cuando emitía un veredicto nadie osaba poner en tela de juicio su parecer, puesto que era uno de los pocos tuaregs que había conseguido alcanzar el rango de capitán en el ejército francés y había estudiado en el mismísimo París.
Fiel guía del general Leclerc durante su heroica expedición a través del desierto hacía ya más de sesenta años, había pasado una larga temporada en Londres, había tomado parte en el desembarco de Normandía, y había entrado de los primeros el día de la liberación en la capital francesa trepado en un viejo tanque y cantando a pleno pulmón
La Marsellesa
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