—¡De acuerdo!
El llamado número «Dos» era un hombre prudente y acostumbrado a obedecer órdenes, por lo que permaneció varios minutos muy quieto hasta que se cercioró de que no se distinguía a nadie y que sus compañeros de izquierda y derecha se aproximaban cubriéndole las espaldas.
Tan sólo entonces se decidió a recorrer sin prisas la corta distancia que le separaba de un herido que no cesaba de lamentarse y sollozar.
Cuando se encontraba casi a tiro de piedra, el número «Dos» gritó:
—¡Tranquilo! Hemos venido a rescatarle pero le advierto que puedo verle y al menor movimiento sospechoso me lo cargo.
—Estoy desarmado… —fue la inmediata respuesta—. Y me estoy desangrando.
La noche seguía siendo muy oscura, el número «Dos» se cercioró por enésima vez que no corría peligro ya que resultaba imposible distinguir nada a menos de diez metros de distancia, y tras aspirar profundamente se decidió a continuar su lenta marcha siempre con el arma lista y amartillada.
Apenas una docena de metros le separaban de su objetivo cuando de detrás de una roca que se encontraba a unos cuatrocientos metros frente a él, surgió un fogonazo y antes de que tuviera tiempo de reaccionar una pesada bala le destrozó el corazón.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió de inmediato
el Mecánico
—. ¡«Dos», qué ha ocurrido! ¡«Dos», responde!
Pero lógicamente en esta ocasión tampoco recibió respuesta.
Lo que sí llegó poco después fue una voz que denotaba nerviosismo y frustración:
—¡Aquí «Tres»! «Dos» ha caído y el hijo de puta que le disparó se ha perdido de vista entre las rocas… Todo ha sido muy rápido y se encontraba demasiado lejos para dispararle.
—Pero ¿cómo puede haberle alcanzado en plena noche?
—¡Ni puñetera idea! Pero que le ha dado, le ha dado.
—¡Bien! Todos quietos. En cuanto amanezca iré hacia allá.
La primera luz se hizo esperar.
Cuando al fin el sol hizo su aparición en el horizonte, y el armenio se convenció de que no se advertía presencia humana alguna en todo cuanto alcanzaba la vista, se encaminó dando un rodeo al punto en el que le esperaba el número «Uno» y juntos se aproximaron al grupo que formaban el rígido cadáver de «Dos», el ahora inconsciente Mauricio Belli y el eternamente indiferente dromedario.
Apenas dedicaron una corta mirada al difunto, convencidos de que nada podían hacer por él, limitándose a intentar reanimar al italiano que a los pocos minutos abrió los ojos y les observó perplejo:
—¿Qué ha ocurrido? —fue lo primero que dijo.
—Eso es lo que yo querría saber… —masculló el malhumorado Serafian—. ¿Mi compañero encendió la linterna?
El herido negó convencido:
—Ni siquiera llegué a verle —dijo.
—¿Cómo se explica entonces que pudieran acertarle a esa distancia? El disparo tuvo que venir de aquellas rocas.
—No puedo saberlo. Advertí cómo se aproximaba, escuché el estampido y al instante lanzó un estertor. Luego, nada.
—¿Cómo te encuentras?
—Creo que he perdido mucha sangre.
El Mecánico
sacó un afilado cuchillo, le rajó la pernera del pantalón y observó la herida con aire experto.
—Saldrás de ésta pero me temo que andarás renqueando el resto de tu vida… —Hizo un significativo gesto a su alrededor al añadir con una leve sonrisa burlona—: Vistas cómo están las cosas, puedes darte por contento porque tus compañeros lo tienen más difícil.
—Ya han matado a uno.
—Eso parece… ¿Por qué te dejaron marchar a ti?
—Tan sólo pensaban ejecutar a cuatro y Pino Ferrara, que ya va camino de Italia, ha pagado por mi libertad.
—¿Que Pino Ferrara va camino de Italia? —Se sorprendió su interlocutor—. ¿Quién lo ha dicho?
—El tuareg.
El Mecánico
meditó la respuesta pero al fin se encogió de hombros al señalar:
—Me temo que te han engañado y que Pino Ferrara está muerto, aunque eso ahora carece de importancia. Más bien me inclino a pensar que te han utilizado como cebo y les ha dado resultado… ¡Esos piojosos se las saben todas! ¿Cuántos son?
—Dos hombres y dos mujeres.
—¿Seguro que no han recibido refuerzos?
—No, que yo sepa.
—¿Dónde se esconden?
—En una cueva muy grande con una entrada muy angosta.
—¿Serías capaz de localizarla?
El muchacho negó con un decidido ademán de la cabeza al replicar seguro de sí mismo:
—La única vez que me dejaron salir sin tener los ojos vendados era de noche.
—¡Lástima! ¿Tienes por lo menos una idea de dónde se encuentra?
—En una zona escarpada y de muy difícil acceso, en pleno corazón de la zona más rocosa.
—Era de suponer, pero no te preocupes. Con un poco de paciencia la encontraremos. —
El Mecánico
sonrió de nuevo al musitar—: Y ahora procura descansar. Lo necesitas.
Se irguió y dio unos pasos sin aparente rumbo fijo, pero a los pocos instantes extrajo de la funda una gruesa pistola, y girando apenas sobre sí mismo disparó una sola vez.
Alcanzado en la nuca Mauricio Belli cayó hacia adelante, sin ni siquiera darse cuenta de que le habían matado El número «Uno», un flemático sudafricano llamado Sam Muller, que había asistido a la escena sin pronunciar palabra, se volvió a dirigirle una fría mirada al ejecutor:
—¿Y eso? —quiso saber.
—¿Qué querías que hiciera? —fue la calmada respuesta—. ¿Dejarle aquí achicharrándose a pleno sol del mediodía? De todos modos iba a morir y le he ahorrado sufrimientos.
—Pero se supone que hemos venido a salvar gente, no a rematarla.
—No podíamos llevarle con nosotros y desde luego tampoco podíamos quedarnos aquí cuidándole. Si esos hijos de puta ya han empezado a cargarse rehenes, ¿por qué razón no pudo haber sido éste el primero?
—Porque está claro que no lo ha sido —replicó con acritud el sudafricano—. Y no me gusta matar tontamente a alguien que no me ha hecho nada y además está herido.
—¡Escucha…! —puntualizó
el Mecánico
en un tono de voz que no admitía réplica y en el que incluso podría advertirse un leve deje de amenaza—: No tengo intención de regresar llevando a cuestas a alguien que el día de mañana vaya contando a todo el que quiera escucharle que le pegamos un tiro por error. Mis órdenes son concretas: o vivos, o muertos, pero sanos. —Apuntó con un dedo los cadáveres para puntualizar con absoluta calma—: A estos dos se los cepillaron los tuaregs y no hay más que hablar. ¿Ha quedado claro?
—Muy claro —admitió Sam Muller con desconcertante parsimonia.
—Me alegra que lo hayas entendido, puesto que se te paga mucho dinero, tanto por hacer tu trabajo, como para mantener la boca cerrada. Así es nuestro oficio y ésas suelen ser las normas… ¿Alguna pregunta?
—Sólo una: ¿qué hacemos ahora?
—Continuar con el plan previsto.
—Por mí de acuerdo, pero te hago notar que apenas hemos avanzado unos cuatro kilómetros, ni siquiera nos hemos aproximado aún a la zona que podemos considerar de auténtico peligro, pero ya hemos perdido dos hombres. A ese ritmo mañana por la tarde nos habrán frito a todos.
—¿Alguna idea mejor?
El otro se limitó a negar con un gesto.
—Tú eres quien manda —murmuró.
—¡Sí! —refunfuñó el armenio al que se le advertía molesto y desconcertado—. Yo soy quien manda y el plan es bueno. Es una táctica que siempre me ha dado magníficos resultados aunque continúo sin explicarme cómo diablos pudieron acertarle a ése en mitad de la noche y a tanta distancia.
—Hay quien asegura que los beduinos ven en la oscuridad, como los gatos.
—¿A casi cuatrocientos metros…? ¡No digas bobadas! Me considero buen tirador, pero no lo conseguiría ni con la ayuda de una mira telescópica nocturna.
—Tal vez la tengan.
—¿Cómo has dicho? —se sorprendió
el Mecánico
.
—Que tal vez esos a los que tú llamas «piojosos» no lo sean tanto y nos estén combatiendo con nuestras propias armas.
—Pero ¿de qué coño hablas…? —le espetó impaciente su interlocutor—. Se trata de una miserable familia de nómadas que lleva años viviendo en el culo del mundo… ¿De dónde crees que pueden haber sacado esas armas?
—¿Y a mí qué me preguntas? —replicó el siempre hierático Sam Muller—. Hace tres días me encontraba en Angola y no tenía ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo aquí. ¡Y tampoco me importa demasiado! A mí me contratan, acudo y hago mi trabajo sin meterme con nadie… —Con un significativo gesto señaló de arriba abajo a su acompañante—. Pero lo que sí te digo, es que estos uniformes de camuflaje puede que sean muy prácticos en la selva, pero aquí el verde nos delata a kilómetros porque no se distingue un solo matorral en cuanto alcanza la vista y nos convierte en un blanco perfecto para unos tipos que tienen fama de que donde ponen el ojo ponen la bala.
—En eso tienes razón.
—¡Naturalmente que la tengo! Y es más…: cuando veo cómo a un compañero lo dejan frito en plena noche a casi cuatrocientos metros de distancia el asunto empieza a no gustarme.
—Tampoco a mí me gusta, pero me niego a aceptar que esos cerdos nos puedan ver en la oscuridad.
—Ése es tu problema, pero te aconsejo que, por si acaso, esta noche procures que nos movamos lo menos posible. En un asedio, y este operativo empieza a parecerlo, el que se ve obligado a avanzar lleva siempre la peor parte frente al que únicamente tiene que limitarse a esperar.
—Lo tendré en cuenta.
Bruno Serafian echó una vez mano a su diminuta radio, carraspeó por dos veces, y al fin ordenó procurando que su voz sonara firme y autoritaria:
—¡Reanudamos la marcha! Despacio y atentos. Puede que estos cabrones tengan armas de largo alcance. A la menor señal de peligro cuerpo a tierra… ¿Alguna duda? —Esperó unos instantes y como no le llegó respuesta añadió—: ¡Adelante entonces!
Los catorce supervivientes reanudaron la tarea de estrechar el cerco, pero apenas una hora más tarde la mayor parte de ellos empezaron a tomar plena conciencia de dónde se encontraban.
El sol, ya casi en su cenit, parecía pretender aplastarles contra el suelo, no se distinguía ni la más diminuta sombra en todo cuanto alcanzaba la vista, y la temperatura superaba ampliamente los cincuenta grados centígrados.
Allí no había más que negra roca y rojiza arena.
Absolutamente nada más.
Arena y roca, roca y arena.
Un aire ardiente y un sol de fuego.
Y buitres. Docenas de buitres que volaban muy alto en amplios círculos, sin tan siquiera molestarse en agitar las alas, limitándose a dejarse llevar por las corrientes de aire, como si incluso para ellos aquélla fuera una hora en la que la tierra se convertía en un lugar demasiado caluroso como para arriesgarse a descender hasta su superficie.
«Cuando el buitre come, el beduino acecha. Cuando el buitre vuela, el beduino descansa».
Para los tuaregs del Sahara más profundo los buitres se convertían en una especie de termómetro viviente que indicaban con notable precisión cuándo la temperatura superficial había superado los límites soportables, momento en el que se hacía necesario que los seres humanos permanecieran a la sombra y absolutamente inmóviles, visto que no poseían la facultad de elevarse en busca del frescor de las alturas.
Pese a la extendida opinión de cuantos habían sufrido la violencia de sus métodos, los mercenarios también eran seres humanos y tampoco podían elevarse en busca de temperaturas más soportables, debido a lo cual Bruno Serafian llegó muy pronto a la conclusión de que resultaba de todo punto imposible continuar caminando bajo tan infernales circunstancias.
—¡Alto! —ordenó—. Descansaremos hasta las cuatro. Los números pares que duerman dos horas. Luego lo harán los impares.
Los hombres se dejaron caer, empapados en sudor y destrozados, pero casi de inmediato llegaron a la desagradable conclusión de que sus metralletas eran demasiado cortas y sus camisas demasiado pequeñas. Y por si todo ello fuera poco tampoco disponían de espadas.
Una de las principales razones por las que un beduino prefiere los rifles largos y las largas espadas se debe al hecho de que con su ayuda y la de un amplio jaique es capaz de montar en un instante una minúscula
jaima
que le proporciona sombra, le protege del viento y mantiene la temperatura ambiente a un nivel constante.
Sentado en un pequeño hueco de arena bajo su improvisada pero resistente «tienda de campaña», es capaz de dejar pasar las más ardientes horas del mediodía en mitad de la más inhóspita de las llanuras sin que el fuego que está cayendo en el exterior le afecte en exceso.
Sin embargo, la más moderna y mortífera de las metralletas había sido diseñada con el fin de que ocupara el menor espacio posible, y el tamaño de una camisa de uniforme jamás podría compararse con el de un jaique beduino. El resultado lógico era que los catorce hombres se vieron obligados a tomar asiento sobre la arena o las piedras sin contar con el más mínimo asomo de sombra.
Pronto descubrieron que la sensación debía parecerse mucho a la que experimentarían en caso de que les estuvieran aplicando hierros candentes en la espalda.
Pese a tratarse de un irlandés extraordinariamente; fuerte, el número «Nueve» fue el primero en caer y las razones de su inesperado colapso había que buscarlas en la inexperiencia sobre el medio en que se desenvolvían por parte de quien le había colocado en aquel puesto.
En efecto, su número correspondía a las nueve de un reloj, es decir, al oeste exacto, lo cual significaba que durante toda la mañana había tenido que caminar en dirección al este, punto por el que se había levantado un sol que durante horas le estuvo golpeando directamente en el rostro.
Por si ello no fuera castigo suficiente, los rayos de ese sol se reflejaban en millones de granos de arena, transformando el paisaje por el que se veía obligado a avanzar en una especie de gigantesco espejo, lo cual provocó que muy pronto su rojiza piel se hubiera achicharrado, y, pese a llevar gafas oscuras, sus azules ojos fueran incapaces de distinguir más que sombras.
«El que se carga el sol a la espalda puede sobrevivir al desierto. El que lo carga en brazos siempre acaba pereciendo».
Aquel que hiciera oídos sordos a una vieja máxima que resumía en pocas palabras cientos de años de experiencia de incontables viajeros de «la tierra que sólo sirve para cruzarla» estaba condenado de antemano a morir en el intento.