Nacido en el seno de una nación de héroes, su padre se había hecho famoso por sus heroicidades, y por lo tanto, quien llevara su sangre tenía que dar claras muestras de que esa sangre seguía conservando toda su fuerza.
Llegaron las sombras, cerró la noche, aullaron las hienas y una luna inmensa hizo su aparición en el horizonte.
La luna llena en el desierto nace de un rojo intenso y tan enorme que se diría que está a punto de abrasar la tierra como si en realidad se tratara de un nuevo sol que se ha aproximado en exceso.
Luego, a medida que se eleva disminuye de tamaño y cambia de color pasando en cuestión de minutos del amarillo al azul metálico y más tarde a un blanco luminoso.
A qué se debían dichos cambios de color y por qué extraña razón se empequeñecía cuando estaba en lo más alto para volver a crecer cuando se aproximaba de nuevo al horizonte era un misterio para el que los beduinos jamás habían tenido explicación.
—Sube mucho y se aleja… —aseguraban algunos—. Luego vuelve a descender y se aproxima.
—Es como un inmenso buche de cabra que allá arriba se deshincha porque no encuentra suficiente aire… —aventuraban otros—. Al descender vuelve a encontrarlo.
—Se trata simplemente de un fenómeno óptico —aseguraban los franceses—. Su tamaño y su distancia nunca varían; es el hecho de tener o no la referencia de la línea del horizonte lo que lleva a nuestra mente la falsa impresión de que aumenta o disminuye.
Fuera como fuera, allí estaba, trocando las tétricas tinieblas en hermosa claridad, obligando a las hojas de las palmeras a dar sombra una vez más, y permitiéndole incluso distinguir la dentada silueta de las montañas en las que los miembros de su corta familia debía haber encontrado ya refugio.
Allí, en aquel complejo laberinto de picachos y barrancas que tantas veces habían recorrido siguiendo el rastro de una cabra salvaje, su difunto hermano Ajamuk había descubierto, por pura casualidad, la diminuta entrada de una enorme gruta cuyo interior aparecía adornado con infinidad de delicadas pinturas de antílopes y gacelas, y que al parecer llevaban allí miles de años.
Tan alta y espaciosa como la mayor de las mezquitas en que hubieran rezado nunca, oscura y fresca, debió servir de seguro refugio a una numerosa tribu en los lejanos tiempos en los que por aquellos parajes aún corría un caudaloso río que por alguna desconocida razón se cansó de lamer las faldas de las montañas.
Se fue el agua, murió la tierra, se alejó la caza, emigraron los hombres, y como recuerdo de los hermosos tiempos tan sólo permanecieron la cueva, las pinturas y algunos restos de huesos y cornamentas.
Disimulada tras dos rocas, ni aun los sofisticados instrumentos que tan capaces eran de inventar los europeos conseguirían localizar su entrada, y debido a ello Gacel Sayah alimentaba la remota esperanza de que tal vez tenía una oportunidad de vencer en la desequilibrada guerra que acababa de declarar a unos enemigos a los que reconocía infinitamente superiores.
Le vino a la mente una frase que en dos ocasiones muy diferentes le había repetido su padre:
«Un tuareg nunca debe luchar contra un enemigo más débil puesto que eso es a todas luces indigno. Tampoco debe luchar contra un igual, a no ser que también sea tuareg, pero en ese caso únicamente la suerte decidirá el resultado, por lo que la victoria carece de mérito. Eso quiere decir que un auténtico
inmouchar
tuareg tan sólo debe enfrentarse a quien sea más fuerte que él con el fin de que pueda sentirse justamente orgulloso de su triunfo».
Pese a que aquella simple frase mostrara a las claras hasta qué punto los
imohag
se sentían superiores al resto de los hombres, Gacel Sayah había vivido durante suficiente tiempo en una gran ciudad como para saber que cuanto le dijera su padre podría aplicarse a una época en la que se luchaba en el desierto y espada en mano, pero no cuando gigantescos misiles surcaban el cielo y veloces tanques atravesaban los campos.
Durante su estancia en aquella horrenda ciudad había vagabundeado por muy diversas calles, y había pasado largas horas plantado frente a muy diversos escaparates en los que infinidad de pantallas de televisión mostraban sorprendentes imágenes de lugares y gentes de los que jamás sospechó siquiera la existencia.
Había asistido incluso a la retransmisión en directo de una feroz guerra en el desierto, y había podido asombrarse ante la eficacia con que los proyectiles destruían sus objetivos en plena noche.
¿Qué se podía hacer frente a eso cuando no se contaba más que con un herrumbroso Mauser heredado de su abuelo y para el que no le quedaban más que un puñado de balas?
¿Qué se podía hacer cuando el más veloz y resistente de sus camellos tan sólo podía recorrer en un día la centésima parte de camino que recorría sin fatigarse uno de aquellos pestilentes vehículos?
Giró el rostro hacia los tres pesados todoterrenos cubiertos de polvo pero cuyos cristales devolvían multiplicado el reflejo de la luna, para detenerse a comparar el grosor de sus gigantescas ruedas con la fragilidad de las patas de su «mehari» predilecto.
No pudo evitar que se le escapara una leve sonrisa, como si en realidad estuviera riéndose de sí mismo, ya que se le antojaba que la suya era la tragicómica historia de la hormiga que intentaba violar a un elefante.
¿Adónde pretendía llegar?
¿En qué demonios estaba pensando cuando se le ocurrió la peregrina idea de desafiar a quienes podían permitirse el lujo de despilfarrar tanto dinero y tanto esfuerzo en un empeño tan ridículo como atravesar África de lado a lado por el simple capricho de llegar en primer lugar a El Cairo?
La luna estaba en lo alto, justo sobre su cabeza y más pequeña que nunca cuando cerró los ojos, pero rozaba ya de nuevo el horizonte, ahora más grande, cuando la risa de una hiena le despertó.
Calculó el tiempo que faltaba para el amanecer, y calculó también el tiempo que faltaría a los suyos para alcanzar la entrada de la que tiempo atrás habían bautizado como «La Cueva de las Gacelas».
El nuevo día sería sin duda un día muy duro.
El alba comenzaba a anunciar su presencia por levante cuando se puso pesadamente en pie, se encaminó a un grupo de matojos que crecían en el borde mismo de la vieja
sekia
, y súbitamente desapareció.
Fue como si se lo hubiera tragado la tierra, y de hecho así era.
Allí, perfectamente disimulado entre los arbustos, sus hermanos y él habían cavado un seguro refugio capaz para una docena de personas en el que en caso de peligro podían ocultarse las mujeres y los niños.
Era ésa una vieja costumbre beduina nacida de la necesidad de proteger a los más débiles en una época en la que los enfrentamientos tribales y los asaltos de los bandidos solían estar a la orden del día.
«La Madriguera del Fenec» se le llamaba, puesto que su configuración copiaba punto por punto el escondite de los pequeños zorros del desierto, con una entrada muy angosta, un amplio espacio interior a gran profundidad, y una salida de emergencia que tan sólo podía terminarse desde dentro y siempre en el último momento.
Una vez cerrada resultaba imposible localizarla, pero una angosta mirilla permitía atisbar cuanto ocurría en el exterior.
El calor resultaba agobiante y el aire casi irrespirable, pero eso era algo a lo que un saharaui estaba acostumbrado desde niño.
Se sentó a esperar.
Una vez más la paciencia se adueñó de su ánimo. El sol alumbró la inquietante desolación del campamento.
Pasaron, sin prisas, largas horas. El calor iba en aumento.
Al fin percibió un lejano zumbido.
Llegaba del sudeste, pero por más que aguzó la vista no advirtió la presencia de vehículos ni de nubes de polvo.
Por último comprendió que lo que se aproximaba era un helicóptero de mediano tamaño que se mantuvo durante unos cuantos minutos justo sobre la vertical del pozo.
Al poco fue a posarse a unos cien metros de distancia y de él descendieron dos hombres, mientras que un tercero permanecía sentado ante los mandos.
Los que se habían apeado no eran militares.
Ni policías, ni militares, y al menos uno de ellos, rubio y delgado, no podía ocultar su procedencia europea.
El otro, cetrino y de cabello rezado, podía muy bien ser norteafricano.
Estudió atentamente sus gestos, observó cómo se aproximaban a comprobar que no había nadie en los coches, cómo se asomaban más tarde al pozo, y cómo acababan por extraer agua para olerla y probarla mojando la punta de un dedo al tiempo que hacían un gesto de desagrado.
El moreno lanzó un reniego y comenzó a hablar agitadamente.
Luego se dirigieron a la mayor de las
jaimas
para desaparecer en su interior.
Gacel se cercioró de que el piloto no estaba mirando hacia donde él se encontraba, se deslizó fuera de su escondite y corrió para buscar un ángulo desde el que tampoco pudiera verle.
Trazó un amplio rodeo por detrás de la tumba de Ajamuk, se aproximó por la cola del helicóptero y tras cubrirse el rostro con el velo abrió la portezuela y ordenó secamente:
—¡Baja!
El pobre hombre dio un respingo, pero obedeció sin rechistar y sin demostrar temor alguno:
—
¡Aselam aleikum!
—saludó.
—
¡Metulem metulem!
—replicó Gacel prefiriendo utilizar como siempre el saludo targui al tiempo que indicaba hacia la
jaima
—. ¿Quiénes son?
—Miembros de la organización del rally. Yo me limito a pilotar este trasto.
—¿Van armados?
—¿Armados? —repitió el otro con sincera sorpresa—. ¡En absoluto! ¿A quién se le ocurriría entrar armado en un campamento tuareg?
—A uno de los suyos se le ocurrió.
—Imbéciles hay en todas partes. Y en esta carrera más que en ninguna otra.
Avanzaron en dirección al pozo y cuando se encontraban a menos de diez metros de la entrada los dos recién llegados hicieron su aparición en la puerta de la tienda de pelo de camello, e inmediatamente abrieron las manos como para dejar muy claro que venían en son de paz.
—
¡Aselam aleikum!
—exclamó en árabe el más moreno—. Respetuosamente solicitamos tu hospitalidad.
—Concedida está si habéis acudido en son de paz.
—En son de paz acudimos —aseguró el rubio en un exquisito francés—. Me llamo Yves Clos, y éstos son los señores Amed Habaja y Nené Dupré. Lo único que pretendemos es solucionar cuanto antes este desagradable incidente.
—En ese caso será mejor que nos sentemos dentro, ¿tienen agua?
—¡Naturalmente!
—¡Tráiganla!
El rubio, que demostraba ser desde el primer momento el jefe del grupo, hizo un leve gesto al piloto que corrió hacia al helicóptero, pero que una vez en la puerta se volvió para gritar:
¿Llevo también café?
Gacel asintió y al poco el hombre regresó con una cantimplora, un termo y varios vasos de plástico.
Tomaron asiento en el interior de la
jaima
, los extranjeros en el fondo y el targui frente a ellos con el arma sobre las rodillas, y se observaron como si cada uno de ellos esperara que fuera el otro quien iniciara la conversación.
—¿Y bien? —se decidió al fin Yves Clos—. ¿Qué es lo que pretende reteniendo a esos hombres?
—Que se haga justicia.
—Lo entiendo y me parece lógico, aunque no me parezca correcta la forma de conseguirlo. El secuestro es un delito muy grave.
—¿Tan grave como amenazar con un arma a gente de paz en su propia casa y envenenar el único pozo que existe en la región?
—No lo sé, pero quiero suponer que igual de grave.
—¿Qué le hubiera ocurrido a mi familia si esos coches no aparecen? Nuestras posibilidades de llegar con vida al pozo más cercano eran muy escasas.
—Lo imagino, y me congratulo de que no les haya sucedido nada, pero esos a los que han retenido no tienen culpa de lo ocurrido.
—Lo sé, y por ello tienen mi palabra que si se cumplen mis condiciones no sufrirán el más mínimo daño.
—¿Y cuáles son esas condiciones?
—Únicamente tres.
—¿A saber…?
—La primera que vacíen el pozo, lo limpien y lo llenen de agua hasta los bordes.
—No hay problema. ¿La segunda?
—Que ni coches ni motos vuelvan a pasar nunca por aquí.
—Tampoco veo problemas a eso. ¿Y la tercera?
—Que me traigan a los culpables para que pueda aplicarles la ley tuareg.
—¿Y qué dicta esa ley?
—Que a uno de ellos, el que no quería tomar parte; pero se comportó como un cobarde, se le propinen treinta latigazos.
—¡Dios bendito! ¡Qué barbaridad!
—Es la ley.
—¿Y qué le harán al otro?
—Recibirá cincuenta latigazos por envenenar el agua y se le cortará la mano derecha por haber amenazado con un arma a quienes les habían recibido pacíficamente.
—¡Cortarle la mano derecha! —se escandalizó el rubio que no pudo evitar volverse a sus compañeros que mostraban idéntico horror—. ¿Se da cuenta de lo que está pidiendo?
—Tan sólo estoy pidiendo que se cumpla la ley.
—Pero ésa es una ley de salvajes.
—Salvaje es quien no respeta el hogar ajeno y quien antepone una estúpida prueba deportiva a cuatro vidas humanas. ¡«Ése» es un salvaje! Yo tan sólo soy un pacífico tuareg que no se había metido con nadie hasta que ustedes aparecieron por aquí.
Se hizo un largo silencio.
Se diría que una pesada losa había caído de improviso sobre las espaldas de los recién llegados, que probablemente no se esperaban, ni por lo más remoto, semejante demanda.
Por fin, tras rascarse nerviosamente la rubia cabellera que le caía casi hasta los ojos, el llamado Yves Clos señaló:
—Entienda que va a resultar prácticamente imposible convencer a ese individuo para que venga hasta aquí con el fin de que le propinen cincuenta latigazos y le corten una mano.
—Me lo imagino.
—¿Entonces?
—Son ustedes los que tienen que resolver este asunto, no yo. Pero de lo que pueden estar seguros es que si no lo traen jamás volverán a ver a los otros.
—No creo que sea capaz de matar inocentes… —intervino el egipcio Amed Habaja que hasta ese momento apenas había abierto la boca más que para saludar—. Es algo que va contra nuestras creencias. El Corán ordena que…
—Sé muy bien lo que ordena el Corán… —replicó Gacel con acritud—. Aquí no hay mucho que hacer y por lo tanto lo he leído una docena de veces. Pero los tuaregs tenemos leyes muy anteriores a la aparición del Corán, y a ellas me atengo.