Los ojos del tuareg (5 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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—Dios no nos ha concedido el don de la vida para que nos la juguemos de una forma tan absurda… —intervino Laila que escuchaba con especial atención cuanto se decía—. Imagino que del mismo modo que niega la entrada al paraíso a quien le ofende suicidándose, se la impedirá a quien muere en un empeño tan inútil, que no es, a mi modo de ver, más que otra forma de suicidio.

—Tampoco hay que exagerar convirtiendo en pecado una sencilla diversión.

—No se trata de ninguna exageración… —insistió ella sin inmutarse—. Si no hubiéramos construido ese pozo, estarían perdidos, por lo que resulta más que probable que hubieran muerto de sed en mitad de la llanura.

—Si ustedes no hubieran construido ese pozo, los cretinos que dibujaron nuestros mapas hubieran acabado por encontrar y señalar correctamente el de
Sidi-Kaufa
—puntualizó Alain Guitay que al parecer no era demasiado aficionado a hablar, pero que ahora se decidía a hacerlo puesto que el tema estaba directamente relacionado con su trabajo—. Y eso quiere decir que nunca hubiéramos equivocado el rumbo puesto que nuestros instrumentos nos permiten determinar vía satélite y con un margen de error casi inapreciable el punto del mundo en que nos encontramos.

Laila, Aisha, Gacel y Suleiman se miraron.

Resultó evidente que, o no habían entendido lo que el francés acababa de decir pese a que hablaran su idioma con bastante soltura, o se les antojó tan absurdo que decidieron pasarlo por alto.

«El Pueblo del Velo» había pasado casi cien años bajo su dominio colonial, y por lo tanto sus miembros aceptaban sin ningún tipo de reservas que la francesa era una cultura técnicamente muy avanzada, capaz de conseguir que los vehículos avanzaran sin tracción animal, gigantescos aviones volaran, e incluso que en una pequeña pantalla apareciesen imágenes de hechos que estaban ocurriendo en aquellos mismos instantes muy lejos de allí, pero de ahí a que un instrumento les permitiera saber en qué punto exacto del mundo se encontraban, podía mediar un abismo o tan sólo un pequeño paso, y eso era algo que no se sentían capaces de dilucidar.

Los momentos que siguieron resultaron por tanto en cierto modo incómodos, hasta que al fin Marcel Charriere rompió el pesado silencio inclinándose para servirse una nueva taza de café al tiempo que señalaba:

—Ustedes se sorprenden por lo que hacemos, y sin embargo, mucho más sorprendente resulta, a mi modo de ver, que hayan elegido este desolado rincón del planeta para vivir. ¿Por qué? ¿Qué les ha impulsado a instalarse en semejante lugar?

—Aquí estamos bien.

—¿Bien…? ¿Y de qué viven?

—De la leche, de la caza, de los dátiles y de lo que cultivamos —señaló Aisha con naturalidad—. El pozo no es rico, pero proporciona agua suficiente para cubrir nuestras necesidades.

—Sentimos haberla desperdiciado de una forma tan estúpida. Ni siquiera se nos pasó por la mente que…

—Eso carece ya de importancia… —le interrumpió Gacel haciendo un leve gesto con la mano—. No tenían forma de saberlo.

—Gracias, pero dígame… ¿Cómo se las arreglan para conseguir las provisiones imprescindibles: la sal, la ropa, las municiones, o ese té, sin el cual se diría que un tuareg no puede vivir…?

—Cada año, con la primera luna de primavera, la mayor parte de los nómadas de la región acuden a un gigantesco zoco que se organiza en Al-Raia a unos siete días de marcha hacia el oeste. Allí se reúnen pastores, cazadores, traficantes de ganado y comerciantes, intercambiando animales y pieles por sal, té, azúcar, semillas, libros o balas. Nosotros solemos ir cuando tenemos camellos que vender, y con eso nos aprovisionamos. Una vez incluso bajamos al mercado de Kano, pero eso queda ya demasiado lejos.

—¿Cómo de lejos?

—Unas tres semanas de viaje.

—No me imagino a un europeo viajando durante tres semanas para ir al mercado, y lo cierto es que aún no ha respondido a mi pregunta: ¿por qué eligieron un lugar tan apartado?

—No creo que lo entendiera —fue la respuesta.

—Me esfuerzo por entender las cosas que veo, y me gusta conocer a las personas que encuentro en mi camino.

—En ese caso le aclararé que estamos aquí por motivos políticos.

—¿Motivos políticos? —masculló perplejo y probablemente incrédulo Alain Guitay—. Siempre había creído que los tuaregs son hombres libres que se limitan a nomadear. No me diga que la jodida política llega hasta el último rincón del desierto.

—Es una larga historia.

—¡Me encantan las historias a la luz de la hoguera en mitad del desierto! —señaló Marcel Charriere al tiempo que se agitaba inquieto en su asiento como si se sintiera tan nervioso como ante el inicio de un hermoso espectáculo—. ¿Qué pasó?

—¿De verdad le interesa?

—¡Naturalmente!

Gacel Sayah lo observó como pretendiendo calibrar su grado de sinceridad, se volvió luego a su madre solicitando su parecer o pidiéndole permiso, y ante el leve gesto de asentimiento, comenzó:

—Mi padre, que en gloria esté y del cual heredé el nombre, estaba considerado el más valiente de los tuaregs, ya que era el único que había sido capaz de atravesar por dos veces «La Tierra Vacía de Tikdabra». Todo el mundo le admiraba y respetaba, pero un día, de esto hace ya más de veinte años, dos viajeros casi moribundos que se habían perdido en el desierto aparecieron de pronto en nuestro campamento. Lógicamente, les brindó hospitalidad y los atendió lo mejor que pudo, pero a los pocos días hizo su aparición una patrulla del ejército que de inmediato mató a uno de ellos, allí mismo, en nuestra propia
jaima
, y se llevó al otro.

—¿Y eso…?

—El que se llevaron era Abdul-el-Kebir, el único presidente elegido democráticamente en toda la historia de nuestro país, y el otro, el que mataron, un guardián que le había ayudado a escapar del fuerte militar en que le había confinado la dictadura, y que por desgracia se encontraba relativamente cerca de donde habíamos montado durante aquellos días nuestro campamento.

—Entiendo… Los soldados quebrantaron la sagrada «Ley de la Hospitalidad» de los tuaregs.

—Usted lo ha dicho. Ensuciaron de sangre nuestro hogar y se llevaron por la fuerza a un pobre viejo a quien habíamos brindado protección. Eso era mucho más de lo que mi padre podía permitir, por lo que juró que mataría a los que le habían deshonrado y no descansaría hasta que Abdul-el-Kebir fuera de nuevo tan libre como el día en que solicitó hospitalidad.

—¿No se hizo una película con ese argumento? —inquirió de improviso Alain Guitay—. A mí esa historia me suena.

—Por aquel tiempo se habló mucho de mi padre, e incluso se escribió un libro, pero no sé nada acerca de una película.

—¡Pues recuerdo haberla visto! —insistió el copiloto—. No era buena porque convirtieron al protagonista en una especie de «Rambo», pero el hecho de saber que estaba basada en un hecho real me impresionó.

—Pero ¿qué pasó? —inquirió Marcel Charriere visiblemente impaciente.

—Que mi padre ejecutó a los asesinos y liberó al presidente pasando a cuchillo a la guarnición del fuerte en que le habían vuelto a encerrar.

—¿Me está diciendo que pasó a cuchillo a «toda la guarnición»?

—No dejó a nadie vivo.

—¿Él solo?

—Completamente solo.

—Pero ¿cómo pudo hacerlo?

—Era un guerrero
imohag
… —fue la sencilla respuesta—. Los degolló sin que se enteraran. Mi padre podía hacer eso y mucho más. De hecho condujo a Abdul-el-Kebir hasta el otro lado de la frontera atravesando «La Tierra Vacía» aunque le perseguía todo el ejército.

—¿Y qué pasó luego?

—Que como no podían atraparle, los militares nos secuestraron con intención de ofrecernos a cambio de Abdul-el-Kebir. Al enterarse, mi padre montó en cólera y juró que mataría al que consideraba el máximo responsable, es decir, al presidente impuesto por los militares.

—¿Y cumplió su promesa?

—En cierto modo sí, y en cierto modo no.

—¿Y eso qué significa?

—Que emprendió un larguísimo viaje hasta la capital, se escondió en las afueras, esperó a que la comitiva del presidente saliera de palacio y lo mató.

—¡Caray!

—Lo malo fue que, entre tanta confusión, no se dio cuenta de que el hombre contra el que disparaba era aquel al que había puesto en libertad.

—¿Abdul-el-Kebir?

—El mismo.

—Pero ¿cómo es posible que cometiera semejante error?

—Porque se trataba de un Abdul-el-Kebir afeitado, limpio y vestido de gala, que en nada se parecía al sucio, barbudo y andrajoso prisionero que mi padre había arrastrado durante semanas a través del desierto.

—¡Dios bendito! —se horrorizó su interlocutor—. Y ¿cómo es que Abdul-el-Kebir estaba allí?

—Porque una revuelta popular había derrocado a la dictadura, devolviéndole la presidencia, pero eso mi padre no podía saberlo.

—¡Joder qué historia! ¿Cómo acabó?

—Trágicamente, ya que en ese mismo momento los guardaespaldas de Abdul-el-Kebir mataron a mi padre, y nunca hemos sabido si tuvo o no tiempo de darse cuenta de su error.

—Como hijo preferiría que no se hubiera dado cuenta… ¿No es cierto?

—Lógico, ¿no le parece? Sufrió todas las penas del infierno por una causa que consideraba justa según las más antiguas tradiciones de nuestro pueblo. Morir en el momento de acabar con un dictador que no respetaba ni tan siquiera las leyes más sagradas de sus súbditos era un honor. Morir por culpa de un absurdo error, una burla del destino. Y yo siempre he querido creer que sabiendo que su honor seguía intacto.

—¿Y el honor sigue siendo lo más importante para los tuaregs?

Se puede vivir rico o pobre, sano o enfermo, humilde o poderoso, odiado o amado, pero no se puede vivir sin honor —fue la decidida respuesta—. Y se puede entrar en el paraíso pobre, enfermo, humilde y sin esposas, puesto que allí reina la abundancia y todo te será concedido, pero no se puede entrar en el paraíso sin honor. Es lo único que tienes que aportar por ti mismo.

—Nunca se me había ocurrido verlo desde ese ángulo —admitió el francés—. Pero resulta evidente que al más allá no te puedes llevar dinero, poder, ni mucho menos las enfermedades, mientras que sí te llevas el concepto que tengas de tu propia valía y de lo que hayas sido capaz de hacer a lo largo de tu vida.

—Mi padre hizo grandes cosas, defendió los principios de nuestra fe y nuestra cultura, y por lo tanto debió morir en paz consigo mismo. Cualquier tuareg se conformaría con vivir y morir de idéntica manera.

—¿Los tuaregs creen realmente en la existencia del paraíso? —inquirió de improviso Alain Guitay al que, parecía costarle un gran esfuerzo entrar en la conversación—. ¿Están convencidos de que existe un lugar repleto de comida, música y mujeres hermosas, tal como aseguró Mahoma?

—Sí y no… —fue la desconcertante respuesta de Gacel Sayah.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que al igual que el infierno, el paraíso que nos prometió Mahoma existe y no existe.

—No logro entenderlo.

—Existe para los que creen en él.

—¿Y para los que no creen en él?

—No existe.

—¿Y el infierno tampoco?

—Tampoco.

—¿Cómo es posible?

—Muy sencillo… —puntualizó el targui—. Si eres creyente y cumples con las leyes de Alá, tu alma va al paraíso. Si eres creyente, pero no cumples con las leyes de Alá, tu alma va al infierno. —Hizo una corta pausa como para remarcar lo que iba a añadir—: Pero si no eres creyente, cuando mueres tu alma no va a ninguna parte. Simplemente te mueres.

—¿Y para el no creyente no existe el Más Allá?

—No, de la misma manera que no existe para los camellos, los perros o las cabras, ya que quien habiendo nacido humano no cree en la existencia de un ser superior que lo creó, desciende al nivel de las bestias y por lo tanto su destino es el mismo: convertirse en simple despojo.

—¿Sin recibir un premio o sufrir un castigo según cuál haya sido su comportamiento?

—Bastante castigo significa compartir el destino de las bestias… —intervino Laila en un tono de absoluta serenidad—. Y resultaría injusto castigar a alguien por no cumplir los mandatos divinos, cuando no cree en Dios. Sería como castigarle por infringir una ley cuya existencia desconoce. De lo que sí podemos estar seguros es de que incluso el infierno en el que se purgan los pecados, y en el que tal vez algún día seamos redimidos, es mil veces mejor que la nada.

—¡Curiosa forma de ver la vida!

—Más bien la muerte.

—En efecto, más bien la muerte… —admitió Marcel Charriere—. Y creo que ha llegado el momento de que nos dejemos de disquisiciones metafísicas que a nada conducen, porque aún nos quedan siete mil kilómetros de viaje, y en cuanto amanezca tenemos que ponernos en marcha…

C
on la primera claridad del nuevo día el rojo vehículo había desaparecido tras las oscuras rocas, y Gacel Sayah observaba la soledad de la llanura sentado a la puerta de su
jaima
.

Meditaba.

Antes de que el alba hiciera intención de anunciarse en el horizonte, estaba ya en pie despidiendo a sus huéspedes, y ahora no podía menos que permanecer allí inmóvil, preguntándose qué extraña vida era la de aquellos seres que se lanzaban a una aventura tan disparatada, y qué extraña vida era la suya, que permanecía allí, anclado en el pasado cuando el mundo se movía con tan sorprendente rapidez.

Gacel no tenía demasiados estudios, pero había heredado la aguda inteligencia de su padre, y la vida le había enseñado muchas cosas que no habían caído en saco roto.

El muchacho que llegó hasta allí huyendo y que dedicó todos sus esfuerzos a construir un pozo se había convertido en un hombre que empezaba a preguntarse por el difícil futuro que aguardaba a su exigua familia.

Los esclavos habían sido liberados, los siervos se habían ido marchando uno tras otro, y no quedaban en el campamento más que su madre y sus hermanos, que escasas posibilidades tenían de constituir un clan digno de tal nombre.

Aisha estaba ya en edad de casarse, y tanto él mismo como Suleiman echaban de menos una mujer que compartiera cada noche su lecho, pero sabía a ciencia cierta qué pocas posibilidades tenían de conseguir pareja cuando todo lo que podían ofrecer se limitaba a un triste pozo, un huerto, tres palmeras y una docena de cabras y camellos.

La miseria suele ser tanto más miserable cuando se compara con la riqueza, y aquella noche, viendo cómo los franceses extraían de su sorprendente automóvil latas y más latas de exóticos productos, admirando el lujo de sus ropajes y sus botas, y asombrándose ante el derroche de medios materiales de que disponían, llegó a la conclusión de que su forma de vivir era en verdad auténticamente miserable.

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