Los ojos del tuareg (17 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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—¡Pero es que no tengo la más mínima experiencia como mediador! —protestó el otro—. Lo único que sé hacer es manejar un helicóptero.

—La experiencia no siempre es buena, querido amigo —fue la tranquila respuesta—. La experiencia es algo que va llenando tu equipaje a medida que avanzas por la vida, y que resulta de gran utilidad cuando te enfrentas a problemas conocidos. —El rubio sonrió casi con ironía—. Pero cuando, como en este caso, se trata de enfrentarse a situaciones que nada tienen que ver con lo vivido anteriormente, la experiencia estorba tanto como un par de pesadas maletas cuando tienes que abrirte paso por la selva virgen. En tales circunstancias, lo mejor es actuar según tu propio instinto, olvidándote de cuanto te hayan enseñado.

—¡Hermoso consejo!

—Y gratuito. Actúa libremente y sin prejuicios. Mira las cosas desde un ángulo distinto, nada a contracorriente, y si fracasas no te preocupes, puesto que a mi modo de ver ésa es una batalla perdida de antemano.

—¿Cómo puedes hablar con tanta frialdad? —quiso saber Nené Dupré, al que se le advertía francamente dolido.

—Sacando lo peor que tengo dentro, y construyéndome con ello una coraza… —replicó su amigo en tono de profunda fatiga—. Al fin y al cabo, ¿qué significan actualmente esas vidas? Hace un rato, cuando terminé de hacer números sobre el costo de esta maldita operación aérea caí en la cuenta de un detalle muy curioso: en apenas tres días vamos a transportar casi ocho millones de kilos de carga útil a dos mil kilómetros de distancia. ¿Qué te parece…? Ocho millones de kilos de alimentos proporcionarían comida a doscientos mil niños famélicos durante tres meses, pero en lugar de salvar niños, empleamos nuestro ingenio, nuestra capacidad organizativa y millones de francos en procurar que unos cuantos estúpidos vayan a matarse a Libia en lugar de permitir que los maten en Níger. —Hizo un leve gesto de despedida con la mano mientras se alejaba y añadió—: Medita sobre ello y no me toques los huevos con la suerte que puedan correr esos cretinos… —No obstante, cuando ya se encontraba a unos metros de distancia se volvió alzando la mano—. ¡Me olvidaba! —exclamó—. Puedes emplear hasta un millón de francos en conseguir su libertad.

—¿Un millón de francos…? —se escandalizó el otro—. ¿En tan poco valoran a esos desgraciados?

—Es más de lo que paga el seguro, querido. ¡Mucho más!

El piloto quedó tan confundido como si uno de los patines de su propio helicóptero le hubiese aplastado un pie, y acabó por ir a tomar asiento a su lugar predilecto, el estribo del aparato, desde donde contempló las idas y venidas de corredores, mecánicos y personal auxiliar, que se afanaban en prepararlo todo ante el anuncio de la llegada del primer avión, prevista para el amanecer.

A partir de ese instante todo se convertiría en un alocado trasiego de hombres y máquinas, por lo que Nené Dupré no necesitó mucho tiempo para llegar a la conclusión de que efectivamente se estaba quedando solo frente a un problema que no sabía cómo encarar.

Intentó hacerse una idea acerca de los amargos pensamientos que cruzarían por las mentes de los infelices cautivos si llegasen a tener conocimiento de que —contra lo que probablemente imaginaban— el mundo no estaba pendiente de su liberación, sino que su destino dependía de las decisiones de alguien cuya mente parecía haberse quedado completamente en blanco.

La responsabilidad que de improviso habían descargado sobre sus hombros le agobiaba hasta el punto de impedirle pensar, puesto que en lo más íntimo de su ser estaba convencido de que por mucho que lo intentara no se le ocurriría nada merecedor de ser tenido en cuenta.

De un lado un tuareg intransigente… —musitó para sus adentros—. Del otro, unos hijos de puta que se desentienden del asunto… Y en el centro, yo. ¡Menuda papeleta!

Y tal como el mismísimo Yves Clos acababa de advertirle, ningún tipo de experiencia le serviría de nada en semejantes circunstancias, puesto que resultaba evidente que aquélla era una novedosa situación a la que ni el más avezado de los pilotos de helicóptero se había enfrentado anteriormente.

A su modo de ver, Yves Clos había cambiado mucho durante los últimos días.

Después de casi veinte años de colaborar entusiásticamente en las más difíciles circunstancias, compartiendo buenos y malos momentos e incluso alguna que otra mujer, por primera vez advertía desganado y escéptico a su compañero de fatigas, como si de pronto el vaso de su reconocida paciencia hubiera rebosado, y empezara a tenerle sin cuidado cuanto pudiera ocurrir de allí en adelante con la carrera y con cuantos tomaban parte en ella.

Y es que tenía mucha razón en sus lamentaciones.

Nené Dupré recordaba con notable nitidez, puesto que se trataba de su propio trabajo, las terribles escenas en las que un pequeño grupo de tripulantes de viejos helicópteros se esforzaban desesperadamente por salvar a cientos de miles de personas que habían quedado atrapadas por las aguas durante las terribles inundaciones que habían convertido la mayor parte de Mozambique en un auténtico mar, y aún guardaba en la retina las escenas de niños y mujeres cayendo al agua como fruta madura tras pasar días enteros refugiados en la copa de un árbol.

Durante casi dos semanas seis únicos helicópteros alquilados a compañías privadas de la vecina Sudáfrica al escandaloso precio de tres mil dólares por hora de vuelo habían intentado salvar el mayor número posible de vidas, e incluso las Hermanas de la Caridad se habían visto obligadas a abonar veinticinco mil dólares, con el fin de que sus pilotos accediesen a rescatar a los enfermos de sus hospitales.

Seis helicópteros a tres mil dólares la hora de vuelo cuando los organizadores del rally contaban con el mismo número de aparatos, pero mucho más modernos y eficaces, con el casi exclusivo fin de buscar vehículos perdidos o ponerlos al servicio de la prensa durante todo el tiempo que les apeteciese.

Más tarde, mucho más tarde, cuando ya las víctimas de Mozambique se contaban por miles, las autoridades de diferentes países del mundo habían comenzado a reaccionar enviando una ayuda que tardó diez días en llegar pese a que resultaba evidente que aquellos mismos Antonov 124 podrían haber transportado medio centenar de nuevos helicópteros en menos de cuarenta y ocho horas desde el mismísimo corazón de Europa al centro de la catástrofe.

El problema que Yves Clos había resuelto en un abrir y cerrar de ojos con un poco de talento y unas cuantas llamadas telefónicas había costado la vida a miles de infelices porque nadie puso en salvarlas idéntico empeño que el francés había puesto en salvar el prestigio de una simple prueba deportiva.

Nené Dupré entendía por tanto que para su amigo aquel increíble éxito de organización no constituyera en absoluto un motivo de orgullo, sino más bien de profunda reflexión y casi de amargura.

Yves Clos parecía haber caído de improviso en la cuenta de que había malgastado los mejores años de su vida en un empeño sin sentido, inmerso hasta el cuello en un mundo que trastocaba todos los valores, y donde lo superfluo pasaba a convertirse en esencial, mientras que lo esencial quedaba siempre en un segundo plano.

Así era la vida, en efecto, y así era aceptada por la mayoría de la gente, pero no resultaba extraño que cuando alguien de la sensibilidad del francés descubría una mañana que se había convertido en actor protagonista de tan despreciable forma de entenderla, acabara por sumirse en una profunda depresión.

Yves Clos debió de contemplar en la televisión las mismas escenas que contempló Nené Dupré y no hizo nada. La necesidad de salvar aquellas vidas no aguzó su ingenio ni le impulsó a mover a sus incontables amistades con el fin de organizar un «puente aéreo» idéntico al que ahora estaba organizando, y cuando a solas en su cama meditara sobre la magnitud de su desidia los fantasmas de muchos de aquellos desgraciados acudirían a preguntarle por qué razón no se había preocupado por ellos, del mismo modo que se había preocupado por un puñado de estúpidos motoristas.

—No me gustaría estar en su pellejo… —musitó antes de apoyar la cabeza en el asiento de cuero y quedarse traspuesto—. Pero tampoco me gusta estar en el mío…

Cuando el sol giró lo suficiente como para darle de lleno en el rostro obligándole a sudar a chorros, abrió los ojos, lanzó un gruñido, y extendió la mano tanteando hasta conseguir abrir la tapa de la pequeña nevera y extraer una cerveza.

—¿Me invitas?

Abrió los ojos, parpadeó bajo la intensa luz, y por último clavó la vista en el desconocido que se encontraba sentado en una ridícula silla de tijera, protegiéndose del sol con una aún más ridícula sombrilla multicolor.

Le alargó su lata, buscó otra y tras echar un largo y reconfortante trago inquirió:

—¿Quién eres y qué haces aquí? Recuerdas a uno de esos absurdos personajes de Fellini.

—Me llamo Hans Scholt, trabajo para una agencia de noticias alemana y me gustaría hacerte un par de preguntas.

El piloto se irguió, se adentró un poco más en su aparato buscando la sombra, y por último clavó la vista en su interlocutor.

—¿Qué clase de preguntas? —quiso saber un tanto inquieto.

El otro mostró una serie de papeles que llevaba en la mano al replicar:

—En primer lugar, ¿por qué razón tu helicóptero y tu camión de apoyo son los únicos que no figuran en las listas de embarque?

—¿Seguro que no figuran?

—Seguro. He preguntado, y me han confirmado que no vuelas a Libia porque te quedas aquí en «Misión de Recogida». ¿«Recogida» de qué?

—Supongo que de lo que se hayan olvidado… —aventuró Nené Dupré intentando no comprometerse.

—¿Y piensas llevarlo en helicóptero hasta Libia? —inquirió el otro con manifiesta ironía—. Un vuelo demasiado largo para este tipo de aparatos, ¿no te parece?

—Un poco largo sí que es, en efecto, pero lo cierto es que yo sólo hago lo que me ordenan.

El periodista sonrió levemente, hizo un repetido gesto de asentimiento con la cabeza y por último señaló:

Y ayer te ordenaron cargar este trasto con agua, víveres, ropa y medicinas y despegar antes del alba.

—Así es.

—¿Y adónde lo llevaste, porque me consta que regresaste de vacío?

—A gente que anda tirada por ahí.

—¿Gente tirada en mitad del desierto? —fingió sorprenderse el otro, que evidentemente parecía estar jugando al ratón y al gato con su interlocutor—. ¿Y no sería más lógico y más práctico traer a esos pobres infelices de regreso al campamento en lugar de permitir que se deshidraten al sol?

—Es que no querían abandonar sus vehículos.

—¿Pese a que existe una amenaza terrorista que obliga a suspender varias etapas de la carrera? —El austriaco negó una y otra vez sin perder ni por un instante su burlona sonrisa—. ¿Supongo que no me consideras tan estúpido como para aceptar que la organización pone en evidente riesgo seis vidas humanas, sin tan siquiera enviarles uno de esos mágicos «camiones-taller» que en un abrir y cerrar de ojos solucionan todos los problemas mecánicos?

—¿Y qué quieres que yo te diga?

—La verdad.

—No sé de qué verdad me hablas.

—De la verdad simple y llana… —puntualizó el otro apuntándole casi acusadoramente con el dedo índice—. Una verdad que me obliga a pensar que esos vehículos se encuentran en perfecto estado de funcionamiento, pero que quienes deben andar bastante fastidiados son sus ocupantes.

Nené Dupré se tomó un tiempo para responder, aprovechó para concluir su cerveza, tiró la lata a la vieja caja de cartón que le servía de papelera y al rato masculló de mala gana esforzándose por mantener la calma:

—Como te he dicho, yo sólo hago lo que me mandan, y ese tipo de preguntas se las tienes que plantear a Yves Clos, o mejor aún al jefe de seguridad, Alex Fawcett.

—No han querido recibirme alegando que están muy atareados con todo este lío del puente aéreo.

—Pues lo siento por ti, puesto que oficialmente ellos son los únicos autorizados a dar esa clase de respuestas.

—Pero es que yo no busco respuestas «autorizadas», sino auténticas… —argumentó en tono de infinita paciencia o comprensión el insistente Hans Scholt—. He comprobado que faltan tres coches sobre los que parece haber caído un manto de silencio, ya que ni mecánicos, ni amigos, ni familiares tienen la menor idea de dónde se encuentran. —Le apuntó una vez más con el dedo—. Y por lo visto tú eres el único que les ha llevado agua y comida sin traer ni a un solo ocupante en busca de piezas de recambio…

—Ya te he dicho que no quisieron venir.

—Perdona el atrevimiento, pero tengo la impresión de que me ocultas algo… —El austriaco chasqueó la lengua al tiempo que ladeaba la cabeza como si con ello pretendiera dejar claro que se trataba de un asunto en verdad espinoso—. Y por si fuera poco, ahora te dejan «en retaguardia»… ¿Por qué? ¿Qué misterio se esconde tras todo esto?

Nené Dupré hacía tiempo que se había dado cuenta del tipo de juego que su interlocutor se traía entre manos, pareció cansarse de tanto rodeo y decidió por tanto ir directamente al grano.

—¡Dejémonos de bobadas! —admitió en tono desabrido—. Si me cuentas lo que sabes te contaré lo que sé…

—¡De acuerdo! —admitió su oponente—. He oído rumores de que a esos seis pilotos los han raptado los tuaregs… ¿Cierto?

—Cierto.

Y que por lo visto el rescate que piden es muy peculiar… ¿Cierto?

—Cierto.

—¿Cuál es?

—Una mano.

—¡Bien…! Empezamos a entendernos. ¿Qué pintas tú en este asunto?

—Tengo que intentar rescatarlos a cualquier precio… Menos el de pagar con esa mano, claro está.

Se diría que al austriaco le costaba dar crédito a lo que estaba oyendo puesto que hizo un gesto a su alrededor señalando el inmenso campamento con sus cientos de vehículos y más de mil personas que parecían estar siempre atareadas, para inquirir visiblemente escandalizado.

—¿Tú solo?

—Completamente solo.

—¿Y toda esa gente?

—Tienen otras cosas que hacer.

—Entiendo…

El periodista se tomó un tiempo para reflexionar, observó con atención al hombre que permanecía sentado en el interior del helicóptero, pareció estar calibrando su catadura moral, y por último inquirió:

—¿Piensas volver el año que viene?

—Creo que no —fue la respuesta, que sonaba absolutamente sincera—. Creo que ocurra lo que ocurra para mí se acabaron los rallies africanos. He visto demasiadas cosas que no me gustan.

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