La imagen es preciosa, lo mismo que su formulación. Pero la dimensión metafórica del modelo que Goffman propone aparentemente de sopetón podría anular su importancia teórica. Al indicar que lo cotidiano puede interpretarse como un conjunto de hechos sagrados, se procura los medios para establecer una relación esencial entre la macroestructura social y la microestructura interaccional: ésta es una celebración de aquélla, como lo que decía Durkheim de las ceremonias religiosas en
Les Formes Élémentaires de la Vie Religieuse,
libro en el que Goffman reconoce inspirarse. Para Durkheim, las manifestaciones rituales de los aborígenes australianos fundaban simbólicamente su sociedad. Para Goffman, los «ritos de interacción» son otras tantas ocasiones de afinar el orden moral y social
[142]
. Y dirá esto: «Los que a veces llamamos gestos vacuos quizá sean, en realidad, los más plenos de todos
[143]
».
En dos páginas de tesis y, algo después, en cuarenta páginas de artículo, Goffman se incluye en la tendencia intelectual de la antropología social británica, se aparta de la corriente interaccionista en que siempre quieren verlo y borra las pistas de sus ideas generales. Expliquémonos:
Lo acerca a la antropología británica la importancia que concede a la noción de
ritual secular
[144]
. Ttátese de Leach mostrando en
Les Systémes Politiques des hautes ierres de Birmanie
(1954) que el ritual pertenece a la vida cotidiana y no puede limitarse a los textos sagrados
[145]
, o de Gluckman reconstruyendo los «ritos de transición» de Van Gennep en
Essays on the Ritual of Social Relations
[146]
,
encontramos la misma idea-fuerza: hay que abrir la noción de ritual a otros referentes aparte de las ceremonias religiosas, hay que extenderla al conjunto de las celebraciones seculares (desde los banquetes de aniversario hasta los encuentros deportivos); hay que revisar, por lo mismo, la extensión del ámbito «sagrado». No hay duda de que Goffman va más lejos al postular que «el ídolo es a la persona lo que el rito es a la etiqueta
[147]
», con lo que hace coextensivos los terrenos de lo profano y de lo sagrado. Tampoco hay duda de que, al mismo tiempo, es menos coherente, al yuxtaponer varios modelos de análisis, sin dar nunca prioridad al modelo ritual. Pero una cosa es cierta: no le va nada el «interaccionismo simbólico» que muchos críticos querrán endilgarle. El instituir al otro como objeto sagrado al que debe tratarse con respeto no es idea que proceda de G. H. Mead ni de H. Blumer
[148]
, en este sentido, Goffman distingue entre
tomar
en consideración la acción del otro (es el famoso
looking glass self
del interaccionismo) y
dar
su consideración a la acción del otro
[149]
.
Insistiendo de este modo en el respeto que se manifiestan mutuamente los actores, Goffman hace dudar de la imagen «paranoica» que se desprende de la lectura de la primera parte de la tesis. En estas ofrendas a los dioses que somos nosotros, hay cierta grandeza, si no cierta generosidad... ¿Habrá, entonces, dos «sujetos goffmanianos»?
La respuesta aparece poco a poco durante la segunda parte de la tesis, titulada «Las unidades concretas de la comunicación conversacional». En diez capítulos, Goffman ofrece un ensayo general del libro que publicará..., en 1981,
Forms of Talk
[150]
.
Examina todas las sutilezas del sistema interaccional constituido por dos o varias personas que charlan. Sirviéndose de ejemplos sacados de sus observaciones de la vida social de la isla, y de conceptos compuestos, más a menudo, con el material de los términos vulgares, escribe sobre el habla como nadie lo había hecho antes que él..., a excepción, quizá, de Simmel (a quien, por lo demás, cita acá y allá)
[151]
. De paso, va tomando cada vez más amplitud un tema: el de la «presencia», no sólo física, sino también psicológica, que exige la participación en la interacción, con su corolario, el de la «ausencia», que hay que tratar de disimular o, más infrecuentemente, manifestar (en el caso en que hay que quitar importancia a una presencia física inevitable). Goffman habla de esto estudiando (en el capítulo X) la participación, «acreditada» o no, en la interacción, observando el dominio del amodorramiento (capítulo XI), estableciendo las formas de exclusión de la interacción (capítulo XVI) y recogiendo de
Balinese Character,
de Bateson y Mead, el término «fuera»
(away)
para calificar el retrato psicológico que ofrecen ciertos actores, aun estando aparentemente presentes (capítulo XVII).
La tercera y última parte de la tesis se dedica por entero a esta «inmersión» en la interacción. El título que le da es significativo: «cambio eufórico y disfórico».
La interacción eufórica es la que «funciona bien», la que no arroja ninguna nota falsa. No se trata de implicarse en una beatería de la interacción: si uno de los participantes está «demasiado metido» en ella y se excita, habrá nota falsa (y disforia); por tanto, hay que conservar siempre pleno dominio de sí mismo. Es lo que Goffman llama el «Pasa tú primero, Alfonso», o continente
(poise).
Pero si las reglas del tacto se exageran, la discreción puede adquirir tanta importancia que volverá a aparecer la disforia. La implicación es, pues, una dosificación muy sutil de espontaneidad y cálculo, «una ligera infracción de las reglas del tacto», dice Goffman en el capitulo XIX
[152]
.
La noción de implicación aparece, así, como una de las claves de la tesis de Goffman..., y de su obra siguiente
[153]
. Por una parte, permite comprender que el sujeto goffmaniano calculador, aparecido en la primera parte de la tesis (y que no dejará de resurgir posteriormente en la obra), no se opone al sujeto goffmaniano divinizado que aparece en la segunda parte. Para que una interacción se logre, tienen que fundirse las actitudes que representan estos dos modelos: la treta y la deferencia. La treta sin deferencia y la deferencia sin treta no lograrán más que la disforia, el fracaso de la interacción. El sujeto goffmaniano es un Jano bifronte, como la imagen de la Prudencia...
Por otra parte, la noción de implicación hace que surja el concepto goffmaniano del yo
(self).
Este se considera como una «proyección» a la situación de la imagen que unos creen que los otros quieren dar; sutil postura que Goffman elabora en los capítulos XXII y XXIII. No dice (o sólo de un modo abreviado) que A
quiera
proyectar cierta imagen de sí mismo en los demás. Tampoco dice que A interprete un papel preestablecido que no tenga más que representar (como en el teatro). Al contrario, explica un yo fundamentalmente situacional, creado por la implicación en la interacción. Cuando A se presenta ante B, B estima «que él (A) ha proyectado a la situación un supuesto sobre la manera como estima debe ser tratado y, por tanto, una idea de sí mismo
[154]
». El yo de A es, pues, el que B cree que A proyecta a B. Y viceversa. Tanto, que A y B obrarán según cuál crean es la identidad deseada del otro. Para ilustrar
a contrario
su idea del «yo proyectado», Goffman expondrá, en una docena de páginas prietas, situaciones arruinadas por una torpeza, una falta pretenciosa o una «profanación ritual». Se ve bien que se ha deleitado observándolas, coleccionándolas y explicándolas. Trátese del pastor, que, dominado por su carcajada, da una palmadita en el trasero a la esposa del doctor Wren; de la madre soltera que se casa de blanco, o del cocinero del hotel, que persigue a las camareras tratando de meterles un filete crudo por el cuello, vemos aparecer el mismo fenómeno: una discordancia entre el yo deseable que se proyecta a la interacción y un yo embarazoso que uno u otro de los participantes había tratado de disimular.
Lo chocante en estas anécdotas de Goffman es la importancia de las «microluchas de clases». La mayoría de los incidentes relatados enfrentan a representantes de la nobleza y de las clases medias ascendentes, o de las clases medias y de las clases populares. Cuando unos imitan el comportamiento de los otros, se cometen pifias que devuelven a cada uno a su lugar. Como si Goffman, una vez más, proyectase su experiencia personal a su teoría de lo social; como si ésta exigiese, ante todo, el respeto del orden social mediante el cumplimiento eufórico del orden de la interacción.
Aquí se cierra el anillo. El último capítulo de la tesis se titula «El orden de la interacción», como el primer capítulo y como el artículo que Goffman escribirá en 1982, en su calidad de presidente de la Asociación Estadounidense de Sociología
[155]
. El orden de la interacción es el orden social en el plano de la interacción. Como en la vida económica y en la vida política, de las que no quiere ocuparse, la vida comunicativa se basa en normas que permiten cierta regularidad en las interacciones. Vemos, pues, abrirse paso aquí el entusiasmo de Goffman, que ya nunca perderá, por la mecánica interaccional: extraordinariamente compleja, a la vez frágil y resistente, conocida de nadie y entendida por todos (aludiendo a la famosa frase de Sapir), tan profundamente encarnada que sólo se muestra bajo los rasgos de la espontaneidad individual.
Goffman abandona Dixon en mayo de 1951 y, para redactar su tesis, como si quisiera ofrecerse un buen desquite por su falta de vida urbana de 1949 a 1951, se instala en París. Se enamora de la capital francesa, de la cual dirá que es «el único rincón donde se puede escribir». Su asimilación de Sartre quizá date de esta época, que coincide con el apogeo del existencialismo
[156]
.
Cuando por fin regresa a Chicago, a fines de 1951, o principios de 1952, descubre un Departamento en plena crisis. Wirth ha muerto, víctima de un ataque al corazón. Ogburn y Faris se jubilan. Blumer deja Chicago por Berkeley. Sólo quedan Burgess, Warner y Hughes. Es el trágico final de la «escuela». Las redes de antiguos alumnos de Chicago, que antes colocaban de un telefonazo a los recién diplomados por todo el país, resultan menos eficaces. Así, seguramente más por despecho que por verdadera necesidad económica, Goffman va un día a ver al viejo Burgess y le pide un empleo de vigilante nocturno.
Pero no se ha perdido todo: en julio de 1952 se casa con Angélica Schuyler Choate, a quien todos sus amigos llaman «Sky». Nació el 1 de enero de 1929 en Boston, dentro de una de esas grandes familias patricias de la ciudad a las que llaman «los brahmanes», en alusión irónica a la casta superior hindú
[157]
. Para los brahmanes, los Kennedy son plebeyos advenedizos. Por cierto que John Kennedy y sus hermanos pasaron por la Choate School, una encopetada escuela preparatoria fundada por uno de los abuelos de Angélica. Esto nos aclara las circunstancias. La familia Choate cuenta igualmente con un senador, que fue asesor jurídico de varios presidentes, y un embajador en Londres. El padre de Angélica es director del poderoso
Boston Herald.
De ahí, la duda: ¿Cómo se sentirá Goffman dentro de esta «casta»?
La historia cuenta solamente que Angélica estudia en la Universidad de Chicago y prepara una licenciatura sobre la «personalidad de las mujeres de la clase superior». Reconocemos las preocupaciones psico-culturales de Lloyd Warner y, más precisamente, el tema de la memoria de licenciatura de Goffman. Si se trata, pues, de una lisa y llana compatibilidad de caracteres, no por ello dejaría de resultar increíble en cualquier relato que no fuese una biografía. Lo sorprendente no es tanto que un hijo de inmigrante judío se case con la hija de un burgués protestante, como que un joven sociólogo pase tan de lleno a la acción: dedica sus primeros años a observar y clasificar los «símbolos de posición», los signos de clase y los modos de vida de los intelectuales burgueses..., y después se casa con una de ellos, y no con la primera que llega. Como si su obra programase su vida, como si su vida escribiese su obra.
En el momento en que la hipótesis de principio —la obra de Goffman es una autobiografía— parece encontrar su confirmación más clara, hay que recordar una perogrullada esencial: no es más que una hipótesis, es decir, una «conjetura relativa a la posibilidad de un suceso» (Robert). Hay que luchar sin fatiga contra la «ilusión biográfica», por recoger el título de un breve, pero importante artículo de Bourdieu
[158]
, que consiste en ver en una vida, forzosamente reconstruida
a posteriori,
el cumplimiento de un proyecto inicial, cuyas etapas (los «sucesos» que se consideran significativos, como el matrimonio) se ordenan de manera lógica, llevando cada una a la siguiente. Para preservar el comentario sociológico, hay que situarlo en un plano lógico diferente al de su objeto. Una vida, con sus miríadas de sucesos fortuitos, incoherentes, sin relación de causa a efecto, no puede confundirse con la descripción de una trayectoria en el espacio social, aun si el trabajo sociológico toma a veces las formas del relato biográfico para hacerse más legible.
Por tanto, no debe verse sentido peyorativo alguno en la expresión sociológica de «estrategia matrimonial», que emplearemos para sintetizar el análisis de la carrera de Goffman. Tomada, naturalmente, de Bourdieu, esta expresión trata de hacer comprender que el matrimonio es la aplicación, más allá del cálculo y más acá del programa inconsciente, de un conjunto de planes profundamente interiorizados que llevan a «dar golpes», como un buen jugador, que obra primero y piensa después
[159]
.
Así, podemos afirmar que Goffman no es, ni un calculador cínico, ni un ser prisionero de su destino, cuando asciende al seno de la burguesía liberal «occidental» a través de un matrimonio
gentil.
Todo su carácter de hijo de inmigrante judío lo empuja a salir de su condición real: sus intereses intelectuales, según hemos visto, son como una tentativa de dominar simbólicamente un mundo social lejano, pero deseable; sus intereses matrimoniales pertenecen a la misma clase de comportamientos. Son consecuencia de este mismo carácter. La conjunción entre su hábito intelectual de primera generación y la situación al alcance de la mano (una mujer con las mismas inclinaciones intelectuales que él y, a la vez, las cualidades sociales a las que él aspira) impone, como consecuencia, una alianza, por una especie de necesidad social. Esta alianza se impone con la misma radicalidad que la opuesta, el casamiento con una joven, de los mismos valores sociales y étnicos que él.