Un brazo envuelto en una manga blanca surgió de detrás de ella sosteniendo el vaso de sidra que había dejado abandonado.
—¿Y qué era esa otra cosa tan interesante?
—¡Oh! —exclamó Leia, un poco sobresaltada.
Han se apoyó en el otro lado de la ventana y bajó la vista hacia ella con un brillo de interrogación en sus ojos color avellana.
—Ah, sí —dijo Leia, acordándose de repente—. Desde que llegamos aquí, siempre ha habido algo que me ha parecido muy inquietante en todo este asunto de los androides que se averían de repente y empiezan a hacer cosas raras.
—¿Pretendes decirme que sólo tú lo encuentras inquietante? —Han volvió la cabeza hacia la sala, donde las geofiguras holográficas de Erredós estaban enterrando rápidamente al enfurecido Héroe de Chewbacca—. Erredós intentó…
—Sí, de acuerdo, pero… Bueno, Han, ¿por qué lo intentó? —preguntó Leia—. Sí, ya sé que las colonias suelen operar con maquinaria de un nivel de calidad bastante bajo, pero cuando inspeccioné los archivos me encontré con docenas de averías inexplicadas al año. Incluso un recuento aproximado muestra que el número se ha incrementado de manera espectacular durante los últimos años. —Se volvió hacia la cama y movió la mano en un gesto que abarcó el montón de listados dispersos impreso por Erredós—. Anoche, antes de que Erredós nos atacara… Bueno, cuando estuve rebuscando en los archivos del Centro Municipal no lo relacioné con nada. Creo que me gustaría echar otro vistazo a las causas de todas esas averías. Si es un resultado del clima, entonces el número de averías tendría que haber permanecido constante en vez de estar incrementándose.
—No necesariamente, si sus equipos se van desgastando poco a poco.
—Tal vez —admitió Leia—. Pero figuran en los listados de Erredós como «inexplicadas». Eso quiere decir que se aseguraron de que no obedecían a las causas más obvias, como el envejecimiento y la humedad.
Unos años antes Han habría desdeñado todo aquello considerándolo una mera coincidencia, pero Han había cambiado un poco.
—¿Y qué crees que puede ser? —se limitó a preguntar.
—No lo sé. —Leia se agachó para pasar por debajo de su brazo, fue hasta la cama y cogió su desintegrador y su pistolera—. Pero creo que me gustaría hablar con el jefe de mecánicos de la Brathflen y averiguar si esas averías fueron provocadas por un cable que se quemó, o si consistieron en una serie de actos determinados e inesperados.
—Como soldar las ventanas y provocar la sobrecarga de los desintegradores.
—Exacto —murmuró Leia. Recogió los listados y los guardó dentro del armario—. Como por ejemplo eso. ¿Te apetece venir conmigo? Han titubeó durante unos momentos antes de responder.
—Si vamos a irnos pronto, creo que haré una visita al Lujuria de la Jungla —dijo por fin, acompañando sus palabras con un meneo de caderas altamente sugerente— para tener una pequeña charla con Bran Kemple. ¿Quieres venir, Chewie?
Detrás de la pregunta había más que un interés de amigo y camarada, ya que la última vez que Erredós había derrotado a Chewbacca en el juego de la aventura heroica la consola de juegos había acabado siendo arrojada por la ventana más próxima, y Erredós parecía estar muy cerca de apuntarse otra victoria.
—Tal vez sepa algo sobre el cómo y el cuando y, sobre todo, el porqué Nubblyk se largó de aquí con tanta prisa, y si se llevó una nave consigo cuando se marchó. No te lo llevarás contigo, ¿verdad? —añadió mientras Leia, que le había seguido hasta la sala, se inclinaba para poner una mano sobre la cúpula de Erredós.
Leia vaciló. Ir acompañada por Erredós era lo más natural para ella y su mente ya lo daba por hecho, pero después de todo la anatomía escasamente vestida contra la que Erredós había estado disparando chorros de electricidad aún no hacía doce horas no había sido la suya.
—Sea cual sea el problema que tuvo anoche, todavía no sabemos si lo hemos resuelto. —Han estaba examinando su desintegrador mientras hablaba, a pesar de que lo había comprobado y vuelto a comprobar hacía menos de media hora—. Si nuestro genio dorado estuviese aquí tal vez podría sacar algo en claro, pero como no se encuentra con nosotros, mi consejo es que dejes aquí a Erredós con ese perno de sujeción puesto hasta que podamos hacer que sea examinado por alguien más cualificado que el reparador de tostadoras local.
Chewbacca soltó un rugido y fingió lanzarle un zarpazo, y Han alzó las manos y sonrió.
—De acuerdo, de acuerdo… Has hecho un trabajo magnífico con él, Chewie. Ahora Erredós es capaz de superar la velocidad de la luz en cinco decimales, y su nueva capacidad de maniobra dejará pasmada a cualquier patrulla imperial.
Han, Leia y el wookie bajaron por la rampa juntos. Han se volvió hacia Leia al pie de la rampa y le dio un rápido beso, y Leia se despidió de ellos agitando la mano hasta que los vio desaparecer entre los arcoiris eternamente cambiantes de la neblina. Pero giró sobre sí misma apenas hubieron dejado de ser visibles, y volvió a subir por la rampa. Entró en la casa y fue hasta el pequeño androide astromecánico, que estaba inmóvil junto a la consola del juego de aventura heroica apagada.
—¿Erredós?
El androide se inclinó hacia adelante, extendiendo su «pata» delantera y emitiendo un tímido silbido. Su cúpula giró para contemplarla con el redondo ojo rojizo de su receptor visual.
Leia solía preguntarse qué aspecto tenía vista a través de él, y cómo se presentaba la forma que era ella —y las que eran Luke, Han, Chewie y los niños— a la consciencia digitalizada del androide astromecánico.
—¿No puedes decirme qué ocurrió?
Erredós respondió con un silbido lleno de abatimiento que suplicaba su comprensión.
—¿Alguien te dijo que lo hicieras? —preguntó Leia—. ¿Te programó de alguna manera?
La cúpula de Erredós giró locamente de un lado a otro, y el pequeño androide se bamboleó sobre su base.
—Está bien. —Leia volvió a rozarle la cúpula con las yemas de los dedos—. Tranquilízate. Pronto saldremos de aquí, y le preguntaré al mecánico qué te ocurrió. Mira… —Titubeó. Sí, Erredós no era más que un androide, pero Leia sabía que la desconfianza de Han le había herido profundamente—. Volveré…
¡No! ¡No! ¡No!
Los silbidos y bamboleos llenos de desesperación de Erredós la detuvieron cuando ya iba hacia la puerta.
«Confía en lo que sientes», le había dicho Luke muchas veces desde que Leia se había inclinado ante su mayor sabiduría como maestro. Había algunos momentos en los que a Leia, que había sido criada y educada para que confiara en su cerebro y su intelecto —toda su educación había tenido como objetivo enseñarle a confiar en la información y los sistemas—, le resultaba un poco difícil hacerlo, sobre todo cuando sus sentidos la advertían contra algo hacia lo que la impulsaban sus emociones. Casi pudo oír la voz de su hermano y verle inmóvil junto al pequeño androide.
«Confía en lo que sientes, Leia.»
Aún no hacía doce horas que Erredós había intentado matarles.
Han se pondría hecho una furia.
Pero un instante después pensó que el amor que sentía hacia Han era el triunfo más grande que había visto jamás de «su aspecto no me gusta, pero algo me dice que ha de ser así»; y eso significaba que su esposo no tenía ningún derecho a protestar.
Fue a la habitación contigua para coger un extractor de remaches de la caja de herramientas de Chewbacca y abrió el perno de sujeción que aprisionaba a Erredós.
—Vamos. Así el mecánico no tendrá que volver hasta aquí para echarte un vistazo.
«Espero no acabar teniendo que lamentar lo que estoy haciendo», añadió para sí misma.
La idea de utilizar los caminos menos concurridos para volver a atravesar los huertos le pareció vagamente inquietante, por lo que Leia encaminó sus pasos hacia la ruta ligeramente más larga que cruzaba el mercado. Allí la neblina era menos espesa y la proximidad de los vendedores, pregoneros y clientes resultaba muy tranquilizadora. Fue subiendo por la terraza rocosa desde aquella dirección, y las estructuras extrañamente abigarradas de la parte más antigua de la ciudad fueron quedando a su espalda. Allí sólo había edificios prefabricados que se pegaban los unos a los otros para formar bloques de apartamentos destinados a los trabajadores de las plantas empaquetadoras y los exportadores, oficinistas y mecánicos, aunque el liquen, los heléchos, las lianas e incluso algunos arbolillos brotaban de todas las cornisas y proyecciones ofrecidas por alguna desigualdad en las uniones de los bloques de plasteno.
Leia se preguntó cómo habría sido aquel lugar cuando los mlukis habitaban en sus enormes casas de piedra pegadas al fondo de la hondonada, cultivando sus pequeñas cosechas y emprendiendo alguna cacería ocasional por los hielos.
Sin la cúpula habría tenido que ser menos neblinoso, desde luego, y no tan caliente, aunque la jungla de la fisura conservaba muy bien el calor. Los huertos no serían tan grandes como en la actualidad. Leia supuso que habría densos macizos de jungla alrededor de los manantiales de aguas calientes y nada en el fondo del valle, donde las calderas, planicies de barro y fumarolas humeantes del verdadero fondo de la fisura escupían una cantidad de minerales muy superior a la que podían digerir unas plantas que no hubieran sido alteradas por la ingeniería genética.
Exactamente el tipo de sitio que habría buscado un Ho’Din que amaba el calor, las plantas y la belleza.
Se acordó de su visión de Plett, alto y delgado, con aquella masa de zarcillos cefálicos tan parecidos a flores que habían perdido el color hasta volverse casi blancos. Tenía un rostro afable y bondadoso, y en sus ojos había la misma expresión que había visto en los de Luke cuando volvió de su servidumbre al cruel clon del Emperador.
¿Qué era lo que había buscado exactamente Plett? ¿Un refugio, o un sitio para recuperarse y descansar? Y, para empezar, ¿cómo se había enterado de su existencia? La galaxia estaba llena de planetas, mundos y sistemas estelares que aún no habían sido explorados, y un sistema no existía a menos que estuviera introducido en el ordenador de alguien. Roganda podía haber oído hablar de aquel sitio en la Corte del Imperio…
Pero el pensar en ello hizo que Leia también empezara a sentirse inquieta por ese detalle.
¿Y cómo habría reaccionado Plett cuando la paz que necesitaba para sus experimentos se vio perturbada por la llegada de…?
¿De cuántos intrusos?
A juzgar por lo que dijo Nichos, había bastantes niños.
Leia ya había pasado por casi un año de experiencias en lo tocante a cuidar de dos bebés Jedi activos y llenos de energías, a los que se acababa de añadir Anakin para proporcionar su propia e inimitable variedad del caos. Después de años de tranquila meditación, ¿cómo se las había arreglado el anciano reptiloide para vérselas con un enjambre de niños de todas las edades que correteaban por los túneles de sus criptas, siguiendo a sus líderes incluso hasta allí donde sus padres les habían advertido de que no debían ir debido a los kretchs?
Leia se detuvo de repente, y la voz grave y profunda de Nichos resonó en sus oídos.
«Los mayores… Lagan Ismaren y Hoddas Umgil.»
Lagan Ismaren…
¿El hermano de… Roganda Ismaren? Bueno, la edad encajaba. Roganda tenía unos cuantos años más que Leia —era unos cuantos años más joven que Nichos— y sería lo suficientemente mayor para acordarse del planeta en el que había vivido.
Eso quería decir que Roganda Ismaren, la concubina de Palpatine y un miembro de su Corte que ocupaba una posición bastante elevada, había surgido de la sangre y la herencia de los Caballeros Jedi.
El Emperador había sido espantosamente poderoso en todo lo referente a la Fuerza, y eso no había podido pasarle desapercibido.
Una oleada de ira recorrió todo el cuerpo de Leia, llenándolo con un calor tan terrible como el de una quemadura.
Roganda mentía.
Leia ya había sospechado que le había estado mintiendo acerca de algo, pero de repente comprendió con una súbita claridad que todo había sido una mascarada, desde la primera palabra hasta la dulzura y el miedo de su voz. Todo había sido un engaño cuidadosamente calculado para manipular su compasión y sacar provecho de ella.
Si Roganda era capaz de invocar la Fuerza, entonces el Emperador podía haberla utilizado, y no cabía duda de que podía haberla coaccionado…, pero en ese caso jamás la habría hecho circular entre sus invitados para que disfrutaran de ella como otro regalo imperial más.
«Vino aquí hace siete años», pensó Leia, y giró rápidamente sobre sus talones para volver a la ciudad. No estaba muy segura de qué debía hacer —lo que sí estaba claro era que debía mantenerse lejos de Roganda, y se alegró más que nunca de haber rechazado su invitación a tomar un café en sus habitaciones—, pero por lo menos quería encontrar a Han y enviar un mensaje a Ackbar, y también quería volver a examinar los registros que Erredós había repasado para averiguar si incluían llegadas portuarias durante el año en que había muerto Palpatine.
Pero cuando atravesó la placita en la que empezaba la angosta calleja donde había hablado con Roganda, vio algo que la afectó de una manera tan directamente física como si acabaran de golpearle el estómago con un garrote.
Leia vio con toda claridad a Lord Drost Elegin, con el doctor Ohran Keldor al lado, saliendo de entre las masas oscuras de los cimientos y los edificios de plástico blanco que se alzaban al otro lado de la calle.
Desvió la mirada de inmediato, como si estuviera examinando el pequeño parterre de moradulce que alguien había plantado en el espacio vacío entre dos edificios. Pero tal como le había enseñado Luke —como había intentado enseñarle, en los cortos y más bien frenéticos intervalos entre tratar de ser una madre, tratar de ser una diplomática y tratar de impedir que la Nueva República se desintegrara y que sus hijos desmantelaran al pobre Cetrespeó—, desplegó sus sentidos e identificó pisadas, respiración y voces, percibiendo y reconociendo el sentido y la esencia de lo que eran las personas.
Ohran Keldor y Drost Elegin.
«Y están aquí…»
Las dos siluetas desaparecieron entre la niebla casi al instante. Leia atravesó la angosta calleja con Erredós rodando detrás de ella y siguió el sonido de sus pies y la sensación de su presencia, adelantando camino por un callejón y observándoles con toda su atención cuando pasaron por delante de su entrada.