No había ninguna posibilidad de error.
La cabellera de Drost Elegin había encanecido un poco desde los días en que había sido uno de los rompecorazones más conocidos de la Corte del Emperador, cuando su nombre aparecía en la Gaceta de la Corte casi cada día por los escándalos de juego, duelos y asuntos amorosos en los que se veía involucrado y solía burlarse de Leia llamándola Señora Senadora y Pequeña Señorita Derechos Inalienables. Sólo la encumbrada posición de su hermano en la Armada Imperial —eso, y el poderío de su familia— le había salvado de sufrir severas represalias después del último de sus grandes escándalos. La carne de aquel rostro de halcón había empezado a aflojarse y a perder su elasticidad juvenil, pero la silueta alta y delgada que se movía con una curiosa gracia desgarbada y los rasgos afilados resultaban inconfundibles para quien los hubiera visto alguna vez.
«Ohran Keldor…»
Leia sintió como si le hubieran cubierto la piel con alfileres al rojo vivo.
Había contemplado sus hologramas hasta que pudo ver su rostro en sus sueños. Ah, aquella cara iluminada desde abajo por el resplandor de las consolas de activación de la Estrella de la Muerte…
Ohran Keldor, Nasdra Magrody, Bevel Lemelisk, Qwi Xux, aunque Qwi Xux sólo había sido su herramienta involuntaria.
Eso significaba que tenía que haber más —mucho más— que una mujer que trataba de esconderse.
La niebla envolvió a los dos hombres mientras avanzaban por los senderos que atravesaban los huertos, donde el ruido del agua y los débiles chirridos y tintineos de los alimentadores de árboles bastaban para ocultar el continuo zumbido ahogado de Erredós. De vez en cuando uno de aquellos enormes mecanismos aracniformes surgía de entre las hilachas de neblina y cruzaba el sendero por delante de Leia, absorto en sus aburridas ocupaciones; y Leia, en un destello de malicia horrorizada, se preguntó si los androides propiedad del jefe de diseñadores de los sistemas automáticos de la Estrella de la Muerte se averiaban alguna vez.
No hubiese podido explicar por que, pero estaba segura de que nunca se averiaban.
El suelo empezó a subir formando una larga rampa. Las nieblas se espesaron y se oscurecieron ante ellos, y se fueron solidificando poco a poco hasta formar el monolito goteante y festoneado de lianas de la pared del valle. Leia retrocedió y se ocultó entre los setos de lipana que crecían en el fondo de la rampa, con Erredós siguiéndola cautelosamente sobre el terreno esponjoso. Ya no cabía ninguna duda de hacia donde se dirigían. Los dos hombres iban al ascensor que llevaba hasta los hangares, desde el que se podía ir a los hielos mediante algún vehículo de superficie. Leia oyó cómo sus voces se iban debilitando a medida que subían.
—Bueno, me parece un camino muy largo y bastante frío —oyó que decía Drost Elegin con esa voz de bronce y terciopelo en que todas las chicas y mujeres de la Corte del Imperio habían parecido creer con una fe inconmovible cuando pronunciaba las palabras «Sólo te quiero a ti»—. Si los túneles llegan hasta esa pista de contrabandistas…
—Cuantas menos personas sepan cómo se llega hasta allí, tanto mejor. Incluso en vuestro caso, mi señor… —La apresurada adición de aquella última frase encerraba todo un mundo de ofensas implícitas por parte de Reidor—. Y en estos momentos, y con Organa apareciendo tan de repente como lo ha hecho, no sabemos quién puede estar vigilando.
Whhish-kunk. Los vapores se agitaron alrededor de la puerta que se cerró en la lejanía.
Leia y Erredós volvieron al sendero, subieron por la rampa hasta llegar al pequeño bunker curvo construido con permacreto de endurecimiento rápido que había sido diseñado para que se pegara a las curvas del risco, y se detuvieron delante de la puerta de resiplasto. El resiplasto era un material del que sólo se esperaba que mantuviese a la fauna más pequeña fuera del bunker y al aire fresco de los sistemas acondicionadores dentro. A Leia le bastó escuchar a través de él utilizando el grado de concentración mínimo hasta que oyó el ping característico de la llegada del ascensor y, muy debilitada detrás del grosor de la puerta, la voz de Elegin preguntando «¿Queda muy lejos?». Las últimas palabras ya fueron totalmente inaudibles, seguramente debido a que las puertas del ascensor se habían cerrado.
Aun así, Leia contó mentalmente hasta que hubieron transcurrido dos minutos antes de meter su tarjeta en la ranura.
Para su gran alivio —pese al sonido del ascensor, pues muchos años con la Alianza Rebelde habían convertido a Leia en una pesimista declarada acerca de la posibilidad de que las cosas fueran mal—, el pequeño vestíbulo del bunker estaba desierto. Pulsó el contacto de llamada y lanzó una rápida mirada a su alrededor.
Una puertecita metálica resultó ser un compartimento lleno de monos grises de mecánico. Leia cogió la talla humana más pequeña que pudo encontrar y hurgó en los bolsillos de los otros monos hasta que dio con una gorra de visera que se encasquetó en la cabeza, escondiendo su cabellera debajo de ella.
«¿Queda muy lejos?» Si Elegin había hecho esa pregunta, entonces Keldor conocía la respuesta…, lo cual significaba que Keldor llevaba más tiempo allí.
¿Cuánto tiempo? Y Elegin… ¿Iba a ver a alguien? ¿Sería alguien que también se había «ido de vacaciones» con la esposa y los niños, y que luego los había dejado en algún elegante paraíso turístico para subir a una nave muy veloz que le llevaría hasta otro lugar?
Las puertas del ascensor se abrieron. Leia entró en la cabina y pulsó la tecla del hangar, el único destino posible. El ascensor empezó a subir y Leia abrió la compuerta delantera de Erredós. Normalmente el androide siempre tenía un aspecto de limpieza impecable, pero las reparaciones entre toscas e improvisadas de Chewbacca habían dado como resultado grandes cantidades de grasa y hollín que Leia esparció sobre su cara. Después de pensárselo un momento, transfirió su desintegrador del cinturón al espacioso bolsillo de su mono. Esperaba ser capaz de fingir que era el típico mecánico al que nadie miraba dos veces en cuanto llegara al hangar, pero si no lo conseguía…
Elegin y Keldor, tal como había temido Leia, estaban poniéndose trajes protectores térmicos antes de subir al más pequeño de los caminantes del hielo disponibles, un vehículo de cabina baja con un diseño bastante similar al de un alimentador de árboles cuya docena de largas patas era tan capaz de trepar sobre el escarpado terreno glacial como de desplegarse para anclarlo si se enfrentaba al brutal azote de los vientos. Los dos hombres oyeron subir el ascensor y tenían la mirada vuelta hacia las puertas cuando Leia salió de él, pero aparentemente no encontraron nada inquietante en la visión de aquella silueta delgada envuelta en un holgado mono gris sin cinturón que arrastraba los pies e iba seguida por un androide astromecánico, pues los dos subieron al caminante de los hielos y cerraron la carlinga detrás de ellos.
Las puertas del hangar se abrieron un instante después. Leia fue hasta los armarios para los mecánicos que había en el otro extremo del hangar y fingió registrarse los bolsillos en busca de unas llaves hasta que el caminante se puso en movimiento y entró en la esclusa.
Un instante después de que las puertas se hubieran cerrado detrás del vehículo, Leia ya estaba sacando un par de cables de un bolsillo interior y volvía a abrir la compuerta de Erredós para conectar los cables de la manera que le había enseñado Han en una ocasión.
—Bien, Erredós —dijo con voz sombría—. Vamos a averiguar si serías un buen ladrón.
Abrieron cuatro armarios antes de encontrar un traje térmico que le fuese bien. Los guantes del bolsillo estaban claramente concebidos para un bith. Leia reajustó los controles de oxígeno y temperatura para adaptarlos a los niveles humanos y examinó los sellos mientras se iba poniendo el traje. Había un par de aeromotos de distintos modelos de la gama Ikas-Adno en el hangar, pero Leia pasó de largo ante ellos lamentando no poder usarlos. Los vehículos antigravitatorios se movían muy deprisa, pero en un entorno de vientos tan fuertes como el de un glaciar eran todavía peor que inútiles. Acabó escogiendo un tractor Mobquet muy antiguo, básicamente por su escasa altura y la pequenez de su motor, pensando que había bastantes probabilidades de que no apareciese en un detector si Keldor había decidido mantener vigilada la ruta que iba dejando atrás. Después arrastró un par de planchas manchadas de aceite para que le sirvieran de rampa a Erredós, y las apoyó en la trasera del vehículo entre los trapezoides de las orugas.
—¿Estás bien ahí atrás?
Leia subió por la escalerilla, bajó la carlinga y conectó los cierres. Las puertas interiores se abrieron con un crujido metálico, y el aire caliente creó remolinos entre los cristales de hielo y la nieve en polvo que aún había esparcida sobre el sucio suelo de cemento.
Erredós respondió con un trino afirmativo.
—Pues entonces vamos a enterarnos de lo que está ocurriendo en esta bola de hielo.
Las puertas exteriores se abrieron. Vientos quejumbrosos aullaron sobre el erial de roca y hielo con las ráfagas malignas, cortantes y devastadoramente frías de un invierno infernal que ya llevaba cinco mil años de duración.
Leia introdujo las coordenadas de localización, echó una rápida mirada hacia atrás para asegurarse de que Erredós se había conectado al ordenador de rumbo del tractor y empezó a avanzar a través del paisaje helado para iniciar la persecución del ya lejano caminante de los hielos.
«En cierta manera, princesa, sois la responsable de nuestra elección de objetivo…»
Todavía podía verle: un hombre alto, pálido como un hueso descolorido por el paso del tiempo, un rostro de calavera sobre el uniforme verde oliva y, detrás de él, la joya verde y azul de Alderaan resplandeciendo como un sueño sobre la oscuridad aterciopelada que se extendía más allá del visor.
El hielo repiqueteaba sobre la triple capa de plex de la burbuja del tractor, y el viento hacía oscilar la silueta achaparrada del vehículo como la pata de un gigantesco pittino que estuviera jugando con un insecto mientras éste se arrastraba lentamente sobre el suelo de una cocina infernalmente vasta. Leia mantenía la atención concentrada en cada estremecimiento de la palanca de control y cada fluctuación de las agujas de los diales, y no perdía de vista el dibujo bamboleante de las luces amarillas que indicaban la posición de los desgarbados miembros aracnoides del caminante de los hielos, que se encontraba muy por delante de ella y seguía avanzando sobre la desolación helada azotada por el viento, pero en la parte más profunda de su mente apenas se daba cuenta de todo ello. Su consciencia volvía a estar a bordo de la Estrella de la Muerte, y sus ojos volvían a contemplar las pupilas incoloras del Gran Moff Tarkin.
«Sois responsable, princesa…»
«Sois la responsable de…»
¿Lo había sido?
Leia conocía muy bien a Tarkin. Sabía que despreciaba a Bail Organa, y también sabía que Tarkin estaba al corriente de que Alderaan era el centro de la oposición. Sabía que bajo su eficiencia aparentemente tan satisfecha de sí misma ocultaba unas reservas de rencor y deseos de venganza tan grandes como todo el Brazo Espiral, y que le encantaba decir a la gente que las víctimas de sus represalias más espantosas —o de las del Emperador— eran responsables de lo que iba a sucederles.
¿Qué había dicho de las masacres del Sector de Atravis? «Ellos se lo han buscado.»
También sabía que, como buen militar, Tarkin ardía en deseos de probar su nueva arma, de verla en acción y poder describir sus resultados al Emperador y escuchar después cómo aquella voz fría y átona susurraba un «Bien» tan débil e inaudible como el crujir de unas hojas secas deslizándose sobre la piedra.
En lo más profundo de su corazón, Leia sabía que Tarkin siempre tuvo la intención de escoger Alderaan como su primer objetivo.
Pero en sus sueños era la responsable de lo ocurrido, tal como había dicho Tarkin.
Las luces se movían muy por delante de ella, tambaleándose y pareciendo jugar al escondite entre ellas con cada movimiento de las patas del caminante de los hielos como si fuesen un enjambre de luciérnagas borrachas. Las corrientes de aire caliente que brotaban de la cúpula de Plawal y disipaban el espeso hervir de las nubes ya quedaban muy lejos, y los vientos tempestuosos y las cortinas de granizo cubrían el glaciar, reduciendo considerablemente la visibilidad y oscureciendo la ya débil claridad diurna hasta convertirla en una penumbra cenicienta repleta de remolinos oscuros. Huesos y espinas de roca negra que había sido frotada por los vientos hasta dejarla totalmente desnuda sobresalían como islas muertas a través de los angostos ríos de hielo. Los bancos de nieve se había ido amontonando hasta alcanzar una gran altura en algunos lugares más protegidos, donde parecían dunas del desierto esculpidas por la ventisca, y en otros sitios la violencia de las tempestades había tallado el hielo hasta transformarlo en masas de riscos parecidos a dientes, como olas de un océano congelado en el momento culminante de la tormenta.
Dos cañadas gemelas se alzaron ante ellos, con sus fantasmagóricas profundidades color zafiro descendiendo hasta una profundidad superior a la que los ojos de Leia eran capaces de percibir en aquel crepúsculo carente de sombras. Las largas patas del caminante de los hielos la habían dejado atrás de una sola zancada, y Leia fue soltando maldiciones mientras conducía el tractor a lo largo del abismo durante centenares de metros en busca de un sitio donde las cañadas se estrecharan lo suficiente para poder dar aquel salto aterrador por encima del vacío. Mientras volvía por el otro lado del abismo para regresar al sendero lleno de obstáculos y agujeros que estaba siguiendo, rezó para que las partículas de hielo impulsadas por el viento no hubieran borrado las huellas del caminante.
Ohran Keldor iba a bordo de ese caminante de los hielos. Ohran Keldor, que había ayudado a diseñar la Estrella de la Muerte.
Ohran Keldor había estado a bordo de la Estrella de la Muerte y había contemplado la destrucción de Alderaan.
Leia había logrado perdonar a Qwi Xux, la principal diseñadora de la Estrella efe la Muerte, porque cuando por fin se conocieron había visto cómo se horrorizaba ante el espantoso espectáculo de lo que habían provocado sus capacidades. Pero Leia comprendía que la frágil nativa de Omwat había crecido y había sido educada en el interior de un laberinto de ignorancia, mentiras y coacción meticulosamente diseñado y construido.