Los hijos de los Jedi (42 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los hijos de los Jedi
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Y cuando Qwi Xux descubrió en qué consistía la verdad de todo aquello, había tenido el valor de seguirla hasta donde acabara llevándola…, y eso no era algo que todo el mundo fuese capaz de hacer.

Pero Ohran Keldor —y Bevel Lemelisk, y otros cuyos nombres habían sido recopilados poco a poco por los supervivientes de la Alianza de Alderaan— había sabido con toda exactitud lo que estaba haciendo. Después de la destrucción de Alderaan, todos habían sido trasladados a Carida cuando la Estrella de la Muerte inició su último viaje para destruir la base de Yavin. Pero todos ellos habían querido presenciar la primera aplicación práctica de sus teorías.

Y Keldor había estado allí.

Leia pensó que Drost Elegin también había estado allí, así como muy probablemente todos los jefes de esas otras viejas Casas, esos gobernantes planetarios que eran la cabeza visible de las poblaciones humanas —o humanoides— de planetas colonizados hacía ya mucho tiempo, que no soportaban las interferencias del Senado en sus poderes locales y que odiaban todavía más a la República. Esos gobernantes habían apoyado a Palpatine por la única razón de que podía ser sobornado hasta obtener de él un «pacto entre caballeros» que les permitiese controlar sus mundos como les viniera en gana.

«Se están reuniendo…»

¿Alrededor de Roganda Ismaren, antigua concubina del Emperador e hija de un Jedi, y quién sabía qué otras cosas más aparte de esas dos?

Otra luz ardió con un breve destello azulado en el torbellino oscuro del exterior. Se apagó casi enseguida, pero Leia vio cómo la confusión de manchas luminosas formada por las pequeñas balizas de las patas del caminante se desviaba en esa dirección.

—¿Has captado eso, Erredós? —chilló por el comunicador, y apenas pudo oír el trino de confirmación.

Unas lecturas de orientación verdes aparecieron en su pantalla, y el viento les golpeó con fuerza cuando Leia sacó el tractor de detrás de un promontorio de hielo, una pequeña colina de formas tan retorcidas y sorprendentes que parecía un imposible monolito de mármol arrojado a la superficie por las nerviosas convulsiones de la hilera de fallas volcánicas que se extendía muy por debajo de ellos.

Le temblaban las manos, y era extrañamente consciente del calor de la sangre que circulaba por sus venas.

A Leia le sorprendía un poco que nadie hubiera hecho un trazado cartográfico de la situación de las pistas de descenso empleadas para el contrabando. Los sondeos desde grandes alturas quedaban totalmente descartados debido a las tormentas iónicas, pero siempre habría sido posible llevar a cabo una búsqueda de rastros geotérmicos a nivel del suelo. Mientras luchaba con la palanca de control y hacía que el tractor fuera subiendo lentamente por una pendiente de hielo medio podrido que se extendía por debajo de otro risco más antiguo Leia pensó que era posible, desde luego, pero que no habría resultado nada fácil, y acabó diciéndose que probablemente nadie había considerado que valiese la pena hacerlo.

El viento casi la derribó cuando salió del tractor y avanzó hacia el refugio que ofrecían las negras rocas erosionadas que protegían la pista. El traje térmico estaba garantizado hasta por debajo del punto de congelación del alcohol, pero aun así Leia sintió cómo el frío se iba infiltrando a través de él mientras luchaba para subir por la cresta afilada como un cuchillo de restos empujados por el viento y rocas para poder ver su objetivo con claridad por primera vez.

La pista había dejado de serlo.

Allí donde se había alzado una especie de bunker —construido con permacreto premodelado y diseñado para ofrecer poco más que una pequeña instalación de control al lado de un espacio despejado creado mediante explosiones térmicas en aquel glaciar duro como una roca—, Leia vio a través del aullante telón de granizo los muros negros pegados al suelo de lo que los militares llamaban un hangar permanente temporal, con la nieve alejándose en una enloquecida agitación de torbellinos de un campo magnético que estaba claro era tan nuevo como extremadamente potente. El viejo bunker de permacreto había sido rodeado por otros, casi todos estructuras permanentes-temporales de escasa altura cuyos muros negros se confundían con la roca del risco al que estaban pegados. De no ser por el campo magnético, la ventisca los habría enterrado en cuestión de horas.

Leia masculló una palabra que había aprendido de los chicos del antiguo escuadrón de asalto y fue avanzando cautelosamente hacia los muros, resbalando en la gruesa capa de nieve con las orugas de Erredós chirriando estridentemente detrás de ella.

El caminante de los hielos había desaparecido. Eso no significaba que el hangar estuviera abandonado, pues las ondulaciones que se habían formado en la nieve derretida y se habían vuelto a congelar casi al instante le indicaron que algo se había posado sobre el hielo y había sido introducido en el hangar hacía menos de tres horas, y parecía bastante lógico suponer que habrían desembarcado algunos pasajeros o tripulantes. El ulular del viento que la golpeaba como un ariete hacía que resultara bastante difícil desplegar sus sentidos hacia el cobertizo principal, pero la puerta que daba acceso a los edificios más pequeños adyacentes quedaba protegida de la ventisca, y de todas maneras esas estructuras estaban vacías. Conseguir que Erredós forzara las cerraduras fue cuestión de momentos incluso con sus dedos enguantados y entumecidos por el cada vez más intenso frío. El silencio que les envolvió cuando la puerta se cerró detrás de ellos era tan profundo que casi resultaba inquietante.

Leía se quitó el casco y se sacudió los cabellos. El sistema de calefacción de aquel pequeño anexo era un alivio, pero todavía podía ver la nubécula de su aliento en la tenue claridad que entraba por el pasadizo que lo unía con el hangar principal.

La nave que ocupaba el hangar era una Mekuun del modelo Tikiar, un aparato oscuro de líneas ágiles y veloces curiosamente parecido al ave de presa con cuyo nombre había sido bautizado. Leia sabía que los Tikiars eran las naves favoritas de las Casas aristocráticas tanto en el Sector de Senex como en el resto de la galaxia.

Dos tripulantes. Se apoyó en el quicio de la puerta y aguzó el oído, concentrando su mente a través de la neblina de claridad de la Fuerza. Estaban disfrutando de un rato de descanso, y se entretenían —de manera ilegal— contemplando un partido de tensibol en la red subespacial.

Los Destructores estaban recibiendo otra paliza.

Leia, más tranquilizada, recorrió con la mirada el anexo que tenía detrás.

Estaba lleno de cajas. Había pilas de gran altura amontonadas alrededor de las puertas del ascensor, superficies anónimas de plasteno verde oscuro en las que no se veía escrito ningún destino, pero que contenían números de serie y el logotipo de la corporación.

Carabinas pesadas láser y fusiles de partículas fabricados por la Corporación Mekuun. Cañones iónicos de la Seinar. Células de energía es-cala-50, diseñadas y construidas a medida para las cañoneras y los cazas TIE más pequeños del modelo antiguo; células de energía más compactas de las clases C, B y escala-20, docenas de ellas. Todos esos modelos tenían el tamaño adecuado para ser utilizados en los desintegradores.

La voz de Jevax pareció resonar dentro de su mente. «Hemos vuelto a perder contacto con Bot-Un», había dicho.

«Están trayendo a sus hombres por ahí. —La comprensión surgió de repente en su cerebro, completa y llena de lógica—. Los traen por el Corredor. Vienen a gran altura, bajan muy deprisa y luego se deslizan pegados al hielo…»

Las comunicaciones entre las fisuras volcánicas se interrumpían con tanta frecuencia que podía transcurrir una semana entera, o incluso más tiempo, antes de que alguien fuese hasta los glaciares en un caminante de los hielos para echar un vistazo.

—¿Estás registrando todo eso, Erredós?

El pequeño androide astromecánico lanzó un trino de asentimiento.

Leia volvió a ponerse el casco y tensó el cuerpo para soportar la repentina embestida del frío cuando volvieron a salir a la pesadilla congelada del exterior. Tuvo que agarrarse al androide para no perder el equilibrio mientras luchaban por regresar al tractor, tambaleándose y tropezando a lo largo de la hilera de rastros que las enormes garras metálicas del caminante habían dejado a través del hielo.

Ohran Keldor, el último diseñador de la flota del Emperador…

¿Estaría diseñando algo nuevo? Leia meneó la cabeza. Las huellas ya casi se habían borrado, y tenía que hacer un gran esfuerzo para poder distinguirlas. Eso resultaría demasiado caro, tanto que superaría la capacidad incluso de una coalición de los nobles de Senex, y las corporaciones con las que trataban se lo pensarían mucho antes de ofrecerles respaldo financiero para algún proyecto de envergadura. No, lo más probable era que Keldor hubiera sido llamado para que actuara como asesor acerca de algún aparato antiguo, tal vez el mismo equipo Jedi que Nubblyk y Drub habían estado desmantelando y vendiendo a través de las redes del contrabando durante todos aquellos años.

Pero sus instintos le susurraron que no se trataba de eso. No, es algo más grande.

Es otra cosa…

Algo por lo que habían asesinado a Stinna Draesinge Sha, porque querían evitar que se enterase de algo que le resultaría familiar gracias a sus estudios y que advirtiera a la República del peligro que suponía.

Las protuberancias de roca negra del risco principal formaban una trampa para el viento al este del hangar. Mientras aferraba con expresión sombría la palanca de control del tractor, Leia pensó que nadie habría sido capaz de localizar el túnel desde el aire. La pálida claridad del sol apenas lograba atravesar las gruesas capas de nubes, y las huellas dejadas por el caminante ya habían quedado reducidas a unas señales casi imperceptibles. Sólo podía distinguir la caverna donde habían dejado el vehículo y la caja de permacreto que cubría la entrada del pozo, y las masas de pequeñas arrugas y ondulaciones que habían aparecido en el hielo se estaban esfumando rápidamente bajo los chorros de nieve que traía consigo la ventisca.

«Han erigido estructuras militares nuevas en la pista de descenso, pero no han hecho ninguna mejora en la entrada del pozo —pensó Leia mientras maniobraba el tractor para colocarlo detrás del último promontorio de roca y ocultarlo al caminante en su caverna—. Y han traído a Elegin por el camino más largo a pesar del frío. No confiamos en los nobles de Senex, ¿verdad?»

La nieve crujió bajo las botas de Leia cuando fue hacia el pequeño fortín de permacreto, y el aire caliente que se arremolinó a su alrededor cuando las puertas de la entrada del pozo se abrieron obedeciendo al programa decodificador de Erredós le hizo dar un respingo. Se apresuró a entrar con el androide pisándole los talones, y las puertas se cerraron detrás de ellos. La entrada del pozo contenía más montones de cajas sobre las que había todos los logotipos y etiquetas que había visto antes: Mekuun, Seinar, Sistemas Automotrices Kuat y Pravaat, el gigantesco consorcio del Sistema de Celanon que manufacturaba y vendía uniformes a cualquiera que estuviese dispuesto a pagar por ellos. Las pálidas hileras de paneles luminosos alimentados por pilas que circundaban la estancia le permitieron ver que el suelo estaba lleno de las señales recientes dejadas por objetos pesados que habían sido arrastrados de un lado a otro y salpicado por las manchas de aceite que había goteado de los androides de segunda mano.

«Han… He de contarle todo esto a Han.»

«Todos moriréis —había gritado Drub McKumb—. Se están reuniendo. Están allí.»

Cinco hileras de huellas se extendían sobre la fina capa de polvo de nieve que cubría todo el suelo de cemento y terminaban en las puertas del ascensor. Cuatro eran de humanos, y la quinta estaba formada por las huellas más cortas y anchas y ligeramente redondeadas de un alienígena que podía haber sido un sullustano o un rodiano. Leia se acordó de que muchos miembros de la junta ejecutiva de Seinar habían nacido en Sullusta, el hogar de aquella raza corpulenta de nariz achatada.

También se acordó de otras cosas.

—Quiero averiguar qué clase de conexión hay entre este túnel y los túneles de los contrabandistas abiertos debajo de Plawal, Erredós —dijo en voz baja—. Pero si nos metemos en algún lío, tu directiva de emergencia será volver al tractor y traer aquí a Han.

Mientras hablaba Leia había ido rompiendo los sellos de tres de las cajas, y a continuación se aprovisionó con un lanzallamas, una carabina desintegradora semiautomática y una lanza de energía que montó con rápida destreza, como le habían enseñado a hacer los muchachos de aquella trinchera de Hoth cuando parecía que no iban a poder salir de allí antes de que llegaran los imperiales.

—Proporciónale las coordenadas, la información…, todo —siguió diciendo—. No te quedes para defenderme. ¿Lo has entendido?

El androide emitió un zumbido y la siguió hasta el interior del ascensor.

Leia sabía que el túnel de los contrabandistas terminaría en algún lugar de Plawal. Pero a juzgar por la descripción de las cavernas de lava y del pozo en el centro de su círculo de monolitos que le había hecho Han, y basándose igualmente en el hecho de que Roganda Ismaren había pasado una parte de su infancia allí, Leia suponía que también estaban conectados con las criptas ocultas debajo de la Casa de Plett. No tenía ni idea de qué estaba escondiendo Roganda allí ni de cómo se las había arreglado para falsear las lecturas de los sondeos llevados acabo mediante sensores después de que la gente empezara a desaparecer, pero por fin tenía muy claro cuál había sido el destino sufrido por Drub McKumb y Nubblyk el Slita…, ¿y quién sabía por cuantos más aparte de ellos?

«Vader… y Palpatine», había dicho Mará.

Y, evidentemente, la concubina de Palpatine, aunque a Leia no le había parecido que aquella mujer tuviese una gran capacidad para emplear la Fuerza. Lo que resultaba evidente era que no estaba envuelta por esa aura de potencia fantasmagórica y ese silencio que incluso una senadora tan joven y atrevidamente segura de sí misma como era Leia por aquel entonces había percibido emanando del Emperador.

¿De qué podía tratarse entonces?

Leia se colgó las correas de su armamento de los hombros y empezó a avanzar cautelosamente por la oscuridad.

Durante un tramo bastante largo el túnel de los contrabandistas era un simple pasadizo tallado en la piedra, un orificio abierto a través del lecho rocoso del planeta bajo el grosor de glaciar acumulado a lo largo de cinco mil años, que de vez en cuando atravesaba los cauces agrandados de lo que en tiempos lejanos habían sido arroyos subterráneos. El suelo había sido alisado para permitir el paso de los androides de carga, y también habían construido rampas, elevado los techos y tendido puentes para poder cruzar las pequeñas cañadas y desfiladeros del subsuelo. Resultaba muy fácil de seguir, y a Leia le bastaba con moverse lo más silenciosamente posible.

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