Los hijos de los Jedi (33 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los hijos de los Jedi
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—Bueno, no sé qué decirte sobre Qwi —murmuró Han, acordándose de la genio frágil y delicada cuya mente había sido manipulada para que tomara parte en los trabajos de diseño de la Estrella de la Muerte—. Siempre me pareció más una víctima que cualquier otra cosa, incluso antes de todo lo que tuvo que soportar a continuación… Pero nunca he hablado con nadie que no creyera que tienes todo el derecho del mundo a acabar con los demás.

—No. —Leia suspiró, y tuvo la sensación de que habían pasado años desde la última vez en que había estado lo bastante relajada para poder respirar. Sentir los brazos de Han rodeándola y el contacto de su cuerpo en su espalda era un placer tan maravilloso que no podía ser expresado mediante palabras—. No. No tengo ningún derecho. No si soy Jefe del Estado. No si defiendo el que las cosas se hagan de acuerdo con la ley. No si defiendo y represento todo aquello que Palpatine nunca fue. Creo que eso es lo que resulta más doloroso. Que sea precisamente lo que quiero hacer y lo que no puedo permitirme hacer, y que todo el mundo piense que lo he hecho de todas maneras. Así pues, ¿por qué no lo hago?

—Pero no lo hiciste —le recordó Han con dulzura—. Y tú lo sabes, y yo lo sé…. y eso es lo que importa. ¿Qué es lo que siempre está diciendo Luke? «Sé aquello que quieres parecer.»

Leia tiró de los brazos de Han para que la estrecharan con más fuerza y cerró los ojos y se dejó mecer por los aromas del jabón, la carne de Han y el calor ligeramente sulfuroso de la noche. ¿Había sido aquella misma tarde cuando estuvieron en la torre, cuando había visto a los niños de los Jedi jugando alrededor de la reja que cubría el Pozo de Plett y había sentido la paz perdida y la calma de aquellos días lejanos alzándose a su alrededor como el calor de un sol olvidado hacía mucho tiempo?

—Tengo sueños. Han —dijo en voz muy baja—. Tengo sueños en los que estoy vagando por todas esas salas y habitaciones de la Estrella de la Muerte… Voy corriendo por los pasillos, abro las puertas, miro detrás de las escotillas y busco en todos los armarios y compartimentos porque sé que en algún sitio hay algo, alguna llave que desactivará los rayos destructores. Sueño que corro a lo largo de los pasillos con…, con ese lo que sea apretado entre mis dedos, y sé que si consigo llegar a la Cámara de Ignición a tiempo podré hacer lo que he de hacer. Podré salvarles. Han… Podré desactivar los rayos, y después podré volver a casa.

Los brazos de Han se tensaron a su alrededor y la apretaron contra su cuerpo. Ya sabía que tenía sueños. La había despertado de ellos, y había sostenido su cabeza sobre su pecho mientras lloraba tantas veces que ya había perdido la cuenta. Leia sintió cómo el aliento surgía de sus labios y removía los cabellos de su coronilla.

—No había nada que pudieras hacer —murmuró Han.

—Lo sé. Pero por lo menos una vez al día pienso que no podía salvarles, pero que sí puedo hacer pagar lo que hicieron a los culpables de que murieran. —Giró dentro del círculo de sus brazos y alzó la mirada hacia él para contemplarle bajo la nebulosa claridad color albaricoque—. ¿Lo harías, Han?

Han le sonrió.

—Pero yo no soy el Jefe del Estado.

—¿Lo harías… por mí?

Han deslizó la mano a lo largo de su mejilla y se inclinó para depositar un beso sobre sus labios.

—No —susurró—. Ni siquiera suponiendo que me lo pidieras.

La llevó dentro. Mientras se volvía para cerrar los postigos detrás de ellos, Leia se detuvo junto a la mesita en la que media docena de pequeños lingotes de cera coloreada flotaban dentro de un gran cuenco lleno de agua. Movió el interruptor del largo cuello del mechero y fue rozando cada pabilo con la punta encendida. Las luces vacilantes y temblorosas pintaron círculos ondulantes de color naranja y ámbar sobre el techo y las paredes. Sus ojos se encontraron con los de Han por encima de las llamitas de las velas flotantes, y Leia dejó que el chal que se había puesto sobre los hombros resbalara de ellos y le ofreció la mano.

No permitirían que durmiese. Seguían entrando en la celda de paredes de acero para hacerle preguntas y amenazarla, para explicarle que aquella persona les había dicho esto y que aquella otra les había dicho tal cosa. Le repetían una y otra vez que había sido traicionada, que por fin se había sabido todo, que su padre siempre había trabajado en secreto para el Imperio, que aquellos en quienes confiaba la habían vendido…, que sería sometida a una lobotomía y llevada a uno de los barracones que servían como casas del placer…, torturada…, ejecutada. Había intentado concentrar su mente en los planos de la Estrella de la Muerte, en la amenaza al Senado, en el peligro que corrían centenares de planetas en vez de en su propio terror…

«No —susurró Leia, intentando salir del horror opresivo y asfixiante de su sueño—. No.»

Y entonces la puerta de la celda se había deslizado a un lado con aquel espantoso siseo, y Vader estaba inmóvil en el umbral, Vader, inmenso y negro y terrible, rodeado por soldados de las tropas de asalto. Y detrás de él, más oscura y reluciente y todavía más amenazadoramente maligna, la lisa y negra masa del Torturador flotando en el aire… —¡No!

Intentó gritar, pero sólo consiguió emitir un jadeo ahogado. Aun así el sonido bastó para despertarla a la oscuridad y al débil y siniestro zumbido del motor de un androide, y al destello de unas luces rojizas que se movían en la oscuridad.

Había otro ruido, débil y continuo, un chirrido que resultaba un poco familiar…

¿La alarma de sobrecarga de un desintegrador? —¿Erredós?

Leia se irguió en la cama, confusa y al borde del pánico, y se preguntó si era un sueño y si la terrible sensación de maldad al acecho que estaba experimentando era un residuo de su pesadilla. Una mezcla de chasquido y siseo resonó al otro lado de la habitación y la luz blanca del cortador eléctrico de Erredós iluminó la redonda masa achaparrada del pequeño androide, haciendo que fuese repentinamente visible más allá de los pies de la cama. Una segunda alarma empezó a sonar. La oscuridad que reinaba en la habitación era inexplicablemente tenebrosa, y Leia ni siquiera había empezado a tratar de comprender por qué cuando Han se removió y se dio la vuelta junto a ella, y oyó cómo la puerta del pequeño armario mural se cerraba con un suave chasquido.

El sonido de las alarmas de sobrecarga de un desintegrador se debilitó al instante.

Leia sintió más que vio cómo Han alargaba la mano hacia la pistolera que colgaba junto a la cama, y en ese mismo instante el destello blanco del haz cortador de Erredós iluminó con el extraño resplandor de un cuadro al androide y la esquina de la habitación al lado del armario mientras Erredós acababa de fundir limpiamente la cerradura. -¿Qué…?

Leia dejó caer la mano sobre el interruptor de las luces que había al lado de la cama. Su mente buscó a tientas entre el pánico de la confusión, intentando encontrar las velas que habían iluminado la habitación con una luz tan suave y romántica hacía sólo un rato. Luke le había enseñado cómo…

El fuego volvió a cobrar vida en los pabilos flotantes.

—Pequeño montón de chatarra… ¿Es que te has vuelto loco?

Han cruzó la habitación hasta Erredós, que estaba claro había decidido apostarse delante de la puerta del armario. El veloz palpitar de las alarmas, que había sonado estridente y lejano durante unos instantes, estaba empezando a intensificarse. Leia alargó la mano hacia el desintegrador de reserva que Han normalmente guardaba debajo de la almohada y no encontró nada. En ese mismo instante Erredós giró sobre sí mismo y dirigió su cortador hacia Han. El chorro blanco de electricidad surgió de la punta y Han tuvo que retroceder de un salto, consiguiendo esquivarlo a duras penas. Sus ojos brillaron repentinamente en la tenue claridad azafranada, tan abiertos como platos.

Han y Leia se volvieron hacia las ventanas. El mecanismo de cierre de los postigos se había convertido en una masa de metal fundido.

—¡Erredós! —gritó Leia, confusa y repentinamente asustada.

Chewbacca rugió al otro lado de las puertas del dormitorio, y los paneles vibraron en sus guías. Erredós se lanzó sobre la puerta, moviéndose a una velocidad asombrosa y con el cortador eléctrico desplegado.

—¡Suelta el asa, Chewie! —gritó Han una fracción de segundo antes de que el androide lanzara varios miles de voltios contra el asa metálica.

Después Erredós volvió a girar sobre sí mismo con el cortador todavía caliente y siseando envuelto en pequeños relámpagos blanco azulados. Han, que además de gritar su advertencia había iniciado un movimiento hacia el armario, se apresuró a retroceder. El androide le siguió durante un metro antes de detenerse.

—¡Maldita sea! ¿Qué infiernos crees estar haciendo, Erredós?

«¿Una sustitución?», pensó Leia, agarrando las almohadas de la cama e iniciando un cauteloso círculo en la dirección opuesta a Han. ¿Llevada a cabo cuando Erredós se había escapado mientras iban al Centro Municipal, tal vez? No, era una locura. Sabía que era Erredós.

Erredós volvió a retroceder hacia el armario con el brazo soldador extendido y la punta reluciendo peligrosamente a la luz de las velas. El doble zumbido quejumbroso de los desintegradores seguía subiendo por la escala tonal, una advertencia que parecía surgida del cuerpo de un insecto y que les avisaba de la inminente explosión que destruiría la mayor parte de la casa.

—Ponte las botas. Leia —dijo Han mientras cogía las suyas del rincón en que las había dejado y se apresuraba a calzárselas.

Leia dejó caer su carga de almohadas y obedeció sin hacer preguntas. No podía quedarles mucho más de un minuto. Estaban atrapados en la habitación. Chewie golpeaba el panel de la puerta con algo desde el exterior, pero estaba claro que necesitaría más tiempo para derribarlo del que disponían.

Han se reunió con ella de dos zancadas —no llevaba gran cosa aparte de sus botas, por lo que tenía un aspecto un poco ridículo—, y después giró el cuerpo ocultando su mano al androide durante un momento mientras señalaba a Leia el objeto que quería que utilizara. La misma naturaleza de ese objeto bastó para que Leia comprendiera su plan. Quiso decir que no podían hacerle eso a Erredós…. pero no abrió la boca.

Había algo espantosa y asombrosamente equivocado en todo aquello, pero no tenían tiempo para averiguar el qué, el cómo o el porqué. «No podemos… Es Erredós…»

Han ya estaba avanzando hacia el pequeño androide. Sostenía una manta en una mano, como si planeara usarla para bloquear la carga eléctrica del soldador. El androide permaneció inmóvil, defendiendo el armario cerrado dentro del que los desintegradores continuaban su ululante trayectoria hacia la etapa final de la sobrecarga, pero su pequeño cuerpo metálico prácticamente vibraba con una mortífera disposición a actuar cuando fuese preciso.

«No ha emitido ni un solo sonido», pensó Leia. Han atacó. Erredós se lanzó sobre él y el relámpago salió despedido hacia adelante, y en ese momento Leia cogió de la mesa el cuenco lleno de agua dentro del que flotaban las velas y lo lanzó contra el androide impulsándolo con toda la fuerza de sus músculos. Han ya estaba saltando hacia atrás, moviéndose con los reflejos velocísimos de un hombre que ha pasado toda su existencia dependiendo de sus terminaciones nerviosas, y el pequeño diluvio de agua envolvió la descarga eléctrica de la herramienta cortadora de Erredós, rodeándola con una horrible aureola de luz azulada y chispas que salieron despedidas en todas direcciones. Chorros de humo y pequeños rayos surgieron de la compuerta abierta del androide, y diminutas hebras de electricidad azul saltaron y se retorcieron por los aires mientras Erredós lanzaba un frenético alarido lleno de desesperación. Han pasó corriendo junto a él, atravesó la delgada madera de la puerta del armario con la suela aislada de una bota y sacó los desintegradores. Todo pareció ocurrir en un segundo. «Si Erredós ha soldado las células de energía a los gatillos, le estallarán en la mano», pensó Leia.

Un instante después pensó que era una consideración ridícula, ya que la explosión resultante les mataría a los dos y también acabaría con Chewie.

Han arrancó los núcleos energéticos de los dos desintegradores y lanzó las armas descargadas a través de la habitación, arrojándolas sobre la cama donde Leia las enterró bajo las almohadas. La descarga de activación —sin la energía que habría vaporizado cuanto había dentro de la habitación— fue como un violento eructo, la repentina patada de una enorme criatura salvaje y malhumorada agazapada debajo de las almohadas.

Un instante después Chewbacca se abrió paso a través de la puerta del dormitorio con un estrépito ensordecedor.

Durante un momento todo fue silencio e inmovilidad. Han estaba de pie delante del armario, con la cabeza inclinada y los ojos clavados en los dos núcleos energéticos del desintegrador que siseaban dentro del charco de agua que le rodeaba los pies.

El hedor de las plumas quemadas y el aislamiento calcinado se fue extendiendo por la atmósfera de la habitación.

Chewie miró a Erredós, inclinado hacia adelante, ennegrecido por la descarga eléctrica, inmóvil y muerto. Después gimió y lanzó un prolongado aullido animal lleno de pena y dolor por su amigo.

CAPÍTULO 13

Además de cortar todo el suministro de energía de la casa, Erredós había fundido los comunicadores. Chewbacca tuvo que salir a la neblina humeante de la noche para informar a Jevax de lo que había ocurrido. El Jefe de las Personas de Plawal volvió a la casa con él, preocupado y muy afectado. Les dijo que todavía no se había acostado y que había estado en el Centro Municipal intentando establecer comunicación con Bot-Un, un valle cercano cuyo centro de comunicaciones había dejado de funcionar por quinta vez en seis meses.

—No lo entiendo —dijo el viejo mluki, apartando la mirada de las almohadas quemadas para posarla en el androide ennegrecido e inmóvil sobre el que Han estaba trabajando con expresión sombría para fijar un perno de sujeción—. Las estaciones de bombeo y los alimentadores mecánicos… Sí, en algunos aspectos y pese a lo que quieran decir los jefazos de las corporaciones, no cabe duda de que seguimos operando de manera bastante precaria. La mayor parte de nuestro equipo es de segunda mano, y para ser franco he de confesar que es muy antiguo. Pero su unidad erredós…

—Espere un momento —le interrumpió Leia

Ya se había quitado las botas y se había envuelto en un kimono de confección local adornado con un oscuro dibujo negro y carmesí, y su cabellera colgaba sobre su espalda en una abundante masa bruñida. Había invertido los últimos quince minutos en localizar todas las varillas luminosas y paneles con células energéticas de emergencia disponibles en la casa, y había llegado al extremo de recuperar las velas del charco del suelo

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