Leia contempló al hombre inmóvil junto a ella, y se preguntó si hubo algún momento de su infancia en el que Han hubiese conocido aquella clase de paz y esa sensación de pertenecer a un lugar.
Chewbacca lanzó un gruñido interrogativo, y Han se lo pensó durante unos momentos antes de responder.
—Sí, creo que todavía tenemos el localizador de ecos…. si Lando no lo cogió prestado la última vez que pilotó el
Halcón
para utilizarlo en una de esas locas cacerías de tesoros suyas.
—No estoy muy segura de que ni siquiera un localizador de ecos pueda encontrar el túnel del que salió ese Maestro Jedi —dijo Leia. Se volvió para echar una última mirada a la estancia vacía—. Los Jedi… —Titubeó, y pensó en las cosas que Luke le había enseñado y en lo que había dicho el anciano Jedi Vima-Da-Boda—. Si los Jedi podían ocultar sus huellas hasta el extremo de hacer que todos los habitantes del valle sencillamente olvidaran que habían estado aquí a pesar de todas estas evidencias de graves daños causados mediante un bombardeo, no creo que un localizador de ecos vaya a servirnos de mucho.
—Sí, creo que tienes razón. —Han volvió a acariciar la piedra, como si medio creyese que el túnel había sido ocultado mediante la ilusión en vez de mediante la tecnología, y Leia pensó que tal vez hubiera sido así—. Pero ahora al menos sabemos dos cosas.
—¿Dos cosas?
—Que aquí había una entrada —dijo Han con expresión sombría—, y que no era la entrada que Drub utilizó.
Los Caballeros Jedi habían asesinado a su familia.
Un grupo de Caballeros Jedi había caído sobre el pueblo en el que creció, llamando a la niebla mediante el poder de la Fuerza en el silencio de la noche para avanzar a través de ella envueltos en el frío y en las sombras, espectros de poder y silencio con ojos que ardían en la oscuridad despidiendo el mismo resplandor verdoso que los fuegos fatuos de los pantanos. Él había huido, jadeando y sintiendo la gélida presión de sus mentes sobre la suya mientras intentaban arrebatarle las energías para inmovilizarle y hacer que regresara. Había yacido entre los árboles que se alzaban en los alrededores del pueblo…
(¿Árboles?)
… y había visto cómo reunían a las mujeres y hacían que formaran una fila, riéndose de sus gritos mientras arrancaban a los bebés de sus brazos y los despedazaban con sus espadas de luz. Había visto muñones cauterizados caídos en el suelo, y había oído los alaridos que llenaron de ecos el frío aire nocturno. Los Jedi le habían buscado, persiguiéndole en sus veloces vehículos de superficie, burlándose de él y acosándole con sus gritos despectivos mientras corría a través de las rocas y el barro y los arroyos…
(¿Barro y arroyos? Crecí en el desierto.)
… y después habían vuelto para matar a los niños. Había visto cómo su hermano pequeño y su hermana…
(¿Qué hermano?)
… eran degollados mientras suplicaban que se les perdonara la vida…
¿Quién había inventado todo aquello?
Era verdad. Cada palabra era verdad.
O, por lo menos, algo muy parecido a eso era verdad.
Luke cerró su mente y se obligó a respirar hondo a través del dolor que seguía torturando su pecho y sus pulmones. Llamó a la Fuerza para que acudiera a él, y permitió que el conocimiento se escurriese de su ser como agua resbalando sobre una armadura recubierta de aceite. Un instante después comprendió que aquellos recuerdos eran idénticos a los que había encontrado en la mente de Nichos: eran palabras, y en algunos casos eran palabras muy poderosas, pero estaban totalmente vacíos de imágenes. Eran palabras que decían ser la verdad, y que parecían ser verdad…
Le dolía la cabeza. Le dolía todo el cuerpo. Su concentración vaciló y se oscureció repentinamente, y la sensación de haber sido traicionado y el terrible dolor de su corazón volvieron una vez más. Los Jedi le habían traicionado.
Luke se precipitó en una espiral interminable a través de la oscuridad.
Yacía sobre la litera de Han en el
Halcón Milenario,
con el muñón vendado de su brazo derecho ardiendo como una llamarada de agonía por debajo de la acción de los calmantes que le había administrado Lando, y el saber que Ben le había mentido era mucho más doloroso e insoportable que esa agonía. Ben le había mentido, y era Darth Vader quien le había dicho la verdad.
«Venganza, sí —susurraron muchas voces al unísono—. Véngate de eso…»
Durante un momento Luke volvió a tener veintiún años, y volvió a sentir cómo su alma se convertía en una pulpa ensangrentada de traición.
«¿Por qué me mentiste, Ben?»
Le bastó con pensar en el pasado para comprender con toda claridad por qué le había mentido. A los dieciocho años, el saber que su padre seguía vivo y que seguía existiendo en alguna forma, sin importar lo mucho que hubiera cambiado, podría haberle atraído hacia el lado oscuro. ¿Podría? No, le habría atraído hacia el lado oscuro sin ningún lugar a dudas. A los dieciocho años Luke no poseía la experiencia y la fortaleza técnica que hubiese necesitado para poder resistir. Ben lo había sabido.
La Fuerza destelló en su interior, una llamita solitaria ardiendo en una noche ventosa.
—¿Luke?
«Véngate de los Jedi, de sus rameras y de sus mocosos. Quema y mata como ellos quemaron y mataron a tus padres…»
La imagen que llenó su mente le mostró esqueletos calcinados yaciendo sobre la arena alrededor de las ruinas del único hogar que había conocido y trajo consigo el hedor del plástico quemado, y el calor del desierto que golpeaba su cabeza con un martilleo menos terrible que el calor aceitoso de las llamas. El vacío en su corazón era un pozo seco que no terminaba nunca, un túnel carente de luz que llegaba hasta el centro del mundo.
Aquella granja del desierto no había sido gran cosa como hogar y sitio al que pertenecer, pero era todo cuanto tuvo.
Cuando volvió a Tatooine para rescatar a Han de Jabba el Hutt. Luke fue a ver los restos de aquella granja que se había alzado junto al Mar de Dunas. Nadie había ocupado el terreno. Los jawas habían saqueado lo que quedaba de la casa, probablemente tan pronto como se enfriaron las cenizas. Las habitaciones que se alzaban alrededor de la hondonada del patio se habían derrumbado. Todo el lugar había quedado reducido a un hoyo salpicado de restos que ya estaba medio lleno de arena.
Las lápidas que Luke había puesto sobre las tumbas de las personas que habían sido como unos padres para él también habían sido robadas.
El tío Owen había dedicado toda su vida a aquella granja. Era como si su tío nunca hubiera existido.
—¿Luke?
Parpadeó, y descubrió que no era buena idea.
—¿Estás bien, Luke?
—Oh, amo Luke, por favor… ¡Intente recordar quién es! ¡La situación es francamente desesperada!
Luke abrió los ojos. Toda la habitación ejecutó una lenta y majestuosa voltereta y Luke tuvo que agarrarse a los lados de la litera sobre la que yacía para evitar caerse de ella, pero al menos Nichos y Cetrespeó, que estaban inclinados sobre él, no intentaron clonar duplicados de sí mismos, y el dolor de su pecho era mucho menos fuerte que antes. Se sentía profunda y enormemente cansado.
Más allá de Nichos y Cetrespeó pudo ver la puerta cerrada de la pequeña celda en la que estaba acostado: el recinto era cómodo y estaba brillantemente iluminado, y contenía tres literas más y un par de armarios e hileras de cajones que formaban una especie de cómodas. Todo estaba limpio y era austeramente frío y producía la impresión de que allí casi nunca había nadie, salvo por su mono de vuelo negro colgado dentro de un armario, su espada de luz encima de una hilera de cajones, y la negra capa Jedi desplegada como una manta encima de una de las otras literas.
Luke alzó el brazo y vio que llevaba el uniforme de descanso color verde oliva de un soldado de las tropas de asalto imperiales.
«Los Jedi mataron…»
«Los Jedi mataron…»
Respiró hondo y apartó toda la Fuerza de la tarea de curación de su cuerpo —Nichos y Cetrespeó volvieron a dividirse en dos inmediatamente—; la dirigió hacia el interior de su ser e hizo que cayera sobre aquellos recuerdos como una luz purificadora.
Las voces que resonaban dentro de su mente siguieron parloteando durante unos momentos, y acabaron siendo expulsadas.
Luke volvió a despertar, sintiéndose muy débil y trastornado. No podía haber estado inconsciente más de unos segundos, porque Cetrespeó aún seguía con sus explicaciones.
—…dijo que no le ocurría nada, y que si iba a la enfermería lo único que haría sería fingir que se encontraba mal. No sabíamos qué hacer… —Vamos a bombardear Plawal —dijo Luke.
Sus dos compañeros le contemplaron con visible alarma.
—¡Eso ya lo sabemos, amo Luke!
Luke se irguió en la litera, y un instante después tuvo que agarrarse al brazo de Cetrespeó cuando una nueva oleada de náuseas recorrió todo su cuerpo.
—Hemos estado haciendo hipersaltos a una docena de planetas del Borde Exterior en los que el Imperio escondió a sus tropas de élite para esta misión hace treinta años —dijo Nichos—. El transporte ha descendido en Tatooine, en Bradden y en no sé cuántos sitios más. Todo está automatizado: los vehículos de descenso, la recogida, el adoctrinamiento…
—¿El adoctrinamiento? —preguntó Luke.
Otra imagen surgió de la nada, distante y borrosa a través del dolor que palpitaba en su cabeza: una cámara semicircular llena de gamorreanos inconscientes, con las armas todavía en las manos, y los diminutos y grisáceos morrts parasitarios que se aferraban a ellos incluso durante la batalla empezando a recuperarse de los efectos de los rayos aturdidores para corretear nerviosamente sobre los cuerpos porcinos. Dos enormes androides plateados del viejo modelo G-40 de una sola función iban y venían por entre los cuerpos, incorporando a los gamorreanos —algo que los G-40 podían hacer con una aterradora facilidad— y administrando una inyección a cada uno, después de lo cual los iban metiendo en los ataúdes monoplazas de metal blanco de las cabinas de adoctrinamiento que se alineaban a lo largo de la curvatura de la pared del fondo de la sala.
Luke se rozó la frente con las yemas de los dedos. Seguía habiendo un pequeño círculo de piel ligeramente más áspera que el resto allí donde se había conectado el alimentador cerebral, y comprendió que debían de haberle hecho lo mismo que a los gamorreanos.
—¿Dónde estamos?
Se levantó —con mucha cautela— y se colgó la espada de luz del cinturón. Cruzaron el umbral y salieron a un corredor que olía a metal, sustancias químicas y solución limpiadora. Las paredes grises se alzaban bajo una claridad uniforme y suave, y la cubierta vibraba bajo sus pies con el débil zumbido de las velocidades de crucero subespaciales. Un androide MS-15 que parecía una caja metálica pasó por delante de ellos, absorto en su labor de limpieza del suelo.
—A bordo de la nave —dijo Cetrespeó—. Del… acorazado. Estamos dentro de la luna de combate de la que nos habló el soldado Potnman, el navio gigante camuflado de asteroide que disparó contra nosotros…. el
Ojo de Palpatine.
El
Ojo de Palpatine.
El nombre creó ecos familiares en la mente de Luke. Las voces le habían contado todo lo que necesitaba saber sobre él durante aquel largo y nebuloso intervalo de recuerdos que no le pertenecían. De alguna manera inexplicable, Luke conocía las dimensiones de la nave y sabía que era enorme, más vasta que incluso el más grande de los Super Destructores Estelares, más grande que una esfera-torpedo, y que tenía la potencia de fuego suficiente para acabar con un planeta entero.
«Por supuesto», pensó. El
Ojo de Palpatine
había sido construido antes que la Estrella de la Muerte, cuando la Flota Imperial todavía estaba convencida de que lo más grande siempre era lo mejor.
—No había ninguna base en ese asteroide, amo Luke —explicó Cetrespeó—. El asteroide era la nave, y disparó contra nosotros utilizando un ordenador artillero automatizado. —¿Estás seguro?
Luke hubiese podido jurar que los cañones habían sido manejados por las manos de un ser vivo. Ningún ordenador podía calcular tan bien los momentos en que debía disparar.
—Totalmente —dijo Nichos—. Nadie puede acceder a las cubiertas de artillería. Y a bordo no hay nadie que sepa manejar armamento pesado…, por lo menos no esta clase de armamento pesado.
—Nadie… —dijo Luke—. Están recogiendo tropas… —añadió un momento después, y se calló al acordarse de la base abandonada en el bosque y de los cuarenta y cinco cascos que lo contemplaban todo desde la pared con sus miradas vacías—. No me digas que aún había tropas esperando ser recogidas.
Entraron en la sala de reunión de la cubierta de las tropas. Diez o doce enormes bípedos blancos y muy peludos formaban un nervioso grupo alrededor de las ranuras de los alimentadores, sacando platos y aspirando rápidamente cualquier fragmento lo bastante pequeño para no tener que ser masticado a través de cortas probóscides musculosas que surgían debajo de sus cuatro ojos negros que no paraban de parpadear. Unos cuantos iban armados —con lo que parecían patas arrancadas a mesas y sillas—, por lo que Luke supuso que como mínimo debían de ser semi-inteligentes.
De repente hubo un ruido en las puertas del otro extremo de la larga sala. Los bípedos armados giraron sobre sí mismos y alzaron sus armas. Siete criaturas tripodales entraron en la sala, con sus masas corporales parecidas a bolsas oscilando extrañamente debajo de la estructura ósea central sostenida por las largas patas y los tentáculos que brotaban entre las articulaciones de las caderas colgando flacidamente. Los zarcillos oculares que se alzaban por encima de la masa corporal ondularon de un lado a otro en un movimiento inconfundible cuyo significado incluso Luke pudo identificar como clara desorientación.
Dos bípedos peludos metieron las manos en las ranuras de los alimentadores, cogieron tantos platos y cuencos como podían transportar y después fueron cautelosamente hacia los recién llegados, protegidos por un congénere armado con una pata de silla. La más grande de las criaturas peludas alzó una manaza recubierta de vello, emitió un suave e ininteligible canturreo y, al ver que los tripodales no le daban ninguna clase de respuesta, les ofreció los platos.
Los tripodales hicieron surgir tubos alimentarios de entre los zarcillos oculares y comieron. Algunos de ellos intentaron alzar los tentáculos para coger los platos. Las criaturas peludas que se habían quedado junto a las ranuras de los alimentadores soltaron una serie de chillidos sibilantes y se dieron codazos. El más alto de los dos portadores de comida alargó un brazo con curiosa delicadeza y rozó —en realidad, le dio una palmadita— al tripodal más cercano en un gesto que Luke comprendió inmediatamente pretendía tranquilizarle.