Pothman puso cara de sorpresa.
—Bueno, es que entonces será hora de cenar.
Una sombra cayó sobre la pradera.
«Una nube», pensó Luke. Un instante después comprendió que no se trataba de una nube.
Era una nave.
La inmensa y reluciente masa metálica, gris como la muerte hipotérmica, descendió como una flor de acero bajo sus cinco reflectores antigravitatorios desplegados. No cabía duda de que era un navio de construcción imperial: Luke nunca había visto nada parecido con anterioridad, pero estaba claro que era demasiado enorme y de líneas excesivamente esbeltas y mortíferas para ser una nave de los contrabandistas. Unas cortas patas hidráulicas brotaron de la parte inferior de la nave, y la hierba de la pradera se arremolinó alrededor de las toscas botas de cuero de los gamorreanos cuando se quedaron inmóviles, bajaron las armas y se dedicaron a contemplar la nave.
—El Emperador… —El rostro de Pothman estaba lleno de respeto y de una especie de confusión aterrorizada, como si no estuviera muy seguro de qué emociones debía sentir—. No se le había olvidado…
La nave se posó sobre el suelo del claro y el aire desplazado y las corrientes gravitacionales hicieron temblar el
Ave de Presa
a cincuenta metros de distancia. La gigantesca columna central de la nave, que era más grande que un depósito de forraje para un rebaño entero de banthas, vibró un poco mientras acababa de asentarse con un movimiento que recordaba al de un inmenso insecto que se prepara para el reposo. Varios arcos de luz blanca situados debajo de la protección de los reflectores antigravitatorios se encendieron, y las cámaras de vídeo automatizadas giraron en silencio para llevar a cabo una rápida triangulación sobre la silenciosa horda de gamorreanos que seguían contemplando la nave. Después la columna redonda de la base inició una lenta rotación que terminó cuando unas puertas enormes se abrieron con un suave siseo. Una rampa surgió del hueco y se extendió hacia el suelo.
Todos los gamorreanos de la pradera se apresuraron a subir por la rampa con un aullido de deleite que resultó audible incluso en el puente del aparato de exploración, e irrumpieron en la nave con las armas en ristre como una sucia ola de marea impregnada de violencia.
—Acabemos las reparaciones —murmuró Luke—. Esto no me gusta nada, y tengo un mal presentimiento.
Las puertas siguieron abiertas. Las cámaras de vídeo volvieron a girar y recalibraron sus objetivos para centrarlos en el
Ave de Presa.
Hubo un momento de silencio, y después el intercomunicador del aparato de exploración cobró vida con un chisporroteo.
—Salgan de su nave —ordenó una gélida voz masculina—. Tratar de huir no les servirá de nada, y consideraremos que los supervivientes simpatizan con las fuerzas rebeldes.
—Es una grabación —dijo Luke, que seguía con los ojos clavados en las puertas—. ¿Hay…?
—Salgan de su nave. El ciclo de vaporización se iniciará dentro de sesenta segundos. Tratar de escapar no les servirá de nada. Salgan…
Cray. Luke y Pothman intercambiaron una rápida mirada y corrieron hacia la escotilla.
—Yo me iré por el centro —jadeó Luke, apretando los dientes mientras la cubierta parecía oscilar bajo sus pies—. Tú irás por la izquierda. Cray, y Triv irá por la derecha. —Luke se preguntó cómo se las iba a arreglar para escapar de lo que no tardaría en salir de aquella enorme nave, fuera lo que fuese, por no hablar de proporcionar algún tipo de ayuda a sus compañeros—. Nichos, Cetrespeó: alejaos de la nave y dirigíos al bosque. Nos encontraremos en la base de Pothman, que está a dos kilómetros al oeste de aquí.
Luke vio que los cañones automáticos de la nave empezaban a girar, medio escondidos por los pétalos protectores de los sistemas antigravitatorios, en el mismo instante en que él y sus compañeros estaban a mitad de la escalerilla de emergencia.
—¡Saltad! —gritó.
Se soltó y cayó los tres metros que le separaban de los largos tallos de hierba mientras los haces blancos de varios rayos aturdidores rebotaban en los flancos del
Ave de Presa
sin producir ningún sonido. El impacto con el suelo le dejó casi tan malparado como habría quedado si alguno de los rayos aturdidores hubiese llegado a acertarle. Durante un instante Luke no pudo respirar y no pudo ver nada, pero incluso en ese momento ya estaba rodando sobre sí mismo en una maniobra evasiva, intentando obtener la claridad mental suficiente para concentrar cualquier fracción de la Fuerza que pudiera acumular en la tarea de calmar la incontrolable rotación de su cabeza y poner algo de orden en sus confusos pensamientos.
—No intenten escapar. —La odiosa voz metálica se abrió paso a través del torbellino de su mente como un sueño automatizado que avanzaba entre chasquidos y crujidos—. Los amotinados y los que se nieguen a cumplir con su deber serán considerados culpables de haber violado el Acta de Poderes Capitales. No intenten escapar…
Luke notó que se le despejaba la vista y pudo ver a Pothman, corriendo desesperadamente y haciendo zigzags por entre los tallos de hierba. Un disparo de cañón automático levantó un surtidor de polvo y arrancó pequeños fragmentos negros a los tacones de sus botas, y un segundo disparo le acertó de lleno entre los omóplatos. Luke volvió a tirarse al suelo y rodó sobre sí mismo para evitar un destino similar, y vio por el rabillo del ojo cómo Cray hacía lo mismo.
«La Fuerza. He de utilizar la Fuerza…»
Una hilera de androides rastreadores surgió de las puertas de la nave en un silencioso y amenazador despliegue de gotas plateadas.
Los androides se detuvieron durante un momento al comienzo de la rampa, esferas resplandecientes iluminadas por los diminutos haces de búsqueda en continuo movimiento que se agrupaban en su vértice superior, lanzando rayos actínicos que cambiaban y se desplazaban incesantemente, acuchillando el aire a su alrededor y entrecruzándose bajo la suave y dorada claridad solar mientras establecían sus puntos de guía y se orientaban. Los sensores giraron como obscenas antenas. Luke pudo ver cómo las lentes redondas de sus iris ecuatoriales se abrían y se cerraban, ojos repugnantes a los que no se les escapaba nada.
Pinzas y aferradores de acero se desplegaron por debajo de los androides como patas de insecto, tentáculos de medusa que colgaban nacidamente mientras flotaban de un lado a otro. Un instante después empezaron a bajar por la rampa, moviéndose con inexorable parsimonia.
«Concentrar la Fuerza en la temperatura corporal —pensó Luke—. Bajarla, frenar los latidos del corazón, cualquier cosa que pueda enturbiar las señales por las que se guían…»
Nichos estaba corriendo hacia el bosque, moviéndose con una agilidad mucho mayor de la habitual en los androides de forma humana. Cetrespeó, que no había sido diseñado para aquel tipo de huidas desesperadas, se apresuraba con paso decidido detrás de él. Los rastreadores ignoraron a los dos androides.
—No intenten escapar. Los amotinados y los que se nieguen a cumplir con su deber…
Cray se puso de rodillas detrás de un tronco caído a cuarenta metros de Luke y disparó con una puntería impecable. El haz de energía calcinó el nido de sensores del rastreador que se estaba dirigiendo hacia su escondite. Luke reprimió el «¡No!» que intentaba salir de sus labios, sabiendo que ya no importaba que Cray delatara su posición. Los rastreadores sabían dónde se encontraba.
La máquina dañada osciló y se tambaleó, y los haces luminosos de sus sensores hendieron el aire y giraron locamente de un lado a otro en un frenético intento de reorientarse. Un segundo rastreador hizo una ágil pirueta y su rayo aturdidor cayó sobre Cray, derribándola y haciendo que cayera pesadamente sobre la hierba, donde se quedó tan inmóvil como si estuviera muerta.
Luke se pegó al suelo e hizo un desesperado esfuerzo para no ver doble mientras la imagen de dos de los androides que flotaban sobre el claro se dividía para mostrarle cuatro burbujas suspendidas sobre el cuerpo caído de Cray que alargaban sus relucientes miembros articulados hacia ella. Nichos se detuvo cuando ya había recorrido la mitad del claro.
—¡Cray!
Su grito lleno de desesperación sólo podía haber surgido de la boca de un hombre.
Una sombra cayó sobre Luke. Supo qué la proyectaba incluso antes de darse la vuelta para enfrentarse con ella, e hizo acopio de toda la Fuerza que podía concentrar y de toda su voluntad y determinación para hacer un solo disparo.
Una cegadora luz blanca se derramó sobre sus ojos y oyó el suave zumbido aceitado de miembros de acero que se desplegaban hacia él mientras apretaba el gatillo.
Eso fue lo último que quedó grabado en su memoria.
—Los hijos de los Jedi…
Jevax, Jefe de las Personas de Plawal, se detuvo sobre los empinados escalones de la escalera tallada en la roca roja y negra, y sus ojos verdes profundamente hundidos en las cuencas adoptaron una expresión distante y absorta cuando contempló las capas de neblina irisada que flotaban en una perfecta inmovilidad rodeándoles por todas partes. Los escalones habían sido tallados en la áspera roca débilmente fluorescente de los acantilados del pequeño valle, pero quien había hecho ese trabajo o contaba con medios muy limitados o había concebido una aguda paranoia acerca de los habitantes originales del valle. Leia podía tocar la roca a su derecha y la barandilla de madera de shalamán que corría a su izquierda sin tener que extender los brazos más de una docena de centímetros a cada lado y, a juzgar por el aspecto de la madera, la barandilla era prácticamente nueva. Más allá de ella se extendían masas de niebla oscurecida por manchones borrosos que Leia sabía eran copas de árboles.
—Sí —dijo Jevax en voz baja y suave—. Sí, estuvieron aquí.
Volvió a concentrar su atención en la escalada y se abrió paso a través de unas ramas cargadas de lianas de moradulce que mantuvo cortesmente apartadas para que Leia, Han y, finalmente, Chewbacca pudieran seguirle. La atmósfera digna de una cámara de vapor de los Riscos de Plawal hacía que los árboles pudieran crecer en las hondonadas e irregularidades más diminutas de la sucesión de «terrazas», aquellas plataformas o cornisas de roca naturales que iban subiendo hasta conducir a las escarpadas paredes de los riscos propiamente dichos. Hojas oscuras se mezclaban con las cortinas de musgo grisáceo que colgaban sobre las rocas, brillando de vez en cuando con el destello ocasional de los frutos rojo sangre y los zarcillos tachonados que parecían adornarlas como joyas incrustadas en ellas.
Leia alzó los hombros bajo el lino blanco de su holgada camisa. El calor era todavía más pegajoso y opresivo que en Ithor y la humedad era realmente espantosa, aunque estar en el extremo más elevado del valle hacía que el desagradable hedor a azufre que conseguía escapar de las plantas procesadoras instaladas más abajo quedara casi totalmente escondido debajo del pesado olor dulzón de verdor omnipresente que brotaba de las hojas. Cuando Leia miraba hacia arriba, le resultaba imposible creer que a sólo ciento cincuenta metros por encima de su cabeza hubiera vendavales helados que azotaban glaciares más grandes que las torres de muchas ciudades.
De hecho, cuando se miraba hacia arriba sólo se podía ver verde y más verde: había galaxias de flor de estrellas, aparatosos ejércitos de orquídeas y frutos de todos los colores, formas, composiciones y grados de madurez imaginables, y todos quedaban suavizados, camuflados y escondidos por la densidad omnipresente de la neblina.
—¿Se acuerda de ellos?
Leia había aprovechado el viaje hasta Belsavis para examinar los registros buscando datos sobre la población original. Los mlukis eran adolescentes a los siete años, y ancianos a los treinta. Su larga cabellera blanca, complejamente recogida en niveles sucesivos de trenzas que bajaban por su espalda y sus brazos, indicaba que Jevax habría sido un niño cuando se fueron los Jedi.
—No muy claramente.
Jevax, más bien bajo para su raza, seguía siendo más alto que Han y habría sido todavía más alto si su postura natural hubiera sido la de ir erguido en vez de inclinarse ligeramente hacia adelante, con lo que sus largos brazos casi rozaban sus rodillas medio dobladas. Llevaba encima muchas joyas, plata y los delicados trabajos hechos con las conchas azules iridiscentes importadas de Eriadu, básicamente en forma de pendientes. Sus pantalones tipo sarong estaban adornados con motivos negros y púrpura oscuro. Como casi todos los habitantes de Plawal, Jevax llevaba zapatos de goma negra inyectada del tipo manufacturado en Sullust, que se vendía en grandes cantidades por todos los rincones de la galaxia y resultaba bastante incongruente en los pies de aquella silueta encorvada, peluda y primitiva. Los zapatos se cerraban mediante varias hebillas de un color naranja altamente llamativo.
—Pasaron años antes de que ninguno de nosotros recordara que los Jedi habían estado aquí, ¿comprende?
—Ya, claro… Este sitio debe de ser muy tranquilo, ¿eh?
Leia se volvió para asestar un codazo a Han.
—Enturbiaron sus mentes, ¿verdad?
—Sí, supongo que debieron hacerlo.
Jevax dobló otra esquina y les precedió a lo largo de un nuevo tramo de peldaños que suponían una dura prueba para las rodillas. Los árboles y los promontorios de roca parecían flotar sobre el camino, y Leia pudo ver cómo Chewbacca contemplaba todo el paisaje y acababa aprobando las posibilidades de tender una emboscada defensiva que ofrecía con una inclinación de cabeza. Las nieblas se fueron deshilachando a su alrededor, y la pálida claridad del día casi resultó cegadora después de la fantasmagórica penumbra del suelo del valle. Siluetas grisáceas de arbustos y troncos que parecían otros tantos recortables indicaban la situación del risco que se alzaba por encima de sus cabezas, el último y más alto de aquellas terrazas naturales que iban subiendo en una lenta gradación hasta llegar al extremo más angosto de lo que originalmente había sido una pequeña fisura volcánica.
—No puedo recordar que lo hicieran, naturalmente —siguió diciendo Jevax, y se frotó la cabeza mientras torcía el gesto en una mueca de melancólica diversión—. Mi madre tampoco se acordaba de eso. Yo sólo tenía tres años… —El recuerdo le hizo sonreír—. Ahora que pienso en ello me parece realmente sorprendente, desde luego… Durante diez o doce años nadie se acordó de ellos en ningún momento, aunque basta con examinar las ruinas de la Casa de Plett para ver que vivió aquí durante unos setenta años antes de que los otros Jedi trajeran a sus esposas y sus hijos. Últimamente algunos han empezado a recordar: pequeñas cosas, recuerdos que no parecen encajar con lo que todos creíamos saber. Pero es como si…