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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (64 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Ahora, puesto que no querían quedarse por más tiempo, por lo menos que Matías Alvear aceptara un recuerdo de la visita: una caja de habanos.

La despedida fue afectuosa, en el vestíbulo. Carmen Elgazu se envolvió en su piel negra, que le rodeaba el cuello y le caía por la Espalda, la piel que vio «Rey de Reyes». Su cabellera y su moño la protegían del frío en la cabeza. Bajaron la escalera despacio. «¡Adiós, retírese, retírese! Y sentimos no haber podido saludar a Mateo…»

Capítulo XXXVII

En el Banco, el fusilamiento del diputado Joaquín Santaló había provocado una gran indignación. La Torre de Babel sentía un especial respeto por el diputado, pues sabía que varías veces había dado sangre en el Hospital. «¿Qué habrán ganado con eso? Crearse más enemigos.» Los argumentos corrientes eran: «No es lo mismo disparar el 6 de Octubre, con la revolución en marcha, que firmar una sentencia de muerte en un despacho». Lo curioso era que todo el mundo hablaba de la viuda del diputado, nadie de la viuda del taxista.

El subdirector le decía a Ignacio que el comandante Martínez de Soria no se había dado cuenta del juego de que había sido objeto, Todas las presiones oficiales que recibió se encaminaron a salvar a Julio García y a los arquitectos Ribas y Massana, así como a evitar que el nombre del coronel Muñoz friera pronunciado. El momento de locura que tuvo Joaquín Santaló al disparar facilitó las cosas. Pero, pensándolo bien, ¿no eran tanto o más responsables los primeros?

Ignacio no sabía qué pensar. A veces las ideas del subdirector le parecían folletinescas. Y, sin embargo, el hombre daba detalles. En el propio Tribunal, a la izquierda del comandante Martínez de Soria, se había sentado un masón: el comandante Campos.

—¿El comandante Campos…?

—Como lo oyes. Con grado de Maestro.

Ignacio se rascó la cabeza.

—Bueno… ¿y las presiones oficiales de que habla?

El subdirector tomó un poco de rapé.

—Escucha con atención… En España… hay veintiún generales masones. Te puedo dar los nombres: Cabanellas, Riquelme, Miaja, Gómez Morato, el propio López Ochoa, que dirigió lo de Asturias… ¡Y vas a ver lo que ocurrirá ahora! Esos generales colocarán las piezas en el lugar pertinente.

—No entiendo.

El subdirector se explicó. Estaba convencido de que el 6 de Octubre no había sido más que un ensayo general. Estimaba que Oviedo, en el plan de la revolución masónica-socialista española, había ocupado el mismo lugar que en Rusia ocupó Retrogrado, en la sublevación de Julio de 1917. El asalto final en todo el país se haría más tarde. De momento se habían conseguido muchas cosas. Los odios eran más profundos, la población civil estaba aterrorizada, habría nombres de leyenda como el de Joaquín Santaló en Gerona; habría «Asesinos» como el comandante Martínez de Soria.

* * *

De repente apareció en Gerona el Responsable. Despedido de la fábrica de alpargatas, su intención era dedicarse de lleno a la acción política. Llevaba gorra nueva. Sus ojos, acerados como siempre. Le escoltaban sus hijas, el Cojo, Blasco, el Grandullón y el sargento novio de su hija mayor, al que el comandante Martínez de Soria había despedido de las oficinas.

Pero, además, se había traído de Barcelona, donde permaneció un mes, un camarada llamado Porvenir, muchacho al parecer de gran temperamento y que quería cambiar los nombres de todos sus compañeros. Aunque sólo consiguió convencer al Grandullón, que en adelante se llamaría Ideal. Porvenir, Ideal… todo aquello gustaba mucho a las hijas del Responsable.

Los dirigentes de la CNT que secundaban al Responsable, pertenecían casi todos al ramo del transporte. Siempre decían que los pobres no recibían nunca nada. Ni vagones, ni cajas, ni siquiera paquetes. En las estaciones y en los camiones, las etiquetas llevaban siempre los mismos nombres.

El Responsable había llegado enarbolando una flamante bandera revolucionaria: Joaquín Santaló. Ahí estaba el mártir. Los canteros de los Costa habían tallado una losa para su tumba, bajándola de la montaña. Aquella rata de sacristía llamada Laura había ordenado vaciar en ella una cruz. Joaquín Santaló, el hombre que había dado su sangre en el Hospital. El Responsable, Porvenir, el Cojo, todos abrieron una suscripción a beneficio de la viuda de Joaquín Santaló. Subían por los pisos. «La Voz de Alerta» denunció la maniobra. «¡La viuda de Joaquín Santaló condenada al hambre!», le contestaron. Los anarquistas recorrían las calles, con pequeñas bolsas, insensibles al frío. Al frío de diciembre, que azotaba a Gerona. Se acercaba Navidad y los anarquistas querían obsequiar con un aguinaldo a la viuda de Joaquín Santaló y a sus hijos, ahora desamparados.

Pero no consiguieron gran cosa, Todo el mundo sabía que precisamente los anarquistas se habían abstenido de apoyar la revolución. Y por lo demás… otro hecho acaparaba entonces la atención: se decía que los detenidos iban a salir en libertad de un momento a otro. ¡Libres! En la cárcel también corría este rumor. Mosén Alberto decía a unos y otros: «Creo que sí, creo que sí». El gitano de las gallinas lloriqueaba en un rincón. Pronto volvería a encontrarse solo en el patio.

Las mujeres desanimaban a Olga. «¡Qué va! No os soltarán hasta después de las fiestas.» Olga había hecho gran amistad con sus compañeras de celda. La querían mucho. A Berta, una prostituía, la enseñaba a leer. ¡Pobre Berta! Cuando Olga saliera, caería de nuevo en la más burda ignorancia.

El frío alcanzó su máximo rigor. Gerona estaba gris. La explanada de la Piscina sugería la idea de estepa. Un vaho espeso salía de las bocas. ¡Imposible, para Matías, abrir la ventana del comedor y pescar en el río! Imposible, para Pilar, escribir su diario en su cuarto. Los trenes empezaron a traer viajeros que llegaban a pasar las Navidades con las respectivas familias. Entre ellos, ¡nadie les reconoció!, llegaron de Valladolid, los dos hijos del comandante Martínez de Soria.

Mosén Alberto y la voz popular acertaron. Excepto el Comisario, los diputados y los que habían constituido el Ayuntamiento revolucionario, los demás, en la noche del 23 de diciembre recibieron la noticia: «A las ocho de la mañana, libres».

¡Válgame Dios! Las venas dieron una fantástica sacudida, jubilosa por una vez. Murillo, el repartidor de los cafés «Debray», el empleado de la Cruz Roja, los hombres de la calle de la Barca. De Auditoría General de Barcelona habían ordenado: «Julio García, también».

Prohibido estacionarse a la salida de la cárcel. La orden iba destinada a las familias, que habrían organizado un espectáculo. Tendrían que apostarse en las calles adyacentes.

¡Qué importaba! Los primeros en salir fueron los del Orfeón. Ahora les remordía haber cantado. Sus propias mujeres se lo echarían en cara. Luego se dio la salida a los de los pueblos. Tres grados bajo cero, llenaron las calles con sus inmensas bufandas, precedidos por el vaho espeso que les salía de la boca. «Para la viuda de Joaquín Santaló, para la viuda de Joaquín Santaló.» Todos guardaban su dinero para poder pagar el billete en la estación.

De repente, la cárcel vertió casi entero su contenido. Todo el mundo fuera. Ciento ochenta reclusos, vecinos de la ciudad. Algunas barbas parecían llegar del Himalaya. Varios, esqueléticos; otros habían engordado. ¡Adiós cestos, adiós gitano! Fue un tropel.

En la acera de la cárcel, se encontraron por fin David y Olga. Primero había salido David. Al ver aparecer a su mujer en el marco de la puerta quedó yerto, la nuez del cuello le subió y dos lágrimas como de escarcha cubrieron sus ojos. Olga dio un salto y se le echó al cuello. Permanecieron largo rato abrazados, no osaban separarse y mirarse a los ojos, porque cada uno tenía la sensación de que éstos expresaban algo superior a lo que el otro podría resistir.

Asidos de la cintura, bajaron las escalinatas de Santo Domingo. Las piernas les flaqueaban. Entre la nada que ocupaba sus cerebros se abrió paso una luz tímida. Idéntica luz en cada uno de los dos, prueba de que continuaban siendo un solo hálito humano: David y Olga pensaron que antes que mirar el cielo libre, que ir a su casa, que cruzar el río tenían que ir a casa de los Alvear. ¡Cuántas horas en la cocina Carmen Elgazu! ¡Cuánto tabaco —para Olga— Matías Alvear! ¡Cuántos cestos habían subido los propios Ignacio y Pilar, desde que los alumnos tuvieron que ir a otras escuelas y Santi había desertado…!

Entraron en la Rambla, al andar saltaban sin darse cuenta. Adelantaban a otros indultados, se cruzaban con seminaristas que se iban de vacaciones. Subieron la escalera y llamaron a la puerta.

Fue Pilar la que les abrió. Matías, al verlos, dejó la servilleta —estaban en la mesa, desayunándose— y se levantó.

David ante Pilar, le apretó la muñeca. Matías avanzaba por el pasillo, David se separó de Pilar y se fue hacia él y le abrazó, sin articular una sílaba. Entretanto Olga había alcanzado a Carmen Elgazu, quien, impresionada ante las ojeras de la maestra, olvidó sus resabios pedagógicos… Y luego le tocó el turno a Ignacio, que odiaba las escenas, qué sintió que continuaba queriendo de todo corazón a los maestros.

Fue una escena muy difícil. ¿Qué había pasado en aquellos dos meses y medio? ¿Cómo pensaba cada uno? Si la revolución hubiera triunfado… La expresión de Olga impresionó a Pilar.

David continuaba con los ojos húmedos. Olga devolvía un tenedor, que con la prisa había olvidado meter en el último cesto…

Imposible tomar el desayuno con ellos… Querían irse para casa, para la escuela, ardían en deseos de ver qué había sido de ella. Con Ignacio hablarían más tarde. «¿Tal vez por la noche…?» «¿Ah, tenía clase…?» «¿Quién era el profesor…?» ¿El señor Civil…? Bien, bien… claro, claro… «De todos modos, imposible pagarles cuanto habían hecho.»

La familia entera los acompañó a la puerta. ¡Enhorabuena! David y Olga bajaron la escalera. Salieron a la calle. Se miraban a los ojos. El miedo había pasado.

Cruzaron el Puente de Piedra. «Para la viuda de Joaquín Santaló.» ¿Qué significaba aquello? Adelante. El río estaba casi helado. El jardín estaría raso como el patio de la cárcel, los pupitres de la clase sepultados bajo el polvo y las telarañas, el lecho frío… Tal vez se hubieran caído los mapas.

Llegaron a la Escuela cogidos del brazo, cruzaron la valla. Como una maldición se había agostado el jardín. ¡Adelante, no detenerse! La puerta crujió. Y al instante, David vio una cucaracha. En el centro del pasillo. Muerta. «¿Qué ocurría?» Avanzaron hacia la cocina. La cocina, caliente por el horno de un panadero vecino que comunicaba con ella, negra, flotante de cucarachas. Negras cucarachas que ante la presencia humana se precipitaron de un lado para otro, danzando como los locos del Manicomio. David, sobrecogido, tomó la escoba, Olga avanzó un pie. Las cucarachas se dirigieron hacia el comedor en guerrillas, tambaleante su caparazón, presintiendo el exterminio de la raza. Buscaban la calle, un refugio, el limbo. ¡Varias alcanzaron la clase! En ésta, sólo un mapa caído: el de Europa. Tres cucarachas negras se dirigieron hacia él en el momento en que David las alcanzó.

Fueron veinte minutos mortíferos. Los maestros se miraban de vez en cuando, con expresión absolutamente desolada. Al terminar, David quiso bromear y dijo: «¡Así entraron los moros en Oviedo!»

A los veinte minutos estaban libres. Los cadáveres, en los rincones. Entonces David y Olga volvieron a abrazarse y se rieron como benditos, solos, inseparables otra vez, como los campanarios de San Félix y la Catedral, como diciembre y el frío, como la revolución y la sangre.

Capítulo XXXVIII

Una alegría humana invadió la ciudad. Ciento ochenta familias comieron turrón y bebieron champaña celebrando el regreso del ausente. El miedo había pasado. Hasta después de Reyes, no pensar en nada. Si los estudiantes hacían vacaciones, lo mismo podían hacerlas los malos recuerdos y el espíritu de venganza. Ahora, Navidad. El asno y el buey, los tres reyes —Melchor, Gaspar y Baltasar— ya estaban en camino, guiados por una estrella. De cada hogar salía humo por algún lado; era el fuego de los corazones. Teatro, cine. El Rubio, el anarquista «chivato», que, boicoteado por la pandilla, se había refugiado en el saxofón, levantaba en el Ateneo su instrumento hasta el techo, en gesto triunfal. Amistades contraídas en las celdas se visitaban mutuamente. Cada uno presentaba su familia. «Mi mujer, mis hijos.» «¡Menudos platos de arroz le mandaba usted a ese tunante! Partíamos la ración, yo le daba una pata de conejo.» La libertad infundía a los hombres una ansia desconocida de vivir. Gerona tenía otro color.

Muy tarde, al regreso de los espectáculos, bajo el cielo nítido y estrellado, los tacones resonaban en las aceras. Rápidos, por el frío insoportable. Cada hombre libre esperaba alcanzar algún milagro por el aire.

En la noche del 28 de diciembre ocurrió algo mágico. Sin que nadie lo advirtiera, la nieve se posó en la ciudad. Por la mañana las gentes se levantaron y todo estaba blanco. Todas las ventanas se abrieron. ¡Ohhh…! Gerona bajo la nieve parecía una inmensa Hostia.

Inaudito espectáculo. En las canteras de Laura —otra vez de los hermanos Costa— cada piedra llevaba capucha. El ángel sin cabeza —un obús francés la arrancó— del campanario de la Catedral, ahora exhibía una cabeza de nieve, fría cabeza redonda que presidía la ciudad. La Rambla quedó convertida en barro; en cambio, la Dehesa permaneció pura. Mucha gente subió a las Pedreras para contemplar los blancos tejados y la llanura circundante. Extrañas indumentarias salieron a la calle; los chicos sacudían los árboles. En el patio de la cárcel se veían, perfectas, las huellas del gitano y de Berta la prostituta. En el Manicomio, la presión de los zapatos se delataba desigual. En el cementerio quedaron uniformadas las tumbas del taxista, del diputado, del comandante. Tácito armisticio. Los presos libres se tiraban bolas de nieve de uno a otro balcón. Los tres reyes avanzaban en su camino. Sólo Porvenir, el Responsable e Ideal, ajenos al lirismo del paisaje, continuaban subiendo a los pisos y pidiendo: «Para la viuda de Joaquín Santaló».

A Julio le ocurrió algo singular. Mientras estuvo en la cárcel pensó mucho en su mujer. Más de lo que nunca se habría figurado. Y en cuanto doña Amparo Campo, muy emperifollada para recibirle, se le echó en los brazos lloriqueando, él, por un momento, se conmovió; pero a los pocos segundos, al ver por encima de los hombros de su esposa la lámpara de hierro forjado, los libros, los discos, la tortuga en un rincón, volvió a sentirse el amo, seguro de sí. La nieve le había alegrado como a un chiquillo, recordándole algunas excursiones a la Sierra, desde Madrid.

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