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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (60 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El profesor Civil repuso:

—En Gerona hay un abogado que pierde todos los pleitos de poca monta —desahucios, multas, etc.—, no por falta de competencia, sino porque siempre dice que sólo le interesan los pleitos importantes. Excuso decirle la miseria que pasan en su casa.

Mateo replicó:

—Por fortuna, España no es un bufete de abogado. Profesor —añadió riéndose—, me parece que usted y yo vamos a discutir bastante.

El profesor Civil no insistió. Tiempo habría de cotejar los conceptos de cada uno. Se estaba formando una idea de sus alumnos; aunque estaba seguro de que Ignacio era más charlatán de lo que había demostrado.

Les preguntó si tenían novia. Mateo contestó que no. Ignacio contestó: a medias. Los dos moños de Ana María habían acudido a su mente.

Se levantaron. En el pasillo había un gigantesco grabado que representaba el Mediterráneo, desde España hasta Turquía, con los nombres en latín. El profesor les dijo que algo le hacía lamentar doblemente la decadencia de España: el hecho de que España fuera nación latina.

—Porque el pensamiento latino es, en efecto, el único que puede conducir espiritualmente el mundo. Pero ya lo ven ustedes, estamos en la cola… Luego, señalando Palestina en el mapa, añadió:

—Aunque los grandes responsables del desconcierto son los judíos. Son la manzana de la discordia.

La esposa del profesor salió de la cocina para saludarlos, acompañándolos a la puerta. Debía de estar enferma, pues se movía con dificultad, pero su rostro era noble y dulce.

—Bien, hasta mañana. Primera lección. Confío en ustedes.

Capítulo XXXII

Pilar, en efecto, estaba hecha una mujer, y una mujer espléndida. La sana nutrición y su naturaleza habían hecho de ella una muchacha precoz, exuberante. Casi tan alta como Ignacio, se parecía cada vez más a Carmen Elgazu. En verano se había cortado el pelo; ahora, para Ferias, había compuesto su cabellera a base de ondas o colinas —los ricitos le sentaban muy mal—. También estrenaría un abrigo de entretiempo hecho en el taller, y unos pendientes. Estos pendientes se los había comprado Matías Alvear a un árabe que pasó por Telégrafos cargado de tapices, alfombras y quincalla.

Ignacio continuaba acusándola de no interesarse por nada serio; ella contestaba que elegir un peinado o un abrigo no era ninguna tontería. Cierto que de su casa no le interesaban ni el calendario de corcho ni la ventana que daba al río, y a duras penas la imagen de San Ignacio; pero, en cambio, le interesaban su ropero, el balcón que daba a la Rambla… y un diario íntimo que había empezado:

Día 30 de octubre, ocho de la noche. Él ha venido, pero se ha encerrado en el cuarto de Ignacio, a estudiar. Si pudiera hacer un agujero en el tabique…

De la revolución, no le había impresionado sino el triunfo de los militares y el relato de la huida del caballo blanco; respecto a su significado, nada. Y referente a lo de Asturias, Ignacio había observado que aparte el ¡qué horror! con motivo de la carta del tío de Trubia, se limitó a preguntar naderías, como por ejemplo si era cierto que los moros podían tener tantas mujeres como quisieran.

Últimamente, parecía preocuparse algo más. En el taller de costura una de las chicas «se había puesto» con un alférez ayudante en la oficina del Tribunal Militar de Represión. Aquello había cambiado el rumbo de las conversaciones en el taller. Cada tarde la chica llevaba a sui compañeras las últimas novedades, pues el alférez era el encargado de preparar los expedientes de los detenidos comprendidos entre las letras A y G, expedientes que luego eran revisados por el comandante Martínez de Soria. Parecía imposible que el joven oficial no fuera más discreto. Contó incluso que «gente muy importante» se había interesado por Julio García. Cuando Ignacio le rogó a Pilar: «A ver, pregunta a esa chica por los maestros», Pilar contestó: «¿Los maestros…? ¡Uy, no sabría nada! No estando comprendidos entre las letras A y G, no sabría nada».

Matías opinaba que la noticia sobre Julio, aparte de otros detalles que se iban conociendo, bastaba para descartar definitivamente la idea de que las sentencias serían de muerte. Ya nadie dudaba de este hecho. «Cuando un Tribunal amontona papeles… Lo terrible es un fulminante Consejo sumarísimo.»

La opinión pública era que en Madrid se habían movilizado grandes influencias en favor de los detenidos, lo cual se atribuía a que entre éstos se contaban hombres de verdadera importancia, como, por ejemplo, el mismísimo Azaña, de quien se decía había sido encontrado en Barcelona escondido en una alcantarilla, y al cual se acusaba formalmente de haber acudido a Cataluña para preparar el levantamiento.

Otro síntoma que confirmaba la postura de clemencia adoptada por el Gobierno, se desprendía del trato que se daba a los reclusos. La severidad menguada. En Barcelona, los presos habían sido trasladados a un barco, el
Uruguay
, y al parecer gozaban de bastantes comodidades. Tal vez en lugares como Gerona la cosa continuara siendo dura, sobre todo por la absoluta prohibición de recibir visitas.

En el plano de la ciudad, las medidas adoptadas habían sido draconianas. Cierre total de los partidos izquierdistas, desde Izquierda Republicana hasta Estat Català, e incautación de su mobiliario. Sólo funcionaban los sindicatos. El subdirector, en la CEDA, rehacía ahora su fichero masónico gracias a una «Underwood» propiedad del Partido Socialista. Prohibidos los estacionamientos, los grupos, declaración de tenencias de armas, etc… Al llegar las fiestas, los propietarios de las barracas decían: «Si se prohíben los grupos, ¿qué vamos a hacer?» Algunas atracciones, como las Grutas del Miedo, fueron permitidas; en cambio, se negó el permiso a las barracas de tiro. A una mujer que domaba serpientes y que daba gritos para llamar la atención del público, la gente empezó a llamarla «La Voz de Alerta», y aquello constituyó su fortuna.

Doña Amparo Campo había recibido una misteriosa nota que decía: «Esté tranquila». Entonces la mujer, en vez de callar, alardeó en todas partes. Ignacio dijo de ella que, en lugar de imitar la prudencia de la tortuga, imitaba el mal flamenco de algunos de los discos de la colección de Julio.

Las fiestas fueron pobrísimas en el aspecto popular. El cuerpo incorrupto de San Narciso, patrón de la ciudad, fue escasamente visitado. La provincia carecía de ánimos para acudir a Gerona, pues cada pueblo tenía por lo menos un detenido. Los coches eléctricos dispusieron de espacio para maniobrar. Sólo la mujer de las Grutas del Miedo hizo su agosto. Ni siquiera la orquesta del Ateneo Popular consiguió atraer la masa, a pesar de que los músicos se habían puesto un gorro de papel en la cabeza. La misma Andaluza dijo al patrón del Cocodrilo: «O no hay humor, o no hay hombres».

En las clases elevadas, la sopa era distinta. El baile del Casino, organizado por los militares, fue apoteósico. Desde los mejores tiempos de la Monarquía no se recordaba cosa igual. Las autoridades lo presidieron. Los farolillos venecianos representaban lunas sonrientes. El propio don Pedro Oriol asistió, muy digno en su vestido de
smoking
. «La Voz de Alerta» descorchaba champaña a troche y moche. ¡El director del Banco Arús apareció ocupando una mesa con su familia y bailando con las mujeres de los amigos de Liga Catalana! Dos hombres, sin embargo, destacaban por encima del resto: el comandante Martínez de Soria y su teniente ayudante, Martín.

El comandante se había puesto un clavel en la solapa, el teniente era un apuesto galán, atlético y engomado; entre las muchachas, Marta hizo, en efecto, su entrada en sociedad. Su vestido se parecía al que Ana María estrenó en San Feliu, en el Casino de los Señores…

Al día siguiente hubo un brusco cambio de decoración. El Tribunal Militar anunció que iban a empezar los interrogatorios. ¡Válgame Dios! Toda la ciudad se dispuso a vivir al minuto los acontecimientos.

Matías dijo en seguida: «Son unos arbitrarios». Más que por lo de Gerona, cuyos resultados definitivos tardarían en conocerse, lo decía por lo que se iba sabiendo de otros Tribunales de España. La tónica era evidente: quien tenía padrinos se salvaba; quien no los tenía, lo pasaba mal. En Barcelona anunciaron la conmutación de la pena de muerte de los cabecillas directores del movimiento como Pérez Farras, en tanto que en Asturias simples mineros, anónimos y desconocidos, aparecían en las listas de ejecutados.

En Gerona, el comandante Martínez de Soria dio una gran sorpresa a sus detractores. En seguida dejó entrever que era contrario a extremar el rigor. En el café de los militares dijo: «Es curioso lo que cuesta enfrentarse con un acusado». A la hora de la verdad influían más en él las palabras de don Pedro Oriol que las sugestiones de «La Voz de Alerta».

Sin embargo, tenía a la gente en un puño. Era quisquilloso, no acababa nunca. Los interrogatorios eran larguísimos y casi siempre humillaba a los del banquillo. Ordenó que los juicios se celebraran a puerta cerrada, lo cual produjo entre la masa una gran decepción. A Olga la mantuvo cuatro horas de pie, preguntándole, preguntándole… A David le dijo: «¿Está usted seguro de que hará de sus treinta alumnos ciudadanos de provecho?» Aquel tipo de pregunta era inadmisible. Los acusados, al llegar a la cárcel, se deshacían en comentarios: «Que deje en paz nuestra vida privada».

Mosén Alberto hacía cuanto podía para apaciguar. Informaba favorablemente. Ello se supo en la cárcel, y a algunos el tabaco que les repartía les pareció menos amargo. Por ejemplo, uno del orfeón, que sabía sacar humo formando anillos, un día le dijo en tono afectuoso: «¡Mosén, mosén! ¡Este anillo se lo dedico al señor obispo!» Pero la mayoría continuaban no comprendiendo las sonrisas del sacerdote, sus sermones, y se negaban a admitir que interviniera en su favor. «¡Propaganda!», decían. Y cada domingo, en el patio, clavaban en sus ojos los ojos del rencor.

El Tribunal se había instalado en la Caja de Reclutas, caserón húmedo de la calle de la Forsa. Pero luego pareció demasiado espectacular que los detenidos tuvieran que hacer el trayecto desde la cárcel y se decidió interrogarlos en el primer piso del edificio, en las oficinas. De este modo todo quedaría en casa.

La cantidad de expedientes —trescientos aproximadamente— había asustado al comandante Martínez de Soria, quien solicitó dividir el Tribunal en dos sesiones. La suya interrogaría a los detenidos de más responsabilidad; la otra, de la que formaba parte el teniente Martín, interrogaría, en la sala contigua, a los simples comparsas del movimiento.

De todos modos, el comandante no quería alterar sus inveteradas costumbres; la práctica de la esgrima y la equitación. Por lo que establecía unos horarios propios de hombre que no tiene prisa. A su esposa le pareció que exageraba. «Piensa que esa gente está inquieta», le dijo. Pero el comandante no dio su sable a torcer. En lo único en que consintió fue en no ir al café de los militares, para ahorrarse explicaciones enojosas.

El desfile de acusados comenzó. Los guardianes de la cárcel recorrían los pasillos con una lista. ¡Fernando Gavaldá! Y el recluso en cuestión se levantaba, los demás miraban y esperaban con impaciencia su regreso.

En seguida se supo que había gran diferencia entre el trato que se recibía en la sección del teniente Martín y en la del comandante Martínez de Soria. El teniente Martín era un incorrecto y apenas si permitía meter baza a los restantes del Tribunal. La mayor parte de los acusados que le tocaron en suerte eran campesinos, muchos de los cuales apenas si comprendían el castellano. Esto puso furioso al teniente. Llegado de Galicia, cultivaba un odio especial contra los catalanes. Con su uniforme se sentía fuerte y poderoso ante los raquíticos acusados en el banquillo. Una monumental fotografía del Comandante Jefe de Estado Mayor, montado en su caballo blanco, presidía obsesionantemente las paredes. Los campesinos se desmoralizaban y optaban por callarse.

En cambio, el comandante Martínez de Soria se mostraba, en la forma, correcto. El Tribunal pronto advirtió que los reclusos obedecían a una consigna común: decir a todo trance que se encontraban en Comisaría por azar, que entraron allí porque al oír los tambores y al ver que la ciudad quedaba a oscuras, no supieron adonde dirigirse. En cuanto a participación directa en el movimiento subversivo, nadie la confesaba, excepción hecha de los componentes de aquel Ayuntamiento que había durado veinticuatro horas escasas.

Y, sin embargo, las diferencias humanas quedaban marcadas. Había detenidos que hacían gala de una gran dignidad y de un perfecto dominio. Demostraban que estarían dispuestos a repetir su gesto cuantas veces fuera necesario o se presentara la ocasión. Otros se mostraban cobardes, con el miedo retratado en el semblante. Murillo desagradó a todo el mundo porque, con sus bigotes cayéndole lacios y su gabardina sucia, hizo de sí mismo una defensa intempestiva.

Lo más duro del interrogatorio sobrevenía siempre al final, cuando de pronto el comandante Martínez de Soria tomaba en su mano derecha una fotografía del comandante Jefe del Estado Mayor muerto, y, mostrándola con calma al acusado, preguntaba: «¿Conoce usted a este hombre?» La respuesta era invariablemente: «No, señor». A la décima negativa que el comandante oyó, se puso nervioso. Pegó un puñetazo en la mesa. «¡Retírese!», gritó. Y aquel «retírese», pronunciado en tono de amenaza, con la cara del jefe enrojecida, fue repetido luego en los pasillos, y dio origen a muchos comentarios.

El Comisario no fue de los más dignos. Al ser preguntado por qué pretendía separar Cataluña del resto de España, contestó que no sabía nada, que no sabía nada. Le habían dicho que todo el mundo estaba de acuerdo. Precisamente a él Madrid y Sevilla y Valencia le gustaban mucho. En cambio, en cuanto se halló frente a la fotografía del comandante Jefe de Estado Mayor contestó: «Sí, le reconozco. Y lamento lo ocurrido».

—¡Retírese! —Los guardias civiles casi le dieron un empujón.

Los Costa dijeron: «Estamos dispuestos a pagar una multa». El comandante perdió la serenidad. Les hizo un discurso. Les dijo eran jefes de un Partido cuya acción antiespañola era constante. Sus canteras, sus hornos de cal, su fundición estaban al servicio de la propaganda antiespañola. Que favorecieran el fútbol, la piscina y las colonias veraniegas, al Ejército y a la Patria les importaba muy poco. Pero, cuando dos hombres eran populares y ricos, sus actos ejercían una gran influencia en una capital de provincia… En Gerona hubieran podido beneficiar a todo el mundo; no hacían sino halagar instintos populacheros. ¿Es que el Gobierno de Madrid no había llegado al poder por vía legal, gracias a las elecciones? Todo aquello era sabotear los mismísimos principios de la República. ¿Por qué querían separar Cataluña del resto de España…?

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