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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (65 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Las llaves. Hizo tintinear sus llaves. ¡Todo había pasado! Hubo un momento en que temió. Cuando el rostro del comandante Martínez de Soria intensificó el color de sus manchas rojas. Pero había vuelto a la vida… Solo consigo mismo, con su sombrero ladeado, su boquilla, su mujer, la popularidad, sus conocimientos, la Logia. Julio había adelgazado en la cárcel. Ojos negros, de almendra, tez aceitunada. La silueta de Julio sobre el fondo de nieve hubiera sido africana. Julio siempre decía: «La Cultura musulmana es centrípeta. Incluso sus jardines giran alrededor de un centro». En su caso, el centro era él mismo, el jardín era la Logia, la cultura, el mundo. Le parecía de buen agüero que al ángel de la Catedral le faltara la cabeza. Ahora esperaba la reunión con el comandante Campos, con el director del Banco Arús, con el coronel Muñoz, con los arquitectos Massana y Ribas… Se puso el batín rojo, recorrió el piso canturreando: «…y el pastor siente el gozo en su corazón».

Los hermanos Costa discutieron con Laura. ¡Había exagerado! Era una chiquilla. Aquello era cosa de hombres. En fin, bien está lo que acaba bien. Laura no sabía si alegrarse o no de la liberación de sus hermanos. Le dolía en las entrañas abandonar a sus obreros. «¡Pobres, qué iba a ser de ellos!» Sus hermanos se oponían a la guardería infantil. Era evidente que sus hermanos se opondrían a todo aquello en que ella pudiera tomar parte. «¿No te basta con tu tercio? No te faltará.»

Pilar estaba encantada con las fiestas. Mateo y su padre habían comido en su casa, invitados por Matías Alvear y Carmen Elgazu, precisamente el día de la nevada. Ignacio parecía de mal humor; en cambio, Mateo estuvo muy brillante. Contó cosas interesantísimas sobre España, sobre El Escorial, sobre niños de Segovia que se ponían pezuñas de cerdo en la punta de los dedos, sobre cuchillerías de Toledo en que los obreros trabajaban tumbados boca abajo, con un perro en la espalda para calentarse. Dijo que había que arrancar las pezuñas de aquellos niños, hacer que aquellos obreros trabajaran de pie, premiar a tales perros e ir todos juntos, con frecuencia, a afilar los cuchillos en las piedras de El Escorial. Pilar le oyó embobada y le pareció que comprendía muy bien a Castilla y lo que Mateo quería decir. Le pareció que se explicaba mucho mejor que antes el flequillo de Marta Martínez de Soria, su seriedad y sus vestidos negros. Luego fueron a sacar fotografías de la nevada. ¡Subieron al campanario de la Catedral, extraño privilegio! ¡Qué grandiosidad! Gerona entera a sus pies, la inmensa llanura blanca hasta Rocacorba, el Ter hasta muy lejos, serpenteando. «¡Mirad, mirad, allá está nuestra casa!» ¡Cómo cambiaba de sentido el mundo con sólo elevarse cincuenta metros, cien metros! ¡Qué cerca se oían las campanas —qué miedo—, qué distinto el aire que se respiraba, qué lejos quedaban las cloacas! Todos tenían frío. Nadie pudo encender su mechero, excepto Mateo; Ignacio quedó ensimismado. De vez en cuando volvía su mirada hacia la cárcel, luego hacia el ángel decapitado. Mateo comentó riendo: «¡Algún día pondremos ahí la cabeza de un francés!» Carmen Elgazu se horrorizó; luego dijo, suspirando: «¡Qué tristes serían las ciudades sin campanarios!» Matías añadió: «Y sin cúpulas de Correos».

En el Museo mosén Alberto respiraba satisfecho. Por fin iba a poder reintegrarse de lleno a su labor. Año nuevo, vida antigua. Sus dos sirvientas se volvían locas de contento. Ahora le tendrían todo el día en casa otra vez. «¡Que Dios se lo conservara!»

Los Alvear recibieron una inesperada visita: Murillo, al salir, fue a dar las gracias a su patrón, Bernat, por los cestos de comida, y Bernat le dijo: «Chico, a quienes tienes que dar las gracias es a los padres de César y al chico. Escríbele una postal al Collell». Murillo, que había engordado, subió al piso de la Rambla. Matías, Carmen Elgazu e Ignacio le recibieron en el comedor. «Les agradezco mucho lo que han hecho por mí —les dijo el comunista de la gabardina sucia—. Francamente, no sé qué hacer para corresponder.»

De pronto vio el Sagrado Corazón presidiendo el comedor.

—Les moldearé dos imágenes —dijo—. Espero que las aceptarán, César me las había pedido.

—¿César se las había pedido?

—Sí. Un Francisco de Asís y una Clara.

Ignacio, al oír aquellos dos nombres, sintió como si le dieran dos golpes en el pecho.

—¡Se lo agradecemos mucho! —exclamó Carmen Elgazu.

Murillo se fue. ¿Por qué no tendría él una familia como aquélla? ¿Por qué siempre solo? En la barbería comunista los camaradas le habían recibido como a un hermano. Incluso Cosme Vila le había dicho: «Camarada, el Partido Comunista local considera tu reclusión como un acto de servicio que has prestado. Te doy la enhorabuena en nombre de todos. Y en cuanto editemos nuestro periódico publicaremos tu nombre»; pero no era lo mismo. Navidad, y solo. «¿Y por qué aquellos camaradas, teniendo hogar, preferían pasar las Navidades en la barbería? ¿Y qué diablos hacía Cosme Vila allí? Empleado de Banca, pertenecía a otra clase… Bueno, bueno, de momento tenía que modelar y pintar lo mejor posible un Francisco de Asís y una Clara.»

Era Navidad. En casa de don Jorge se siguieron los ritos tradicionales. Hubo candelabros en la mesa, besos en la frente, hubo misa del Gallo. Las sirvientas recibieron un soberbio obsequio. La esposa de don Jorge quería ponerse zapatillas para andar por el piso, pero lo tenía prohibido. Don Jorge jugó con sus hijos con camaradería excepcional. Al ajedrez con el heredero, Jorge; a la oca con las tres hijas; construyó una grúa con el mecano del benjamín de la familia. Y, sobre todo, ordenó que se respetara la nieve del balcón. La nieve del inmenso balcón de don Jorge sería la última de la ciudad en derretirse.

El notario Noguer y su esposa sintieron no tener hijos. Sentados junto a la lumbre, repasaron álbumes familiares y hablaron de los años que llevaban juntos, alcanzando la época del noviazgo. Lo mismo le ocurrió a don Pedro Oriol. Don Santiago Estrada permitió que sus hijos le vertieran media botella de champaña en la cabeza. Sus ojos, aniñados, lloraban de felicidad. Corrió a gatas por el piso, levantó los brazos como un orangután y persiguió a su esposa por el pasillo. El día de la nevada tomaron todos juntos el tren y se fueron a La Molina a esquiar.

«La Voz de Alerta» tuvo unas Navidades menos cómodas. Su clínica dental se vio abarrotada. Le bajaban clientes de toda la provincia, con un pañuelo en la cara. Eran los turrones. El turrón despertaba dolor de muelas a los que tenían alguna pieza cariada. Dolores no hacía más que lavar ropa blanca. «La Voz de Alerta» ensuciaba una bata blanca por día y cuando llegaba al Casino, agotado, se tumbaba en el sillón y exclamaba: «¡Ah, en cuanto la gente me ve se queda con la boca abierta!»

«La Voz de Alerta» había llevado a la redacción de
El Tradicionalista
, a su despacho, recuerdos del 6 de octubre. Un pedazo de la bandera separatista que fue izada en el Ayuntamiento, la bala que mató al comandante jefe de Estado Mayor.

Tocante al comandante Martínez de Soria… su hogar rebosaba satisfacción. ¡Por fin había terminado la labor del Tribunal! Había sido una pesadilla. Y además… los hijos habían llegado de Valladolid. La esposa del comandante y Marta no cabían en sí de gozo. El comandante disimulaba su ternura y miraba a los dos muchachos con cierto aire inquisitivo. Sin embargo, de pronto sonreía y les ponía la mano en el hombro, paseándose de este modo, en medio de los dos, a lo largo del piso, mientras ellos, de vez en cuando, se arreglaban el nudo de la corbata sobre la camisa azul.

Fernando, el mayor, estudiaba ingeniero. José Luis, medicina. Algo más altos que Mateo, algo menos que el comandante. Ambos vestidos de azul marino. A la legua se veía que eran hermanos. Extrañamente serios, su madre les dijo: «¡Chicos, se diría que andáis mal de amores…!» A Marta le gustaba verlos así. Se tocaba el flequillo y pensaba: Son dos hombres serios. Al comandante le bailaba por la cabeza que tanta seriedad era un poco artificial, Fernando y José Luis daban la impresión de hallar a los demás muy frívolos y preocupados por cosas que no tenían importancia. A menudo se dirigían uno al otro miradas de inteligencia como diciendo: «¿Ves? Lo que tantas veces hemos hablado». Tenían el cuello delgado y los dedos aristocráticos. En la parte trasera del pantalón cada uno de ellos llevaba un revólver.

Sólo el día de Navidad parecieron estar alegres. Y luego en el día de la nevada. Se llevaron a Marta de paseo a las Pedreras, para contemplar la blancura del paisaje. La gente los miraba, Marta iba muy orgullosa entre los dos. Jugaron con la nieve como chiquillos. Llegados a un paraje solitario, Fernando, de pronto, sacó su revólver y disparó. La bala se incrustó en un árbol. Marta quedó estupefacta. Al regresar hablaron de ello y el comandante les dijo: «¿Estáis seguros de no ser un par de comediantes?»

El comandante estaba alegre. Ningún remordimiento por la condena de Joaquín Santaló. Lo había meditado mucho y creyó que era su deber. Por la calle, a veces, sentía sobre sí miradas de recelo. Sus dos hijos le dijeron: «Hiciste muy bien. Pero debiste condenar también a los cabecillas».

Al comandante le desagradaba el tono de exaltación con que hablaban sus hijos. Falange le parecía un pequeño tigre que se había escapado de la jaula con pretensiones a la vez políticas y militares. Él era monárquico y pronosticaba que todos acabarían en la cárcel. A Fernando y José Luis, la monarquía concebida por su padre les parecía corta de alcances. Durante las comidas, la palabra Imperio brincaba por entre los cubiertos, ante el entusiasmo de Marta. Si el profesor Civil los hubiese oído, hubiera pensado: «Mateo no está solo».

* * *

El día 31 de diciembre, cumpleaños de Ignacio: veinte. David y Olga fueron a visitarle a su casa y se encontraron con mosén Alberto. Pero la entrevista fue cordial. Se habló de la nieve. En cuanto el sacerdote se despidió, entró Mateo y se vio a Pilar meterse azorada en su cuarto y salir al cabo de unos minutos con los labios ligeramente pintados.

Olga se reía mucho con Pilar. La encontraba muy femenina. Hablaron del año que acababa de transcurrir. ¡Cuántas cosas habían ocurrido! ¿Qué les reservaría a todos el próximo 1935?

Los maestros espiaban todos los movimientos de Mateo. Ignacio les había dicho de él: «Tiene un admirable dominio de la voluntad, comparable al de César». David había replicado: «Terrible época, en que las místicas brotan como setas».

Olga, oyendo a Mateo, sacó la conclusión de que el muchacho era un hombre casto. Se lo notó en los ojos y en los labios, que era lo único que a veces le temblaba de su figura. Mateo se despidió muy pronto, pues quería ir al cine con su padre. Al separarse de los maestros, les dio una tarjeta que los dejó estupefactos. «Mateo Santos, víctima del pecado original. Gerona.»

—Yo creía que los falangistas no tenían sentido del humor —comentó Olga.

Carmen Elgazu y Matías salieron a hacer una visita de cortesía, tradicional, al jefe de Telégrafos, quien se mostraba siempre muy amable con ellos. Y al quedar en el comedor, solos, Ignacio, Pilar, David y Olga, el primero se puso repentinamente serio. Volvió a pensar en que había transcurrido otro año y en que Canela le esperaba, a pesar de la festividad. Se sintió desasosegado y le dijo a Pilar: «¿Quieres prepararme otro café?»

De pronto, viendo que los maestros estaban silenciosos, jugando con migas de pan que habían quedado en la mesa, les preguntó:

—Perdonadme una pregunta… aunque sea algo intempestiva. Pero, como en la cárcel habéis tenido tanto tiempo para reflexionar…

Olga levantó la vista. Conocía a Ignacio y esperaba algo fuera de lugar.

—Habla, habla. ¿Qué te pasa…?

—¿Creéis…? —continuó Ignacio—. ¿Creéis… que el hombre es portador de valores eternos?

David le miró con fijeza. Olga se alisó los cabellos, con ademán habitual.

—¿Por qué preguntas eso? —dijo David.

Ignacio se encogió de hombros.

El maestro añadió:

—Me parece que ya en San Feliu se habló del asunto.

—Sí, ya lo sé.

Olga repuso:

—Por desgracia, el hombre… En todo caso es la sociedad la que…

—¿La sociedad?

—Sí. La que va transmitiéndose ciertos valores.

Pilar llegó con el café.

Poco después, los maestros se fueron. Ignacio entró en su cuarto y se peinó.

—¿Vas a dejarme sola? —preguntó Pilar, acercándose a la puerta del cuarto.

—Sola, no —contestó Ignacio—. Te dejo con tu Diario.

Salió y tomó la dirección de la buhardilla. Estaba excitado. ¿Por qué los maestros hablaban siempre de la sociedad así, en abstracto? ¡Con el trabajo que le costaba a uno ser un hombre!

«Canela, Canela… —De repente pensó—: ¿También Canela es portadora de valores eternos?» Mateo había dicho: «Todo el mundo; incluso Julio García».

¡Psé! Ahora le parecía que aquella idea tenía, en efecto, cierta grandiosidad.

Fin de año. ¡Cuánto frío! Ignacio, al respirar, despedía por las narices el consabido vaho, como los demás transeúntes. El vaho que en el establo de Dios, según los villancicos, despedían el asno y el buey.

Los tres Reyes caminaban en dirección a este establo. Él caminaba hacia la buhardilla. Tres Reyes. Los veía deslizarse por la superficie del agua del río. Uno, dos, tres… Una estrella los guiaba, como la del comandante Martínez de Soria, como la que él había dejado prendida en los barrotes de su cama.

Capítulo XXXIX

—La teoría de José Antonio está clara. El 7 de diciembre de 1933 precisó su pensamiento.

»El obstáculo con que tropieza España es su división, que la República acrecienta por todos los medios a su alcance. España se encuentra dividida por: primero, separatismos regionales. Segundo, las pugnas entre los partidos políticos. Tercero, la lucha de clases. Siempre el número tres. El mundo está lleno de trinidades. Trinidades del bien: fe, esperanza, caridad; Gaspar, Melchor, Baltasar… Trinidades del mal: Masonería, Judaísmo, Comunismo…

»Falange, que aspira a la unidad, intenta unir a todas las regiones en un destino común, no en destinos antagónicos, a todos los ciudadanos españoles en un frente común, ni derechas ni izquierdas; a todos los productores españoles, patronos y obreros, en una labor común, no sujetos a intereses opuestos.

»Al servicio de ellos, el Estado. Los intermediarios entre el individuo y el Estado no serán los partidos políticos, creaciones artificiales, puesto que nadie nace miembro de un partido: serán las realidades implícitas en el nacimiento del hombre: la familia, el Municipio, el oficio o profesión.

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