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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (17 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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—Abre los ojos, Usha —repitió Jenna severamente.

La joven obedeció y parpadeó, sorprendida de encontrarse, no en una especie de mazmorra llena de horrores, con cuerpos encadenados y maniatados, colgando de las paredes, sino en una habitación bellamente amueblada y decorada. Tapices de hermosos colores, que representaban animales fantásticos, cubrían las paredes de piedra. Alfombras tejidas con encantadores y complejos dibujos se repartían por el suelo. Usha nunca había visto tantos muebles en un solo sitio.

—Bienvenida, Usha. Bienvenida a mi torre —dijo una voz.

La joven se volvió hacia el que le había hablado y vio a quien sólo podía ser —por la descripción que el Protector había hecho de esta raza— un elfo. Alto y esbelto, de rasgos que casi rivalizaban en belleza con los de los irdas, el hombre iba vestido con una túnica suave de color negro, decorada con símbolos cabalísticos.

—Soy Dalamar —se presentó el elfo.

Su voz era dulce y clara, seductora como la música de una flauta. Avanzó hacia ella, y sus movimientos fueron gráciles, casi sinuosos. Tenía el cabello oscuro y suave, largo hasta los hombros. La muchacha se sintió encantada, cautivada por él, hasta que lo miró a los ojos. La atraparon, la retuvieron, empezaron a absorberla. Asustada, intentó apartar la mirada. Los ojos del elfo rehusaron liberarla.

—Esas bolsas parecen muy pesadas. Yo las cogeré —ofreció Dalamar.

Usha soltó sus cosas sin pensar.

—Estás temblando, querida —observó Dalamar, que añadió en tono tranquilizador:— No tengas miedo. No quiero hacerte daño y puede que te haga un gran bien. Por favor, siéntate. ¿Te apetece un poco de vino? ¿Algo de comer?

Señaló hacia una mesa, y con ese gesto dejó libre a Usha del hechizo de su mirada. La muchacha echó un vistazo a la mesa. Unos aromas tentadores salían de unos recipientes tapados. Cuencos de fruta fresca y escarchada relucían a la luz de los candelabros. Tasslehoff ya se había sentado y estaba levantando tapaderas y olisqueándolo todo con gesto apreciativo.

—Esto tiene una pinta estupenda. Estoy hambriento. ¿Tú no, Usha? No entiendo por qué, ya que hace sólo una hora que he comido. Claro que el caldo espeso de la cárcel no se tarda mucho en digerirlo. No es que critique el sopicaldo de la prisión de Palanthas —añadió Tas al tiempo que dirigía una mirada inquieta a Dalamar—. No les contarás que dije que no me gustó, ¿verdad? Por el contrario, me parece bastante sabroso. No quisiera herir los sentimientos del cocinero.

—No diré una palabra —prometió Dalamar con una sonrisa grave—. Sólo espero que mi humilde refrigerio te parezca tan bueno. Hay pollo asado, pan, fruta, confituras, almendras garrapiñadas... Eso es todo lo que puedo ofreceros a una hora tan avanzada de la noche, me temo.

Usha se sintió repentinamente hambrienta.

—¡Tiene un aspecto estupendo! —dijo y, antes de darse cuenta de lo que hacía, estaba sentada en una de las cómodas sillas y empezaba a servirse comida en un plato—. Jamás había tenido tanta hambre —le confesó a Tasslehoff.

—Ni yo —farfulló ininteligiblemente el kender, ya que se había metido en la boca una manzana asada entera. Con un esfuerzo tremendo, la masticó, la tragó y se dispuso a coger más del plato—. Tiene que ser por tantas emociones.

—Sí, debe de ser eso —dijo Usha, que mordió la crujiente piel tostada de la pechuga de pollo.

El sabor era tan exquisito que suspiró de placer; devoró la pechuga y empezó con otra. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Tas y ella estaban solos en la habitación.

—¿Dónde crees que han ido Jenna y Dalamar? —preguntó, sin importarle demasiado. Tomó un sorbo de sidra caliente, aromatizada con especias; pensó que nunca había saboreado algo tan delicioso y se bebió dos vasos más.

—No sé. —Tas masticaba con entusiasmo un trozo de pan—. No los vi marcharse. Aunque, desde luego, eso no es nada fuera de lo normal. Aquí, la gente va y viene de esa manera a todas horas. Oye, mira, tus bolsas tampoco están.

—Así es. —Por alguna razón, a Usha aquello le pareció divertido.

Se echó a reír y Tasslehoff se sumó a su alborozo. Tanto reír les dio sed, y bebieron más sidra. La sed les abrió el apetito, y siguieron comiendo, y comiendo...

Finalmente harta, Usha se limpió las manos en una servilleta. Luego, recostándose en la silla, le dijo a Tas:

—Cuéntame más cosas de ese hombre llamado Raistlin.

* * *

En otra habitación, Jenna extendía sobre la mesa el contenido de una de las bolsas de Usha. Dalamar se inclinó sobre los objetos, cuidando de no tocarlos, pero examinándolos de uno en uno con ojo crítico.

—Esto es todo —dijo la hechicera.

—¿Qué hay en la otra bolsa?

—Ropas, todas hechas de seda, como las que lleva puestas. Nada más.

—Dijiste que mencionó algo sobre un mensaje para mí.

—Es lo que le dijo al carcelero. Hay tres posibilidades: que esté mintiendo, que lo haya memorizado, o que lo lleve encima.

Dalamar reflexionó sobre ello.

—Dudo que esté mintiendo. ¿Con qué propósito? Evidentemente, no tiene idea de quién soy.

—También dice que no conoce el nombre de Raistlin Majere —replicó Jenna con gesto estirado.

—Eso es posible, si se tiene todo en cuenta. —Dalamar siguió inspeccionando el contenido de la bolsa. Colocando la mano sobre los objetos, aunque sin tocarlos, recitó ciertas palabras. Todos ellos empezaron a emitir un suave fulgor, y unos pocos brillaron más que los otros. Bajó la mano y lanzó un suspiro de satisfacción—. Tenías razón. Todos son mágicos, y algunos, extremadamente poderosos. Y ninguno de ellos fue hecho por ningún mago de ninguna de las tres órdenes. ¿Estás de acuerdo conmigo, amor mío?

—Indudablemente. —Jenna puso la mano sobre su hombro y lo besó levemente en la mejilla.

Dalamar sonrió, pero no apartó su atención de los magníficos artefactos.

—Me pregunto qué hechizos hay encerrados dentro —comentó, anhelante.

Volvió a extender la mano, esta vez moviéndola hacia un pequeño trozo de ámbar que había sido tallado con gran destreza para darle la forma de un ciervo. Vacilante, con el gesto algo crispado —como si supiera lo que iba a pasar—, tocó el ámbar con la punta de un dedo.

Se produjo un chispazo azul y un sonido siseante. Dalamar dio un respingo de dolor y retiró la mano, presuroso.

Jenna apretó los labios y sacudió la cabeza.

—Te podría haber dicho que pasaba eso. Están destinados para que sean utilizados por una persona y sólo por ella.

—Sí, es lo que había supuesto. Aun así, merecía la pena probar.

Los dos intercambiaron una mirada al haber llegado a una misma conclusión.

—¿De creación irda? —preguntó Jenna.

—Sin la menor duda. Tenemos unos cuantos artefactos semejantes almacenados en la Torre de Wayreth. Reconozco la hechura y —sacudió la mano para aliviar el dolor— los efectos.

—No podemos utilizarlos, pero, obviamente, puesto que los irdas se los dieron a esta chica, ella sí que puede. Sin embargo, no percibo el menor indicio del arte en ella.

—Aun así debe de tener algún talento... si es quien creemos que es.

—¿Acaso albergas alguna duda? —Jenna parecía sorprendida—. ¿Te has fijado en sus ojos? ¡Son como oro líquido! Sólo un hombre de Krynn tenía los ojos así. Incluso el kender se dio cuenta y la reconoció.

—¿Tasslehoff? —Dalamar alzó la vista de la contemplación de los artefactos—. ¿De veras? Me preguntaba por qué te arriesgaste a traerlo a él también. ¿Qué es lo que dijo?

—Demasiado. Y en voz demasiado alta —repuso Jenna con gesto sombrío—. La gente empezaba a prestar atención.

—Así que el kender también. —Dalamar se acercó a la ventana y miró a través de ella la noche, que sólo se diferenciaba de la perpetua oscuridad que envolvía la torre por acentuarse más su negrura—. ¿Es posible que la leyenda sea cierta?

—¿Qué otra cosa, si no? Es evidente que la chica ha sido criada en algún lugar alejado de Ansalon. Lleva consigo objetos mágicos de gran valor que son obra de los irdas. El kender la reconoció y, por si eso fuera poco, tiene los ojos dorados. Debe de tener la edad que sería de suponer. Y además está el hecho de que ha sido guiada hasta aquí.

Dalamar frunció el ceño, no muy complacido con esta idea.

—Te vuelvo a recordar que Raistlin Majere está muerto. Lleva muerto más de veinticinco años.

—Sí, querido. No te alteres. —Jenna pasó la mano por el suave cabello del elfo oscuro y luego le besó suavemente una oreja—. Pero está el tema del Bastón de Mago. Encerrado tras la puerta del laboratorio de la torre y guardado por los espectros con la orden de no permitir pasar a nadie, ni siquiera a ti. Y, sin embargo, ¿quién tiene ahora el bastón? Palin Majere, el sobrino de Raistlin.

—El bastón lo mismo pudo ser un regalo de Magius que de Raistlin —comentó Dalamar, muy irritado, y apartándose de la mujer—. Lo más probable es que fuera de Magius, puesto que fue amigo del caballero Huma y se sabía que los hermanos de Palin planeaban ingresar en las órdenes de caballería. Es lo que expliqué al Cónclave...

—Sí, amor mío —dijo Jenna, que bajó la mirada—. No obstante, eres tú el que afirma no creer en las coincidencias. ¿Fue una coincidencia lo que ha traído aquí a esa joven o fue algo más?

—Quizá tengas razón —admitió Dalamar tras un momento de reflexión.

Se dirigió hacia un espejo grande de pared, con un marco muy ornamentado. Por un instante sólo vieron sus imágenes reflejadas; Dalamar alargó la mano y la pasó ligeramente sobre el cristal, como si apartara una cortina, y las imágenes reflejadas se desvanecieron y fueron reemplazadas por Usha y Tasslehoff comiendo la comida encantada, bebiendo la sidra encantada, riéndose por nada y por todo.

—Qué extraño —musitó el Túnica Negra, observándolos—. Creía que sólo era una leyenda y, sin embargo, aquí está.

—La hija de Raistlin —dijo Jenna en un quedo susurro—. ¡Hemos encontrado a la hija de Raistlin!

12

La Posada
El Último Hogar.

Una conversación entre viejos amigos.

Era de noche en Solace, y el calor del día persistía; emergía de la tierra, de los árboles y de las paredes de las casas. Pero al menos la noche había expulsado al fiero sol que brillaba en el cielo como el ojo funesto de algún dios enfurecido. Por la noche, el ojo se cerraba y la gente lanzaba suspiros de alivio y empezaba a aventurarse a salir.

Este verano era el más caluroso y seco que nadie recordaba en Solace. La tierra de las calles estaba tan dura que parecía barro cocido, y se habían formado grietas. Un polvo sofocante, que se levantaba en cuanto pasaba un carro rodando, estaba suspendido en el aire y cubría el valle como un paño mortuorio. Las hermosas hojas de los gigantescos vallenwoods estaban mustias y colgaban, lacias y aparentemente sin vida, de ramas secas y quebradizas.

La vida en Solace estaba patas arriba. Por lo general había gran actividad y bullicio durante el día, con la gente yendo al mercado, los granjeros trabajando en los campos, los niños jugando, las mujeres lavando ropa en los arroyos. Pero ahora, durante el día, todo estaba vacío, sin vida, mustio, como las hojas de los árboles.

Las cosechas se habían agostado en los campos con el aplastante calor, así que los granjeros ya no iban al mercado, y la mayoría de los puestos estaban cerrados. Hacía demasiado calor para jugar, por lo que los niños se quedaban en casa, inquietos, gimoteando, y aburridos. Los impetuosos arroyos se habían reducido a unos charcos cenagosos y serpenteantes. Las aguas del lago Crystalmir tenían una temperatura inusitadamente alta. Había peces muertos varados en las orillas. Pocas personas abandonaban la relativa frescura de sus hogares durante el día. Salían por la noche.

—Como los murciélagos —dijo lóbregamente Caramon Majere a su amigo, Tanis el Semielfo—. Todos nos hemos vuelto murciélagos, durmiendo durante el día y volando por ahí a la noche...

—Volando por todas partes, menos por aquí —comentó Tika, que estaba de pie detrás de la silla de Caramon, y se abanicaba con una bandeja—. Ni siquiera durante la guerra estuvo tan mal el negocio.

La posada El Último Hogar, encaramada a las ramas altas de un inmenso vallenwood, estaba profusamente iluminada y, por lo general, era como un faro de bienvenida a los viajeros nocturnos. Brillando a través de los cristales de colores, la cálida luz evocaba imágenes de cerveza fresca, vino caliente con especias, dulce aguamiel, cosquilleante sidra, y, por supuesto, las famosas patatas picantes de Otik. Pero la posada estaba vacía esta noche, como lo había estado muchas noches previas. Tika no se molestaba ya en encender la lumbre del fogón. Tanto mejor, pues en la cocina hacía demasiado calor para trabajar a gusto, de todos modos.

No había parroquianos reunidos en torno al mostrador para hablar sobre la Guerra de la Lanza o intercambiar chismorreos más recientes. Había rumores de guerra civil entre los elfos. Rumores de que los enanos de Thorbardin habían avisado a todos los suyos para que regresaran a casa o corrían el riesgo de quedar fuera cuando, por temor a un ataque elfo, cerraran a cal y canto la fortaleza de la montaña. Ningún buhonero recorría las rutas habituales. Ningún calderero venía a arreglar las ollas. Ningún juglar venía a cantar. Los únicos que viajaban en estos días eran los kenders, y por lo general pasaban la noche en las cárceles locales, no en posadas.

—La gente está nerviosa y alterada —dijo Caramon, sintiéndose obligado a disculpar de algún modo a sus clientes ausentes—. Es por todos esos rumores sobre guerras. Y, a menos que este calor cese pronto, no habrá cosechas. No será fácil conseguir comida este invierno. Por eso no viene nadie...

—Lo sé, querido. Lo sé. —Tika dejó la bandeja en el mostrador, rodeó con los brazos los fornidos hombros de su marido y lo estrechó contra sí—. Sólo hablaba por hablar. No me hagas caso.

—Como si eso resultara fácil —repuso Caramon, acariciando el cabello de su esposa.

Los años que habían quedado atrás no habían sido fáciles para ninguno de los dos. Tika y Caramon habían trabajado de firme para mantener la posada y, aunque era un trabajo que adoraban, no era nada sencillo. Mientras la mayoría de sus parroquianos dormían, Tika estaba despierta, supervisando la preparación de los desayunos. A lo largo de todo el día había que asear habitaciones, preparar comidas, recibir clientes con una alegre sonrisa, lavar ropas. Cuando llegaba la noche y los clientes se iban a la cama, Tika barría el piso, fregaba las mesas y planeaba la tarea del día siguiente.

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