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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (13 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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Lillith metió la mano en una bolsita de terciopelo negro, agarró un puñado de piedras al azar y, musitando un encantamiento, tiró las piedras al suelo. La Señora de la Noche se estremeció.

Había acertado en su conjetura. Takhisis debía tener estas dos almas... y enseguida.

La perdición estaba próxima.

8

La ciudad de Palanthas.

Una búsqueda peligrosa y poco fructífera.

El calor del sol de mediodía se derramaba como aceite hirviente sobre las aguas de la bahía de Branchala. Ésta era la hora del día con mas actividad en los muelles de Palanthas, cuando el bote de Usha se unió a la multitud de otras embarcaciones que atestaban el puerto. No estando acostumbrada a semejante calor, ruido y barullo, Usha se sentó en su barco bamboleante y echó una mirada consternada a su alrededor. Enormes galeras mercantes tripuladas por minotauros se rozaban contra los grandes barcos pesqueros pilotados por los navegantes humanos de negra piel, oriundos de Ergoth del Norte. Barcazas de «mercado» más pequeñas se abrían paso con topetazos y golpes de proa entre las apiñadas embarcaciones, ganándose una lluvia de improperios y alguno que otro cubo de agua del pantoque o cabezas de peces cuando chocaban contra una embarcación de mayor tamaño. Para empeorar el desconcierto, un barco gnomo acababa de entrar en el puerta Las otras naves levaban anclas, tratando de poner tanto mar por medio entre ellas y el barco gnomo como les fuera posible. Nadie con sentido común arriesgaría la vida o alguna parte del cuerpo quedándose en las inmediaciones de aquella monstruosidad que vomitaba vapor. El capitán de puerto, en su bote pintado de manera especial, navegaba acá y allá enjugándose la sudorosa y calva cabeza y chillando a voz en grito a los capitanes a través de una bocina.

Usha estuvo a punto de izar su vela, hacer virar su bote y regresar a casa. Las malsonantes maldiciones de los minotauros (había oído hablar de ellos, pero nunca había visto uno) la asustaban; el barco gnomo —las humeantes chimeneas cerniéndose sobre ella peligrosamente cerca— la espantaba. No sabía qué hacer ni dónde ir.

Un hombre mayor, que se mecía plácidamente en un pequeño esquife de pesca al borde de la zona del tumulto, la vio y, al darse cuenta de su apuro, recogió el sedal y remó en su dirección.

—Así que foránea por estos lares, ¿verdad? —dijo el viejo. Al cabo de un momento Usha entendió que le preguntaba a ella si era forastera.

Admitió que lo era y le preguntó dónde podría atracar su bote.

—Aquí, no —dijo él al tiempo que chupaba una desgastada pipa. Se la quitó de la boca y señaló hacia las barcazas—. Demasiados granjeros.

En ese momento, un clíper minotauro se le puso al pairo y estuvo a punto de hundirla. El capitán, inclinándose por el costado, prometió hacer astillas su barco —y pedacitos a ella— si los dos no se quitaban de en medio.

Usha, llena de pánico, cogió los remos, pero el viejo la detuvo.

De pie en su propio bote —una hazaña prodigiosa, pensó Usha, considerando que la embarcación se bamboleaba violentamente— el viejo respondió al capitán en lo que debía de ser el propio lenguaje de los minotauros, ya que sonaba como si alguien estuviera partiendo huesos. Usha nunca supo lo que dijo exactamente el viejo, pero el capitán minotauro terminó por gruñir y ordenar a su tripulación que hiciera virar el barco.

—Bravucones —rezongó el viejo mientras volvía a sentarse—. Pero como marinos son condenadamente buenos. Si lo sabré yo, que navegué con ellos de manera regular. —Miró el bote de la muchacha con curiosidad—. Buena embarcación, sí señor. Construida por minotauros, si no me equivoco. ¿Dónde la conseguiste?

Usha eludió la pregunta. Antes de partir, el Protector le había aconsejado que no revelara nada sobre sí misma a nadie. Simuló no haber oído al viejo, cosa fácil de que ocurriera en medio del estruendo de remos entrechocando, maldiciones, y los gritos del capitán de puerto por la bocina. Le dio las gracias por su ayuda y volvió a preguntarle dónde podría atracar.

—En la zona del este. —El viejo señaló con el cañón de la pipa—. Es un muelle público. Por lo general se paga una tasa, pero... —ahora la miraba a ella, no al bote—, con esa cara y los ojos de ellos, seguramente te dejarán atracar gratis.

Usha se puso colorada de rabia y vergüenza, y contuvo una réplica cáustica. El viejo había sido amable y la había ayudado. Si quería burlarse de su escaso atractivo, se había ganado el derecho a hacerlo. En cuanto a lo demás que había dicho sobre una «tasa» y dejarla atracar «gratis», no tenía ni idea de lo que hablaba. Escudriñando a través de la maraña de mástiles localizó el muelle al que se refería, y le pareció un remanso de paz comparado con los muelles principales. Dándole de nuevo las gracias al viejo —con un tono bastante frío— Usha condujo su bote en aquella dirección.

El puerto público se encontraba mucho menos abarrotado dado que estaba restringido a botes pequeños, principalmente embarcaciones de recreo de los potentados. Usha arrió las velas, remó hasta encontrar un muelle, y echó el ancla. Recogió sus pertenencias, careando una de las bolsas a la espalda y la otra sujeta a la cintura, y desembarcó. Amarró el bote al muelle y echó a andar, pero se detuvo para echarle una última ojeada.

La embarcación era el último vínculo con su tierra, con el Protector, con todos a los que amaba. Cuando se separara de ella, estaría alejándose de su vida pasada. Recordó el extraño fulgor rojizo en el cielo la noche anterior y de repente odió tener que marcharse. Pasó la mano por el cabo que la unía al bote que, a su vez, la unía con su país. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Medio cegada, se volvió y chocó con algo oscuro y sólido que la agarró por una manga.

Una voz, que venía de alguna parte a la altura de su cintura, barbotó:

—¿Dónde crees que vas, muchachita? Está el asuntillo de la tasa de atraque.

Usha, avergonzada de que la hubieran sorprendido llorando, se limpió los ojos rápidamente. El que la acosaba era un enano de barba canosa y desaliñada, y con la cara arrugada y los ojos entrecerrados de los que han pasado la vida contemplando el sol reflejándose en el agua.

—¿Tasa? No sé a qué te refieres —contestó Usha, que intentaba no mirarlo fijamente. Tampoco había visto nunca un enano, aunque los conocía por las historias que le contaba el Protector.

—¡Una tasa para poder dejar tu bote donde lo has amarrado! No creerás que la gente de Palanthas dirige esta actividad por su buen corazón, ¿verdad, muchachita? ¡Hay una tasa! ¿Durante cuánto tiempo vas a dejar el bote? ¿Un día, una semana, un mes? La tasa varía.

—Yo... no lo sé —dijo Usha desvalidamente.

Para los irdas no existía el concepto de dinero. Al ser sus necesidades sencillas, cada irda producía lo que le hacía falta, ya sea de manera artesanal o mediante la magia. A un irda nunca se le ocurriría intercambiar algo con otro. Tal acción sería equivalente a una intromisión en el alma del otro.

Usha empezaba a recordar ciertas historias que el Protector le había contado acerca de los enanos.

—¿Quieres decir que si te doy algo me permitirás que deje el bote aquí a cambio?

El enano la miró fijamente, entrecerrando los ojos hasta dejar una estrecha rendija.

—¿Qué te pasa, muchachita? ¿La botavara te golpeó en la cabeza? —Cambió la voz y empezó a hablarle en un tono más agudo, como quien habla con un niño—. Sí, pequeña, tú das al buen enano algo, preferentemente monedas de frío y duro acero, y el buen enano te permitirá que dejes el bote donde está. Si no le das algo bonito al buen enano, preferentemente monedas de frío y duro acero, el buen enano tendrá que embargar tu condenado bote. ¿Lo coges?

El rostro de Usha se puso rojo como la grana. No tenía monedas; ni siquiera estaba segura de lo que significaba esa palabra. Pero una multitud de hombres sonrientes, algunos de ellos de mala catadura, empezaba a arremolinarse alrededor de los dos. Usha sólo quería marcharse de allí. Manoseando torpemente en el interior de las bolsas, sus dedos cogieron un objeto. Lo sacó y se lo echó al enano.

—No tengo monedas. ¿Te vale eso?

El enano lo cogió y lo examinó atentamente. Los ojos entrecerrados se abrieron más de lo que probablemente lo habían hecho en un centenar de años. Entonces, al reparar en el interés de los hombres que había alrededor, el enano les lanzó una mirada furibunda al tiempo que cerraba la mano sobre el objeto.

—Platino, por la barba de Reorx. Y con un rubí —se lo oyó musitar. Agitó la mano en dirección a los hombres—. ¡Largaos, fisgones mamelucos! ¡Ocupaos de vuestros asuntos o haré que los guardias caigan sobre vosotros!

Los hombres se echaron a reír, hicieron unos cuantos comentarios chuscos, y se alejaron. El enano cogió a Usha por la manga e hizo que se agachara hasta estar a su altura.

—¿Sabe qué es esto, señorita? —Ahora se mostraba mucho más educado.

—Un anillo —contestó Usha, pensando que tal vez él no sabía lo que era.

—Sí. —El enano se lamió los labios. Su mirada se dirigió anhelante hacia la bolsa—. Un anillo. Puede que... puede que haya más de donde ha salido éste, ¿no?

A Usha no le gustó su mirada y apretó la mano sobre la bolsa, acercándola más a su cuerpo.

—¿Es bastante con eso para dejar el bote a tu cuidado? —replicó.

—¡Oh, sí, señorita! Durante tanto tiempo como quiera. Lo cuidaré realmente bien. Fregaré y restregaré la cubierta, ¿eh? O rasparé los escaramujos del casco. O repasaré las velas.

—Lo que quieras. —Usha echó a andar, dirigiéndose a tierra y a los grandes edificios que jalonaban la costa.

—¿Cuándo volverá por él? —preguntó el enano, que corría con sus cortas piernas para mantener el paso con ella.

—No lo sé —contestó Usha, esperando parecer despreocupada, no desconcertada—. Pero que el bote esté aquí cuando regrese.

—Lo estará, señorita. No le ocurrirá nada. —Los dedos de una mano mugrienta se movían afanosos, como si estuviera haciendo cuentas—. Puede que haya algunos cargos extras...

Usha se encogió de hombros mientras seguía su camino.

—¡Platino! —oyó decir al enano con tono avaricioso—, ¡Y con un rubí!

La muchacha eludió a las autoridades portuarias simplemente porque no tenía idea de quiénes eran ni de que se suponía que tenía que explicarles quién era ella y por qué se encontraba en Palanthas. Pasó por delante de los guardias y a través de una sección reconstruida de la muralla de la ciudad con tal aplomo y seguridad que ninguno de los guardias, que lo cierto es que estaban muy atareados, se preocupó de pararla o preguntarle. Daba la impresión de que estuviera en su perfecto derecho de encontrarse allí.

Su porte seguro era, en realidad, producto de su inocencia. Su aplomo, una capa de hielo con la que ocultaba su terror y su desconcierto.

Pasó varias horas deambulando por las calurosas, polvorientas y abarrotadas calles de Palanthas. En cada esquina veía algo que la sorprendía, aterraba, aturdía o repugnaba. No tenía idea de hacia dónde se dirigía ni lo que hacía, salvo que, de algún modo, tenía que encontrar al tal lord Dalamar. Y, después, suponía que tendría que buscar un sitio para dormir.

El Protector había hecho algunas referencias vagas a «alojamientos» y un «trabajo» y «ganar dinero». El Protector no pudo ser más específico, ya que sus contactos con humanos durante su larga vida habían sido muy limitados, y, aunque había oído hablar de tales conceptos como «trabajar para ganarse el pan de cada día», sólo tenía una vaga idea de lo que significaban.

Usha ni siquiera tenía la más remota idea.

Contemplaba todo boquiabierta, impresionada. Los ornamentados edificios —tan distintos de las pequeñas viviendas de los irdas de una sola planta— se alzaban sobre ella, más altos que los pinos más grandes. Estaba perdida en un bosque de mármol. ¡Y la cantidad de gente que había! Había visto más personas en un minuto en Palanthas que a lo largo de todos los años que había vivido con los irdas. Y toda la gente parecía tener una prisa tremenda, yendo y viniendo en medio de empujones y codazos y caminando casi a la carrera, con los semblantes congestionados y resoplando sin resuello.

Al principio, Usha se preguntó, atemorizada, si la ciudad estaría pasando por algún tipo de emergencia peligrosa. Quizá la guerra. Pero, al preguntar a una muchachita que llevaba agua de un pozo, Usha se enteró de que hoy era «día de mercado» y que la ciudad estaba inusualmente tranquila, probablemente debido al fuerte calor.

En las inmediaciones de la bahía había hecho calor; el sol reflejándose en el agua le quemaba la blanca piel a Usha, incluso estando en la sombra. Pero al menos en los muelles había sentido el fresco roce de la brisa oceánica. Tal alivio no llegaba a la ciudad propiamente dicha. Palanthas se ahogaba de calor, que irradiaba desde las calles adoquinadas, abrasando a los que caminaban por ellas casi con tanta efectividad como si hubieran estado sentados sobre una plancha al rojo vivo. Y sin embargo las calles estaban frescas en comparación con el interior de tiendas y casas. Los dueños de comercios, que no podían abandonar sus negocios, se abanicaban e intentaban no adormilarse y dar cabezadas. La gente pobre abandonaba sus sofocantes hogares, y vivía y dormía en parques o en los tejados con la esperanza de sentir el más leve atisbo de un soplo de aire. Los ricos permanecían dentro de sus viviendas de paredes de mármol, bebían vino templado (no había hielo, pues las nieves en las altas cumbres casi se habían derretido), y protestaban lánguidamente por el calor.

El hedor de demasiados cuerpos sudorosos, apiñándose demasiado juntos, así como de basuras y desechos cociéndose al sol, había dejado a Usha sin respiración y le provocó arcadas. Se preguntó cómo podía vivir nadie en medio de un olor tan repugnante, pero la muchachita le había dicho que ella no olía nada que no fuera el olor de Palanthas en verano.

Usha recorrió toda la ciudad, caminando sin parar. Pasó delante de un edifico enorme, que alguien le dijo que era «la Gran Biblioteca», y recordó oír al Protector hablar de ella en tono respetuoso como la fuente de conocimiento sobre todas las cosas del mundo.

Pensando que éste sería un buen sitio donde preguntar sobre el paradero de lord Dalamar, Usha paró a un joven vestido con una túnica marrón que caminaba por las inmediaciones de la Gran Biblioteca y le hizo la pregunta. El monje abrió mucho los ojos, se apartó de Usha unos cuantos pasos y señaló calle abajo.

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