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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (32 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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Steel no dijo nada más. En los ojos del caballero había un brillo que podía ser risueño. Guardó de nuevo la daga en la bota.

Llamarada utilizó sus poderosas patas traseras para impulsarse sobre el arenoso terreno. Saltó en el aire y, extendiendo las alas, aprovechó la débil brisa marina que soplaba del océano para remontarse en el cielo.

Palin la vio partir con cierto pesar. Ahora Steel y él estaban solos, dependiendo de sí mismos, y ello no parecía suficiente.

—¿Vienes, Majere? —preguntó Steel—. Eras tú el que tenía mucha prisa.

Encontraron un pequeño bote de pesca que había sido arrastrado hacia la playa. Steel cargó sus bultos en la embarcación y la empujó hasta el agua. La mantuvo cerca de la orilla el tiempo suficiente para que Palin —entorpecido por la túnica— subiera a ella, y después la siguió empujando hasta que las olas le llegaron a las rodillas; sólo entonces subió también él.

Cogió los remos, los metió en el agua, y silenciosa, sigilosamente, bogó hacia el puerto.

—Hay una linterna en el fondo del bote. Enciéndela —le ordenó a Palin—. No nos interesa levantar sospechas.

Las otras naves del puerto, más grandes, tenían colgadas linternas encendidas para evitar que otras embarcaciones chocaran contra ellas. Palin hizo lo que le decía, utilizando la mecha y el pedernal que encontró en la proa. Mientras trabajaba, al joven le chocó que hubiera una linterna en un bote tan pequeño, pero sobre todo que Steel supiera que estaba allí. De hecho, ¿cómo sabía que estaría el bote? Quizá los pescadores utilizaban la luz para pescar de noche o para hacer contrabando, un negocio mucho más lucrativo en estos tiempos que la pesca.

El joven mago sostuvo en alto la linterna mientras Steel impulsaba el bote con los remos; Palin tuvo mucho cuidado en evitar que la luz cayera sobre la armadura del caballero negro.

Hacía una noche calurosa y quieta. Dejaron de sentir la brisa del mar en el mismo momento en que entraron en el abrigo del puerto. Palin estaba bañado en sudor, y Steel debía de estar aún más incómodo, ya que no se había quitado la capa para cubrir el peto y los demás atavíos. Al pasar muy cerca de un barco minotauro grande, de tres mástiles, Palin volvió la vista atrás y reparó en que el rostro del caballero brillaba por la transpiración; tenía el negro cabello húmedo, ensortijado junto a las sienes.

Pero no se quejó, sino que siguió remando sin aparente esfuerzo, con una fuerza y una destreza que Palin envidió. Sólo de mirarlo, le dolían los brazos.

Una voz ronca les gritó desde el barco minotauro. Al alzar la vista, Palin atisbo una cabeza astada recortada contra las estrellas.

—¡Forte ahí, marineros de agua dulce! ¡Apartaos! ¡Como hagáis un agujero a mi barco lo taparé con vuestros miserables cuerpos!

—Borracho —comentó Steel—. No estamos tan cerca.

Pero Palin advirtió que el caballero se inclinaba sobre los remos y hacía que el bote se deslizara rápidamente sobre las negras aguas. El joven mago movió la linterna en un gesto de disculpa y por toda respuesta recibió una palabra malsonante de despedida.

—¡Apaga la luz! —ordenó Steel cuando se encontraron cerca de los muelles.

Palin lo hizo, apagando la llama de un soplido.

Steel levantó los remos y dejó que el bote siguiera avanzando con su propio impulso, ayudado por la marea ascendente. De vez en cuando, metía un remo en el agua para corregir el rumbo. Al llegar a los muelles se agarró a uno de los pilares y aguantó hasta que el bote viró en redondo y se deslizó casi bajo el muelle.

—¡Baja! —ordenó.

Palin buscó la escala del muelle y la encontró. Iba a tener que ponerse de pie en un pequeño bote bamboleante, agarrar la escala, y auparse a ella. Bajó la vista a la lóbrega negrura del agua que borboteaba y chapoteaba contra los pilares.

—¿Y qué hago con el bastón? —inquirió, volviéndose hacia Steel—. No puedo sujetarlo mientras subo.

—¡Yo te lo sostendré! —dijo el caballero, que agarraba el pilar con las dos manos, luchando contra la corriente que intentaba arrastrar el bote hacia la orilla.

—No. —Palin aferró el cayado con fuerza.

—¡Entonces pídele que te siga ahí arriba por sí mismo! ¡Date prisa, Majere! ¡No podré aguantar mucho más!

El joven mago vaciló, no por miedo, sino preocupado por dejar atrás su valioso bastón. Steel hizo un sonido siseante y lanzó a Palin una mirada iracunda.

—¡Vamos, maldito seas!

Palin no tenía opción. Tenía que confiar, como Steel había dado a entender, en que el cayado cuidaría de sí mismo. Lo soltó suavemente sobre el asiento del bote y se puso de pie, esforzándose por mantener el equilibrio. Steel consiguió, a base de pura fuerza, arrimar más el bote al muelle. Palin se lanzó hacia la escala, la cogió, y se agarró a ella aterrorizado cuando el bote se deslizó bajo él.

Sus pies buscaron un apoyo frenéticamente y encontraron el último escalón. Con un suspiro de alivio, empezó a trepar, tropezando con la túnica, pero logró llegar a salvo arriba. De inmediato se dio media vuelta y se inclinó para recobrar el bastón.

Vio, aterrado, que no estaba en el bote.

—¿Qué has hecho con mi bastón? —gritó, olvidando, en su miedo y su rabia, que se suponía que debían guardar silencio.

—¡Cierra el pico! —instó Steel con los dientes apretados—. ¡No he hecho nada con él! ¡Estaba aquí y, de repente, desapareció!

Palin, atenazado por el pánico y con el corazón en un puño, estaba a punto de arrojarse de cabeza a las sucias y tenebrosas aguas cuando, al apoyar la mano en el muelle, sintió que sus dedos se cerraban sobre una suave y cálida madera.

El Bastón de Mago estaba a su lado.

El joven mago exhaló un grito sofocado, sintiéndose casi mareado por la profunda sensación de alivio.

—Ya está —susurró, avergonzado, a Steel—. Lo he encontrado.

—¡Alabada sea su Oscura Majestad! —masculló el caballero.

Se puso de pie en el bote, se agarró a la escala y, a despecho del peso de la armadura y las armas, se aupó con ágil facilidad. El bote se alejó a la deriva.

Steel subió al muelle pero casi inmediatamente se agazapó detrás de un barril grande, arrastrando a Palin consigo.

—¿Qué sucede? —susurró el joven mago.

—Pasa un patrulla —contestó Steel, también en un susurro—. Podrían vernos silueteados contra las luces de las embarcaciones.

Palin no distinguía a la patrulla, pero, ahora que el caballero había llamado su atención, podía oír el ruido de varios pares de botas. Los dos permanecieron agachados, escondidos tras el barril, hasta que el sonido se perdió en la distancia.

Steel se incorporó y echó a andar rápida pero silenciosamente por el muelle. A Palin lo maravilló que el caballero fuera capaz de moverse de un modo tan sigiloso. Todos los guerreros que el joven mago conocía habrían metido un montón de ruido, la espada rebotando contra el muslo, la armadura crujiendo o chirriando. Steel era tan silencioso como la propia oscuridad.

Palin se imaginó legiones de caballeros así, marchando sigilosamente a través de Ansalon, conquistando, esclavizando, matando.

»Y aquí estoy yo», comprendió, espantado de repente consigo mismo, «aliado con uno de ellos, mi implacable enemigo, uno de los que fueron responsables de la muerte de mis hermanos. ¡Y lo estoy llevando al lugar donde los caballeros de la Reina Oscura probablemente podrán incrementar su poder! ¿Qué estoy haciendo? ¿Es que me he vuelto loco? ¡Debería llamar a la guardia ahora mismo! ¡Denunciarlo! Entregárselo.»

¡No!,
sonó la voz.
Lo necesitamos, tú y yo. Precisarás de su espada para abrirte paso a través del robledal. Lo necesitarás dentro de la torre. Una vez que te haya llevado a salvo hasta allí, entonces podrás librarte de él.

»Esto no está bien», se dijo Palin. Pero la voz de su conciencia era menos fuerte que la de su tío, así que pudo hacer caso omiso de ella. «Además», reflexionó el joven con cinismo, «le di mi palabra a Steel. Y después de hacer tanto hincapié en ello con mi padre, mal podría echar marcha atrás ahora.»

Habiendo acomodado el asunto con su conciencia, o al menos justificando su postura, apretó con fuerza el bastón y echó a andar.

Steel se dirigía hacia la muralla de la Ciudad Vieja; caminaba a largas zancadas, y Palin, entorpecido por la túnica mojada que se sacudía contra sus tobillos, tuvo que apresurar el paso para no quedarse atrás. Los puestos de guardia se veían con claridad al estar bien iluminados. El quieto aire nocturno traía las voces de los que montaban guardia. Palin tenía preparada una docena de mentiras fáciles que les permitiera cruzar la muralla y entrar en la ciudad. Por desgracia, ninguna sonaba en absoluto convincente. Examinó la muralla con ansiedad, pensando que podrían buscar algún punto oscuro y sin protección y trepar por él.

Los pinchos de hierro, clavados en lo alto de la muralla con una separación de un palmo entre ellos, descartaban esa posibilidad.

Palin se preguntaba si había suficiente parecido familiar entre su primo y él para convencer al guardia de la entrada de que eran hermanos, cuando reparó en que ya no se dirigían hacia el portón principal. Steel había girado a la derecha, hacia un grupo de edificios destartalados que se apiñaban al pie de la muralla.

En esta zona estaba extremadamente oscuro; la muralla arrojaba una sombra que interceptaba la luz de la luna, y un barco grande, amarrado en las cercanías, hacía otro tanto con las luces de las embarcaciones del puerto. Era el sitio ideal para escondite de contrabandistas, pensó Palin con inquietud, y dio un brinco de sobresalto, con el corazón en la boca, cuando la mano de Steel le tocó el brazo. El caballero condujo a Palin hacia las sombras aún más oscuras de un callejón.

A despecho de estar tan oscuro que el joven mago no podía verse la punta de la nariz —una antigua expresión kender—, fue precisamente su nariz la que le indicó dónde estaba.

—¡Pescaderos! —exclamó quedamente—. ¿Por qué...?

La mano de Steel sobre su brazo ejerció más presión, advirtiéndole que guardara silencio.

Una patrulla pasaba cerca, avanzando lentamente por este sector y asomándose a los callejones. Steel se aplastó contra la pared de un edificio, y Palin hizo lo mismo. Los guardias iban haciendo una detenida investigación, compartiendo, evidentemente, la opinión de Palin sobre que éste era un escondite ideal. De hecho, uno de los guardias empezó a adentrarse en el callejón. Palin notó la mano de Steel apartándose de su brazo, y supuso que ahora estaba aferrando la empuñadura de la daga.

Sin saber muy bien si ayudarlo o impedírselo, el joven mago aguardó en tensión que los descubrieran.

Un sonido furtivo, a cierta distancia, atrajo la atención de los guardias. El capitán llamó a su hombre, y la patrulla reanudó presurosa la marcha muelle abajo.

—¡Hemos pillado a uno!

—¿Dónde?

—¡Lo veo! ¡Ahí está! —gritó uno de los guardias.

Se oyó el ruido de botas corriendo por el muelle; las porras golpearon con fuerza. Un grito penetrante resonó sobre el agua. Palin rebulló con inquietud; aquel grito no le sonaba como el de un depravado contrabandista.

—No te muevas —le gruñó Steel—. No es asunto nuestro.

Uno de los guardias chilló.

—¡Maldita sea! ¡Me ha mordido!

Se escucharon más golpes de las porras. El grito dio paso a un lloriqueo.

—¡No daño mí! ¡No daño mí! ¡Mí no hace nada malo! ¡Mí caza ratas! ¡Ratas gordas! ¡Ratas ricas!

—Un enano gully —dijo uno de los guardias con un tono de asco.

—¡Me mordió, señor! —repitió el guardia, cuya voz sonaba ahora realmente preocupada—. Me siento mal.

—¿Lo arrestamos, señor? —preguntó otro.

—Echad un vistazo a lo que lleva en ese saco —ordenó el capitán.

Al parecer había cierta renuencia a cumplir la orden, ya que el capitán tuvo que repetirla varias veces. Por fin, uno de los hombres debió de hacerlo. Se lo oyó vomitar.

—Sí que son ratas, señor —confirmó otro—. Muertas o a punto de morir.

—¡Mí da todas ratas! —exclamó la voz llorosa—. ¡Tú coges, general, «vuesa mercés»! Hace buena cena. No daño pobre Larvo. No daño.

—Soltad a ese desdichado —ordenó el capitán—. Si lo apresamos, tendrán que desinfectar otra vez la celda. No es un contrabandista, de eso no cabe duda. Vamos, teniente. No te vas a morir por un mordisco de gully.

—Eso no se sabe, señor —se quejó el hombre—. Oí decir que un tipo sí murió por eso. Fue espantoso, señor. Echaba espuma por la boca y tenía las mandíbulas encajadas, y...

—Te llevaremos al Templo de Paladine —dijo el capitán—. Dos de vosotros, acompañadlo. Sargento Grubb, ven conmigo.

La patrulla salió por el portón principal. Cuando los guardias estuvieron a una distancia desde la que no podían oírlos, Steel salió del callejón; se movió tan de improviso que Palin tuvo que correr para no quedarse atrás.

—¿Adónde vas? —inquirió.

El caballero no contestó. Siguió caminando recto, hacia un sonido de sorbetones. Tanteando en la oscuridad, Steel agarró una desaliñada figura forcejante que olía ligeramente peor que el callejón en el que se escondía.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡«Sesino»! ¡«Lardón»! ¡No golpea mí! ¡No golpea mí! —suplicó el gully—. ¿Tú «queres» ratas? Yo dar ti...

—A callar —dijo Steel mientras sacudía al gully hasta que éste no pudo seguir lloriqueando porque los dientes le castañeteaban—. Deja de chillar. No voy a hacerte daño. Necesito cierta información. ¿Cuál es la pescadería de Cati
la Tuerta?

El gully se quedó fláccido entre las manos del caballero.

—Mí sabe. ¿Qué vale? —preguntó astutamente.

—¿Qué te parece tu miserable vida? —sugirió Steel mientras volvía a sacudir a la criatura.

—No le sacarás nada así —intervino Palin, que rebuscaba en sus bolsillos—. ¿Por qué vamos a la tienda de una pescadera? —preguntó en voz baja—. A menos que de repente te hayan entrado unas ganas tremendas de comer mero...

—Tengo mis razones, Majere. Y tú estás perdiendo el tiempo —dijo Steel con impaciencia.

—Toma. —El joven mago sacó una moneda y se la ofreció al gully—. Cógela.

El enano gully se la cogió de un rápido manotazo y la examinó a pesar de la oscuridad.

—¿Cobre? —Olisqueó la moneda—. Mí quiere acero.

Palin le entregó otra moneda apresuradamente. Había oído la inhalación exasperada del caballero.

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