Límite (100 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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«Pero si no lo hago», había respondido él, al tiempo que la miraba sin comprender, como si ella le hubiese dicho que no debía ir a trabajar todos los días a cuatro patas.

Sin embargo, en realidad Jericho sabía muy bien lo que había querido decirle. Claro que, por su naturaleza, lo había formulado de un modo algo exagerado, y es que Joanna siempre estaba en el otro extremo: jamás se sentía culpable por nada. Puede que por ello uno llegara a reprocharle cierto engreimiento, pero estaba lejos de actuar de una manera amoral. Sencillamente, le faltaba ese sentimiento de culpabilidad con el que crecen los niños. Desde que vemos por primera vez la luz del mundo, nos encontramos en la situación de ser amonestados, aleccionados y sorprendidos in fraganti, nos vemos sin tener la razón, sometidos a otros juicios y expuestos a ser corregidos, y todo con el propósito de hacer del hombre imperfecto un hombre mejor. El grado de mejoría se determinaba según la medida en que respondiera a las ideas preconcebidas de otros, un experimento irremediablemente condenado al fracaso. En la mayoría de los casos, fracasaba para todos los involucrados. Acompañado por buenos deseos y callados reproches, uno, por fin, tomaba su propio camino y se olvidaba de darle la absolución al niño que llevaba dentro, tan acostumbrado a que lo reprendieran cada vez que actuaba por su cuenta. Recorriendo a toda prisa el claustro de los «tengo, debo y no puedo», jamás se llegaba a ninguna otra parte que no fuera el sitio hacia donde uno había partido hacía mucho tiempo, no importaba la edad que tuviera al hacerlo. Durante toda una vida, uno se veía a sí mismo a través de los ojos de otros, se medía por los raseros de otros, se valoraba por la escala de valores de otros, y terminaba condenándose a partir de la indignación de otros. Y, así y todo, nunca se estaba satisfecho.

Jamás quedaba satisfecho uno mismo.

Y eso era lo que Joanna había querido decir. Ella, por su parte, había desarrollado un notable talento para desligarse de las trampas de su niñez. Su mirada hacia las cosas no estaba distorsionada, era tan afilada como un escalpelo, y su manera de actuar era consecuente. Había reclamado todo su derecho a separarse de Jericho. Sabía que aquella ruptura de la relación le causaría dolor a él, pero ese dolor estaba tan poco relacionado con una actitud culpable por su parte como un dolor de muelas. Ella no le había robado, no lo había humillado públicamente, no le había mentido. Nada de lo que otros pensaran que debía hacer o dejar de hacer la había estorbado al tomar su decisión. Porque a la única a la que Joanna deseaba poder sostenerle la mirada era a su imagen en el espejo.

—¿Cómo estás? —le preguntó Jericho.

—Bueno, ¿cómo crees que puedo estar? —dijo ella, dejándose caer en una de las sillas
cantilever
que poblaban el despacho de Tu—. De los nervios.

A decir verdad, no parecía estar nerviosa, sino más bien preocupada. Jericho bebió su té.

—¿Te contó Tian lo que ha ocurrido?

—Me puso al corriente a toda prisa, así que conozco su versión. —Joanna cogió una galleta y la mordisqueó con gesto pensativo—. También conozco la versión de Hongbing. Espantoso. Tenía intenciones de entrevistar a Yoyo a continuación, pero se hallaba en pleno conflicto padre-hija.

Jericho vaciló.

—¿Sabes, en realidad, de qué va todo esto?

—No soy tonta —dijo ella, señalando con el pulgar hacia la puerta—. También sé que Tian forma parte del grupo.

—¿Y eso no supone ningún problema para ti?

—Es asunto suyo. Él sabrá lo que hace. Yo, personalmente, tengo muy pocas ambiciones, como sabes, por muy vergonzoso que parezca. No sería una disidente muy convincente que digamos. Pero puedo entender a Tian. Entiendo sus razones. De modo que cuenta con mi apoyo incondicional.

Jericho guardó silencio. Era obvio que Chen Hongbing no era el único que había probado la amargura en el pasado. La posición social de Tu hacía pensar en cualquier cosa menos que hiciera causa común con un pequeño grupo de disidentes. Algo muy remoto debía de guiar su manera de actuar.

—Tal vez algún día te lo cuente a ti —añadió Joanna y se comió otra galleta—. En cualquier caso, vosotros habéis salido de caza. Y yo estoy aquí para recolectar. Y puesto que Yoyo está indispuesta, hago mi recolecta contigo.

Jericho le contó, a grandes rasgos, lo que había sucedido desde la visita que le había hecho Chen en Xintiandi. Joanna no lo interrumpió, salvo por los «Ah», los «Mmmm» y los «Oh» que soltó en algún momento y que en China eran una señal de cortesía, cuyo fin era asegurarle al otro que se le estaba prestando atención. Durante el relato, la mujer devoró todas las galletas y se bebió la mayor parte del té. A Jericho no le importaba. Todavía no sentía apetito. Una vez terminó de hablar, reinó el silencio durante un rato en la habitación.

—Suena como si tuvierais un problema a largo plazo —dijo ella finalmente.

—Así es.

—¿Y Tian también? —Aquello sonó como si preguntara «¿Y yo también?».

Jericho estuvo a punto de decirle que su bienestar era lo que menos debía preocuparle, pero tal vez sólo había querido oír algo que Joanna no había tenido intenciones de decir.

—Tú misma puedes considerarlo —dijo el detective—. En todo caso, por ahora Kenny tendrá que conformarse con la idea de haberlo estropeado todo. Entretanto, podríamos haber informado del asunto a Dios sabe quién, de modo que ha perdido la oportunidad de neutralizar a todos los que están al corriente.

—¿Crees entonces que no intentará volver a hacerle daño a Yoyo?

Jericho oprimió los dedos contra el puente de su nariz. Un ligero atisbo de dolor de cabeza se hacía notar.

—Es difícil valorarlo —contestó.

—¿En qué sentido?

—Créeme, he conocido a psicópatas de pura cepa que torturaban a sus víctimas, las fileteaban, las enlataban, las dejaban morir de sed, les cortaban esta o aquella parte del cuerpo, todo lo que puedas imaginar. Esos tipos se guían exclusivamente por sus obsesiones. Y luego están los asesinos profesionales.

—Que saben combinar lo agradable con lo útil.

—Principalmente lo ven todo como un trabajo que les reporta dinero. No establecen ningún vínculo emocional con sus víctimas, sino que simplemente hacen su trabajo. Kenny ha estropeado el trabajo que le encargaron. Es algo enojoso para él, pero deberíamos esperar que, en adelante, nos deje en paz y se dedique a otras misiones.

—Pero tú no lo crees, ¿no es cierto?

—Ese Kenny es un profesional y un psicópata. —Jericho hizo girar el dedo índice sobre su sien—. Y en el caso de esos tipos, las imágenes preconcebidas fallan.

—¿Y eso quiere decir?

—Que alguien como Kenny puede sentirse ofendido porque nosotros no hayamos hecho las cosas como él quería. Puede parecerle, por ejemplo, que no deberíamos haber ofrecido resistencia. Es posible que nos deje en paz, pero es igualmente posible que prenda fuego a mi
loft
o a vuestra casa, que nos vigile y nos dispare, simplemente porque está enfadado.

—Tú, como siempre, sabes cómo propagar el optimismo.

Jericho la miró con ojos oscuros.

—Ése es
tu
trabajo.

Sabía que era injusto decir algo así, pero ella lo había provocado. Una pequeña y mezquina crueldad, con dientes afilados y un disfraz poco convincente, algo que se acercaba sigilosamente, lanzaba dentelladas desde atrás y luego se retiraba entre risitas.

—Idiota.

—Lo siento —dijo él.

—No importa.

Joanna se puso de pie y le pasó la mano por la cabeza. Curiosamente, con ese gesto, Jericho sintió consuelo y humillación a la vez. En la consola de ordenadores de Tu se iluminó un monitor. El servicio de vigilancia de la casa anunciaba que la policía había llegado y quería interrogar al señor Tu y a los demás presentes sobre los incidentes ocurridos en Quyu y en Hongkou.

El interrogatorio transcurrió como suelen transcurrir éstos entre personas de buena posición. La agente investigadora, con su séquito de asistentes, mostró una gran cortesía, aseguró enfáticamente a los presentes su comprensión y calificó los sucesos, en un rápido cambio de tono, de «espantosos» y «abominables», tildó al señor Tu de «valioso miembro de la sociedad», a Chen y a Yoyo de «heroicos», y a Jericho de «estimado amigo de las autoridades». Entre col y col, fue lanzando sus preguntas como dardos en la pista de un circo. Definitivamente, no se tragaba la historia precisamente en aquellos puntos en que ésta no era cierta, por ejemplo, en lo relacionado con los motivos de Kenny. Su mirada reflejaba la amabilidad del carnicero que les habla cariñosamente a los cerdos que ya está descuartizando en su mente.

Chen parecía tener las mejillas más hundidas que de costumbre. El rostro de Tu mostraba ciertas manchas púrpuras, y Yoyo exhibía una obstinación avinagrada. Por lo visto, la llegada de la policía los había sacado de una acalorada discusión. A Jericho le llamó la atención que la comisaria midiera exactamente el clima emocional sin haberlo comentado antes. Sólo más tarde, durante los interrogatorios individuales, fue más explícita. Era una mujer de mediana edad, con el pelo bien alisado y unos ojos inteligentes tras unas gafas de aspecto anticuado, de cristales pequeños y gruesas varillas. Jericho sabía bien lo que era aquello. Aquel aparato era un
MindReader,
un «lector de mente», un ordenador portátil que filmaba a su interlocutor y su mímica y lo pasaba luego todo a través de un amplificador que transmitía el resultado, en tiempo real, a los cristales de las gafas. De esa manera, una ínfima sonrisa autosuficiente aparecía magnificada. Un parpadeo nervioso se convertía en un terremoto gestual. Cualquier señal reveladora en el repertorio de expresiones que, normalmente, no llamaban la atención de nadie, podía leerse a través de esas gafas. Jericho sospechaba que tendría conectado, además, un
interpreter,
el llamado «intérprete», que dramatizaba el tono, la acentuación y el flujo de su voz. El efecto era asombroso. Si se conectaban el lector de mente y el intérprete, los interrogados hablaban de repente como malos actores, y se convertían en burdos gesticuladores que hacían muecas, no importaba cuánto creyeran tenerlo todo bajo control.

También Jericho había trabajado con ambos programas, que sólo usaban investigadores muy experimentados. Era necesario un entrenamiento de años para poder interpretar correctamente las sutiles discrepancias entre la mímica, el tono de la voz y el contenido de una afirmación. El detective no dejó que se le notara que había identificado el aparato, contó estoicamente su versión de los hechos y respondió pregunta tras pregunta:

—Y entonces, ¿es usted tan sólo un amigo de la familia?

»¿Y no tenía usted ningún motivo especial para estar hoy en esa vieja acería?

»¿Esos tipos llegaron al mismo tiempo que usted a la planta de acero y pretende decirme que fue pura casualidad?

»¿No tendría usted algún encargo en Quyu?

»¿No le parece extraño que asesinasen a Grand Cherokee Wang un día después de que usted fue a visitarlo?

»¿Sabe usted que Chen Yuyun estuvo en prisión por agitación y revelación de secretos de Estado?

»¿Sabe que Tu Tian no siempre actuó en el sentido del gobierno chino y que, para legítima preocupación nuestra, actuó en contra de su estabilidad interna?

»¿Qué conoce acerca de la vida de Chen Hongbing?

»¿Debo creer que, a pesar de que los hechos indican de forma inequívoca un proceder planificado con antelación, ninguno de ustedes tuviera la más mínima idea de quién era el tal Kenny ni lo que quería?

»Una vez más, ¿cuál fue el encargo que le hizo viajar hasta Quyu?

Y así sucesivamente.

Al final, la mujer desistió, se apoyó hacia atrás y se quitó las gafas. Sonrió, pero su mirada, como si de un sable se tratase, le arrancó pequeñas tiras de la piel.

—Usted lleva cuatro años y medio viviendo en Shanghai —afirmó—. Según todo lo que he oído decir, goza usted de una excelente reputación como investigador.

—Eso me honra.

—¿Qué tal van los negocios?

—No puedo quejarme.

—Me alegra oírlo. —La agente juntó los dedos de las manos—. Tenga la certeza de que se le aprecia en los círculos en los que me muevo. Usted ha colaborado con nosotros con éxito en más de una ocasión, y siempre ha mostrado un alto grado de disposición; una de las razones por las que, de buena gana, se le ha prorrogado, y se le sigue prorrogando, su permiso de estancia en el país —la mano derecha de la mujer describió unos movimientos ondulados, dirigidos a un futuro impreciso—, que siempre se le renovará. Precisamente porque nuestra relación se basa en el espíritu de la reciprocidad. ¿Entiende lo que quiero decirle?

—Lo ha formulado usted de manera precisa.

—Bien, una vez aclarado esto, me gustaría formularle una pregunta no oficial.

—Si está en mis manos responderla...

—Estoy segura de que puede hacerlo —dijo la mujer. Luego se inclinó hacia adelante y bajó la voz en un tono confidencial—. Me gustaría saber qué le parecería todo esto si estuviera usted en mi lugar. Usted posee experiencia, intuición, tiene muy buen olfato. ¿Qué pensaría?

Jericho decidió no caer en la trampa de la agente.

—Yo presionaría un poco más.

—Oh. —La mujer pareció sorprendida, era como si el detective estuviese invitándola a torturarlo con cigarrillos encendidos.

—Presionaría más a mi equipo —añadió Jericho—, para que empleen todas sus energías en atrapar al hombre que es responsable de los ataques, esclarecer el trasfondo, en lugar de aferrarme a la idea de convertir a las víctimas en victimarios y amenazarlas con la deportación. ¿Le satisface mi respuesta?

—La tomaré en cuenta.

A Jericho la mujer no le pareció insegura en absoluto. Obviamente, dudaba del contenido de sus declaraciones, pero también sabía que no tenía nada contra él. El detective se preocupó más bien por los demás. Prácticamente todos, menos él, habían tenido algún conflicto con la ley de un modo u otro, lo que abría las puertas a la arbitrariedad policial.

—Me gustaría expresarle de nuevo cuánto lo siento —dijo la investigadora con otro tono—. Han tenido ustedes que soportar muchas cosas. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para pedir cuentas a los responsables.

Jericho asintió.

—Hágame saber si puedo ayudarla en algo.

Ella se levantó y le estrechó la mano.

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