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Authors: Schätzing Frank

Límite (96 page)

BOOK: Límite
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Los segundos volaban.

Finalmente, el detective interrumpió su monólogo y propinó al vehículo una patada en el lateral, que el revestimiento de plástico amortiguó en silencio, algo casi equiparable a una humillación. Ansiosamente, Jericho repasó las alternativas. Y mientras pensaba, probó una vez más, en un gesto mecánico, a arrancar la moto, de modo que todavía seguía sumido en sus cavilaciones cuando, de repente, las aspas de las dos turbinas empezaron a girar, cada una en un sentido, y el típico bufido de la moto trepó por la escala de frecuencia, cada vez más y más alto, hasta que finalmente el aparato se puso en marcha como si jamás hubiese existido problema alguno.

—Bien —dijo Yoyo—. Tú ganas.

La joven se agachó y lanzó el pequeño ordenador por el suelo hacia donde estaba Kenny. Cuando se incorporó de nuevo, su mirada chocó con la de Hongbing. El anciano parecía pedirle perdón por no haber ayudado a solucionar sus problemas, y por estar sentado allí, como paralizado. En realidad, el pérfido mecanismo concebido por Kenny le impedía arrojarse sobre aquel hombre que estaba amenazando a su hija. No avanzaría ni un metro ni se habría ganado nada.

—No puedes hacer nada —le dijo ella. Y, a continuación, aun con la confianza de que Jericho se presentaría de un modo u otro, añadió—: Pase lo que pase, padre, no te muevas del sitio, ¿me oyes? Ni un milímetro.

—Es conmovedor —dijo Kenny, sonriendo—. Para vomitar.

Entonces el asesino recogió el ordenador y echó un breve vistazo a la pantalla. Luego dedicó a Yoyo una mirada despectiva.

—Un modelo bastante pasadito, ¿no te parece?

La joven se encogió de hombros.

—¿Estás segura de que me has entregado el aparato correcto?

—Es sólo para copias de seguridad.

—Muy bien, ahora la segunda parte. ¿Quién más sabe acerca de esa pequeña excursión tuya por terrenos prohibidos?

—Daxiong —dijo Yoyo, señalando a su compañero—. Y Shi Wanxing.

Daxiong le dirigió una mirada de sorpresa. Kenny no era el único que, en ese momento, se estaba preguntando quién diablos era Shi Wanxing. Porque, efectivamente, Yoyo acababa de inventarse el nombre de una manera espontánea, con la esperanza de que Daxiong comprendiera el farol y le siguiera el juego. Ahora que el asesino tenía su ordenador —al menos el que Kenny tomaba como tal—, estaban prácticamente muertos. Debía intentar ganar tiempo.

—¿Wanxing? —Los ojos de Kenny se achicaron—. ¿Quién es ése?

—Él... —empezó diciendo Yoyo.

—Cierra el pico. —Kenny hizo un gesto con la cabeza dirigido a Daxiong—. Le he preguntado a él.

Daxiong dejó transcurrir un segundo de silencio que pareció dilatarse una eternidad. Luego, con su mentón de faraón echado hacia adelante, dijo:

—Shi Wanxing es, aparte de nosotros dos, el único al que aún no has matado. El último sobreviviente de Los Guardianes. No sabía que Yoyo le hubiera contado nada.

Kenny frunció el ceño con recelo.

—Tampoco ella parecía saberlo hasta ahora.

—En relación con Wanxing, tenemos opiniones divergentes —gruñó Daxiong—. Yoyo, por razones inescrutables, le tiene gran estima. Yo, por mi parte, no lo quería en el grupo. Es de esa clase de gente que habla demasiado.

«Rayos», pensó Yoyo.

—Wanxing es un excelente criptoanalista —replicó ella con tono obstinado.

—Y sólo por eso no deberías haberle pasado todos los datos —replicó Daxiong.

—¿Por qué no? Tenía que descodificar la página con las películas sobre Suiza.

—¿Y? ¿Lo hizo?

—No tengo ni idea.

—¡Ése no ha hecho nada!

—¡Oye, Daxiong! —lo increpó Yoyo—. ¿De qué va todo esto? No se trata de que no soportes al chico.

—Es un cotilla.

—¡Yo confío en él!

—Pero no se puede confiar en él.

—Wanxing no es ningún cotilla.

—¡Una mierda! —exclamó Daxiong, enfurecido—. ¡Es lo único que sabe hacer, cotillear!

Kenny ladeó la cabeza. Parecía no saber a ciencia cierta cómo tomarse aquella discusión.

—Si Wanxing ha hablado de esto con alguien más, es porque habrá necesitado otras herramientas —chilló Yoyo—. ¡Y todo porque tú no supiste apañártelas!

—Lo que dije...

—¿El qué?

—Que ahora Sara y Zheiying también están al corriente de ese jodido mensaje.

—¿Qué? ¿Por qué precisamente ellos?

—¿Que por qué? ¿Es que estás ciega? Porque él está chiflado por Sara.

—¡Tú también lo estás!

—Eh —exclamó Kenny.

—Tú no debes de estar bien de la cabeza —la increpó Daxiong—. ¿Te parece bien que hablemos de tu relación con Zheiying? De cómo te pones en ridículo sólo porque él...

—¡Eh! —gritó Kenny, arrojándole a Daxiong su ordenador a los pies—. ¿Qué es todo esto? ¿Queréis tomarme el pelo? ¿Quién es el tal Wanxing? ¿Quiénes son esos otros? ¿Quiénes más saben de este asunto? Empezad a hablar de una vez, ¡o haré pedazos al viejo!

Yoyo abrió la boca y luego volvió a cerrarla. No podía dejar de mirar fijamente al asesino, que parecía comprender algunas cosas: que estaban echándose un farol, por ejemplo, que trataban de darle largas. Que, en realidad, la mirada de ella estaba fija en un punto situado a sus espaldas, en el origen de aquel bufido del que Kenny no parecía haberse percatado, ya que se estaba dejando distraer por aquella simulada confrontación. Kenny era la bomba que había que desactivar, como en las viejas películas. Sólo faltaban unos pocos segundos. El reloj estaba a punto de marcar el cero, y había media docena de cables, todos del mismo color, pero sólo uno podía cortarse.

—Estás en el punto de mira —le dijo la joven con voz serena.

Xin miró su mando a distancia. El monitor le mostraba lo que veía el escáner del arma automática: Chen Hongbing comprimido en su silla; una parte de la fachada de cristales; una oscura silueta en el borde de la imagen.

Algo había aparecido detrás de él.

—Si mi padre muere, estarás muerto —dijo Yoyo—. Si nos atacas o huyes, también. Así que escucha. Delante de la ventana está flotando, en este momento, una de tus
airbikes.
Owen Jericho está sentado en ella y tiene algo apuntando hacia ti. Yo no soy muy ducha en la materia, pero por el tamaño, diría que con eso puede hacerte pedazos, así que intenta controlar tu temperamento.

Con precisión de contable, Xin puso orden en sus ideas y sus sentimientos. Dejaría el enfado para más tarde. Ni por un instante dudó que Yoyo le estuviera diciendo la verdad. Si Chen moría en ese segundo, él también moriría. La chica y su enorme amigo no estaban armados; él, sin embargo, llevaba un arma en la cintura del pantalón, lo que no era precisamente una ventaja, ya que antes de que lograra sacarla, estaría también muerto.

—¿Qué debo hacer? —preguntó con serenidad.

—Desactiva el mecanismo automático del arma. Ese fusil de ahí. Quiero que mi padre se levante y venga hacia donde estamos nosotros.

—De acuerdo. Para eso tengo que usar el mando a distancia. Tengo que tocarlo, ¿de acuerdo?

—Si se trata de otro de tus trucos... —tronó Daxiong.

—No soy un suicida. Es sólo un mando a distancia.

—Hazlo —asintió Yoyo.

Xin tecleó algo en la pantalla táctil y apagó el dispositivo automático. Hacía rato que el fusil no estaba programado según los movimientos de Chen Hongbing. Estaba otra vez absolutamente bajo su control.

—Un momento. —Uno tras otro, Xin ajustó el ángulo de giro, la velocidad y la frecuencia de disparo—. Vale. Puede levantarse, honorable Chen. Vaya hacia donde está su hija.

Chen Hongbing pareció vacilar.

Luego se levantó rápidamente de la silla y se lanzó a un lado.

Xin se dejó caer al suelo y apretó la tecla «Inicio».

Los cavernícolas, los habitantes de la sabana, todos esos tipos de hombre habían sobrevivido hasta bien entrado el siglo XXI. Observaban el movimiento de la hierba, oían lo que el viento les traía y estaban asombrosamente capacitados para procesar de forma simultánea una gran cantidad de estímulos y valorarlos a partir de la intuición. Algunas personas sabían sacar mayor partido a su herencia arcaica que otras, y algunas habían conservado, de manera extraordinaria, aquellos instintos que se habían ido formando en seis millones de años de historia de la humanidad.

Entre estas últimas estaba Owen Jericho.

Había conducido la moto, reduciendo impulso, hasta la fachada de cristales, siempre con el fusil automático en el brazo, de modo que el punto rojo del láser recayera sobre la espalda de Kenny. Flotaba allí como una libélula, a sabiendas de que el asesino debía de haber oído hacía rato el bufido de las turbinas, aunque no hubiera hecho ningún ademán de volverse. No estaba preparado para un ataque desde esa dirección. Lo tenían en un puño.

Yoyo dijo algo y señaló a su padre.

El punto del láser vibró entre los omóplatos de Kenny. El cuerpo alto y delgado de Chen se tensó, el asesino dobló los brazos en ángulo. Posiblemente sostuviera algo en la mano izquierda que hacía funcionar con la derecha.

Entonces sucedió... La herencia arcaica de Jericho asumió el mando. Su percepción se aceleró tan rápidamente que el mundo pareció detenerse, y todas las frecuencias descendieron por debajo del límite de audición. Sólo un monótono rumor daba fe de la dilatada evolución de ciertos movimientos. Como si flotara en la ingravidez, Chen fue perdiendo el contacto con la silla, centímetro a centímetro, y ganando distancia del asiento, con la pierna izquierda plantada en el suelo y la derecha en ángulo recto, mientras se lanzaba hacia un lado. Era el estudio de un salto y, antes de que se iniciara, Kenny reaccionó haciendo amago de arrojarse al suelo. Jericho registró todo eso, la desbandada de Chen y el salto de Kenny, estableció intuitivamente las asociaciones pertinentes y puso su atención en el rifle manejado por control remoto. Antes de que el trípode empezara a girar, él ya sabía que era eso, justamente, lo que pasaría. Chen huyó porque Kenny había retirado el foco del dispositivo automático de su persona. El asesino no se ponía a resguardo del arma de Jericho, sino de la suya propia, que en esos segundos manejaba por control remoto, haciéndola disparar contra la fachada de vidrio del fondo.

El mismo algoritmo evolutivo al que debían el salto salvador los cazadores de hacía millones de años le permitió a Jericho ahora ascender antes de que el cañón del arma escupiera su primer disparo. Cuando el proyectil abandonó la boca del fusil, él ya había cambiado su posición.

Luego, todo empezó a ir más a prisa.

El arma dio la vuelta sobre el trípode y disparó con frecuencias breves, a medida que seguía girando. Todos los cristales se hicieron añicos. La ráfaga alcanzó la moto de Jericho, pero él ya se las había arreglado para tirar de la máquina hacia arriba, de modo que los impactos no lo alcanzaran. Dos de las balas impactaron contra las aspas giratorias de la turbina. Se oyó un sonido como el de una campana al romperse en pedazos. La
airbike
recibió un impacto tremendo.

Y Jericho se despeñó en vertical hacia el abismo.

—¡Al suelo! —gritó Daxiong.

El gigante se tiró en plancha. Ciento cincuenta kilos se pusieron en movimiento. En realidad, casi todo el cuerpo de Daxiong se componía de músculos, de manera que el gigante consiguió propinar un empujón a Yoyo y alcanzar a Chen Hongbing con unos pocos pasos, mientras el arma lo seguía. Los disparos se clavaban en la pared y el mobiliario con un estruendo ensordecedor. De los agujeros que se abrían saltaban las astillas de la madera, los trozos de vidrio y revoque. Daxiong vio caer a Yoyo. Con una frecuencia de ocho disparos por segundo, el fusil hizo añicos la puerta de entrada del piso, delante de la cual la joven había estado hacía un momento, y siguió girando en pos de él, en una carrera agotadora. Daxiong chocó con Hongbing y lo derribó al suelo.

La pared explotó por encima de sus cabezas.

Jericho siguió cayendo.

Al parecer, fueron factores inconexos los que se confabularon de un modo asombroso, entre ellos los principios constructivos de las máquinas voladoras, los efectos de la balística pesada y las ambiciones de la Oficina de Urbanismo y Zonas Verdes de la municipalidad. Tokio, por ejemplo, el símbolo por excelencia de un pueblo que había vivido siempre en condiciones de extrema falta de espacio, tenía un compromiso, en cada metro cuadrado, con el espacio habitable, razón por la cual apenas se veía un árbol en toda la ciudad. Shanghai, sin embargo, presumía de sus parques y de sus calles plantadas de árboles, lo que elevaba enormemente la calidad de vida y, de paso, servía para amortiguar de manera notable la colisión de una
airbike
que caía en picado desde unos doce metros de altura. Favorecidos por el clima cálido y húmedo, los abedules de la parte posterior de Siping Lu habían crecido con exuberancia. La moto chocó contra la tupida copa de un árbol y tiró a Jericho. El detective cayó por entre el ramaje —que frenó su caída—, manoteó tratando de agarrarse a algo y continuó cayendo, recibiendo los azotes de las ramas más finas y apaleado por otras cada vez más gruesas, hasta que consiguió agarrarse a una de ellas y quedó colgado, pataleando, a cuatro o cinco metros del patio.

Demasiada altura todavía para un salto.

¿Dónde estaba la
airbike?

Un ruido de ramas partiéndose y astillándose le indicó que había adelantado a la moto en su caída. Ahora la máquina hacía estragos por encima de su cabeza. Jericho alzó los ojos y vio que algo se acercaba volando hacia él, intentó esquivarlo, pero ya era demasiado tarde. Una rama lo golpeó en la frente.

Cuando su mirada se despejó de nuevo, la moto ya se despeñaba directamente hacia él.

Xin rodó de un lado a otro.

Ante sus ojos se agolpaban densas nubes del polvo de la argamasa. Cerca de la puerta destrozada, vio a Yoyo arrastrándose sobre los codos hacia donde estaba su padre. Mientras tanto, el fusil giratorio ya había cumplido su primera ronda e iniciaba la segunda escupiendo fuego.

—¡Yoyo, fuera! —oyó gritar a Daxiong—. ¡Sal de aquí!

—¡Papá!

Xin esperó a que la ronda de disparos pasara por encima de su cabeza, se puso de pie de un salto y deslizó el dedo índice sobre la pantalla táctil del mando a distancia, detuvo el arma, movió el dedo hacia abajo y hacia la derecha y el fusil siguió sus movimientos, luego hizo bajar el cañón y éste escupió una ráfaga hacia el lugar donde Chen y el gigante empezaban a incorporarse. Los proyectiles erraron el blanco por un pelo. Agachados, se dirigieron a trompicones hacia la habitación contigua. Xin disparó a la pared, pero el muro ya había resistido la primera ronda de disparos.

BOOK: Límite
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