Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

Límite (103 page)

BOOK: Límite
2.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Disculpen —dijo alguien desde la puerta.

Todos volvieron la cabeza. Chen Hongbing había entrado. El anciano se detuvo, dio un paso adelante, inseguro, y se estiró.

—No querría molestar, sólo deseaba...

—Hongbing. —Tu se apresuró hacia donde estaba su amigo y le pasó el brazo por los hombros—. Qué bien que hayas venido.

—Bueno —carraspeó Hongbing—. Pensé que a ésos tenemos que pegarles fuerte, ¿no? Por lo menos yo, al contrario... —Chen se acercó a Yoyo, la miró y apartó de nuevo la vista, miró a su alrededor, se frotó la barbilla y gesticuló, indeciso, sin saber qué hacer con las manos. Yoyo lo miró, irritada—. Bueno, yo, por desgracia, no lo sé —dijo por fin.

—¿Qué no sabe? —Jericho preguntó con cautela.

Chen señaló la película con un gesto vago.

—La estructura. ¿Cómo se estructura eso? Eh... Una marca de agua. —Chen volvió a aclararse la garganta—. Pero no pretendo detener el tráfico, no se preocupe. Sólo quería estar presente.

—No vas a detener el tráfico, padre —dijo Yoyo en voz baja.

Chen arrugó la nariz, dejó escapar un alud de carraspeos y murmuró algo ininteligible. Luego tomó la mano de Yoyo, le dio un breve apretón y la soltó de nuevo.

Los ojos de la chica empezaron a brillar.

—No hay ningún problema, honorable Chen —dijo Jericho—. ¿Los demás ya lo han puesto al corriente de lo que sabemos?

—Llámeme Chen, simplemente Chen. Sí, ya conozco ese... mensaje mutilado.

—Bien. Hasta ahora no teníamos mucho más. Sólo una sospecha de que algo debía ocultarse en esas películas. —Jericho reflexionó sobre cómo podía hacer comprensible el tema para el padre de Yoyo. Aquel hombre, en temas técnicos, era de una ingenuidad conmovedora—. Verá usted, las cosas son así: cada flujo de datos está estructurado en paquetes. Lo mejor sería que se lo imaginase como un enjambre de abejas, unos cuantos millones de abejas de colores diferentes que se organizan de maneras diversas una y otra vez, de modo que, ante nuestros ojos, aparecen imágenes en movimiento. Y ahora imagine que algunas de esas abejas están codificadas. Algo que usted, como espectador, no nota. Sin embargo, en cuanto está usted en posesión de un algoritmo especial...

—¿Un algoritmo?

—Una máscara, un método de descifrado. Con él oculta usted todas las abejas no codificadas. Sólo las codificadas permanecen. Y de repente se da cuenta de que esas abejas representan algo. Ve una película dentro de la película. Eso se conoce como marca de agua electrónica. El procedimiento, en sí, no es nuevo. Ya a principios de este milenio, cuando la industria del entretenimiento emprendió una lucha contra la piratería, se codificaban de ese modo películas y canciones. Bastaba con variar una pequeñez en el espectro de frecuencias de una canción. El oído humano no percibía la diferencia, pero el ordenador podía determinar el origen del CD. —Jericho hizo una pausa—. La diferencia con respecto a nuestros días es la siguiente: la antigua Internet reproducía los flujos de datos en dos dimensiones. Nuestra Internet actual está concebida para contenidos tridimensionales. Es preciso imaginarse esos flujos de datos de una forma cúbica, lo que abre mejores posibilidades para colocar marcas de agua más complejas. Por otra parte, ello complica en la misma medida la descodificación.

—¿Y usted ha descodificado una de esas marcas de agua? —preguntó Chen con respeto.

—Sí. Es decir, lo hizo
Diana...
Eh..., mi ordenador... Ella ha encontrado una manera de hacerla visible.

Mientras tanto, el grupo de excursionistas había llegado con denuedo hasta una meseta. La atractiva urbanita se acercó a una oveja. La oveja no se movió del lugar y se quedó mirando a la mujer, que tomó esto como un pretexto para evitar al animal dando un amplio rodeo.

—No nos tortures demasiado con eso —dijo Yoyo.

—De acuerdo. —Jericho volvió a mirar a la pantalla—.
Diana,
inicia la película de nuevo. Descodificada y comprimida, máxima resolución.

Las montañas desaparecieron. En su lugar, emergieron las imágenes de un viaje en coche, filmadas desde el interior del vehículo. Era una carretera llena de baches. A ambos lados se extendían unas tierras de cultivo con unas colinas, interrumpidas por arbustos y algún que otro árbol. De vez en cuando se veía alguna choza, generalmente en un estado lamentable. El cielo estaba hinchado de nubes. Cuando la tierra empezó a volverse más escarpada y a cubrirse de bosques, unas tramas grises indicaron que había empezado a llover.

Un buen trecho por delante del coche avanzaba un camión que arremolinaba el polvo. Sobre la cama había varios negros, la mayoría vestidos únicamente con pantalones cortos. Parecían apáticos, según se podía ver desde aquella distancia y a pesar de la suciedad que cubría la carretera. A continuación, la cámara giró hacia donde estaba el conductor, un hombre de cabello rubio ceniza, con gafas de sol, bigote y un mentón fornido.

La persona que manejaba la cámara dijo algo ininteligible. El rubio lo miró brevemente y sonrió.

—Por supuesto —dijo en español—. Para mayor gloria del presidente.

Ambos rieron.

El panorama cambió. El mismo hombre aparecía en esos momentos sentado a una larga mesa, con camisa de color caqui y una chaqueta clara; lo acompañaban unos hombres uniformados; ahora no llevaba gafas. La cámara hizo un zum y lo acercó. Las cejas y las pestañas eran tan claras como su cabellera. Tenía unos acuosos ojos azules, y uno de ellos estaba rígido, posiblemente fuera un ojo de vidrio. A continuación, la cámara hizo una toma general y abarcó la mesa en toda su longitud. Dos hombres de aspecto chino, con trajes y corbatas, presentaban unos gráficos. El destinatario principal de sus explicaciones parecía ser una figura corpulenta que estaba sentada en la cabecera de la mesa, con la cabeza calva, el cuello de toro y la piel negra como el ébano pulido. Vestía un sencillo traje de dril. Los uniformes de los demás participantes, también hombres de piel negra, mostraban un aspecto más formal, con charreteras de color rojo y oro y todo tipo de condecoraciones, pero era evidente que el centro de todo era el hombre corpulento, mientras que el rubio parecía asumir el papel de observador.

También esa conversación transcurría en español. El chino que llevaba la voz cantante lo dominaba con fluidez, pero hablaba con un acento espantoso. Por lo visto, se trataba de la construcción de una planta de licuefacción de gas, lo que arrancó al hombre corpulento un breve gesto de aprobación. En algún momento, el chino les pidió a sus colegas unos documentos, y lo hizo con un ligero acento de Pekín.

Una vez más, la cámara hizo un zum y enfocó al rubio, que tomaba notas y seguía con atención la conferencia.

Unas rayas y unos remolinos aparecieron en la pantalla multimedia. Alguien trataba de enfocar. En el encuadre apareció una calle en una ciudad cualquiera; abundaban los coches. En el lado opuesto, alguien salió de un edificio acristalado, sobre cuya fachada pasaban, como fantasmas, unos anuncios publicitarios holográficos. La cámara acercó la imagen y, al hacerlo, ésta perdió definición; capturó la cabeza y el torso del hombre. Era un tipo alto, bien afeitado, con el pelo teñido de oscuro: no era tan fácil reconocer al rubio a primera vista. El hombre miró a su alrededor y bajó por la calle. Una vez más la cámara parpadeó y consiguió meterlo de nuevo en el encuadre. Esta vez el rubio estaba sentado al sol, hojeando una revista. En algún momento, bebió un sorbo de una taza, levantó la vista de repente, y entonces la película terminó.

—Es todo —dijo Jericho.

Durante un rato reinó el silencio. Luego Yoyo dijo:

—Aquí, de lo que se trata, es de intereses chinos en África, ¿no es así? Quiero decir, esa conferencia lo deja bastante claro.

—Puede ser. ¿Alguno de ellos te suena de algo?

La chica vaciló.

—Al del cuello de toro lo he visto alguna vez.

—¿Y a los chinos?

—Parecen tipos de algún consorcio. ¿De qué hablaban? ¿Licuefacción de gas? Son directivos petroleros, diría yo. De Sinopec o de Petrochina.

—Pero ¿no conoces a ninguno?

—No.

—¿Alguien más quiere opinar?

Jericho los miró a todos. Tu parecía tener intenciones de decir algo, pero negó con la cabeza.

—Bien. En primer lugar, no he tenido mucho tiempo para analizar la película, pero hay un par de cosas que puedo ofrecer. Según mi criterio, esas grabaciones tienen que ver única y exclusivamente con el rubio. Dos veces lo vemos en un país africano, donde parece ocupar algún cargo público, y luego lo vemos cambiado de aspecto en alguna ciudad del mundo. Se ha teñido los cabellos de oscuro y se ha afeitado el bigote. ¿Conclusiones?

—Dos —dijo Yoyo—. O está cumpliendo una misión secreta o ha tenido que ocultarse.

—Muy bien. Sigamos planteándonos interrogantes...

—Owen. —Tu mostró una leve sonrisa—. ¿No puedes ir al grano?

—Perdón. —Jericho levantó las manos en señal de disculpa—. Bien, he instruido a
Diana
para que explore la red en busca de ese hombre, y lo ha encontrado. —El detective hizo una pausa dramática, le cayera o no bien a Tu—. Nuestro amigo se llama Jan Kees Vogelaar.

Yoyo lo miró.

—¡Tenemos a un Jan en ese fragmento de texto!

—Exacto. Y con ello tenemos a dos hombres que están en relación directa con los incidentes de los últimos días. Por un lado, está Andre Donner, del que sólo sabemos que regenta un restaurante africano en Berlín. Por el otro lado está Jan Kees Vogelaar, un mercenario de primera categoría y asesor personal de seguridad de un tal Juan Alfonso Nguema Mayé, si es que ese nombre os dice algo.

—Mayé —repitió Tu—. Espera, ¿dónde he oído yo...?

—En las noticias. Entre 2017 y 2024, Juan Mayé fue el presidente y caudillo absoluto de Guinea Ecuatorial. —Jericho hizo otra pausa—. Hasta que lo sacaron del cargo a bombazos.

—Eso es —murmuró Tu—. ¡Ya ves! Con eso tenemos el golpe, nuestro derrocamiento.

—Posiblemente. Supongamos que no se trata de planes para derrocar al Partido Comunista o de otras historias de ciencia ficción. En ese caso, el derrocamiento del que se habla en nuestro fragmento de texto ya tuvo lugar hace tiempo. El pasado mes de julio, para ser exactos. ¡Y con la participación del gobierno chino!

Chen levantó la mano.

—¿Dónde está Guinea Ecuatorial?

—En África occidental —le explicó Yoyo—. Es un pequeño y desagradable país costero con grandes cantidades de petróleo. Y el tipo del cuello de toro...

—...es Mayé —afirmó Jericho—. O, mejor dicho, era Mayé. Su ambición por permanecer en el poder no le salió muy a cuenta. Lo volaron por los aires, a él y a toda su pandilla. Ninguno sobrevivió. El asunto tuvo ocupados a los medios las veinticuatro horas.

—Lo recuerdo. Por entonces quisimos investigar algunas cosas sobre Guinea Ecuatorial. En aquella época nos interesaba todavía la política exterior.

—¿Y por qué ya no?

Yoyo se encogió de hombros.

—¿Qué vas a hacer cuando la porquería se te acumula delante de la puerta de casa? Caminas por las calles y ves a los trabajadores emigrantes durmiendo como siempre en las obras, el mismo sitio donde fornican, paren y la palman. Ves a los sin papeles, sin permiso de trabajo, sin seguro médico. Ves los desechos en Quyu. Las colas delante de las oficinas de reclamación, las brigadas de matones, que se te acercan de noche y te dan una paliza hasta que hayas olvidado qué pretendías reclamar. Al mismo tiempo, Reporteros sin Fronteras anuncia que la situación de la libertad de expresión en China ha mejorado visiblemente. Sé que suena a cinismo, pero en determinados momentos los problemas de los oprimidos africanos te importan un carajo.

Chen bajó la mirada, embarazosamente conmovido.

—Bueno, sigamos con el tal Vogelaar —dijo Tu—. ¿Qué más puedes decirnos acerca de él?

Jericho proyectó un gráfico en la pared.

—Lo he radiografiado lo mejor que he podido. Nació en 1962 en Sudáfrica, como hijo de un inmigrante de origen holandés, hizo el servicio militar y estudió en la Academia Militar. En 1983, a la edad de veintiún años, entra como suboficial en la tristemente célebre Koevoet.

—Ni idea —dijo Yoyo.

—Koevoet era una unidad paramilitar de la policía sudafricana para combatir a la SWAPO, un grupo guerrillero que luchaba por la independencia del África del Suroeste, la actual Namibia. Por aquel entonces, la Unión Sudafricana, a pesar de la resolución de Naciones Unidas, se negó a retirarse de aquellos territorios, y en su lugar creó la Koevoet, que es, por cierto, la palabra holandesa para «palanqueta». Un grupo bastante duro. Eran principalmente guerreros tribales nativos y rastreadores. Sólo los oficiales eran blancos. Perseguían a los rebeldes de la SWAPO en vehículos blindados y mataron a varios miles de personas. Se les atribuyen torturas y violaciones. Vogelaar alcanzó el grado de oficial, pero a finales de la década de 1980 la unidad estaba acabada y fue disuelta.

—¿Cómo sabes todo eso? —dijo Tu con asombro.

—He investigado. Quería saber, sencillamente, con quién teníamos que vérnoslas. Y hay, por cierto, algo muy interesante. Koevoet representa una de las causas del problema de los mercenarios sudafricanos; en cualquier caso, la tropa contaba con tres mil hombres que, al acabar el régimen del
apartheid,
se quedaron sin empleo. La mayoría de ellos pasó a formar parte de empresas privadas de mercenarios. También Vogelaar. Tras la eliminación de Koevoet, a finales de los años ochenta, se pasó al tráfico de armas, trabajó como asesor militar en territorios en conflicto y, en 1995, llegó a Executive Outcomes, una empresa privada de seguridad y receptáculo de la mitad de la antigua élite militar del país. Cuando Vogelaar se les unió, la empresa ocupaba una posición de liderazgo en el negocio internacional del mercenariato, después de que, a principios de los noventa, se habían conformado más bien con infiltrar al Congreso Nacional Africano. A mediados de los noventa, Executive Outcomes contaba con una perfecta red de relaciones. Una urdimbre de empresas que prestaban servicios al ejército, empresas petroleras y mineras que llevaban a cabo lucrativas guerras y se dejaban pagar gustosamente por la industria del petróleo. En Somalia, pusieron fin a la guerra civil, defendiendo los intereses de los consorcios petroleros estadounidenses; en Sierra Leona, recuperaron las minas de diamantes que habían caído en manos de los rebeldes. Vogelaar estableció allí excelentes contactos. Cuatro años más tarde, se cambió a una filial de Outcomes, Sandline International, pero ésta más bien dio que hablar por sus operaciones fallidas y, en el año 2004, suspendió todas sus actividades. Finalmente, fundó Mamba, su propia empresa de seguridad, que operaba, fundamentalmente, en Nigeria y Kenia. Y es en Kenia donde se pierde su rastro, en algún momento, tras los disturbios posteriores a las elecciones del año 2007. —Jericho extendió los dedos en señal de disculpa—. O digamos mejor que yo he perdido su rastro. En cualquier caso, Vogelaar reaparece en 2017 al lado de Mayé, para quien dirige, a partir de entonces, su aparato de seguridad.

BOOK: Límite
2.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Charnel Prince by Greg Keyes
Still Alice by Genova, Lisa
Unmasked by Kate Douglas
The Hound of Florence by Felix Salten
Harvard Yard by Martin, William
A Dead Djinn in Cairo by Clark, P. Djeli
Chasing Shadows by Valerie Sherrard
The Wolf Sacrifice by Rosa Steel
The Bad Lady (Novel) by Meany, John
Cannibal Dwarf Detective: An Ephemeral Beardening by Hunter Wiseman, Hayden Wiseman