Las tres heridas (40 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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—Un momento, por favor.

Esperé impaciente, mirando más allá del cristal de mi parabrisas. La planta del aparcamiento se iluminaba con la poca luz del día que entraba por las rampas —la de salida justo frente a mí, y la de entrada de automóviles, que había quedado a mi espalda— y con apenas media docena de fluorescentes titilantes, que dejaban muchas zonas en la sombra. En una de esas penumbras me pareció ver una figura que se movía, no muy lejos de mí. Agudicé la vista pero tan sólo atisbé que algo se movía entre los coches. De forma instintiva, eché el seguro y esperé con el móvil pegado al oído, retirando los ojos del parabrisas para preparar el cuaderno y el bolígrafo por si acaso tenía algo que apuntar.

—¿Oiga?

—Sí, dígame.

—Mire, esa lápida se encargó hace más de un mes, pero ahora mismo el trabajo está paralizado.

—¿Y sabe por qué se ha paralizado?

—No le puedo decir, todos estos temas los lleva mi compañera y se acaba de marchar a comer.

Indeliberadamente, levanté los ojos hacia la ventanilla y vi una cara pegada al cristal, tan cerca, que el corazón casi se me sale del pecho.

—¿Oiga? ¿Está usted ahí?

—Sí… sí —balbucí asustado—, perdone.

Apenas había luz pero podía ver los ojos de una mujer que me miraban tan intensamente que estuve a punto de saltar al asiento del copiloto.

—Si quiere usted llamar esta tarde, ella le puede dar más información.

Atendía sólo a medias la voz del hombre que me hablaba al otro lado del móvil, más pendiente del rostro blanquecino que permanecía pegado al cristal de mi ventanilla, como una aparición espectral, mirándome con fijeza. El cuaderno se deslizó de mis rodillas, retiré un instante los ojos de aquel rostro. Sólo fue un segundo, pero cuando volví la vista a la ventanilla ya no había nadie.

—¿Oiga? —repitió el hombre impaciente, ante mi mudez—. ¿Me oye bien?

—Sí, sí, lo siento. Me dice, entonces, que llame más tarde.

—Sí, ella suele llegar sobre las cinco.

—¿Cómo se llama su compañera?

—Begoña. Ella le podrá decir cómo está la situación. ¿De acuerdo?

—Sí, sí. Gracias, muy amable.

Apagué el teléfono y, nervioso y azarado, escudriñé alrededor del coche en busca del aquel rostro, con la intención de increparle. Conviniendo una explicación lógica, pensé que debía de ser alguna mendiga que se habría colado en el aparcamiento para cobijarse del frío. El susto había dado paso al enfado. El lugar parecía desierto, ni un coche en movimiento, nadie caminado después de aparcar o a recoger el vehículo para marcharse. Miré por los retrovisores y me envalentoné, abrí la puerta y bajé del coche; di la vuelta entera al mismo sin ver a nadie. Con la manos en mi cintura, miré a toda la planta.

—Será hija puta… —murmuré, entre dientes—, el susto que me ha dado.

Todavía con el corazón acelerado, me metí en el coche y lo puse en marcha. Avancé lentamente hacia la baliza de salida. Inserté el ticket en la ranura y la barra se plegó y ascendió para darme paso. Cuando metí la primera y presioné el acelerador, indeliberadamente miré por el retrovisor. Di un frenazo porque de nuevo vi a esa mujer a unos metros de distancia, inmóvil, envuelta en la penumbra del garaje. Mis ojos fijos en el retrovisor, observando esa figura extraña, casi etérea, que parecía esperarme. Abrí el coche sin dejar de mirar por el espejo, temeroso de que volviera a desaparecer, bajé lentamente y cuando me giré no había nadie. Desconcertado, recorrí con los ojos todo el aparcamiento. En ese momento, oí la voz de un hombre.

—Eh, oiga, mueva el coche, haga el favor, que me va a bloquear el sistema.

El encargado me hablaba desde la cabina que estaba al otro lado de la barrera. Entré en el coche y cerré la puerta. Miré de nuevo en el retrovisor pero no vi nada. Adelanté el coche unos metros y la baliza se cerró detrás de mí. Aceleré y salí al exterior. Había empezado a llover y los cristales se me empañaron un poco. No hacía más que mirar por el espejo, nervioso, intentando visualizar la imagen que había visto, o que había creído ver, porque lo cierto es que en el garaje no había nadie, o eso pensaba. Desconcertado, avancé por las calles mojadas, con el limpiaparabrisas danzando de un lado a otro expulsando el agua del cristal. Me detuve en un semáforo y sentí el zumbido del móvil. Miré la pantalla en la que aparecía «Eduardo Calatayud». Eduardo había sido más amigo de Aurora que mío, sin embargo, me llamaba de vez en cuando porque seguía pensando (a esa conclusión había llegado yo) que era una obligación moral hacia su amiga muerta, más que hacia mí, atemperar mi soledad con una comida, una cena o una copa. No contesté. Precisamente había quedado a comer con un compañero de la facultad al que no veía hacía tiempo, que me había llamado para decirme que se casaba y que se iba a vivir a Nueva York.

El móvil sonó un rato, insistente, como si supiera o intuyera que yo estaba allí, detenido a la espera de que el disco se pusiera en verde, viendo cómo la lluvia caía con fuerza contra el parabrisas, arrojada de inmediato con violencia por la goma de las varillas que se deslizaban reiteradamente de izquierda a derecha. Cuando el muñequito de los peatones empezó a parpadear para ponerse en rojo y dar paso a los coches, las vi cruzar delante de mí: mis vecinas, Natalia y su abuela, corrían hacia la otra acera cubiertas por el paraguas negro que sujetaba la mujer. Seguí su paso y un poco antes de que llegasen a subir a la acera, Natalia se volvió y me saludó sonriente.

—¡Joder con la cría! —mascullé, mientras metía la primera y aceleraba, acuciado por los pitidos de los de atrás para que iniciase la marcha—. Parece Dios, está en todas partes, y ve hasta por las orejas.

Ángel Aguado y yo comimos en el restaurante Espejos, del paseo de Recoletos. Cuando llegué, me esperaba sentado a la mesa con una copa de vino en las manos. Hablamos sobre todo de él, de su futuro con Carolina, una americana que trabajaba como intérprete en las Naciones Unidas, que tenía dos años más que él y más dinero, según me confesó. Se iba a hacer las Américas, decía; ella, Carolina, le había asegurado que encontraría un trabajo sin problemas. Así que dejaba el suyo de profesor en la Complutense, y se arriesgaba (fueron ésas sus palabras) a vivir de su mujer, a ser un mantenido. Pensé en la pregunta de Gumer, el sepulturero, sobre si vivía de mi mujer; en realidad, yo también era un mantenido, al fin y al cabo vivía de una pensión gracias al trabajo que Aurora dedicó a una multinacional durante casi diez años.

Terminamos de comer y nos despedimos. La boda se celebraría al otro lado del charco y ya le había anunciado que yo no podría acompañarle; resultaba demasiado caro para mi economía de subsistencia. Nos deseamos suerte mutuamente, y quedó en que me enviaría fotos de la boda.

La lluvia se había calmado, y un cálido sol de invierno que se filtraba débil por entre la arboleda del paseo de la Castellana invitaba al paseo. Abrí el móvil y marqué el número del marmolista.

—¿Begoña?

—Sí, dígame.

—Hola, buenas tardes, verá, he estado hablando con un compañero suyo y me ha dicho que usted podría ponerme al corriente de lo que ocurre con la lápida encargada para Mercedes Manrique Sánchez, destinada a una sepultura del cementerio antiguo de Móstoles.

—Sí, lo tengo aquí delante. Está paralizado el pedido hasta que se haga efectivo el adelanto. Ya se lo dije a la persona que hizo el encargo. Sin adelanto, nosotros no podemos empezar un trabajo que luego nos puedan dejar colgado.

—¿Y puedo saber quién es la persona que lo encargó?

—Era una mujer, yo misma hablé con ella y le recogí el pedido de la lápida, las características de la piedra y la calidad: mármol blanco de Ulldecona. Únicamente me quedó confirmar las medidas y los datos a grabar en la superficie. La he llamado varias veces y siempre está apagado o fuera de cobertura; y ahí tengo la piedra, muerta de risa.

—¿Me podría decir su nombre?, el de esa mujer.

—Puede que me lo dijera, pero no lo apunté, como quedamos en que me llamaría ella. Me dio los datos de la finada, de la sepultura para ir a medir, y nada más.

—¿Y me podría decir lo que se va a tallar?

—Sólo sé el nombre que usted ha dicho: Mercedes Manrique Sánchez.

—¿Nada más?

—Creo que quería poner otro nombre, pero no me haga mucho caso, porque lo mismo me confundo con otro. En esta época hay mucho trabajo, muchos encargos y, a veces, es un poco complicado porque la gente está muy susceptible, ¿no sé si me entiende?

—Sí, me lo puedo imaginar. Le agradezco mucho su información. Una cosa más, ¿me proporcionaría su móvil?

—Pero ¿es usted familia de la finada?

—No, familia no, pero me interesa mucho que se coloque esa lápida —no mentía, mi interés por la lápida y sus datos podría serme de gran utilidad si conseguía saber quién estaba detrás del pedido—. Si pudiera ponerme en contacto con la persona que habló con usted, intentaré que quede resuelto este asunto de la lápida lo antes posible.

La jugada me salió bien. Begoña no tuvo ningún inconveniente en proporcionarme un número de móvil sin nombre: el de la persona —una mujer— que había encargado su lápida. Decidí regresar a casa para poner en orden todo lo que había visto y oído, e indagar en la agenda del padre de Genoveva. Me dirigí a recoger el coche al aparcamiento, y apenas sin pensarlo, dejándome llevar por una indeliberada prisa, marqué el número que me había proporcionado la chica de los mármoles.

—¿Sí?

Me detuve en seco al escuchar la voz de una mujer. Aturdido (me encontraba cruzando en plena Castellana), oyendo los pitidos del semáforo cada vez más acelerados indicándome que se me acababa el tiempo, balbuceé con torpeza:

—¿Oiga?, sí, verá… —no me había preparado lo que le iba a decir y temí perder una oportunidad de oro. Cuando llegué a la acera, me encogí todo lo que pude para concentrar mi atención en aquella voz al otro lado del móvil—. Quería preguntarle si conoce usted a Mercedes Manrique Sánchez.

—¿Quién llama?

La voz correspondía a la de una anciana, de eso estaba seguro. Tenía que mostrarme muy cauto para no echar a perder una información posible.

—Verá, estoy intentando conocer qué ocurrió con Mercedes Manrique y su marido, Andrés Abad. Sé que ninguno de los dos regresó a Móstoles después de la guerra, y me interesa saber qué les pasó.

No me contestó, se mantuvo en silencio, aunque sabía que estaba ahí, al otro lado del teléfono.

—Señora —imprimí a mi tono de voz toda la amabilidad posible con el fin de captar su confianza—, verá, mi nombre es Ernesto Santamaría, soy escritor y tengo una foto de Mercedes Manrique Sánchez y Andrés Abad hecha en julio del 36…

—¿Quién le ha dado mi móvil?

Noté una aprensión evidente.

—Por lo visto, usted ha encargado, no hace mucho, una lápida destinada a una sepultura de Móstoles, precisamente para cubrir los restos de Mercedes Manrique Sánchez. El marmolista me ha dado su número.

El silencio de la mujer me estaba poniendo tan nervioso que tartamudeaba y las palabras salían torpes de mis labios.

—Si lo que quiere es el pago de la lápida, no se preocupe, todo a su tiempo.

—No, no es eso. Yo sólo quiero saber qué pasó con Mercedes y su esposo. Es muy importante para mí, y me preguntaba si usted los llegó a conocer.

Oí cómo murmuraba algo, como si le estuviera contando a alguien lo que le había preguntado.

—Dígame una cosa tan sólo —insistí ante su silencio—, ¿trasladó usted los restos de Mercedes al cementerio de Móstoles?

Susurró algo que no entendí. Después, el silencio. Había colgado. Me sentí frustrado y rabioso. Sabía que había perdido una buena oportunidad por precipitarme en la llamada. Tenía que haber preparado lo que iba a decir, lo que tenía que preguntar. Era lógico que la mujer hubiera colgado ante la llamada de un desconocido preguntando por una persona, ya fallecida, y con la que debía tener alguna estrecha relación para molestarse en solicitar una lápida destinada a su tumba. Estaba claro que aquella mujer tenía que conocer de algo a Mercedes. Por eso preferí no insistir, no de momento; la siguiente llamada tendría que ser meditada, en un lugar adecuado y sabiendo el terreno que quería pisar para andar con firmeza y, sobre todo, con cierta credibilidad en mi planteamiento.

Llegué a casa y, a pesar de que estaba solo, me encerré en mi estudio. Olía a limpio. Resultaba evidente la mano de Rosa. Sobre el tablero, impoluto de polvo, coloqué la agenda del padre de Genoveva. Luego, saqué el listado que me habían proporcionado en el hospital de la Princesa. Me senté y abrí mi cuaderno de notas. Primero hice un listado de las cosas que me habían sucedido aquel día, intenso y extraño. Decidí que al día siguiente me acercaría hasta la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Móstoles. Tenía que averiguar quién y por qué se habían traslado los restos de Mercedes hasta el cementerio de Móstoles; era posible que fuese la mujer que había respondido a mi llamada, la misma que encargó la lápida; allí podría confirmarlo; y además, puede que averiguase desde dónde habían sido trasladados y la fecha de la muerte. Levanté los ojos y miré más allá del reflejo de mi ventana, lo hice de forma indeliberada. No había nadie al otro lado del cristal velado por la pátina de polvo adherido a su superficie. En ese momento, sonó el móvil. Era un número oculto. Con desgana descolgué mientras volvía a posar mis ojos en la ventana del otro lado del patio; entonces me pareció ver que se movía la cortina.

—¿Sí? Dígame.

Nadie me contestó. Miré la pantalla del móvil por si se había cortado la llamada, pero el número oculto seguía en ella; alguien estaba al otro lado.

—Oiga, ¿quién es? —insistí.

—¿Es usted Ernesto Santamaría?

Identifiqué con facilidad la voz de la anciana que había contestado a la llamada hecha en la Castellana. La mujer que había encargado la lápida. Me levanté, inquieto.

—Sí, sí. Soy Ernesto Santamaría. Dígame, la escucho.

—Antes llamó usted preguntado por Mercedes Manrique Sánchez.

—Sí, sí, me interesa muchísimo saber de ella. ¿La conoció usted?

—Sí. Claro que la conocí.

—¿Y tendría algún inconveniente en hablarme de ella?

De nuevo ese silencio prevenido y algo desconfiado que me inquietaba. Intenté mantener la calma. No podía errar otra vez y perder una oportunidad como aquélla.

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