Las tres heridas (38 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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En silencio, doña Brígida, tensa, con las manos crispadas, sin entender nada, dio un paso atrás para dejar la entrada expedita a las dos extrañas. La madre ayudó a la hija a levantarse del escalón, y las dos accedieron lentamente al interior. Joaquina cerró la puerta con suavidad y quedaron en una penumbra tamizada por la tenue luz de la mañana que entraba a través de una ventana interior.

La voz rasgada y temblona de doña Brígida rompió el aire espeso y cálido.

—¿Qué sabe usted de mi hijo Mario?

—Su hijo está bien. Se encuentra en Móstoles, en casa de un familiar.

Doña Brígida se tambaleó y a punto estuvo de caer si no fuera porque Joaquina acertó a cogerla por un brazo. La señora Nicolasa reaccionó y la sujetó del otro.

—No se preocupe, tiene una herida en el hombro, pero no es nada grave. Don Honorio le cura cada día. En pocos días se podrá poner en pie y caminar. Es un chico fuerte.

—¿Y cómo… cómo ha podido llegar mi hijo hasta allí?

—En la carta se lo explica todo. Salió de la cárcel con un nombre falso. Le llevaban en un camión al frente de Talavera, y consiguió escabullirse por la noche. Le hirieron, pero consiguió llegar hasta el patio del tío Manolo, y quedó allí inconsciente. Durante los dos primeros días pensábamos que su nombre era el que estaba escrito en el salvoconducto que tenía entre sus ropas. Ayer recuperó el conocimiento y nos pudo decir su nombre y quién era su padre.

—¿Y dice que está herido? ¡Dios Santo!

—Tiene una herida en el hombro, pero ya le digo a usted que está bien atendido, bien alimentado y bien cuidado, se lo puedo asegurar. Don Honorio no les dijo nada por teléfono temiendo que la telefonista pudiera escucharlo. Se oyen tantas cosas ahora.

—Dios Santísimo…, Virgen Santa, mi hijo… mi hijo está vivo…

La señora Nicolasa vio cómo Mercedes se recostaba cansina contra la pared.

—Señora, ¿tendría un poco de agua? Es para mi hija. Ha sido un viaje demasiado largo en su estado.

—Sí… sí, claro. Joaquina, llévalas a la cocina y dales agua y algo de comer. Y avisa a Teresa —dijo adentrándose en el corredor de la casa—, nos vamos ahora mismo a… ese pueblo a buscar a Mario…

—No —la voz de la señora Nicolasa fue tan firme que hizo que, tanto doña Brígida como Joaquina, se detuvieran, extrañadas. La madre de Mercedes se adelantó hacia ellas—. No pueden ir, no deben ir.

Doña Brígida miró a la mujer sin esconder su desprecio.

—¿Cree usted que, en estas circunstancias, alguien me podría impedir ir a buscar a mi hijo?

—Sí, señora, se lo impide la seguridad de su propio hijo y de los que se la están jugando por mantenerlo oculto.

La mirada de doña Brígida fue tan despectiva que a Mercedes le resultó hiriente. ¿Por qué les daba ese trato? Ellas no preguntaron nada a su hijo. Estaba herido y necesitaba de su ayuda. Le atendieron sin más. No comprendía su actitud. Le habían traído la mejor noticia que se le pudiera dar a una madre en aquellas circunstancias y, a cambio, las trataba con una arrogancia insultante.

—Joaquina, ofrece a estas dos señoras algo de comer y que se vayan por donde han venido. Yo voy a prepararme para ir a recoger a Mario —se adentró en el pasillo, con pasitos cortos, nerviosos—. Habrá que preparar un coche. Tengo que avisar al señor, hay que encontrarle. Tiene que saberlo…

En ese momento apareció Teresa con gesto desconcertado, como si se acabase de despertar. Su madre se lanzó hacia ella cogiéndola de las dos manos.

—Hija, por fin sabemos de tu hermano Mario, ha aparecido… —hablaba muy bajito, casi en un susurro, pero conteniendo un entusiasmo que la desbordaba, a medida que iba asumiendo la buena nueva—, y está bien. Consiguió escapar de la cárcel con un nombre falso y está en —se volvió un instante hacia la señora Nicolasa que le miraba con inquietud desde el recibidor— está en un pueblo, en Móstoles, escondido y a salvo…

—¡Dios Santo! —exclamó Teresa, atónita por las palabras de su madre—. ¿Es cierto eso?

—Eso dicen estas mujeres. Vienen de allí. Ellas lo han visto. Está herido pero no es grave, tenemos que ir a buscarlo, hija. Quiero que vengas conmigo, enviaremos a Charito a buscar a tu padre, pero hay que ir a buscarlo.

Ahora era Teresa la que no escuchaba la retahíla de su madre. Con la vista fija en las recién llegadas, se soltó de las manos maternas y la apartó suavemente de su camino. Había pasado los tres últimos días envuelta en la terrible angustia por la falta de noticias sobre el paradero de su hermano. Las horas muertas en la puerta de la cárcel, esperando a que alguien le dijera algo, la habían minado la moral hasta dejarla apesadumbrada y débil.

—¿Cómo están tan seguras de que se trata de mi hermano? —balbució, acercándose a las dos mujeres.

—¿Su hermano se llama Mario Cifuentes Martín?

Teresa afirmó.

—¿Cómo sé que me están diciendo la verdad? ¿Cómo sé que es Mario y no otro que se hace pasar por él?

Mercedes, que se había adelantado unos pasos al oír la nueva voz, se dirigió hacia Teresa.

—¿Tu hermano tiene un mancha oscura en forma de media luna en el hombro derecho?

Teresa fijó sus ojos en Mercedes. Doña Brígida soltó una especie de gemido ahogado de emoción.

—Es… él —Teresa tragó saliva y, sin reparo, se acercó a Mercedes, asiéndole las manos como el que se agarra a un clavo ardiendo—. ¿Mi hermano se encuentra bien de verdad…?

Mercedes se aferró a las manos de Teresa y afirmó con un movimiento de cabeza, manteniendo las lágrimas en un difícil equilibrio al borde de sus ojos, hasta que las dos mujeres, desbordadas por la emoción, de forma espontánea, se abrazaron llorando.

Durante un rato, sólo se oyó el sollozo agitado, quebrado, vibrante, envueltos en una emotiva serenidad, hasta que doña Brígida rompió el hechizo y, dando un par de palmadas, apremió:

—Vamos, vamos, Teresa, tenemos que prepararnos para ir a recoger a tu hermano…

—No podéis ir —le dijo Mercedes, deshaciendo el abrazo y mirando a Teresa—, sería peligroso para Mario y para la persona que le está cuidando…

—Voy a ir a por mi hijo…

Teresa se volvió hacia su madre y la interrumpió irritada.

—¡Madre, por el amor de Dios, cállate un momento!

Doña Brígida enmudeció, sorprendida por la brusquedad de su hija.

—¿Por qué no podemos ir a buscarlo? —le preguntó a Mercedes.

—Tu hermano se ha escapado de la cárcel, es un fugitivo, y además se le considera fascista. Lo estarán buscando hasta por debajo de las piedras. —Mercedes recordaba muy bien la conversación que, antes de su partida, habían tenido don Honorio, el tío Manolo y el propio Mario. Fue en ese momento cuando don Honorio le entregó a su madre la carta dirigida al señor Cifuentes—. Tu hermano estaba de acuerdo en que debe mantenerse escondido por un tiempo.

—¿Cómo pueden pensar que vamos a quedarnos aquí, sin hacer nada? —replicó doña Brígida.

—Señora Cifuentes, entiendo su ansia por ver a su hijo —intervino la señora Nicolasa, condescendiente—, pero piense que si por una imprudencia los milicianos lo encuentran, no le darán ni una sola oportunidad, lo matarán, y con él, matarán al que le ha dado cobijo. Nos guste o no, las cosas están funcionando así.

—Mi hijo no ha hecho nada… ¿cómo es posible…? Lo están tratando como si fuera un delincuente.

—Estoy segura de que su hijo es un buen muchacho; igual que lo es mi yerno y su hermano. A ellos también se los llevaron como a perros hace una semana, y no sabemos si están vivos o muertos. He tenido que sacar a mi hija a escondidas en un carro porque también a ella se la quieren llevar. Ya ve usted qué mal puede hacer una mujer como ella, con una criatura en el vientre. Pero ahora no estamos en la lógica, ahora lo que toca es sobrevivir.

—¿Qué debemos hacer, entonces? —preguntó Teresa.

—Esperar —sentenció la señora Nicolasa—. Mario está bien atendido. Con el tío Manolo no corre peligro. Está bien alimentado. El médico ha dicho que dejemos pasar un tiempo. Esta locura no puede durar mucho.

Mercedes hizo un quiebro y se tambaleó. Teresa la sujetó, junto con la señora Nicolasa.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás bien?

—Es que estoy algo mareada, hace tanto calor…

La señora Nicolasa agarró a su hija del otro brazo.

—No hemos dormido en toda la noche, y el viaje hasta aquí la ha trastornado.

—Vamos al salón. Allí podrás recostarte un poco.

Doña Brígida estaba espantada al comprobar cómo aquellas dos mujeres, dirigidas por su propia hija, iban adentrándose en el pasillo. Temía que fuera el primer paso para instalarse. En las últimas semanas, llegaban a Madrid mucha gente procedente de los pueblos y ciudades, que huía del avance de los sublevados. Algunos habían salido con lo puesto, otros, previendo el peligro, llegaban con carros cargados con sus enseres, buscando refugio en una ciudad que se cerraba cada día un poco más, a otros les evacuaban de sus casas y sus pueblos, obligándoles a dejar todo lo que, hasta entonces, había sido su existencia, precisamente para intentar sobrevivir a la represión brutal infligida por los rebeldes en cada lugar conquistado para su causa. Se instalaban en parques, jardines, o en casas abandonadas a los que les llevaban los miembros de los partidos y los sindicalistas; los que tenían amigos, familia o conocidos se ubicaban en sus estrechos pisos, pero también habían oído que se metían con cualquier excusa en las casas ocupadas por las familias que, por miedo a las represalias de las milicias, no se atrevían a echarlos. Doña Brígida tenía muy claro que no iba a dejar que nadie extraño invadiera su hogar.

—Joaquina, ¿queda algo de sopa de anoche? —preguntó Teresa, volviéndose hacia la criada, sin detenerse.

—La sopa es para tu padre —intervino doña Brígida, con impertinencia.

—Joaquina, calienta dos tazones y trae agua y el pan que ha sobrado esta mañana.

—De eso nada…

—Madre, ¿te puedes callar? Joaquina, haz lo que te he dicho.

La autoridad inusitada de Teresa aturdió a la madre; Joaquina aprovechó para escabullirse en la cocina y preparar los mandados de la señorita Teresa. Con todo colocado sobre una bandeja, se encaminó al salón. Cuando entró, todas estaban sentadas. La señora Nicolasa daba aire a su hija con un abanico que le había dejado Teresa.

—Aquí tienen la sopa. No la he calentado mucho, como hace tanto calor.

Mercedes sólo sorbió la mitad del tazón, pero la señora Nicolasa agradeció mucho el sopicaldo.

La rigidez de doña Brígida se notaba en su postura: al borde del sillón, tiesa como un palo, con el gesto serio, escuchando cómo la señora Nicolasa contaba los cuidados que había recibido su hijo Mario. Cuando llevaban un rato de charla, doña Brígida decidió aclarar las cosas con aquellas dos mujeres.

—Y ahora, ¿adónde se dirigen ustedes? ¿A casa de algún familiar, tal vez?

Mercedes y su madre se miraron un instante.

—No, señora, no tenemos sitio a donde ir. Mi hija necesita un lugar donde esconderse; un mal nacido, el mismo que ya se ha llevado a su marido y a su cuñado, se la quiere llevar presa. En el pueblo es difícil esconderla. Todos conocen los recovecos que cada uno tiene. Don Honorio pensó que fuéramos nosotras las portadoras de la grata noticia que le hemos traído; a cambio, y según expone en la carta que le dirige al señor Cifuentes, y que usted tiene en su mano, solicita que tengan la amabilidad de darnos cobijo durante unos días, hasta que pase el peligro para ella —hizo un gesto hacia Mercedes—. Le aseguro que no seremos una carga. Yo sé cocinar y planchar, y mi hija, a pesar de su estado, es muy bien mandada.

—No pueden quedarse aquí…

Teresa la interrumpió.

—Pueden ocupar la alcoba de los mellizos…

—¡Pero qué dices, niña! ¿Te crees que voy a permitir que en mi casa se instalen unas… extrañas?

—Madre, ya no son extrañas. Han salvado la vida de Mario. ¿Es que no tienes corazón?

—De ninguna manera voy a permitir esto. No, señora, no se queda usted en mi casa, ni usted ni su hija se van a aprovechar de este… conflicto que han provocado los gandules de los obreros para ocupar los hogares de la gente decente. No, señora. Vayan a reclamarles a esos gañanes que están sosteniendo todo este desbarajuste. No lo voy a consentir.

Teresa, exasperada y, en cierto modo, avergonzada por el discurso de su madre, se levantó y se dirigió hacia donde estaba Mercedes.

—Tu nombre es Mercedes, ¿no es cierto? —ella afirmó con la cabeza—. Debes de estar agotada. Vamos, puedes tumbarte un rato en mi cama mientras organizamos la alcoba de mis hermanos.

—Nosotras nos apañamos en cualquier sitio… no queremos molestar.

Mientras hablaban entre ellas, doña Brígida seguía con su retahíla impertinente.

—Madre, ahora vamos a dejar que estas dos mujeres descansen un poco. El viaje ha debido de ser muy duro. Cuando venga papá, hablaremos del asunto.

—No lo voy a consentir, de ninguna manera se van a quedar aquí… faltaría más…

Mercedes se levantó ayudada por Teresa y su madre.

Las tres, dejando atrás a doña Brígida y sus protestas, se metieron en la habitación de Teresa.

—No hagáis mucho caso a mi madre, refunfuña mucho pero luego se queda en nada.

—Eso espero, porque si tu madre no nos quiere aquí, no sé qué va a ser de nosotras.

—Le aseguro que no permitiré que mi madre se salga con la suya. Se quedarán aquí el tiempo que sea necesario. Confíe en mí.

La señora Nicolasa esbozó una sonrisa apática. Después de un silencio mientras ayudaba a tenderse a su hija, se volvió hacia Teresa.

—Yo no tengo ninguna gana de acostarme ahora. Iré a la cocina, a ver si puedo ayudar.

—Hable con Joaquina —le apuntó Teresa—. Agradecerá cualquier ayuda, y sobre todo compañía; desde que se despidió la cocinera anda un poco agobiada.

La señora Nicolasa abrió la puerta y salió con sigilo hacia la cocina. En seguida hizo buenas migas con Joaquina, la disposición de una y la necesidad de afecto de la otra, hizo que se cayeran bien desde el principio.

Teresa entornó los fraileros y corrió las cortinas dejando en una agradable penumbra la estancia, tamizando la canícula que castigaba la ventana. Se volvió hacia la cama. Mercedes estaba con los ojos cerrados. Tenía la mano sobre su tripa, protegiendo la foto como si formase parte de la piel de su vientre. Teresa dio un paso y la madera del suelo crujió bajo sus pies. Mercedes abrió los ojos y la miró esbozando una sonrisa.

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