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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (18 page)

BOOK: Las tres heridas
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Aquél era mi pequeño universo. Lo tenía todo a mano y la cerrazón claustrofóbica que impelía la mirada hacia el cielo, apenas atisbado desde aquel cuchitril, me proporcionaba la sensación de permanecer aislado en la cima del mundo. Podía pasarme horas allí encerrado, como si estuviera en una reunión de amigos dispuestos a contarme algo extraordinario, interesante, mágico, historias eternas que les convirtieron en inmortales; desde Cervantes, hasta Javier Marías, pasando por Azorín, Baroja, Galdós, Tolstoi, Víctor Hugo, Dumas, Marsé, Vargas Llosa, Capote, Luis Martín Santos, Ana María Matute, Muñoz Molina, y tantos otros, se perpetuaban allí esperando pacientes mi llegada, apiñados a mi alrededor. Su conversación silenciosa me abstraía de tal forma que no necesitaba más vida social. Era como tener cientos de aliados, grandes y buenos compañeros que nada pedían a cambio de su amistad, con los que podía contar a cualquier hora, en cualquier momento; sólo con alzar la mano y tocarlos, se presentaban a mí dispuestos a darme su abrazo literario, reconfortante, sereno, a regalarme su generosa ficción, llevándome en un inmóvil paseo por paisajes desconocidos, a descubrir vidas de otros, historias de otros, pasiones de otros que se me permitía vivir y sentir.

Me fijé en la ventana de mis nuevas vecinas; la luz permanecía encendida tras la cortinilla de encaje, una luz exigua, amarillenta, liviana, que parecía perpetuarse en la lobreguez de la estancia. Eché una ojeada al reloj: pasaba un cuarto de hora de las dos de la madrugada. La ausencia de sueño y la calma de la noche propiciaba el abandono al vaivén de mi conciencia más subyacente. Leí con esmero las notas, las pasé a limpio y las ordené. Luego, me quedé pensativo durante un largo rato. Tras la euforia del primer momento, me di cuenta de que no tenía nada, apenas algunos retazos más de la vida de mis personajes recién descubiertos, trazos que conducían a ninguna parte, a un callejón sin salida, nada relevante con lo que comenzar una historia, ¿o sí? Recordé en ese momento las palabras de Genoveva antes de despedirme: los muertos podrían hablarme, tal vez esos manes atrapados en la imagen pretendían contarme su historia. Cogí la foto y la miré con persistencia, como si quisiera ver más allá de sus ojos o tratara de escuchar alguna palabra salir de sus labios, entreabiertos gracias a la sonrisa obligada por la pose.

Levanté los ojos y atisbé, al otro lado del patio, tras el turbio cristal, el rostro fantasmagórico de aquella niña, que me miraba con fijeza. Desvié un instante los ojos a mi reloj para comprobar que eran las tres y cinco de la madrugada. Al volver la mirada a la ventana ya no había nadie. Fruncí el ceño, desconcertado, porque ya no supe si había sido real o una simple alucinación; suspiré cansino, taciturno. Releí las cartas de Andrés, repasé despacio cada una de sus palabras para comprobar si me había dejado algún detalle, alguna señal que me indicase algo más de sus vidas. Al final, con una extraña sensación de derrota, me levanté de la silla y me estiré para desperezarme. Eran las cuatro y media. Sentí que el sueño me llamaba de nuevo. Apagué la luz y, antes de salir del cuarto, miré hacia la ventana de enfrente; la luz dorada y tibia permanecía encendida, y una velada silueta se deslizó por detrás del visillo que se meció levemente; me mantuve un instante con los ojos fijos, inyectados en los haces de claridad bruñida, esperando algo, hasta que mis párpados cedieron, incapaces de continuar mirando.

Cuando posé la cabeza sobre la almohada y cerré los ojos, arrobado en el laxo letargo del sueño, los personajes de la foto tomaron vida en mi conciencia adormecida: los veía reírse, hablar entre ellos; yo los observaba aislado, como un espectador contempla la escena representada, en silencio, ajeno a ellos, excluido, hasta que sentí que mi mano era asida por otra, más menuda, huesuda y frágil, que tiró de mí para arrastrarme hacia ellos con la intención de romper la barrera que nos separaba y establecer un vínculo. En la nebulosa de mi sueño, bajé la mirada hacia la figura que me impelía; era un niño de pocos años, cinco o seis, tal vez más. Sonriente, con una mueca infantil, alentaba mi acercamiento hasta conseguir situarme frente a la pareja. Andrés se volvió hacia mí y me tendió la mano, mientras Mercedes me sonreía a su lado. Sentí sobre mis actos una ausencia de voluntad. Andrés me hablaba, con la mano tendida en el aire, a la espera, mientras yo me mantenía inmóvil sin corresponder al saludo, incapaz de oír su voz que no alcanzaba mis oídos; sus labios se movían, sus palabras, mudas, se dirigían a mí; intenté hablarle, pero de mi boca no salió nada, atorada la voz, ahogada en la garganta; me esforcé con denuedo por hablar, incluso intenté gritar mi torpe incapacidad para escucharlo. La irrupción de una voz ajena me arrancó de la escena, y mis personajes soñados se precipitaron en el final brusco de mi sueño. Aturdido, abrí los ojos y oí con nitidez la voz firme de una mujer que hablaba muy rápido de la temperatura que hacía en Madrid y de cómo iba a ser el tiempo durante la jornada. Miré a mi izquierda para ver en la pantalla de la radio despertador que eran las ocho y un minuto, y para comprobar que la voz femenina, ajena, que hablaba del tiempo y que ya había sido sustituida por una voz de hombre, procedía de la radio.

Capítulo 7

Ramiro lo recibió con mucho recelo y, al principio, no quiso aportarle información alguna sobre el paradero de Mario Cifuentes y sus amigos.

—Me lo debes, Ramiro, recuerda que te saqué de un buen lío.

En un silencio constreñido, los dos hombres cruzaron su mirada con actitud reticente.

—Me ha dicho Draco que estos dos no son de fiar.

—Eso es lo que dice Draco. Yo te estoy pidiendo el favor a ti. Los tres son buena gente, no tienen nada que ver con la política.

Ramiro dio un fuerte golpe en la mesa, con rabia contenida.

—Fidel Rodríguez Salas es un falangista. No me digas que no lo sabías.

Arturo no contestó, pero mantuvo la mirada desafiante de Ramiro.

—De este Fidel ya te puedes despedir, no pienso mover un dedo por un cerdo faccioso. De los otros dos, si todavía están vivos, sólo te prometo que no les dan el paseo. Es lo único a lo que me comprometo.

—Es suficiente —afirmó Arturo, con gesto derrotado.

Le hubiera dicho lo que pensaba sobre las detenciones ilegales, sobre lo que se empezaba a llamar «dar el paseo», que no era otra cosa que sacar a la gente a las cunetas y pegarles un tiro, le hubiera echado en cara tantas cosas, pero no era el momento de reproches, Ramiro era la única esperanza que le quedaba de salvar la vida de Mario, y tenía que callarse.

De sus labios se deslizó un gracias taciturno, desganado. Se dio la vuelta para marcharse, pero Ramiro le sujetó con energía el brazo, inmovilizándole. Sus rostros quedaron a medio palmo de distancia el uno del otro, frente a frente, tragándose el aliento del contrario, la mirada sostenida en los ojos del otro.

—Una cosa más —le espetó al fin Ramiro—, no se te ocurra venir por aquí. Tú y yo estamos en paz. No me vuelvas a llamar, no le hables a nadie de mí, ni de esta conversación, ¿me oyes? A partir de ahora, yo a ti no te conozco y tú no me has visto en la vida.

Arturo no dijo nada, apretó los labios y se marchó en silencio. El miedo también cercaba a los que lo ejercían.

Anochecía cuando salió de aquel elegante caserón, vacío de sus refinados dueños, sustituidos a la fuerza por un nutrido grupo de poceros, albañiles, mecánicos y limpiabotas, además de unas bulliciosas lavanderas, criadas y costureras, vistiendo monos azules, petos o pantalones de pana negra atados en los extremos con cuerdas; los hombres se mostraban, sin pudor, despechugados, con la piel ennegrecida por la barba de varios días, sucios, sudados y pegajosos del calor polvoriento. Algunos cantaban, reían y contaban las hazañas vividas en el cuartel de la Montaña, sentados en las amplias salas, en los sillones de telas doradas de seda o tumbados sobre las mullidas alfombras que cubrían el suelo. Otros, subían y bajaban escoltando a cautivos sin defensa, espantados por una sentencia de muerte que parecía cincelada en su rostro, con los ojos cristalinos, curiosos, ávidos y aturdidos por la brutal incertidumbre de su inmediato destino.

Desolado, salió a la calle y se volvió hacia la fachada. Desde una enorme balconada, se había descolgado una sábana blanca con unas letras grandes y confusas garabateadas con pintura negra: REQUISADO PARA ATENEO LIBERTARIO DE MONCLOA. Cuando iba a echar a andar de regreso a la pensión, una voz ronca y autoritaria le dio el alto. Se volvió despacio, con las manos metidas en los bolsillos, estrujando en la palma de su mano el papel con los nombres de los tres hombres a los que buscaba. Ante él, un hombre alto, delgado pero de constitución fuerte, que vestía una guerrera nueva e impoluta, con la única mácula de un reguero oscuro que se arrastraba por la solapa, desabrochados los botones, luciendo los limpios correajes de piel. La graduación del anterior dueño de la guerrera era de sargento, y debía de tener la misma constitución y altura que su nuevo propietario porque parecía hecha a su medida. El contraste eran los pantalones de pana pardos y las alpargatas, completando el uniforme con una gorrilla cuartelera que lucía con gracia inclinada a hacia el lado izquierdo.

—¿Sabes conducir?

La pregunta fue directa.

Arturo, aturdido, asintió con un leve movimiento de la cabeza.

—Acompáñame entonces, te necesito, camarada.

Le costó unos segundos arrancar los pies del suelo, como si el miedo le hubiera adherido a la tierra para evitar su avance.

—Vamos, hay mucha faena que hacer.

Detrás de aquel sargento eventual, que empuñaba una pistola en su mano derecha, otros dos milicianos, apenas dos adolescentes a los que les quedaba grande el mono, obligaban, a golpe de fusil, a dos hombres y una mujer a subir a un Dogde aparcado en la acera con las letras FAI pintarrajeadas con pintura blanca por toda la carrocería.

—Sube al coche —le instó el «sargento» impostado.

—Yo no puedo…

—¿Acaso te niegas a arrimar el hombro por la libertad?

Arturo no sabía si echarse a reír o a llorar, ¿cómo podía hablarle aquel hombre de libertad? Contuvo su mueca por cobardía.

—¿Qué pretendes que haga?

—Tú ponte al volante. Ya te diré yo adónde vamos.

En ese momento, llegó una camioneta que se detuvo, con un brusco frenazo, detrás del Dogde. Primero bajaron una cuadrilla de seis hombres y dos mujeres, todos ellos armados; reían alegres. Aquel jolgorio era una terrible contradicción con lo que sucedió instantes después, cuando se inició el descenso de los capturados: un hombre de mediana edad, seguido de otros dos, que debían rondar los veinte años; uno de ellos se volvió para tender la mano a una mujer de unos cincuenta años, pero una de las milicianas le empujó para que avanzase, y la mujer tuvo que descender sola, llorosa y asustada. Detrás de ella bajó una niña de unos quince años. A Arturo le pareció que eran los miembros de una misma familia. Se estremeció de pura impotencia. A empujones y entre insultos los condujeron al interior.

Absorto y paralizado por la escena, había olvidado por completo al que llevaba la guerrera de sargento, y sus ojos se toparon con el negro orificio de la pistola, que le apuntaba a la frente.

—Te subes al volante o te pego un tiro aquí mismo.

Arturo obedeció la orden, sobrecogido. Aprendió a conducir en el coche de un viejo profesor de Derecho Mercantil, al que la vista y los reflejos empezaban a fallarle; habían llegado a un acuerdo justo: él le enseñaría el manejo del volante con la condición de que lo llevase a la Facultad cada mañana. Los dos se procuraron un servicio: el profesor tenía su chófer particular, y Arturo se ahorró, durante una buena temporada, el gasto del tranvía.

A su lado se sentó el que iba disfrazado de sargento. Lo miró de reojo y atisbó su perfil afilado de la nariz ganchuda y la barbilla saliente. Detrás, apiñados como en lata, los otros dos milicianos custodiaban a los detenidos. Miró por el retrovisor mientras ponía en marcha el motor. Apenas veía las caras, pero podía respirar su miedo.

—¿Adónde vamos?

—¿Sabes ir a la Casa de Campo?

—La Casa de Campo es muy grande.

—Tú ve hacia Garabitas, ya te diré yo dónde tienes que parar.

Inició la marcha despacio, inseguro; dio varios acelerones hasta que el coche se caló y se detuvo en seco.

—Pero ¿tú no sabías conducir?

Arturo no se amedrentó y se atrevió a retarlo, subiendo la voz.

—Si quieres me bajo.

—No. Conduce.

—Entonces, ten un poco de paciencia, no conozco este coche.

Al final, algo vacilante, el vehículo fue avanzando por la calle Princesa portando su lúgubre mercancía. Durante un rato el ruido del motor ahogaba cualquier sonido en el interior, hasta que Arturo percibió el llanto apagado de la mujer. Miró por el retrovisor, pero sólo pudo entrever la sombra de sus facciones.

—¿Dónde les lleváis?

—¿A éstos?, ¿tú qué crees?

—He preguntado yo.

—Pues a darles un paseo, ¿dónde vamos a ir sino?

De pronto, Arturo oyó un hilo de voz a su espalda.

—Podría entregar esto a mi esposa. Es el anillo que me regaló cuando nos casamos… Se lo suplico.

Arturo miró por el retrovisor, intranquilo. Comprendió que si no hacía nada, aquellos muchachos imberbes dirigidos por un autonombrado responsable vestido de sargento de un ejército inexistente matarían a esa gente. Tenía un nudo en el estómago tan fuerte que le impedía respirar con normalidad.

—¿Puedo fumar? —preguntó al responsable, sacando del bolsillo de su camisa la cajetilla.

—¿Tienes uno para mí?

Arturo se puso su pitillo en la boca y le entregó la arrugada cajetilla.

—Te queda sólo uno.

—No importa.

Arturo, manteniendo el coche a muy poca velocidad, soltó el volante para encender su cigarro. El humo azulado envolvió el habitáculo antes de escapar revoloteando por las ventanillas abiertas y esfumarse en la oscuridad. El vehículo avanzó lento hasta llegar a Moncloa, dejaron atrás la cárcel Modelo y torcieron a la derecha por el asilo de Santa Cristina. Se cruzaron con algunos coches y, en dos ocasiones antes de adentrarse en la oscuridad de los desmontes de la Casa de Campo, les dieron el alto para la identificación.

Arturo seguía pensando en cómo evitar aquellas tres muertes.

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