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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (14 page)

BOOK: Las tres heridas
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Dio un largo suspiro y miró a través de la ventanilla abierta. Al ver a la gente vestida con petos o monos de mecánico la embargó de nuevo una profunda desesperanza, recordando la angustiosa ausencia de su hermano Mario.

La fragilidad de los recuerdos

La abuela de Carlos Godino vivía a escasos cincuenta metros de la fuente de los Peces. Era un primer piso y nos abrió una chica morena de unos treinta años, que cuidaba de la anciana las veinticuatro horas.

—Hola, Doris. ¿Está en la sala?

—Sí, les está esperando —contestó con una amplia sonrisa y el acento meloso del Caribe.

Percibí un agradable olor a café procedente de la cocina, en la que Doris se metió, mientras yo seguía los pasos de Carlos por un estrecho pasillo. Como me había indicado Carlos Godino, su abuela se encontraba sentada en un butacón frente a un ventanal, a través del que se podía ver la plaza del Pradillo y parte de la avenida de la Constitución. La estancia era minúscula y con pocos muebles: una camilla, bajo cuyas faldillas de lana la anciana resguardaba sus piernas del frío, cuatro sillas y una pequeña estantería en la que se exponían recuerdos de bodas y bautizos y otros adornos de lo más variopinto. Además, tenía varias plantas estratégicamente colocadas que proporcionaban calidez al ambiente. Las cortinas era claras y estaban plegadas a ambos lados, por lo que se veía pasear a la gente por la calle.

—Hola, abuela, aquí te traigo al escritor del que te hablé ayer.

—Hola, hijo —la anciana recibió con una sonrisa agradecida al beso de su nieto.

—Encantado de conocerla, señora, y gracias por recibirme en su casa.

—No me lo agradezca, me gusta tener visita, paso mucho tiempo sola y la pobre Doris ya está muy harta de mí.

—No diga eso —intervino la chica, que en ese momento entraba portando una bandeja con café y tres tazas—. Sabe que yo la quiero mucho, lo que pasa es que ya nos hemos contado la vida y milagros, ¿a que sí?

—Doris, no pongas café para mí, yo me voy.

—¿No te quedas, hijo?

—No, abuela, tengo que recoger a Carlitos del cole, que Ana tiene trabajo en el despacho.

—Ve, usted —añadió dirigiéndose a mí—, nunca tienen tiempo para dedicarle a una pobre vieja.

—Va, abuela, no te quejes, sabes que vengo a verte siempre que puedo. Siéntese, Ernesto. Su nombre es Ernesto —le reiteró a la anciana, mientras yo tomaba asiento con timidez.

—Vale, vale. Anda, marcha ya, no vaya a ser que salga el niño y no te encuentre.

Carlos se acercó a la anciana y le acarició con cariño la mejilla.

—Aquí le dejo con lo más parecido a la versión del
NO-DO
. Le advierto que en cuanto note que le presta atención ya no habrá quien la pare. No le arriendo las ganancias con ella.

—No se preocupe. Estaré encantado de escucharla.

—Si ve que se va por los cerros de Úbeda, reaccione y salga corriendo.

—Anda, tunante, vete ya a recoger a mi bisnieto, y a ver si me lo traes, que me da mucha alegría verlo.

—Me marcho. —Me tendió la mano y yo hice un amago de levantarme para estrechársela—. Espero que la tarde resulte fructífera para ambos. No dude en llamarme cuando vuelva por Móstoles y tomamos otro café. ¿Lo hará?

—Por supuesto, y se lo agradezco de nuevo…

—No tiene nada que agradecer. La abuela está encantada, eso es lo importante.

Dio un beso en la frente a la anciana y salió acompañado de Doris.

—Es un buen nieto, pero esta juventud tiene tanto trabajo que no le queda tiempo para nada. Yo no sé para qué quieren ganar tanto, que si el coche, que si otra casa, que si un viaje, el móvil ese, ¿usted se cree que a mi bisnieto, con cinco añitos, están pensando en comprarle un teléfono?

—Son los tiempos de la tecnología —añadí, algo cortado.

—No sé. Antes no teníamos tantas cosas y vivíamos tan tranquilos, ahora si les falta el coche o el móvil, es que se mueren.

—Algo de razón tiene usted; lo cierto es que a cada uno nos toca vivir una época con sus grandes ventajas y sus grandes inconvenientes.

—En eso tiene usted razón. A los de mi edad nos ha tocado pasar mucho y muy malo, y por eso nos conformamos con menos cosas. Cuanto más se tiene, más se quiere, y eso tampoco es bueno.

Esbocé una sonrisa estúpida. Tenía razón, pero no era cuestión de hablar de las necesidades de unos y otros en los distintos tiempos en los que nos había tocado vivir.

Oí cerrarse la puerta de la casa y los pasos de Doris acercarse por el pasillo. Entró y nos sirvió el café mientras hablaba con la mujer igual que si se dirigiera a un niño de corta edad. Cuando terminó, dejó la cafetera.

—Genoveva, si necesitan algo, estoy en mi cuarto.

—Gracias, Doris, estaremos bien. Arrima la puerta, que no se vaya el calor.

Sorbí el café mirando por encima de la taza a aquella anciana que había conocido a los personajes de mi fotografía. Tenía ese aspecto de abuela dulce, delicada como una porcelana, curtida por el paso del tiempo, el pelo cano pegado al cráneo, la piel nívea, casi transparente, y los ojos claros como el agua. De apariencia menuda, sus movimientos eran pausados, carente de una prisa ya ausente en su esquema vital. El tono de voz era afable, algo tembloroso, como desgastado.

—Así que es usted escritor.

—Eso intento.

—¿Y qué escribe?

—Lo que puedo —contesté un poco a la defensiva—. Sobre todo novela, pero también he hecho algo de poesía, aunque me considero un auténtico inepto en ese terreno.

Hizo un leve movimiento con la cabeza y alzó tímidamente sus cejas.

Decidí sacar la foto y mostrársela.

—Genoveva, me ha dicho su nieto que conoció a esta pareja.

Antes de mirarla, cogió una funda de plástico que tenía sobre la mesa, sacó unas gafas de pasta antiguas, y se las ajustó a la nariz. Sus manos huesudas, rugosas y con manchas oscuras, temblaban ligeramente. Cuando estuvo lista, tomó la foto y la observó, elevando la barbilla.

—Fue tomada en la fuente de los Peces el domingo 19 de julio del 36.

Sus ojos quedaron atrapados en el laberinto de los recuerdos.

—¿Los conoce? —insistí, expectante.

—Claro. Me acuerdo perfectamente de este vestido de la Mercedes, y de ese día; nadie era consciente de que aquel domingo empezaba una guerra. Corrían malos tiempos —calló un instante para luego preguntarme, levantando la vista de la imagen—. ¿De dónde la ha sacado?

Esta vez no tuve inconveniente en explicarle cómo la había encontrado.

Mientras me escuchaba, no dejó de mirar a los personajes de la foto.

—Qué pena que un retrato así acabe en el puesto de un mercadillo, es algo tan…, no sé, tan propio; ahora se toman fotos de todo, cada acontecimiento, o sin acontecimiento alguno, se toma un montón de fotos porque sí; yo tengo una buena colección de mis nietos y de los bisnietos desde el mismo día que nacieron: en cada cumpleaños, si se bañan en la piscina, si en la playa, cuando montan en bicicleta, todo se fotografía, pero antes una foto era casi como un tesoro. Yo, de cuando era pequeña, tengo media docena de retratos, y de mis padres sólo me queda uno de cuando hice la Comunión —asentí a sabiendas de que la anciana tenía toda la razón, pero no dije nada esperando, paciente, a que hablase algo de la pareja—. Aquí la Mercedes ya debía de estar de unos cuantos meses, aunque se le notaba muy poco. Mi padre fue el que le confirmó el embarazo. No sabe usted cómo se pusieron de contentos, y la Nicolasa, no le digo nada la alegría que tenía, después de todo lo que había pasado la pobre.

Saqué mi bloc y le pregunté si no le importaba que tomase nota de la información que me daba.

—A mí no. Haga usted lo que quiera. Aunque poca importancia puede tener lo que yo le cuente como para que lo escriba.

—Estoy seguro de que sí la tiene. Cualquier cosa sobre ellos me será válida, seguro.

—Si usted lo dice, apunte todo lo que quiera.

—Así que Mercedes, en julio del 36, estaba embarazada.

—Sí, pero el niño nació muerto.

—Vaya —añadí contrariado. Apunté de nuevo, y mientras lo hacía seguí preguntando—: Y esa Nicolasa, ¿quién era?

—La madre de la Mercedes —me contestó con rotundidad, como si se extrañara de mi ignorancia. Luego, volvió a clavar los ojos en la fotografía y esbozó una sonrisa blanda, embargada en el vaivén del recuerdo—. Se habían casado unos meses antes, en las Navidades; hicieron una fiesta muy bonita, una cosa sencilla pero muy bonita. Me acuerdo perfectamente de que hizo un día muy soleado a pesar del frío, y de que la Mercedes estaba muy guapa, bueno, es que la chica era muy guapa, y el Andrés también era buen mozo.

—Ya se ve en la imagen.

—Vivían en casa de la Nicolasa, que estaba justo al lado de la de mis padres. Mi padre era el médico de Móstoles, el único, porque en ésos tiempos atendía a todo el pueblo; se conocía los males de cada uno de los vecinos y no necesitaba ningún ordenador de ésos. Esto apenas era un pueblito de algo más de mil habitantes, y fíjese ahora. La casa en la que yo nací estaba aquí mismo —señaló con el dedo índice hacia el suelo—. La tiraron para hacer este bloque y a mí me dieron este piso. Con mi marido viví en otra casa, cerquita de aquí, un poco más arriba de esta calle; también la tiraron hace poco para hacer un bloque de pisos. Ahí crié a mis cinco hijos; cuarenta años me pasé en esa casa —dio un suspiro, cansino, embelesada por la evocación—, pero cuando me quedé viuda, todos se habían casado y yo no quería estar sola en una casa tan grande, con tantos recuerdos. Así que me vine a este pisito. Aquí estoy muy entretenida, y es más recogido.

Lo dijo con resignación, aceptando lo inevitable del paso del tiempo, de la soledad a la espera del final anunciado.

—Entonces, usted era vecina de Mercedes y Andrés.

—Puerta con puerta, sí señor.

—Por lo tanto, ésta es la calle en la que vivían Mercedes y Andrés, ¿no es cierto?

—Y la Nicolasa —afirmó—. Ahora se llama el Sitio de Zaragoza, ya ve usted, cosas del alcalde, pero de toda la vida ha sido la calle de la Iglesia, o de las Iglesias, que algunos la llamaban así porque, si se da cuenta, es la calle que lleva de la ermita y a la iglesia de la Asunción.

—Entonces —escribía la información, deprisa, y pregunté para confirmar lo escrito—, ¿esta calle es lo que antes se conocía como de la Iglesia?

—Por donde usted ha entrado al portal estaba la puerta de la casa de mis padres, y justo al lado, hacia la iglesia, había una ventana y la puerta de la Nicolasa.

—Genoveva, ¿le importa decirme el nombre de sus padres?

—Mi padre, Honorio Torrejón, y mi madre, Eloísa García. La Nicolasa y mi madre eran muy amigas, las recuerdo siempre juntas; la Nicolasa venía a limpiar a mi casa para sacarse unos cuartos. Había que vivir. Era una buena mujer, aunque tuvo mala suerte con el marido y el hijo.

—¿Qué pasó? ¿Por qué tuvo mala suerte?

—Los dos murieron. Primero el marido, y luego el chico; yo no los llegué a conocer a ninguno de los dos. La Nicolasa y la Mercedes se quedaron solas —apretó los labios y negó con la cabeza—. Mi madre siempre decía que tuvieron que trabajar mucho para salir adelante. Imagínese usted, dos mujeres solas, en aquellos tiempos. Mucho tuvieron que pasar, mucho…

—¿Y qué ocurrió con Andrés y Mercedes?

Enarcó las cejas y encogió los hombros.

—A él se lo llevaron a poquito de empezar la guerra.

—¿Con su hermano Clemente?

—Ah, ¿pero también sabe de Clemente?

—No mucho, la verdad. Junto a la foto había unas cartas que Andrés le escribió a Mercedes en los meses de septiembre y octubre del 36, en todas lo nombra afirmando que estaba bien, pero nada más.

—¿Unas cartas? No sé nada de cartas.

Se quedó callada un rato, con la mirada fija en un punto indeterminado de la calle, ausente, como si hubiera dejado de interesarle mi presencia.

—Genoveva, ha dicho que se llevaron a Andrés, ¿quién se lo llevó?

—Los rojos —contestó con firmeza—. Estaban trabajando en el campo los dos hermanos, los subieron a un camión y se los llevaron. Yo siempre oí que era cosa de Merino, que los tenía muy enfilados, sobre todo al Andrés. Mi madre decía que le tenía envidia porque antes de ponerse de novios pretendió a la Mercedes, pero ella en seguida puso los ojos en el Andrés y no le hizo ni caso.

—¿Podría hablarme algo más de ese Merino?

—Uy, era muy malo, se lo digo yo. Me acuerdo el día que entró en mi casa para incautar el coche de mi padre. No se puede usted imaginar qué violencia, qué ínfulas, no hacían nada más que gritar, y el susto que me llevé cuando vi que agarraban a mi padre y lo zarandeaban como si fuera un muñeco. Hay cosas que una niña no olvida en la vida, y esa forma de tratar a mi padre… uff, no se puede usted imaginar. Era un prenda, sí señor, una mala persona. Lo fusilaron después de la guerra. Nadie le echó de menos. Mucha gente le tenía ganas.

Quedó en silencio y aproveché para terminar de apuntar todo lo que me contaba con la letra más legible posible.

—¿Y recuerda cuándo se llevaron a los dos hermanos?

—Pues debió de ser al poquito de pasar la Virgen de agosto; ese año ya no hubo nada de celebración, ni misa, ni nada; mi madre hizo una limonada, unas tostas de hojaldre y allí nos reunimos parte de la familia y algunos amigos, los más allegados. Había mucho miedo. A mí no me dejaban salir a jugar ni a la puerta de la calle. Hubo muchos excesos. Hubo asesinatos, se llevaban a la gente por la noche y la dejaban tirada en el Cerro de las Nieves con un tiro en la cabeza. Me acuerdo que llamaban a mi padre para que fuera a reconocer a los muertos; luego se encargaba de dar la noticia a la familia. Nunca he podido olvidar su cara cuando regresaba a casa, no se puede imaginar qué tristeza, la pena que arrastraba. Fueron días terribles.

—¿Y Mercedes qué hizo?

—Uy —agitó su mano huesuda para dar más ímpetu a sus palabras—, no hacía más que llorar, la pobre mía. La Nicolasa y ella se tuvieron que esconder en casa del tío Manolo, porque el Merino también se la quería llevar.

—¿Pasaron la guerra aquí?

—No. Aquí se quedaron algunos hombres, muy pocos, evacuaron a todo el pueblo antes de que llegasen los nacionales.

—Entonces, Mercedes y su madre también salieron de Móstoles.

—Ellas mucho antes que los demás, al poquito de apresar al Andrés tuvieron que sacarlas de noche, a escondidas. Ya le digo que había mucho miedo, y la gente se tenía que ocultar en las cuevas o marcharse de noche a hurtadillas. Las llevó un primo de mi padre en su carro, para evitarle la caminata a la Mercedes. Ésa fue la última vez que las vi.

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