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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (15 page)

BOOK: Las tres heridas
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—¿Nunca regresaron?

—No señor.

—Pero ¿murieron?

—La Nicolasa recibió un disparo en una calle de Madrid de esos que llamaban pacos. De la Mercedes no se supo más, al menos yo no he vuelto a saber nunca de ella, no le puedo decir si está viva o muerta, porque nunca supe qué le ocurrió y por qué no regresó.

Me quedé mirándola entre el entusiasmo por la información que aquella anciana me estaba proporcionando y la desesperanza de que, de repente, se cortase el hilo de la historia.

—¿Sabe dónde fueron cuando salieron de aquí?

—Mi padre conocía a un médico en Madrid y creo que fue él el que las acogió en su casa. Al menos, recuerdo a mi padre intentando llamar por teléfono; las líneas funcionaban muy mal y mi madre me sentó toda una tarde junto al aparato para avisarles si llamaba la telefonista.

—¿Y no recuerda el nombre del médico?

Negó de nuevo moviendo la cabeza.

—Trabajaba en el hospital de la Princesa. Es lo único que le puedo decir.

Repasé cuidadosamente lo que iba escribiendo.

—Genoveva, me ha hablado de un tal Manolo, ¿quién era?

—¿El tío Manolo?, ése era el hermano de la madre del Andrés y del Clemente; los Brunitos los llamaban. Fue uno de los pocos que se quedó en el pueblo cuando nos evacuaron a todos; se escondió en la cueva hasta que entraron los nacionales. Y con él se quedó la hermana, la madre de Andrés; no hubo manera de convencerla, y eso que la evacuación era obligatoria, nadie podía quedarse, eran órdenes, porque decían que los moros mataban a todo el que se encontraban en su camino. Se escondió con su hermano y no consintió en salir de Móstoles —su voz, a veces dulce, a veces susurrada, otras algo más aguda, más firme, emulaba los recuerdos que se deslizaban por la fragilidad de su mente—. Decía que tenía que quedarse en la casa por si regresaban sus hijos. La pobre se murió de pena antes de que terminase la guerra.

—¿Murieron los dos hermanos?

Ella encogió los hombros un instante, pensativa.

—Después de la guerra, mi padre los buscó, pero lo único que halló fue el nombre de Clemente en una lista de enterrados en un cementerio de Las Rozas. Intentó traerse el cuerpo para que recibiera sepultura aquí, junto a la tumba de su madre, pero ni eso pudo, por lo visto lo habían metido en una fosa común y era imposible sacarlo. La pobre Fuencisla, se quedó sola con tres criaturas, y sin una tumba que llorar.

—¿Era la mujer de Clemente?

—Sí —alzó las cejas, sin mirarme, con los ojos puestos en un triste vacío—. Cuántas viudas quedaron, Dios Santo, y cuántos huérfanos…, qué pena…

—¿Sabe si alguno sigue vivo? Tal vez ellos pudieran decirme algo más…

Me miró con extrañeza, confusa, como si no hubiera comprendido mi pregunta.

—La mujer de Clemente —insistí con sutileza, temeroso de agotarla—, ¿sabe si ella o alguno de sus hijos viven todavía?

La anciana esbozó una sonrisa dispersa.

—No le puedo decir. Móstoles se hizo muy grande en pocos años; las cosas ya no son como antes, que conocías a todos y de todos sabías su vida y milagros, porque ya sabe usted lo que eran los pueblos: se sabía todo de todos. Pero con esto de los pisos, empezó a llegar gente de fuera y los vecinos de siempre empezamos a perder el contacto. Sé que una de las hijas se casó y se marchó a Valencia, o Alicante, no estoy segura, y que el chico puso una fábrica de pan, en un pueblo de Toledo, pero no le puedo decir dónde. De la otra hija no sé nada, y de Fuencisla —encogió los hombros como si se disculpase—, pues la verdad es que no tengo ni idea si se ha muerto la mujer, o si vive… no lo sé, no puedo ayudarle.

Apunté deprisa toda la información, y antes de separar el bolígrafo del papel, levantando apenas la cabeza, insistí:

—Y entonces, de Andrés, ¿nada se volvió a saber nunca?

Arrugó los labios con un visaje pensativo.

—Yo regresé con mis padres en abril del 39. Pasamos toda la guerra en casa de un tío mío; ¡qué hambre pasamos!, no se puede usted imaginar las cosas que tuvimos que ingeniar para llevarnos algo a la boca; eso sí que era hambre y necesidad de todo. En Madrid no había de nada, ¿sabe? Se hacía cola para todo, esperábamos horas y horas de pie, con frío, con lluvia; ¡madre mía!, las colas que me habré tragado yo para echar al capacho un bote de leche condensada y medio kilo de lentejas con más piedras que en una cantera. ¡Qué tiempos! —a pesar de que había momentos en los que parecía confusa o aturdida, en otros, sin embargo, era evidente esa extraña lucidez de los viejos, de la que Carlos Godino hablaba, para recordar con claridad los pasajes más lejanos en su vida—. Cuando pudimos volver nos encontramos la casa saqueada. Apenas quedaban algunos muebles destrozados —suspiró, manteniendo fijos sus ojos vidriosos—. Pero estábamos vivos, y en ese tiempo era lo importante, sobrevivir. Aquí no volvimos a pasar hambre; todos los días teníamos un plato caliente en la mesa, aunque fuera siempre el mismo, cocido de lunes a domingo, los garbanzos nunca faltaban, más o menos abundantes, otra cosa era el acompañamiento, unas veces había y otras no; cuando había tocino, pues tocino, si era cecina, o gallina, o conejo, pues eso nos comíamos. No había de qué protestar, y no dejábamos ni las migas en el plato, no como ahora, que se tira una cantidad de comida que da una pena…

Me resultaba enternecedor escucharla, pero temía que se agotase mi tiempo, así que insistí de nuevo.

—Genoveva, pero ¿no tiene ni idea de lo que le pasó a Andrés, no se oyó nada, ni hubo rumores sobre si había muerto o si se había exiliado? Me ha dicho que en los pueblos todo se sabe de todos.

Me dedicó un visaje indulgente.

—Si algo aprendimos cuando terminó la guerra fue ignorar el pasado para poder seguir viviendo, no a olvidarlo, pero sí a ignorarlo, aunque a muchos se nos acabó por olvidar…

Un silencio espeso se cruzó en el ambiente; me di cuenta de que había tocado alguna fibra inadecuada. Preferí mantenerme callado, a la espera de que ella reaccionase como estimara oportuno.

—Créame —continuó con gesto sereno—, siento mucho no poder ayudarle, pero yo, al menos, no volví a saber nada ni de él ni de la Mercedes. Mi madre decía que parecía que se los hubiera tragado la tierra —al ver mi gesto de incondicional atención, esbozó una sonrisa y abandonó los ojos en el vacío—. No crea que fueron los únicos. En esos años desapareció mucha gente; muchos se esfumaron como el humo cuando los nacionales entraron en Madrid. Alguno regresó años después, pero de la mayoría —encogió los hombros con un movimiento casi mecánico— nunca más se supo. Mire usted, se mataba a la gente y se la enterraba en cualquier sitio, en fosas comunes, en las cunetas de los caminos, en los campos, en los desmontes, fuera de las tapias del cementerio. En el piso de Cuatro Caminos en el que viví durante la guerra había un descampado justo enfrente, y muchas noches, desde la ventana, vi cómo llegaban camionetas o coches particulares cargados de muertos; los bajaban, cavaban un poco y, hala, ya estaban enterrados. Hubo casos terribles. Desconocer dónde está enterrado el cadáver de un ser querido debe ser peor que la muerte. Yo no digo que fueron unos u otros, que barbaridades las hicieron de un bando y de otro, estábamos en guerra y había miedo al hambre o al frío, a la falta de sueño, a la bala perdida, a morir y a matar, había miedo por todo y un ciego instinto de conservación que sacaba todo lo más horrible que usted se pueda imaginar de un ser humano —enmudeció en silencio largo, lúgubre, como un homenaje a todas aquellas almas que perdieron su candidez en aquella guerra cainita—. Pero cuando llegó la paz, ¡ay madre del cielo!, o eras de Franco o estabas contra él, en esos tiempos no cabía la pasividad ni la ambigüedad; los falangistas decían que había que acabar con los tibios, que eran los blandos los que hundían a la patria. Ya ve usted, los blandos o tibios; al que hubiera tenido cualquier contacto con los republicanos le apresaban y podía pasarse meses en la cárcel sin saber por qué razón estaba encerrado. Mi padre estuvo más de un mes preso, porque como tuvo que trabajar en los hospitales de Madrid durante toda la guerra, le consideraban un rojo; menos mal que varios médicos y algunos militares le avalaron, que si no lo fusilan, mire usted. Mi padre tuvo suerte, pero hubo muchos que no la tuvieron, y no encontraron los avales suficientes para salir airosos de una culpa que no tenían, no porque no contasen con alguien que alegase a su favor que nada tenían que ver con los rojos, sino porque no se atrevían a dar la cara por ellos. Hubo muchos valientes, pero también salió mucho cobarde, y mucho miedo, y también mucha envidia que todo hay que decirlo; no se puede usted imaginar la cantidad de pobres inocentes que se llevaron por delante, gente que a lo único que se dedicó fue a trabajar; los mataban por rencor, por codicia, por rivalidades banales, para quedarse con su puesto de trabajo, o con su casa. La guerra fue muy mala, pero en los primeros años de la posguerra también se pasó mucho porque, paz había, claro, eso no se lo niego yo, pero seguía habiendo mucha hambre y mucho miedo, mucho miedo —repitió con vehemencia—, y mucha malicia y venganzas y odios… uff…

Movió la mano como asustada, se tapó ligeramente la boca con los dedos y se encogió de hombros como si un escalofrío le hubiera recorrido el cuerpo.

—En eso le doy la razón, Genoveva, malas son las guerras, pero la venganza y la falta de generosidad del vencedor respecto del vencido es más terrible, si cabe.

—Franco no fue generoso, no señor, no lo fue, ni él ni los que le rodeaban. Debía de ser muy rencoroso, y decían que tenía mucho miedo de que le quitasen del poder. Menudo era. Ahora lo puedo decir, antes había que callar, que hemos vivido todos con la boca bien cerrada y, en muchos casos, mirando para otro lado. Pero ahora sí que lo digo. Hubo muchos meapilas y aprovechados que se apegaron al poder y levantaron el brazo en alto gritando vítores a Franco. Tampoco se crea que los critico, no en aquellas circunstancias. Por eso le digo que muchos de los que no regresaron fueron olvidados, porque si se los buscaba se corría el riesgo de encontrar la desgracia propia y la de toda la familia, porque el que caía, arrastraba a todos los que estaban alrededor, como si fueran apestados. Había que seguir viviendo —me miró esquiva, y me pareció que intentaba justificarse ante mí, como si de pronto se hubiera arrepentido de haber hablado demasiado—, tiene usted que pensar que la gente tenía que continuar, no podíamos anclarnos en el pasado, ni siquiera nos podíamos quedar en el presente que nos tocaba porque, a veces, era peor; sólo teníamos el futuro, había que tirar
p’alante,
como decía mi pobre madre —se calló y bajó la mirada hacia sus manos, que todavía sostenían la foto de la pareja—. Poco a poco, la gente se fue olvidando de los muertos, y también de los desaparecidos. El olvido fue imprescindible para sobrevivir. Durante mucho tiempo, lo prioritario para la mayoría fue no morir de hambre…, ni de pena, y el ejercicio voluntario de ignorar una realidad que pertenecía al pasado fue la única salida que nos quedó a muchos.

Después de escucharla, me pesó continuar removiendo los amargos recuerdos de aquella anciana, pero la curiosidad por saber algo más superó a mi mala conciencia.

—Tuvo que ser muy duro.

—Mucho —me reiteró, convencida—, no se lo puede usted imaginar; durante los tres años que duró la guerra se mató a mucha gente buena, de un lado y de otro, y con Franco llegó la paz para unos, pero empezó la pesadilla para otros muchos; había tanto odio contenido, tanto afán de venganza —alzó los hombros, conforme—. Yo, ya lo tengo todo hecho, pero le aseguro que a diario le pido a Dios que mis nietos y mis bisnietos no tengan que pasar por lo que pasamos nosotros.

Se paró un instante y aproveché para insistir en mis indagaciones.

—¿No hubo nadie que buscase a Mercedes y Andrés, algún familiar?

—El tío Manolo era la única familia directa que les quedaba, y murió el día que acabó la guerra. Estaba soltero. Decía mi madre que se le había pasado el tiempo de novias en el cuidado de la hermana viuda y de los sobrinos. Vivía solo y murió solo. El día que los nacionales entraron en Madrid se cogió una buena borrachera, eso decían, yo no lo vi, pero debió de ser muy gorda porque no se le volvió a ver por el pueblo. Cuando le encontraron en el pajar llevaba varios días muerto.

Insistí dispuesto a estrujar hasta el fondo la frágil memoria de aquella anciana. Por muy duros que fueran aquellos años no me convencía la idea de que nadie los buscase, que nadie se preocupase por ellos. Más me cuadraba un silencio consentido, voluntario para evitar, tal vez, alguna persecución o peligro, sobre todo durante los primeros años de la represión franquista.

—¿Es posible que salieran del país, que se exiliaran?

Negó con la cabeza antes de continuar, encogiendo los hombros y esbozando una sonrisa.

—No le podría decir…

De nuevo se quedó en silencio.

—La estoy cansando.

—No se preocupe, estoy bien. Es que a mi edad los recuerdos pesan demasiado y, a veces, me cuesta. Pero me gusta contar estas cosas, bueno, lo cierto es que me gusta que me escuche.

—Lo hago encantado, Genoveva, y además me está ayudando mucho.

Me devolvió una sonrisa agradecida. Repasé rápidamente todas mis notas. No quería que se me quedase ninguna pregunta por hacer.

—¿Y la casa en la que vivían Andrés y Mercedes?

—La destruyó una bomba. Permaneció en ruinas durante muchos años, nadie se atrevió a hacer nada, esperando, por si un día aparecía alguno. Luego hicieron pisos.

—Sólo una cosa más, Genoveva, y perdone por mi insistencia, ¿conoce a alguien con quien pueda hablar de Andrés y Mercedes?

—Quedamos ya tan pocos —esbozó una sonrisa maternal—. Me parece que va a tener que inventarse la historia para escribir su novela, porque los muertos no hablan —miró la foto durante un instante, me la dio y enarcó las cejas con una sonrisa ladina—, o puede que sí… quién sabe.

Capítulo 5

Cuando el tranvía desapareció de su vista, Arturo suspiró y miró a un lado y a otro. El sol de mediodía lo aplanaba. La Gran Vía parecía una fiesta de monos azules, puños en alto, banderas diversas con los colores de la República o el rojo y negro de los cenetistas que ondeaban triunfantes en la calima derretida de aquel extraño lunes de julio. El ruidoso claxon de los coches que venían desde el cuartel de la Montaña ponía de manifiesto el júbilo de sus apiñados ocupantes por la victoria conseguida. Arturo se fijó en los rostros que se le cruzaban, algunos envueltos en un embriagado alborozo, con aspecto astroso y desaliñado, la barba oscurecida de varios días, cansados por la falta de sueño. Al margen de éstos, había otros que marchaban esquivos, desconfiados y medrosos, evitando a los grupos de milicianos que se habían hecho los amos de la calle, de la ley y de las vidas. Arturo no sabía muy bien qué pensar. A su parecer, todo resultaba demasiado caótico; más que una lucha, reinaba un completo desorden. Con la consigna dada por el Gobierno, según la cual, todos los soldados del Ejército quedaban licenciados y, por tanto, liberados de sus obligaciones militares, el efecto inmediato había sido la guerrilla colectiva, el desorden, la falta de jerarquías encargadas de organizar la lucha, los frentes, incluso las movilizaciones, arbitrarias y poco efectivas en todo caso. Además, desde el Gobierno Giral se había dado orden de entregar armas al pueblo a través de los sindicatos y a los partidos de izquierdas. Todo parecía hacerse a golpe de voces, de bulos, de fatuos líderes espontáneos que se dejaban llevar por un vano enardecimiento. La confusión reinaba en cada grupo. Cualquiera creía convertirse en soldado con derecho a matar por el simple hecho de apuntarse en una lista de su sindicato, partido o casa del pueblo; a la mayoría se les entregaba escopetas o fusiles, y en el mejor de los casos, se impartían algunas nociones básicas de cómo cargar y cómo disparar; convertidos en una utópica hueste, se lanzaban a las calles, sin orden ninguno, sin mandos que dirigiesen los ataques y la defensa, arrobados por un ímpetu vano de triunfo, inconscientes del peligro real que existía en el combate donde ya se libraban duras batallas contra los sublevados. Parecía que, en medio de aquella euforia por el triunfo sobre el cuartel de la Montaña, se mascaba una terrible tragedia, de la que pocos se daban cuenta aunque envolvía todo el ambiente.

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